Capítulo 2

Horace Bindler volvió a Londres sin haber coleccionado más monstruosidades, y Raymond West le escribió una carta a la señorita Greenshaw, diciéndole que conocía a una persona que podría ocuparse de revisar los diarios. Después de algunos días llegó una carta, escrita con una letra muy fina y anticuada, en la que la señorita Greenshaw decía que estaba deseando contratar los servicios de esa persona y la citaba en su casa.

Lou acudió a la cita, se fijaron unos honorarios generosos y empezó a trabajar al día siguiente.

—Te lo agradezco muchísimo —le dijo Lou a Raymond—. Me viene estupendamente. Puedo llevar a los niños al colegio, ir a «La locura de Greenshaw» y recogerlos al volver. ¡Es fantástico todo aquello! A esa señora hay que verla para creer que existe.

Al caer la tarde de su primer día de trabajo, volvió y describió la jornada.

—Casi no he visto al ama de llaves —dijo—. Vino a las once y media con un café y unas galletas, toda remilgada, y casi no me habló. Me parece que no le gusta que me hayan contratado. Parece que hay una verdadera enemistad entre ella y el jardinero, Alfred. Es un chico de por aquí, bastante perezoso según las trazas, y él y el ama de llaves no se hablan. La señorita Greenshaw dijo, con sus aires de grandeza: «Siempre ha habido rencillas, que yo recuerde, entre el servicio del jardín y el de la casa. Ya era así en tiempos de mi abuelo. Entonces había tres hombres y un chico en el jardín y ocho criados al servicio de la casa, pero siempre había roces.»

Al día siguiente, Lou volvió con otra noticia.

—¿No sabéis una cosa? Esta mañana me pidió que telefoneara al sobrino.

—¿Al sobrino de la señorita Greenshaw?

—Sí. Parece que es actor y está en una compañía, dando una temporada de verano en Borehan on Sea. Le llamé al teatro y dejé un recado, invitándole a venir a comer mañana al mediodía. Fue muy divertido. La señora no quería que el ama de llaves se enterara. Creo que la señora Creeswell ha hecho algo que le ha molestado.

—Mañana otro episodio de esta emocionante novela por entregas —murmuró Raymond.

—Es exactamente como una novela por entregas, ¿verdad? Reconciliación con el sobrino, la fuerza de la sangre..., se hace nuevo testamento y el viejo es destruido.

—Tía Jane, estás muy seria.

—¿Sí? ¿Has sabido algo más del policía?

Lou se quedó desconcertada.

—No sé nada de ningún policía.

—Aquella observación suya, hijita, tenía que tener algún significado —dijo la señorita Marple.

Lou llegó al día siguiente a su trabajo de muy buen humor. Entró por la puerta principal, que estaba abierta; las puertas y las ventanas de la casa siempre lo estaban. Al parecer, la señorita Greenshaw no tenía miedo de los ladrones y puede que tuviera razón, porque la mayoría de las cosas que había en la casa pesaban varias toneladas y no tenían ningún valor comercial.

Lou había pasado por delante de Alfred en el jardín. El joven estaba recostado contra un árbol, fumando un cigarrillo, pero al verla había cogido una escoba y se había puesto a barrer las hojas con diligencia. Aquel muchacho era un vago, pensó ella, pero guapo. Sus facciones le recordaban a alguien. Al pasar por el vestíbulo, camino de la biblioteca, Lou miró el gran retrato de Nathaniel Greenshaw, colgado sobre la repisa de la chimenea. El retrato mostraba al viejo Greenshaw en la cumbre de la prosperidad, recostado hacia atrás en un gran sillón, con las manos reposando sobre la leontina de oro que cruzaba su voluminoso estómago. Al volver la vista del estómago a la cara del modelo, con sus carrillos macizos, sus pobladas cejas y sus retorcidos bigotes, Lou pensó que Nathaniel Greenshaw debía de haber sido guapo de joven. Se parecía un poco a Alfred...

Entró en la biblioteca, cerró la puerta, destapó la máquina de escribir y sacó los diarios del cajón de un lado de la mesa. Por la ventana abierta vio a la señorita Greenshaw. Llevaba un vestido rameado, color castaño, y se inclinaba sobre las rocas artificiales arrancando afanosamente los hierbajos. Había habido dos días de lluvia y los hierbajos habían sacado mucho partido de ella.

Lou, criada en la ciudad, se dijo decididamente que, si alguna vez tenía jardín, nunca le pondría rocas artificiales, a las que habría que quitar las hierbas a mano. Con esto se puso con ardor a trabajar.

La señora Creeswell estaba de muy mal humor al entrar en la biblioteca a las once y media, con la bandeja del café. Dejó caer de golpe la bandeja sobre la mesa y dijo, dirigiéndose al universo:

—Invitados a comer... y sin nada en casa. ¿Qué se creen que voy a hacer yo? Y a Alfred no se le ve por ningún lado.

—Estaba barriendo la avenida cuando yo llegué —dijo Lou espontáneamente.

—Sí, seguro. Un trabajo sumamente suave y agradable.

La señora Creeswell salió majestuosamente de la habitación, dando un portazo. Lou sonrió. ¿Cómo sería «el sobrino»?

Terminó el café y volvió a su trabajo. Era tan absorbente que el tiempo pasó muy de prisa. Nathaniel Greenshaw, al empezar a escribir su diario, había sucumbido a las delicias de la sinceridad. Escribiendo a máquina un párrafo en el que Greenshaw describía los encantos personales de una camarera de la ciudad vecina, Lou se dijo que habría que hacer muchas modificaciones.

Estaba pensando en esto cuando la sobresaltó un grito procedente del jardín. Se puso en pie de un salto y corrió a la ventana abierta. La señorita Greenshaw, tambaleándose, iba del jardín rocoso hacia la casa. Se agarraba el cuello con las manos y entre ellas sobresalía un objeto. Lou, estupefacta, vio que el objeto era la varilla de una flecha.

La cabeza de la señorita Greenshaw, cubierta con el deteriorado sombrero de paja, se cayó hacia delante, sobre el pecho. Con voz débil gritó a Lou:

—Fue... fue él... me tiró... una flecha... busque ayuda...

Lou se precipitó a la puerta. Dio la vuelta al picaporte, pero la puerta no se abrió. Tras unos segundos de esforzarse inútilmente se dio cuenta de que la habían cerrado con llave. Corrió a la ventana.

—Me han cerrado con llave.

La señorita Greenshaw, con la espalda vuelta hacia Lou y tambaleándose ligeramente, le gritaba al ama de llaves, que estaba en una ventana un poco más lejos:

—Llame... policía... telefonee...

Luego, vacilando como si estuviera borracha, desapareció a la vista de Lou, entrando en el salón por la puerta-ventana. Un momento después, Lou oyó el ruido de porcelana al romperse, un golpe pesado y luego silencio. Reconstruyó la escena con la imaginación. La señorita Greenshaw debía haber tropezado contra una mesita que contenía un juego de té de porcelana de Sévres.

Desesperada, Lou golpeó la puerta, llamando y gritando. No había enredadera ni cañería por la parte de fuera de la ventana para facilitarle la salida por ese conducto.

Por último, cansada de golpear la puerta, volvió a la ventana. La cabeza del ama de llaves apareció por la ancha ventana de su cuarto de estar.

—Venga a abrirme la puerta, señora Oxley. Me han cerrado con llave.

—A mí también.

—¡Oh, qué horrible! He telefoneado a la policía. Hay un teléfono en esta habitación, pero lo que no comprendo, señora Oxley, es que nos hayan cerrado. No he oído el ruido de la llave, ¿y usted?

—No. No he oído nada en absoluto. ¿Qué podemos hacer? Quizás Alfred pueda oírnos si le llamamos.

Lou gritó con todas sus fuerzas:

—¡Alfred! ¡Alfred!

—Seguro que se fue a comer. ¿Qué hora es?

Lou consultó su reloj.

—Las doce y veinticinco.

—No debía marcharse hasta la media, pero siempre que puede se escabulle antes.

—¿Cree usted... cree usted que...?

Lou quería preguntar: «¿Cree usted que está muerta?» Pero las palabras no pudieron salir de su garganta.

No podían hacer nada más que esperar. Se sentó en la repisa de la ventana. Le pareció que había pasado una eternidad, cuando vio aparecer por la esquina de la casa la figura imperturbable de un policía con casco. Se asomó por la ventana y el policía miró seguidamente hacia ella, protegiéndose los ojos con una mano.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó en tono reprobatorio.

Desde sus ventanas respectivas, Lou y la señora Creeswell vertieron sobre él un torrente de información. El policía sacó un cuadernito y un lápiz.

—¿Ustedes, señoras, corrieron al piso de arriba y se cerraron con llave, no es eso? ¿Me quieren dar sus nombres, por favor?

—No. Nos han cerrado con llave. Suba y déjenos salir.

El policía dijo con mucha calma:

—Todo se andará.

Y desapareció seguidamente por la puerta-ventana del salón.

El tiempo volvió a hacerse larguísimo. Lou oyó el ruido de un coche que llegaba y, después de lo que le pareció una hora, cuando en realidad habían sido tres minutos, un sargento de la policía, más despierto que el agente, libertó primero a la señora Creeswell y luego a Lou.

—¿Y la señorita Greenshaw? —a Lou le falló la voz—. ¿Qué... qué ha ocurrido?

El sargento se aclaró la voz.

—Lamento tener que decirle, señora —dijo—, lo que ya le he dicho a la señora Creeswell: la señorita Greenshaw ha muerto.

—Asesinada —afirmó la señora Creeswell—. Eso es lo que ha sido... un asesinato.

El sargento, desde luego sin mucho convencimiento, sugirió:

—Pudo ser un accidente... algunos chicos del campo tiran con arcos y flechas.

Se oyó el ruido de otro coche que llegaba. El sargento dijo:

—Ése será el médico de la policía.

Y se fue escaleras abajo.

Pero no era el médico. Lou y la señora Creeswell estaban bajando las escaleras cuando un joven entró por la puerta principal y se detuvo indeciso, mirando a su alrededor con expresión de desconcierto.

Luego, con voz agradable, que a Lou le resultó conocida (quizá tuviera parecido de familia con la de la señorita Greenshaw), preguntó:

—Perdonen, vive... ¡ejem!, ¿vive aquí la señorita Greenshaw?

—¿Me quiere dar su nombre, por favor? —dijo el sargento, acercándose a él.

—Fletcher —respondió el joven—, Nat Fletcher. Soy el sobrino de la señorita Greenshaw.

—Vaya, señor, vaya..., no sabe cuánto lo siento...

—¿Ha ocurrido algo? —preguntó Nat Fletcher.

—Ha habido un... accidente... A su tía le dispararon una flecha... le entró por la yugular...

La señora Creeswell, sin su refinamiento acostumbrado, gritó histéricamente:

—¡Han asesinado a su tía! ¡Nada más que eso! ¡Han asesinado a su tía!