Capítulo 1

En punto, como de costumbre, Hércules Poirot entró en la pequeña habitación donde la señorita Lemon, su eficiente secretaria, esperaba las instrucciones del día.

A primera vista, la señorita Lemon parecía estar formada en ángulos, lo que debía satisfacer la pasión de Poirot por la simetría. No es que Hércules Poirot llevara tan lejos su pasión por la precisión geométrica. Por el contrario, en lo tocante a mujeres tenía gustos anticuados y una preferencia muy poco inglesa por las curvas; podríamos decir incluso por las curvas voluptuosas. Le gustaba que las mujeres fueran mujeres. Le gustaban ampulosas, exóticas, con mucho colorido. Había habido una condesa rusa..., pero hacía mucho tiempo de eso. Una locura de juventud.

A la señorita Lemon nunca la había considerado como una mujer. Era una máquina humana, un instrumento de precisión. Su eficacia era extraordinaria. Tenía cuarenta y ocho años y la ventaja de carecer por completo de imaginación.

—Buenos días, señorita Lemon.

—Buenos días, monsieur Poirot.

Poirot se sentó y la señorita Lemon colocó ante él el correo de la mañana, clasificado en montones muy ordenados. La secretaria se volvió a su asiento y esperó, con el cuaderno y el lápiz a punto.

Pero aquella mañana iba a producirse un pequeño cambio en la rutina diaria. Poirot había llevado consigo el periódico de la mañana y estaba leyéndolo con mucho interés. Tenía unos titulares grandes y llamativos. «El misterio del cofre español. Ultimas noticias.»

—¿Supongo que habrá usted leído los periódicos de la mañana, señorita Lemon?

—Sí, monsieur Poirot. Las noticias de Ginebra no son muy buenas.

Poirot despreció las noticias de Ginebra, haciendo un amplio gesto con el brazo.

—Un cofre español —musitó—. ¿Puede usted decirme, señorita Lemon, lo que es exactamente un cofre español?

—Supongo, monsieur Poirot, que será un cofre procedente de España.

—Sí, es de suponer. Entonces, ¿no tiene usted mayor conocimiento del asunto?

—Creo que suelen ser del periodo isabelino. Grandes y con muchos adornos de bronce. Son bonitos cuando están en buenas condiciones y bien pulidos. Mi hermana compró uno en un saldo. Guarda en él ropa de cama. Es muy bonito.

—Estoy seguro de que en casa de cualquier hermana suya todos los muebles estarán bien cuidados —dijo Poirot, inclinándose graciosamente.

La señorita Lemon replicó tristemente que el servicio moderno no tenía idea de lo que era «darle a puño».

Poirot se quedó un poco desconcertado con la expresión, pero decidió no hacer preguntas.

Bajó de nuevo la vista al periódico, leyendo con atención los nombres: el comandante Rich, el señor y la señora Clayton, el teniente de navío Maclaren, el señor y la señora Spence... Para él eran nombres; nada más que nombres. Sin embargo, todos ellos pertenecían a personas, que odiaban, amaban, temían... Hércules Poirot no tenía papel en aquel drama. ¡Y le hubiera gustado tener un papel en él! Seis personas en una fiesta, en una habitación que contenía un gran cofre español apoyado contra la pared; seis personas, cinco de las cuales hablaban, comían una cena fría, ponían discos en el gramófono, bailaban, y la sexta muerta, dentro del cofre español.

«¡Ay —pensó Poirot—, cómo le hubiera interesado a mi amigo Hastings! ¡Cómo habría volado su imaginación! ¡Qué observaciones más absurdas habría hecho! ¡Ay, ce cher Hastings! Hoy, aquí, en este momento, le echo de menos... En su lugar...»

Suspiró y miró a la señorita Lemon. La señorita Lemon, dándose cuenta de que Poirot no estaba de humor para dictar cartas, había destapado la máquina de escribir y esperaba el momento de ponerse con un trabajo atrasado. No le interesaban en lo más mínimo los siniestros cofres españoles con algunos cadáveres dentro, por añadidura.

Poirot suspiró y miró una fotografía del periódico. Las fotografías de los periódicos nunca eran muy buenas y aquélla estaba muy borrosa, ¡pero qué cara!

La señora Clayton, esposa de la víctima...

Obedeciendo a un impulso repentino, le tendió el periódico a la señorita Lemon.

—Mire —le dijo—. Mire esa cara.

La señorita Lemon la miró, obediente, sin mostrar la menor emoción.

—¿Qué le parece, señorita Lemon? Es la señora Clayton.

La señorita Lemon cogió el periódico, miró la fotografía con indiferencia y observó.

—Se parece un poco a la mujer del gerente de nuestro Banco, cuando vivíamos tiempo atrás en Croydon Heath.

—Interesante —dijo Poirot—. Cuénteme, si tiene la bondad, la historia de la mujer de ese gerente.

—Bueno, no es lo que se dice una historia muy agradable, monsieur Poirot.

—Estaba pensando que no debía serlo. Continúe.

—Hubo muchas habladurías... sobre la señora Adams y un joven artista. Luego el señor Adams se suicidó. Pero la señora Adams no quiso casarse con el otro hombre y éste entonces tomó un veneno... Lo sacaron adelante. Por último la señora Adams se casó con un joven abogado. Creo que después de eso hubo más desgracias, pero nosotros, claro, nos habíamos marchado de Croydon Heath y ya no supe mucho más de ellos.

Poirot movió la cabeza, con expresión grave.

—¿Era guapa?

—Vaya, no precisamente guapa. Pero parece que tenía algo...

—Exacto. ¿Qué es ese algo que poseen las sirenas de la historia? ¿Las Helenas de Troya, las Cleopatras?

La señorita Lemon, con mucha decisión, colocó en la máquina una hoja de papel.

—Francamente, monsieur Poirot, nunca se me ocurrió pensar en eso. Me parecen tonterías nada más. Si la gente se ocupara de su trabajo, en lugar de ponerse a pensar en esas cosas, mucho mejor sería.

Habiendo dicho la última palabra sobre la fragilidad y pasión humana, la señorita Lemon colocó las manos sobre el teclado, esperando con impaciencia que le permitieran comenzar su trabajo.

—Ése es su punto de vista —dijo Poirot—. Y en este momento está deseando que la deje ocuparse de su trabajo. Pero su trabajo, señorita Lemon, no consiste solamente en tomar mis cartas en taquigrafía, archivar mis papeles, atender mis llamadas telefónicas y escribir a máquina mis cartas. Todo eso lo hace usted maravillosamente. Pero yo no trato sólo con documentos; trato también con seres humanos. Y también en este terreno necesito su ayuda.

—Naturalmente, monsieur Poirot —dijo la señorita Lemon, armándose de paciencia—. ¿Qué quiere usted que haga?

—Este asunto me interesa. Me gustaría que hiciera un estudio de toda la información que traen los periódicos de la mañana y de cualquier otra información que venga en los de la tarde. Hágame un resumen de los hechos.

—Muy bien, monsieur Poirot.

Poirot se retiró a su cuarto de estar, sonriendo tristemente.

«Es una ironía —pensó— que después de mi querido amigo Hastings tenga a la señorita Lemon. ¿Podría uno imaginar mayor contraste? Ce cher Hastings..., ¡cómo se hubiera paseado de arriba abajo, hablando del asunto, interpretando del modo más romántico todos los incidentes, creyendo como el evangelio todo lo que han publicado los periódicos sobre el caso! ¡En cambio mi pobre señorita Lemon no disfrutará lo más mínimo con lo que le he encargado hacer!»

A su debido tiempo, la señorita Lemon se acercó a él con una hoja escrita a máquina.

—Tengo la información que quería, monsieur Poirot. Ahora, que siento decirle que no se la puede considerar muy digna de crédito. Los reportajes de los periódicos varían mucho. No podría garantizar la exactitud de más de un sesenta por ciento de la información.

—Su cálculo, probablemente, peca de moderado —murmuró Poirot—. Gracias por el trabajo que se ha tomado, señorita Lemon.

Los hechos eran sensacionales, pero muy claros. El comandante Rich, soltero y rico, había invitado a unos cuantos amigos a una fiesta de noche en su piso. Estos amigos eran el señor y la señora Clayton, el señor y la señora Spence y un tal Maclaren, teniente de navío. El teniente Maclaren era amigo muy antiguo de Rich y de los Clayton. El señor y la señora Spence, un matrimonio joven, eran amigos bastante recientes. Arnold Clayton era funcionario de Hacienda. Jeremy Spence tenía un cargo de poca importancia en un organismo del Estado. El comandante Rich tenía cuarenta y ocho años. Arnold Clayton cincuenta y cinco. Jeremy Spence treinta y siete, el teniente Maclaren cuarenta y seis. Según los informes, la señora Clayton era «bastantes años más joven que su marido». Uno de los invitados no pudo asistir a la fiesta. En el último momento, el señor Clayton tuvo que ir a Escocia, reclamado por un asunto urgente, y tenía que haber salido de la estación de King's Cross en el tren de las 8.15.

La fiesta se desarrolló como suelen desarrollarse esta clase de fiestas. Todo el mundo parecía divertirse. No hubo excesos ni borracheras. Terminó a las 11.45 aproximadamente. Primero dejaron al teniente Maclaren en su club y luego los Spence dejaron a Margharita Clayton en Cardigan Garden, muy cerca de Sloane Square, y continuaron a su casa, en Chelsea.

A la mañana siguiente, el criado del comandante Rich, William Burgess, hizo el terrible descubrimiento. El criado no vivía en la casa. Llegó temprano para arreglar el salón, antes de llevarle al comandante Rich el té de primera hora de la mañana. Mientras estaba limpiando la habitación, Burgess se sobresaltó al ver una mancha grande en la alfombra de color claro sobre la que descansaba el cofre español. Parecía haberse escurrido del cofre. El criado levantó inmediatamente la tapa del mueble y miró en el interior. Horrorizado, vio dentro del cofre el cadáver del señor Clayton, con un estilete clavado en el cuello.

Obedeciendo al primer impulso, Burgess salió corriendo a la calle y llamó al primer policía que encontró.

Éstos eran los hechos escuetos. Pero había más detalles. La policía le había dado la noticia inmediatamente a la señora Clayton, que se había quedado «completamente consternada». Había visto a su marido por última vez un poco antes de las seis de la tarde del día anterior. Clayton había llegado a casa muy irritado porque le reclamaban con urgencia en Escocia para un asunto relacionado con una propiedad suya. Había insistido en que su mujer fuera a la fiesta sin él. El señor Clayton se había ido a su club, que era también el del teniente Maclaren, había tomado una copa con su amigo y le había explicado lo que pensaba. Luego, consultando su reloj, había dicho que tenía el tiempo justo camino de King's Cross para pasar por casa del comandante Rich y explicarle la situación. Había intentado telefonearle, pero, al parecer, el teléfono estaba estropeado.

Según la declaración de William Burgess, el señor Clayton había llegado a la casa alrededor de las 7.55. El comandante Rich había salido, pero estaba al llegar de un momento a otro, por lo que Burgess propuso al señor Clayton que pasara y le esperara. Clayton dijo que no tenía tiempo, pero que entraría y le escribiría una nota. Explicó a Burgess que iba a coger un tren en King's Cross. El criado le introdujo en el salón y se volvió a la cocina, donde estaba preparando unos canapés para la fiesta. El criado no oyó llegar a su señor, pero, unos diez minutos más tarde, el comandante Rich asomó la cabeza en la cocina y le dijo a Burgess que fuera corriendo a comprar unos cigarrillos turcos que eran los preferidos de la señora Spence. El criado así lo hizo y le llevó los cigarrillos a su señor. El señor Clayton no estaba allí, pero el criado, naturalmente, pensó que se había marchado a la estación a coger el tren.

La declaración del comandante Rich era breve y sencilla. El señor Clayton no estaba en el piso cuando él había llegado y no se había enterado del viaje del señor Clayton a Escocia hasta que la señora Clayton y los demás invitados habían llegado.

En los periódicos de la tarde venían dos sueltos más. La señora Clayton, que estaba «completamente postrada», había dejado su piso en Cardigan Gardens y se creía que se había ido a casa de unos amigos.

La segunda noticia era de «última hora». El comandante Rich había sido acusado del asesinato de Arnold Clayton y por dicho motivo le habían detenido.

—Y esto es todo —dijo Poirot mirando a la señorita Lemon—. El arresto del comandante Rich era de esperar. ¡Pero qué caso más extraordinario! ¡Qué extraordinario!. ¿No lo cree usted así?

—Son cosas que pasan, monsieur Poirot —respondió la señorita Lemon, con interés.

—¡Ah, desde luego! Pasan todos los días. O casi todos los días. Pero, por regla general, son muy comprensibles aunque lamentables.

—Sí, desde luego, parece que es asunto muy desagradable.

—El que le maten a uno de una puñalada y le metan en un cofre español es muy desagradable, para la víctima, desde luego; sumamente desagradable. Pero cuando digo que éste es un caso extraordinario, me refiero a la extraordinaria conducta del comandante Rich.

La señorita Lemon, con cierta repugnancia, manifestó:

—Parece que quiera insinuar que el comandante Rich y la señora Clayton eran muy buenos amigos... Es sólo una insinuación, no un hecho probado; por eso no lo he incluido.

—Hizo usted muy bien. Pero es una suposición que salta a la vista. ¿No tiene usted nada más que decir?

La señorita Lemon se quedó desconcertada. Poirot suspiró y lamentó la falta de la viva y dramática imaginación de su amigo Hastings. El discutir un asunto con la señorita Lemon resultaba muy penoso.

—Piense un momento en ese comandante Rich. Está enamorado de la señora Clayton; concedido. Quiere librarse del marido; concedido también; aunque si la señora Clayton está enamorada de él y son amantes, no veo la urgencia. ¿Será que el señor Clayton no quiere conceder el divorcio a su mujer? Pero no es de esto de lo que estoy hablando. El comandante Rich es un militar retirado y se dice a veces que los militares no tienen mucha inteligencia, ¿Pero, tout de méme, ese comandante Rich no es, no puede ser un completo imbécil?

La señorita Lemon no contestó, pensó que la pregunta era puramente teórica.

—Bueno —dijo Poirot— ¿Qué piensa usted de todo esto?

—¿Que qué pienso yo? —se sobresaltó la señorita Lemon.

Mais oui, ¡usted!

La señorita Lemon adaptó su cerebro al esfuerzo que se exigía de él. No se entregaba a especulación mental de ninguna clase, a menos que se lo pidieran. En sus momentos de solaz, su cerebro se llenaba con los detalles de un sistema perfecto de archivo. Éste era su único recreo mental.

—Bueno... —empezó, y se detuvo.

—Dígame lo que ocurrió, lo que usted cree que ocurrió aquella noche. El señor Clayton está en el salón, escribiendo una nota. Llega el comandante Rich..., ¿y entonces qué?

—Encuentra allí al señor Clayton. Supongo... supongo que se pelean. El comandante Rich le apuñala. Luego al ver lo que ha hecho, pues... mete el cadáver en él cofre. Hay que tener en cuenta que los invitados podían llegar de un momento a otro.

—Sí, sí. ¡Llegan los invitados! El cadáver está en el cofre. Pasa la noche. Los invitados se marchan. Y entonces...

—Pues supongo que el comandante Rich se va a la cama y... ¡Ah!

—¡Ah! —repitió Poirot—. Ahora lo ve usted. Ha asesinado usted a un hombre. Ha escondido usted el cadáver en un cofre. Y entonces... se va usted tranquilamente a la cama, sin que le preocupe en absoluto el hecho de que su criado va a descubrir el crimen por la mañana.

—¿No cabría la posibilidad de que el criado no mirara dentro del cofre? Puede que el comandante Rich no se diera cuenta de que había unas manchas de sangre.

—¿No le parece que fue un poquito despreocupado al no ir a mirar?

—Estaría conmocionado —sugirió la señorita Lemon.

Poirot alzó las manos, desesperado. La señorita Lemon aprovechó la oportunidad para salir corriendo de la habitación.