Capítulo 3

El inspector Welch acercó su silla un poco más a la mesa y su mirada pasó de una a otra de las cuatro personas reunidas en la habitación. Era la tarde del mismo día y se había presentado en casa de Raymond West, para hacer volver a Lou Oxley sobre su declaración.

—¿Está usted segura de que sus palabras exactas fueron «Fue él... me tiró... una... flecha... busque ayuda»?

Lou afirmó con un movimiento de cabeza.

—¿Y la hora?

—Miré mi reloj uno o dos minutos después; eran entonces las doce y veinticinco.

—¿Funciona bien su reloj?

—Miré también el reloj de pared.

El inspector se volvió a Raymond West.

—Tengo entendido, señor, que hace cosa de una semana usted y el señor Horace Bindler fueron testigos del testamento de la señorita Greenshaw, ¿no es eso?

Brevemente, Raymond refirió los pormenores de la visita que él y Horace Bindler habían hecho a «La locura de Greenshaw».

—Este testimonio suyo puede ser importante —dijo Welch—. La señorita Greenshaw les dijo a ustedes claramente que había hecho testamento a favor de la señora Creeswell, el ama de llaves, y que no le pagaba ningún sueldo, teniendo en cuenta lo que la señora Creeswell recibiría a su muerte, ¿no es eso?

—Eso es lo que dijo... sí.

—¿Cree usted que la señora Creeswell estaba enterada de esto?

—Creo que no existe la menor duda. La señorita Greenshaw dijo en mi presencia que los beneficiarios no pueden ser testigos de un testamento, y la señora Creeswell comprendió perfectamente lo que quería decir con ello. Además, la propia señorita Greenshaw me dijo que había llegado a este acuerdo con la señora Creeswell.

—De modo que la señora Creeswell tenía motivos para creerse parte interesada. Tiene un motivo clarísimo y sería nuestro principal sospechoso, de no ser por el hecho de que estaba encerrada en su habitación, lo mismo que la señora Oxley. Además, la señorita Greenshaw especificó bien que era un hombre el que había disparado una flecha contra ella.

—¿Es completamente seguro que estaba cerrada con llave en la habitación?

—Sí, sí. El sargento Cayley le abrió la puerta. Es una cerradura grande, antigua, con una llave también grande y antigua. La llave estaba en la cerradura y era completamente imposible darle la vuelta desde dentro o hacer cualquier manganilla de ésas. No, puede usted tener la completa seguridad de que la señora Creeswell estaba encerrada con llave en su habitación y no pudo salir. Además, en la habitación no había arcos ni flechas y, de todos modos, no pudieron disparar contra la señorita Greenshaw desde una ventana; es un ángulo completamente distinto. No, la señora Creeswell no pudo hacerlo.

La señorita Marple preguntó:

—¿Le dio a usted la señorita Greenshaw la impresión de ser una bromista?

El inspector Welch la miró sorprendido.

—Una conjetura muy inteligente, señora —replicó.

Desde su rincón la señorita Marple alzó vivamente la vista.

—¿De modo que el testamento no era a favor de la señora Creeswell? —dijo.

—No. La señora Creeswell no es la beneficiaria.

—Igual que el señor Naysmith —afirmó la señorita Marple, meneando la cabeza—. La señorita Greenshaw le dijo a la señora Creeswell que se lo iba a dejar todo a ella y así no tenía que pagarle sueldo; y luego le dejó el dinero a otra persona. No es extraño que estuviera satisfecha de su astucia y que se echase a reír al guardar el testamento en «El secreto de lady Audley».

—Ha sido una suerte que la señora Oxley pudiera decirnos lo del testamento y dónde estaba —dijo el inspector—. Si no, a lo mejor hubiéramos tenido que pasar mucho tiempo buscándolo.

—Sentido del humor victoriano —murmuró Raymond West.

—¿De modo que, a fin de cuentas, le dejó el dinero a su sobrino? —preguntó Lou.

El inspector negó con la cabeza.

—No —dijo—, no le dejó el dinero a Nat Fletcher. Se dice por aquí, claro que yo soy nuevo en la localidad y sólo me entero de los cotilleos de segunda mano, se dice que hace mucho tiempo, a la señorita Greenshaw y a su hermana les gustaba el apuesto profesor de equitación, y que la hermana se lo llevó. No le dejó el dinero a su sobrino... —se detuvo, acariciándose la barbilla—. Se lo dejó a Alfred.

—¿A Alfred... el jardinero? —preguntó Joan, sorprendida.

—Sí, señora West, a Alfred Pollok.

—Pero ¿por qué? —exclamó Lou.

La señorita Marple tosió y murmuró:

—Yo diría, aunque puede que me equivoque, que quizás ha habido... lo que pudiéramos llamar motivos de familia.

—Podría llamársele así, en cierto modo —concedió el inspector—. Parece que todo el mundo en el pueblo sabe que Thomas Pollok, el abuelo de Alfred, era uno de los hijos naturales del viejo Greenshaw.

—¡Claro —exclamó Lou—, el parecido! Me di cuenta esta mañana.

Recordó cómo, después de haber pasado por delante de Alfred, había entrado en la casa y mirado el retrato del viejo Greenshaw.

—Habrá pensado —dijo la señorita Marple— que podía ser que Alfred Pollok se sintiera orgulloso de la casa o incluso quisiera vivir en ella, mientras que era seguro que su sobrino no querría saber nada de ella y la vendería en cuanto pudiera hacerlo. Es actor, ¿no? ¿Qué obras está representando estos días?

Las señoras de edad son únicas para desviarse de la cuestión, pensó el inspector Welch; pero contestó cortésmente:

—Creo que ponen las obras de James Barrie.

—Barrie —susurró la señorita Marple, pensativa.

—«Lo que toda mujer sabe» —dijo el inspector Welch, y enrojeció—. Es el nombre de una obra —añadió rápidamente—. Yo no voy mucho al teatro, pero mi mujer la vio la semana pasada. Dijo que estaba muy bien representada.

—Barrie escribió algunas obras encantadoras —dijo la señorita Marple—, aunque la verdad es que cuando fui con un viejo amigo mío, el general Easterly, a ver «La pequeña Mary» —meneó la cabeza tristemente—, ninguno de los dos sabíamos a dónde mirar.

El inspector, que no conocía la obra «La pequeña Mary», estaba completamente despistado. La señorita Marple explicó:

—Cuando yo era joven, inspector, nadie mencionaba la palabra «vientre».

Esto aumentó el desconcierto del inspector. La señorita Marple estaba pronunciando en voz muy baja títulos de obras.

—«El admirable Crichton». Muy interesante. «María Rosa...», una obra encantadora. Me recuerdo que lloré. «Quality Street» no me gustó tanto. Luego «Un beso para la Cenicienta». ¡Claro!

El inspector Welch no podía perder el tiempo hablando de teatro. Volvió a lo que tenía entre manos.

—La cuestión —dijo— está en saber si Alfred Pollok estaba enterado de que la anciana había hecho testamento a su favor. ¿Se lo habrían dicho? —y añadió— ¿Saben ustedes que hay en el Borehan Lovell un club de tiro con arco y que Alfred Pollok es socio? Es muy buen tirador con el arco y las flechas.

—Entonces el caso queda claro, ¿no? —preguntó Raymond West—. Eso explicaría el que las dos mujeres estuvieran encerradas en las habitaciones... él sabría en qué parte de la casa estaban.

El inspector le miró.

—Tiene una coartada —dijo con profunda melancolía.

—Siempre he pensado que las coartadas son muy sospechosas.

—Puede ser —concedió el inspector Welch—. Está usted hablando como escritor que es.

—No escribo novelas policíacas —aclaró Raymond West horrorizado ante la sola idea.

—Es muy fácil decir que las coartadas son sospechosas —continuó el inspector Welch—, pero, desgraciadamente, tenemos que basarnos en los hechos comprobables.

Suspiró.

—Tenemos tres buenos sospechosos —dijo—. Tres personas que acertaron a estar muy cerca de la escena del crimen a la hora en que se cometió. Pero lo extraño es que parece que ninguna de ellas pudo haberlo cometido. Del ama de llaves ya he hablado antes. El sobrino, Nat Fletcher, en el momento en que dispararon contra la señorita Greenshaw estaba a un par de millas de distancia, echándole gasolina al coche y preguntando el camino de la casa... En cuanto a Alfred Pollok, hay seis personas dispuestas a jurar que entró en «El perro y el pato» a las doce y veinte minutos y estuvo allí una hora, tomando, como de costumbre, pan, queso y cerveza.

—Buscándose una coartada —sugirió Raymond West esperanzado.

—Puede ser —repuso el inspector Welch—. Pero, en ese caso, la consiguió.

Hubo un largo silencio. Luego Raymond volvió la cabeza hacia el lugar donde estaba sentada la señorita Marple, muy derecha y profundamente pensativa.

—Te toca a ti, tía Jane —la conminó—. El inspector está desconcertado, el sargento está desconcertado, yo estoy desconcertado, Joan está desconcertada, Lou está desconcertada... Pero para ti, tía Jane, está claro como el agua. ¿Me equivoco?

—Eso no, querido —replicó la señorita Marple—; como el agua no. Y un asesinato, querido Raymond, no es un juego. No creo que la pobre señorita Greenshaw quisiera morir, y éste ha sido un asesinato muy brutal. Muy bien planeado y cometido a sangre fría. ¡No es cosa de broma!

—Perdona —dijo Raymond, apabullado—. En realidad no soy tan insensible como parezco. Tratamos con ligereza las cosas para... para que no resulten tan horribles.

—Me parece que ésa es la tendencia moderna —dijo la señorita Marple— Con tanta guerra y tanto reírse de los entierros. Sí, puede que no haya tenido razón al decir que eras insensible.

—No es como si la hubiéramos conocido mejor —interpuso Joan.

La señorita Marple miró a la esposa de su sobrino, y repuso:

—Eso es muy cierto. Tú, mi querida Joan, no la conocías en absoluto, y yo tampoco la conocía mucho. Raymond se formó una idea de ella por una breve conversación. Lou hacía dos días que la conocía.

—Anda, tía Jane —la apremió Raymond—, dinos cuál es tu opinión. No le importa, ¿verdad, inspector?

—En absoluto.

—Bueno, querido, parece que tenemos tres personas que tenían, o podían creer que tenían, motivos para asesinar a la anciana; por tres razones muy sencillas, ninguna de ellas pudo haberlo hecho. El ama de llaves no pudo matarla porque la habían encerrado con llave en la habitación, y porque la señorita Greenshaw especificó bien que era un hombre quien había disparado contra ella. El jardinero no pudo haberla matado porque, a la hora en que se cometió el asesinato, estaba en «El perro y el pato». El sobrino no pudo haberla matado porque todavía no había llegado aquí a la hora del asesinato.

—Muy bien expresado —aprobó el inspector.

—Y como parece muy improbable que la haya matado un desconocido, ¿qué otra solución puede haber?

—Eso es lo que el inspector quiere saber —dijo Raymond West.

—¡Es tan frecuente que miremos las cosas al revés! —repuso la señorita Marple, disculpándose—. Si no podemos modificar los movimientos ni la posición de estas personas, ¿no podríamos modificar la hora del asesinato?

—¿Quieres decir que los dos relojes, el mío y el de pared, andaban mal? —preguntó Lou.

—No, querida —dijo la señorita Marple—. Nada de eso. Lo que quiero decir es que el asesinato no ocurrió cuando tú crees que ocurrió.

—¡Pero si lo he visto! —exclamó Lou.

—Mira, querida, he estado pensando si no tendría el asesino intención de que lo vieras. Se me ocurre que puede que ésa haya sido la verdadera razón por la que te concedieron ese empleo.

—¿Qué quieres decir, tía Jane?

—La verdad, hija, me parece raro. A la señorita Greenshaw no le gustaba gastar y, sin embargo, contrató tus servicios y se avino a pagarte el sueldo que le pediste. Es posible que alguien quisiera que estuvieras en esa biblioteca del primer piso, mirando por la ventana, para que pudieras ser el testigo principal (una persona extraña, de irreprochable buena fe) que fijara, sin dejar sombra de duda, la hora y el lugar del asesinato.

—¿No estarás insinuando que la señorita Greenshaw quería que la asesinaran? —preguntó Lou, escéptica.

—Lo que quiero decir, querida, es que tú en realidad no has conocido a la señorita Greenshaw. ¿Hay alguna razón para decir que la señorita Greenshaw que viste tú al llegar a la casa sea la misma señorita Greenshaw que vio Raymond unos días antes? Sí, sí, ya sé —prosiguió, para evitar la réplica de Lou—. Llevaba un vestido estampado tan extraño y el sombrero de paja y estaba despeinada. Respondía exactamente a la descripción que Raymond nos dio de ella el fin de semana anterior. Pero ten en cuenta que esas dos mujeres eran aproximadamente de la misma edad, estatura y volumen. Estoy hablando del ama de llaves y de la señorita Greenshaw.

—¡Pero si el ama de llaves es gorda! —exclamó Lou—. Tiene un pecho enorme.

—Pero, hijita, en estos tiempos... yo misma he visto... ciertas prendas, exhibidas en los escaparates sin el menor pudor. Es sencillísimo tener un... un busto del tamaño que una quiera.

—¿Qué estás insinuando? —preguntó Raymond.

—Estaba pensando, querido, que, en los dos o tres días que Lou trabajó allí, una mujer pudo hacer los dos papeles. Tú misma has dicho, Lou, que apenas veías al ama de llaves; sólo un momento por la mañana, cuando te subía la bandeja con el café. En el teatro vemos a esos artistas tan hábiles que salen al escenario caracterizados de personas distintas, contando sólo con uno o dos minutos para hacerlo, y estoy segura de que esta otra caracterización no ofrecía la menor dificultad. Aquel peinado a la Pompadour podía ser, sencillamente, una peluca.

—¡Tía Jane! ¿Quieres decir que la señorita Greenshaw estaba muerta antes de que empezara yo a trabajar en la casa?

—Muerta, no. Seguramente adormilada con narcóticos. Cosa facilísima para una mujer sin escrúpulos como el ama de llaves. Entonces se puso de acuerdo contigo para lo del trabajo y te dijo que llamaras al sobrino, invitándole a comer a una hora determinada. La única persona que hubiera sabido que la señorita Greenshaw no era la señorita Greenshaw era Alfred. Y no sé si te acordarás que los dos primeros días de trabajar tú allí llovió y la señorita Greenshaw no salió de casa. Alfred nunca entraba en la casa, por su enemistad con el ama de llaves. Y la última mañana Alfred estaba en la avenida, mientras la señorita Greenshaw trabajaba en el jardín rocoso... me gustaría ver ese jardín.

—¿Quieres decir que fue la señora Creeswell quien mató a la señorita Greenshaw?

—Creo que la señora Creeswell, después de llevarte el café, cerró la puerta con llave al salir y llevó al salón a la señorita Greenshaw, que estaba inconsciente. Luego se disfrazó de señorita Greenshaw y salió a trabajar en el jardín rocoso, donde tú podías verla desde la ventana. En el momento oportuno lanzó un grito y entró en la casa tambaleándose y agarrando una flecha, como si le hubiera penetrado en la garganta. Pidió socorro y tuvo buen cuidado de decir: «fue él», para alejar las sospechas del ama de llaves. Además gritó hacia la ventana del ama de llaves, como si estuviera viéndola allí. Luego, una vez dentro del salón, tiró una mesa sobre la que había unos objetos de porcelana..., corrió escaleras arriba, se puso su peluca a lo Pompadour y, segundos más tarde, pudo perfectamente sacar la cabeza por la ventana y decirte que también a ella la habían encerrado con llave, fabricando así su coartada.

—Pero es cierto que la habían encerrado con llave —dijo Lou.

—Ya lo sé. Ahí es donde interviene el policía.

—¿Qué policía?

—Eso, ¿qué policía? ¿Quiere usted decirme, inspector, con exactitud, cómo y cuándo llegó usted al lugar del crimen?

El inspector pareció un poco desconcertado.

—A las 12.29 recibimos una llamada telefónica de la señora Creeswell, ama de llaves de la señorita Greenshaw; nos dijo que habían disparado contra su señora. El sargento Cayley y yo salimos inmediatamente en coche para allá y llegamos a la casa a las 12.35. Encontramos a la señora Greenshaw muerta y a las dos señoras encerradas ambas bajo llave en sus habitaciones.

—Ya lo estás viendo, querida —dijo la señorita Marple a Lou—. El policía que tú viste no era un policía de verdad. No volviste a pensar en él, naturalmente; un uniforme más.

—¿Pero quién... por qué?

—En cuanto a quién... bueno, si están representando «Un beso para la Cenicienta», el personaje principal es un policía. Lo único que tenía que hacer Nat Fletcher era coger el traje que lleva en escena. Preguntó la dirección en un garaje, teniendo buen cuidado de llamar la atención sobre la hora, las doce y veinticinco; luego corre hacia aquí, deja el coche a la vuelta de una esquina, se pone el uniforme de policía y representa su escena.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué?

—Alguien tenía que cerrar por fuera la puerta de la habitación del ama de llaves y alguien tenía que clavarle la flecha en la garganta a la señorita Greenshaw. Se puede clavar una flecha en un cuerpo sin necesidad de dispararla, pero hace falta fuerza.

—¿Quieres decir que los dos eran cómplices?

—Lo más probable es que sean madre e hijo.

—Pero la hermana de la señorita Greenshaw murió hace mucho tiempo.

—Sí, pero no tengo la menor duda de que el señor Fletcher se volvió a casar. Por lo que he oído de él, es de los que se vuelven a casar. También creo posible que el niño muriera y que el llamado sobrino sea hijo de la segunda mujer y no tenga ningún parentesco con la familia Greenshaw. La mujer se metió de ama de llaves en la casa y exploró el terreno. Luego él escribió a la señorita Greenshaw y le propuso venir a visitarla, puede que haya dicho en broma que iba a venir con su uniforme de policía, o la invitó a que fuera a ver la obra. Pero creo que ella sospechó la verdad y se negó a verle. Nat Fletcher hubiera sido su heredero si la señorita Greenshaw hubiera muerto sin hacer testamento. Pero, naturalmente, una vez hecho el testamento a favor del ama de llaves, como ellos creían, todo era coser y cantar.

—Pero, ¿por qué empleó una flecha? —objetó Joan—. Resulta tan rebuscado...

—Nada de rebuscado, querida. Alfred pertenece a un club de tiro con arco y pretendían que Alfred cargara con la culpa. El hecho de que a las doce y veinte estuviera ya en la cervecería fue una desgracia para ellos. Siempre se marchaba un poquito antes de la hora, y de hacerlo así hubiera sido perfecto... —meneó la cabeza—. La verdad es que no está bien... moralmente, quiero decir, que la pereza de Alfred le haya salvado la vida.

El inspector se aclaró la voz.

—Bueno, señora, estas ideas suyas son muy interesantes. Naturalmente, tendré que investigar...