Capítulo 6
—Perdone que le diga, monsieur Poirot, que no veo cómo va a poder usted ayudarme.
Poirot no contestó. Estaba mirando con expresión pensativa al hombre que había sido acusado del asesinato de su amigo Arnold Clayton.
Estaba mirando la mandíbula firme, la frente estrecha. Un hombre delgado y tostado, atlético y vigoroso. Tenía cierto parecido con un galgo. Un hombre de rostro inescrutable, que había recibido a sus visitantes con manifiesta hostilidad.
—Comprendo que la señora Clayton le ha dicho que venga a verme con la mejor intención del mundo. Pero, francamente, creo que ha sido una imprudencia. Por ella y por mí.
—¿Qué quiere decir?
Rich miró con nerviosismo por encima del hombro. Pero el guardián estaba a la distancia marcada por la ley. Rich bajó la voz.
—Tienen que encontrar un motivo que justifique esta acusación absurda. Tratarán de demostrar que había... unas relaciones entre la señora Clayton y yo. Eso, como sé que la señora Clayton le habrá dicho, es completamente falso. Somos amigos y nada más. Pero, ¿no le parece que sería aconsejable que no hiciera nada por mí?
Hércules Poirot ignoró ese punto, fijando su atención en una palabra.
—Dijo usted esta acusación «absurda». Pero no es absurda.
—Yo no he matado a Arnold Clayton.
—Llámela entonces una acusación falsa. Diga que la acusación no es cierta. Pero no es absurda. Por el contrario, es muy plausible.
—Lo único que sé es que para mí es fantástica.
—Eso le ayudará muy poco. Tenemos que pensar en algo más útil.
—Tengo mis representantes legales y éstos han contratado a un eminente abogado para que se encargue de mi defensa. No puedo aceptar el «tenemos».
Inesperadamente, Poirot sonrió.
—¡Ah! —exclamó acentuando sus ademanes extranjeros—. Es un buen metido el que me está dando. Muy bien. Me voy. Quería verle. Ya le he visto. Ya he mirado su historial. Entró usted en la Academia Militar de Sandhurst con muy buenas notas. Pasó al Estado Mayor, etcétera, etcétera. Tengo formada una opinión de usted. No es usted estúpido.
—¿Y qué tiene eso que ver con ningún concepto del asunto?
—¡Muchísimo! Es imposible que un hombre de su capacidad haya cometido un asesinato del modo que fue cometido éste. Muy bien. Es usted inocente. Hábleme ahora de su criado Burgess.
—¿Burgess?
—Sí. Si usted no mató a Clayton, debió matarlo Burgess. Esta contestación es inevitable. Pero, ¿por qué? Tiene que haber un porqué. Usted es la única persona que conoce a Burgess lo suficiente para hacer conjeturas. ¿Por qué, comandante Rich, por qué?
—No tengo ni idea. Sencillamente, no lo creo. Sí, sí, ¡he razonado del mismo modo que usted! Burgess tuvo oportunidad para hacerlo..., la única persona, excepto yo, que tuvo oportunidad. Lo malo es que no lo creo. Burgess no es de esos hombres a los que puede uno imaginarse asesinando a alguien.
—¿Qué opinan sobre el particular sus representantes legales?
Los labios de Rich se apretaron en un gesto torvo.
—Mis representantes legales se pasaron el tiempo preguntándome, de modo muy persuasivo, si no era cierto que toda la vida había sufrido de perdidas temporales de memoria y que en esos momentos no sabía lo que hacía.
—No sabía que las cosas estuvieran tan mal —dijo Poirot—. Bueno, puede que averigüemos que el que sufre pérdidas de memoria es Burgess. Es una idea. Vamos ahora con el arma. Se la habrán enseñado y le habrán preguntado si era suya, ¿no es así?
—No era mía. Nunca la había visto en mi vida.
—No es suya, no. Pero, ¿está usted seguro de que no la había visto nunca?
—No —Rich titubeó un segundo—. Es una especie de adorno... Por muchas casas ve uno objetos así.
—Quizás en la salita de una mujer. ¿Quizás en la salita de la señora Clayton?
—¡No!
Rich pronunció la palabra con voz muy alta y el guardián alzó la vista.
—Tres bien. No... y no es necesario que grite. Pero alguna vez, en algún sitio, ha visto usted algún objeto muy parecido. ¿Me equivoco?
—No creo... En alguna tienda de objetos raros...
—Ah, es muy probable —Poirot se levantó—. Ahora me retiro.