Capítulo 7

—Y ahora —dijo Hércules Poirot— vamos con Burgess. Sí, vamos por fin con Burgess.

Sabía algo de todas las personas relacionadas con el asunto por sí mismo y por lo que le habían dicho unas de otras. Pero nadie le había dado ninguna información sobre Burgess, ninguna indicación de la clase de hombre que era. Al ver a Burgess comprendió por qué.

El criado estaba esperándole en el piso del comandante Rich, advertido de su visita por una llamada telefónica del teniente Maclaren.

—Soy Hércules Poirot.

—Sí, señor. Le estaba esperando.

Burgess sostuvo la puerta en actitud respetuosa y Poirot entró. El vestíbulo era pequeño y cuadrado, y a la izquierda había una puerta abierta que conducía al salón. Burgess ayudó a Poirot a despojarse de su sombrero y su abrigo y le siguió al salón.

—¡Ah! —exclamó Poirot, mirando a su alrededor—. ¿Fue aquí donde ocurrió?

—Sí, señor.

Burgess era un hombre callado, pálido y de aspecto un poco enfermizo. Movía los hombros y codos con torpeza y hablaba con voz monótona y un acento provinciano que Poirot conocía. De la costa del este, quizá. Parecía un hombre nervioso, pero, aparte de eso, no tenía características muy destacadas. Era difícil asociarlo con una acción positiva de ninguna clase. ¿Podría uno tomar como punto básico de partida a un asesino negativo?

Sus ojos azul pálido tenían esa mirada huidiza que las personas poco observadoras suelen asociar con la falta de honradez. Sin embargo, un mentiroso puede mirarle a uno a la cara con atrevimiento y confianza.

—¿Qué hacen con el piso? —preguntó Poirot.

—Sigo ocupándome de él, señor... El comandante Rich se ha encargado de que me paguen el sueldo y me ordenó que tuviese el piso en orden hasta... hasta...

Apartó los ojos, incómodo.

—Hasta... —asintió Poirot.

Y añadió en tono práctico:

—Creo que es casi seguro que el comandante Rich será juzgado. Probablemente la vista tendrá lugar antes de tres meses.

Burgess menó la cabeza, no negando, sino en señal de perplejidad.

—Parece imposible —dijo.

—¿Qué el comandante Rich sea un asesino?

—Todo el asunto. Ese cofre...

Miró a un extremo de la habitación.

—Ah, ¿de modo que ése es el famoso cofre?

Era un enorme mueble de madera muy oscura y barnizada, tachonado de bronce y provisto de una cerradura grande y antigua. Poirot se acercó a él.

—Hermoso mueble.

Estaba colocado contra la pared, cerca de la ventana y al lado de un mueble moderno para guardar los discos. Al otro lado del cofre había una puerta entreabierta, parcialmente disimulada por un gran biombo de cuero pintado.

—Esa puerta conduce al dormitorio del comandante Rich —dijo Burgess.

Poirot afirmó con la cabeza. Sus ojos se dirigieron al otro lado de la habitación. Había dos tocadiscos estereofónicos, colocados en sendas mesitas bajas, y de los que colgaban unos flexibles serpenteantes. Había varios butacones y una mesa grande. En las paredes, una colección de grabados japoneses. Era una habitación bonita y cómoda, pero no lujosa.

Poirot se volvió a mirar a Burgess.

—El descubrimiento del cadáver debe haberle causado una impresión muy fuerte —dijo amablemente.

—Ya lo creo, señor. Nunca lo olvidaré.

El criado empezó a hablar muy de prisa. Quizá pensara que, si repetía la historia muchas veces, acabaría por quitársela de la cabeza.

—Estaba ordenando la habitación, señor. Recogiendo copas y todo eso. Me había agachado a coger dos aceitunas del suelo cuando la vi ahí en la alfombra: una mancha oscura, rojiza. No, la alfombra se la han llevado a la tintorería. La policía ya no la necesitaba, «¿Qué es eso?», pensé. Y me dije, así como de broma: «La verdad es que parece sangre. ¿Pero de dónde viene?» Y entonces vi que venía del cofre..., por aquí, por este lado, donde está la grieta. Y dije, sin sospechar nada todavía: «¿Pero qué...?» Y levanté la tapa así —acompañó la palabra con la acción— y me encontré con el cadáver de un hombre, echado de lado, todo encogido, como si estuviera dormido. Y aquel horrible cuchillo extranjero, o daga, o lo que sea, saliéndole del cuello... ¡Nunca lo olvidaré! ¡Nunca! ¡No lo olvidaré mientras viva! La impresión... dése usted cuenta, no me lo esperaba... —respiró profundamente y prosiguió—: Dejé caer la tapa y salí corriendo del piso y bajé a la calle. Iba buscando un policía y tuve suerte, pues encontré uno ahí, a la vuelta.

Poirot le miró pensativo. Si estaba fingiendo, era muy buen actor. Empezó a temer que no estuviera fingiendo, que las cosas hubieran ocurrido exactamente como Burgess había dicho.

—¿No se le ocurrió primero despertar al comandante Rich?

—No, señor. Con la impresión... Sólo... sólo quería salir de aquí enseguida —tragó saliva—. Y... y conseguir ayuda.

Poirot asintió con la cabeza.

—¿Se dio usted cuenta de que era el señor Clayton? —preguntó.

—Debía haberme dado cuenta, pero la verdad es que no creo que lo reconociera. Claro que cuando volví con el policía dije en seguida: «Pero si es el señor Clayton.» Y él me preguntó: «¿Quién es el señor Clayton?» Y yo respondí: «Un señor que estuvo aquí anoche.»

—Ah —dijo Poirot—, anoche... ¿Recuerda usted con exactitud a qué hora llegó el señor Clayton?

—El minuto exacto no. Pero serían muy cerca de las ocho menos cuarto.

—¿Le conocía usted bien?

—Él y la señora Clayton han estado viniendo por aquí con frecuencia en el año y medio que llevo trabajando en esta casa.

—¿Parecía completamente normal?

—Creo que sí. Un poco sin aliento..., pero lo achaqué a que habría venido corriendo. Iba a coger un tren: al menos eso dijo.

—¿Llevaría consigo una maleta, puesto que se iba a Escocia?

—No, señor. Supongo que tendría un taxi esperándole abajo.

—¿Se llevó una decepción al ver que el comandante Rich no estaba en casa?

—No noté nada. Dijo que le dejaría una nota. Entró aquí y se fue al escritorio y yo me volví a la cocina. Iba un poco retrasado con los huevos con anchoas. La cocina está al final del pasillo y no se oye muy bien desde allí. No le oí salir ni tampoco entrar al señor, pero no me extrañó.

—¿Y después?

—El comandante Rich me llamó. Estaba aquí, en la puerta. Dijo que se había olvidado de los cigarrillos turcos de la señora Spence y que fuera corriendo a buscarlos. Fui a buscar los cigarrillos y los puse en esta caja. Como es natural, creí que el señor Clayton se había marchado ya a la estación.

—¿Y nadie más entró en el piso mientras el comandante Rich estaba fuera y usted estaba ocupado en la cocina?

—No, señor; nadie.

—¿Está usted seguro?

—¿Cómo iba a entrar nadie, señor? Tendrían que llamar al timbre.

Poirot meneó la cabeza. ¿Cómo iba a haber entrado nadie? Los Spence, Maclaren y la señora Clayton podían dar cuenta de todos sus actos. Maclaren estaba con unos conocidos en el club, los Spence tenían un par de amigos en casa, tomando unas copas antes de salir para casa de Rich, y Margharita Clayton estaba hablando por teléfono con una amiga a aquella hora. No es que considerara a ninguno de ellos como posible asesino. Había otras maneras de matar a Arnold Clayton, sin necesidad de seguirle a un piso donde sabían que había un criado y a donde llegaría el dueño de un momento a otro. No, lo que acababa de ocurrírsele era que podía haber entrado en la casa «un desconocido misterioso». Alguien surgido del pasado aparentemente irreprochable de Clayton, que le había reconocido en la calle y le había seguido hasta el piso. Una vez allí, le había clavado el estilete, había metido el cadáver en el cofre y había huido. Melodrama puro, sin ninguna lógica y sumamente improbable. Muy de acuerdo con las novelas románticas... haciendo juego con el cofre español.

Se dirigió de nuevo al cofre, cruzando la habitación. Levantó la tapa, que no ofreció resistencia ni hizo el menor ruido.

Con voz débil, Burgess dijo:

—Lo han fregado muy bien, señor. Tuve buen cuidado de que lo fregaran.

Poirot se inclinó sobre él. Lanzando una exclamación ahogada se inclinó más y se puso a explorar con los dedos el interior del cofre.

—Estos agujeros, aquí al fondo del cofre, en un lado... parece... parece al verlos y al tocarlos como si hubieran sido hechos muy recientemente.

—¿Agujeros, señor? —el criado se inclinó para ver—. No puedo decirle. Nunca los había visto.

—No se ven mucho. Pero ahí están. En su opinión, ¿cuál es su objeto?

—No sé qué decirle, señor. Puede que algún animal, un escarabajo, un bicho de esos que comen la madera...

—¿Un animal? —dijo Poirot—. No sé.

Se alejó del cofre.

—Cuando entró usted aquí con los cigarrillos, ¿había algo distinto en la habitación? ¿Algo, cualquier cosa? Unas sillas o una mesa fuera de su sitio, algo por el estilo...

—Es raro que diga usted eso, señor... Pues sí, había algo. Ese biombo que quita la corriente de la puerta del dormitorio estaba corrido un poco más hacia la izquierda.

—¿Así? —Poirot se movió rápidamente.

—Todavía un poco más... Así.

El biombo ocultaba antes aproximadamente la mitad del cofre. En su nueva posición lo ocultaba casi por completo.

—¿Por qué pensó usted que lo habrían movido?

—No pensé, señor.

«Otra señorita Lemon.»

Burgess, no muy convencido, añadió:

—Parece que de ese modo queda más libre el paso por la puerta del dormitorio... por si las señoras querían ir a dejar sus abrigos.

—Puede ser. Pero puede que haya otra razón —Burgess le miraba con expresión interrogante—. De esta manera, el biombo oculta el cofre y la alfombra debajo del cofre. Si el comandante Rich había matado al señor Clayton, la sangre empezaría muy pronto a gotear por las ranuras que hay en el fondo del cofre. Alguien podría ver la mancha... como la vio usted a la mañana siguiente.

—No se me había ocurrido, señor.

«Por eso el biombo fue movido de su lugar.»

—¿Es fuerte la luz de la habitación?

—Voy a encenderlas, señor.

Rápidamente, el criado corrió las cortinas y encendió un par de lámparas. Despedían una luz suave, apenas suficiente para leer. Poirot miró la lámpara del techo.

—Ésa no estaba encendida. Se usa muy poco.

Poirot miró a su alrededor, sumido dentro del resplandor suave.

El criado dijo:

—No creo que pudiera verse la mancha de sangre, señor; la luz no es lo bastante fuerte.

—Creo que tiene usted razón. Entonces, ¿por qué corrieron el biombo?

Burgess se estremeció.

—Es horrible pensar que... que un señor tan agradable como el comandante Rich haya hecho una cosa así.

—¿No tiene usted la menor duda de que ha sido él? ¿Por qué lo mató?

—Bueno, señor, ha pasado la guerra. A lo mejor le han herido en la cabeza. Dicen que algunas veces sale el efecto al cabo de años. Se ponen raros de pronto y no saben lo que hacen. Y dicen que muchas veces la toman con las personas que están más cerca de ellos y a quienes quieren más. ¿Cree usted que puede haber sido así?

Poirot le miró, suspiró y se volvió de espaldas.

—No —dijo—, no fue así.

Con ademán de prestidigitador, le metió en la mano a Burgess un papel crujiente.

—Muchas gracias, señor, pero no puedo...

—Me ha ayudado usted —dijo Poirot—. Me ha ayudado al enseñarme esta habitación, al enseñarme lo que hay en la habitación, al contarme lo que ocurrió aquella noche... ¡Lo imposible nunca es imposible! Recuérdelo. Dije que sólo había dos posibilidades. Estaba equivocado. Hay una tercera posibilidad —miró de nuevo a su alrededor y se estremeció ligeramente—. Descorra las cortinas. Deje que entre la luz y el aire. Este cuarto los necesita. Tiene que purificarse. Creo que pasará mucho tiempo antes de que quede limpio de lo que ahora lo mancha: el pertinaz recuerdo del odio.

Burgess, con la boca abierta, le tendió a Poirot el sombrero y el abrigo. Parecía completamente desconcertado. Poirot, que disfrutaba haciendo declaraciones incomprensibles, bajó las escaleras a paso vivo.