Epílogo
Ahora pasa la lengua sobre el labio inferior y por eso Jesús sabe que no es mentira. La doctora sonríe y cambia la vista hacia él con un pestañear contenido, así, la mirada verde por encima de los espejuelos. Hay un error o Lucía lo engaña. La doctora trata de dilucidar qué se esconde tras el tono de la esposa al decir que ha tenido sólo doce hombres y su marido es el nueve. Lucía hace énfasis en el sólo como si fuera fiel prueba de virtud a sus treinta y seis años, después pasa la lengua por el labio inferior: Jesús fue el nueve, y cierra la frase a la vez que le acaricia la mano por décima vez desde que entraron a la consulta de sexología.
La doctora despega los labios como si fuera a hablar pero calla, se queda pensativa. Tal vez Lucía sea como los ordenadores, que en modo texto creen que doce es menor que nueve. Si es así no hay más que un error semántico, pero aunque sea cierto: por qué el número que le toca al marido no coincide con el número final. La doctora cavila. No sabe qué decir. Cuando Jesús despierta de la costumbre adquirida en estos diez años, de no hacer caso a lo que habla Lucía y comienza también a pensar, ella continúa.
- Lo malo, doctora, es que todos tienen el mismo problema.
Entonces la doctora se ubica, Lucía se ha metido en el campo de las generalidades, de las estadísticas. La doctora asiente como diciendo, puede ser, yo he tenido seiscientos con eyaculación precoz como esta pieza que me traes, hermana; cuatrocientos pedófilos; veinte afectados de coprofilia y uno, por casualidad mi amante actual… sin problemas.
Entonces ya Jesús sabe quiénes son el diez y el once en la lista de Lucía, pero le falta uno para completar la docena. Porque Alejandro fue la culpa confesada, el desliz de la locura de la farándula, cuando conocerla no pasaba de uno o dos apretones en esquinas oscuras, algo perdonable si se tiene en cuenta que eran tiempos donde la conciencia era una especie endémica y la traición un lujo que todos querían probar, hasta él tuvo pensamientos pecaminosos con Diana, su mejor amiga. Héctor sin dudas es el número once, Jesús recuerda las veces que ella le dijo que fue su único amante en la capital, por eso siente como va creciendo esa duda en él. Si ese doce misterioso es una relación postmatrimonial, quizá reciente, quizá viva. De todas formas, y antes que la duda sea fatal, se da un tiempo para reír. Resulta que el difunto era precoz también… Luego vuelve a reflexionar. Al fin, ¿qué hacemos aquí? No tengo esos conflictos con el tiempo que tanto la afectan, piensa, al contrario, agradezco a mi problema y duermo más. Total, tú, con tus treinta y seis y buena fama… ¿Quién será el doce? Doctora, Por qué no se anima y pregunta usted. Yo quiero hacerme el que no me importa. El que estoy no sé dónde con no sé quién. El que todavía está borracho. Aunque si me obligan, si es preciso, puedo decir que en mi caso el término es discutible, o en general, si se tiene en cuenta que Mozart comenzó en la música con cuatro años y todo el mundo dice que fue precoz, entonces puede que si me demoro el mismo tiempo en depositar mis semillitas, esta mujer me acuse igual.
La doctora escribe con avidez. La eyaculación precoz debe ser su caso preferido, el que seguro comenta con su amante cuando llega la hora de conversar y se viste apresurada. Seguro que es un médico de prestigio, limpio de parafilias y perfumado que pone cara de lástima para compadecerse de otro infeliz.
- Acá el señor es un caso especial – Lucía lo mira y sonríe –, que no te de pena mi amor, es para ayudarte -y se vuelve a la doctora. Ahora le va a decir una mentira o una verdad. Jesús lo sabe. No importa, algo que lo humille para afianzar su papel de Madre Teresa. Y él pensando quién puede ser el número doce. No es que le importe ni piense asesinarlo. Sólo es una curiosidad entomológica. Tener una lista completa de sus doce hombres en pugna por una eyaculación temprana… Pero atentos, que ya va a hablar.
- Nada más me desabrocha un botón y…
- Me orino. Sí, doctora, no me mire así, ni tú tampoco.
- ¡Jesús! Ay qué pena, doctora.
- Te he dicho que no digas ¡Jesús! Así, con esa inspiración, que la gente no sabe si me hablas a mí o te refieres al otro.
A Lucía no le gusta que su marido golpee en la mesa, y menos si se saltan los lápices o una doctora grita al otro extremo.
- Nada más me hace falta que esta puta me diga el nombre del número doce. Y un trago antes de irme, que no me gusta beber en los pasillos –las dos lo miran atónitas mientras Jesús busca en la mochila. Son dos estatuas de sal y él una calle de Sodoma-. ¿Quiere, doctora? Tú no, ya sé que te hace daño. Discúlpeme la falta de un vaso. ¿No tendrá uno por ahí? –la doctora observa petrificada cómo le apunta con la caneca-. A mí no me importa beber a pico de botella pero usted… Una probeta, cualquier cosa, la copa del sujetador. Aunque no, a lo mejor usted piensa que el problema es éste. Si supiera que por el contrario…
- ¡Qué vergüenza!
- No te vayas –le grita Jesús-. De aquí no sales sin decirme quién es el doce.
Pero se le escapa. La doctora la observa desconsolada; parece que tiene miedo a quedarse sola con él, pero cuando acaba el portazo que da Lucía, extiende la mano y le arrebata la botella. Entonces es Jesús quien se queda de una pieza, desconsolado al ver lo que disminuye su bebida de un solo trago.
- ¡Doctora!
Es lo único que atina a decir, como un imbécil. Ella parpadea, hace una mueca y le devuelve la botella-. Ahora váyase, le dice, vuelva otro día -Jesús se pone de pie–. Báñese y acuéstese -asiente antes de cerrar la puerta pero no es tan fácil, sabe que no lo va a dejar tranquilo la curiosidad por saber quién es el doce.
Lucía no lo ha esperado, esta vez no. Mejor, no hay apuro y puede entrar a cualquier bar. Uno aprende a medir el tiempo, a inventar justificaciones del tamaño de un camión para quedarse un rato más en la calle. Lucía no va a saber qué tiempo permaneció en la consulta. Jesús camina por el Prado, dobla por el bulevar, es una hora lo que necesita, eso cree. Un lugar donde sentarse, beber tranquilo para después arreglar las cosas con calma. Ahora reconoce que se le fue la mano. Una hora y fresco a casa.
Doce y treinta y seis, dice el tipo y entonces Jesús comprende que es muy tarde para la llamada que hoy tenía ganas de hacer. Igual, la madrugada se convierte en una justificación necesaria, la de hoy, aunque es verdad que si no lo hizo antes fue porque no estaba lo suficiente borracho, igual que cuando Diana estaba en Varadero por el festival y tuvo ganas de saber de ella, la extrañó como si fuera algo que no se come hace tiempo y a veces se pregunta por qué Lucía no acaba de darse cuenta. Cuando lo del festival le dijeron que no estaba y fue un alivio. Jesús sabe que cuando Diana contesta al teléfono llega la afasia, ese no decir qué ella le provoca; entonces el teléfono se hace una herramienta para escuchar el sonido, la nada sucia de su respiración al otro lado. Hasta que Diana se aburre y cuelga. Estaba en Varadero; después, cuando se encontraron por casualidad, le preguntó si había sido él quién llamó. Jesús se hizo el desentendido y lo negó, aunque no de una forma rotunda, sino como si pudiera ser verdad y lo hubiera olvidado. Pero bueno, ya no estaba borracho. La mayoría del tiempo Diana le importa un carajo, se lo confiesa a sí mismo; ni se acuerda de ella aun cuando se esfuerza por pensarla. Se le escapa su nombre como si fuera un imposible preestablecido o el nombre curioso de una mujer en los libros de historia.
Esta noche no le queda más remedio que pasar frente a su casa como si se resolviera el mundo con la casualidad remota de encontrarla trasnochada en la escalera y hacerse el desentendido para engañarse a sí mismo y pensar que ella es otra más ahí, sentada al descuido, de esas que dicen: Mucho calor o qué linda está la noche. Piensa que a lo mejor ella tiene razón y no vale la pena insistir sobre lo que a cada rato insinúa, lo que ella sabe aunque él no diga. Si es que cada Diana parece decirle con los ojitos que no insista más, que es un borracho incurable, casado con su mejor amiga, intelectual con rasgos simpáticos, mujeriego sin mujeres. Jesús cree que debió hablar de ella a la doctora, pero hasta por la tarde no estuvo lo suficiente borracho para recordarla. Por otra parte, lo barrenaba la idea del amante número doce y todavía si se detiene a pensarlo corre el riesgo de volverla a olvidar entre tantas especulaciones.
Pasa de largo o no encuentra la casa de Diana, no se ubica incluso en el nombre de las calles. Quizá se equivocó de barrio. Cuando se da cuenta está frente a su puerta. Quince minutos de prueba infructuosa con la llave, de llamar a Lucía hasta que ella le abre, nerviosa. Entonces Jesús recuerda. Se le mezcla el dolor con el mareo y es un momento de lucidez terrible. Presiente que el doce está, incluso lo puede imaginar debajo de la cama: ¿Qué te dijo la doctora?, pregunta Lucía, sonríe, Jesús cuenta los pasos hasta el dormitorio: uno, dos… hasta doce. ¿Vas a comer?, pero él no le responde. Seguro que es Orlando, está casi convencido. ¿Te preparo el baño?...
Debajo de la cama no había nadie. Son las nueve de la mañana y ese frío del piso siempre le ha hecho bien. Claro que Lucía trató de levantarlo pero era inútil. Para ella tiene algo de edificante que Jesús duerma a los pies de la cama, así que no insistió mucho en levantarle. Es como un símbolo de sumisión; eso le gusta, igual que los bombones y las rosas. En aspectos como éste la ha comparado muchas veces con Diana, cree que a ella le parecerían demasiado cursi las rosas. Aunque hoy piensa que a lo mejor funciono o por lo menos justifiqua aparecerse a la diez en su casa con un ramo y unos dulces. De repente se da cuenta que está violando algo. Por primera vez piensa en ella sin estar borracho. Es una resurrección gracias al frío del piso. La experiencia dice que estas señales hay que seguirlas: Lucía, Lucía, grita hasta que se convence, no está y es fácil bañarse y salir sin censura, con los zapatos sin estrenar que ella le compró la semana pasada. La idea lo seduce. Tiene que ser rápido porque si Lucía regresa va a ser difícil que pueda inventar algo digno de llevar ropa de gala. Casi termina de ducharse, pero el timbre del teléfono suena hasta sacarlo del baño.
- Hola, quién habla -al otro lado el silencio como cuando él llama a Diana. Entonces piensa que ella le está respondiendo el chiste. A lo mejor se enteró que es él quien la llama a deshoras y está devolviéndole la broma. Jesús se queda callado un rato para ver si entre los ruidos por lo menos ella respira de una manera conocida. De la forma que respira cuando es irónica–. ¿Eres tú, verdad? -pero nada, los segundos de silencio absoluto, ni siquiera el tráfico de trasfondo en un teléfono público. Nada hasta que cuelgan, o cuelga Diana porque él quiere que sea ella y ahora esté riéndose un poco asustada de que la frase “Eres tú, verdad”, signifique convicción más que una pregunta. Quiere que lo vuelva a hacer. Se queda cerca del teléfono, jugando a recoger los papeles de la mesita de noche, a darle la espalda y pensar en que hoy es jueves o la pintura que le hace falta a la pared, para que el sonido del timbre lo sorprenda. Las veces que la ha llamado con miedo a ser reconocido. Una tarde Diana confesó frente a él que recibía llamadas de un pervertido. Estabas molesta, la noche anterior Jesús lo había hecho tres veces. Ella dijo que nada era más perverso que ese silencio en la madrugada, que no podía dormir después. Habló con tanta convicción que a él le dio pena. Se juró no volverlo a hacer, pero no puede evitarlo, y después, aunque trate no le salen las palabras. Por eso ya casi no la llama. Diana no imagina los intentos en los que ha dejado a la mitad su número o ha agradecido la cola en los teléfonos públicos o el apuro o la borrachera que no le permite marcar en los momentos que más necesita hacerlo, cuando ha estado seguro de tener las palabras exactas; hasta en inglés, que a ella le gusta tanto. Un pedazo de canción, un poema: Dylan Thomas, Jesús sabe que le gustaría, pero no se atreve.
Han pasado más de diez minutos y ahora piensa que no fue Diana. Un número equivocado, tal vez dijo: “Hola” con mucho énfasis y asustó o quien llamaba no pretendía hablar con él. ¿Una llamada para Lucía de alguien que no quería ser reconocido? Jesús se acuerda… el número doce. Fue él, está casi seguro. Piensa en los días, en las muchas oportunidades que no está en casa a esta hora y ella sí. Quizá haya un mecanismo, una llamada todas las mañanas para desearse un día feliz. La costumbre que hace algo necesario. ¿Dónde estará ahora? Se pregunta y busca el bolso de la mujer a su alrededor. Claro que no con él, o quizá demorada por el tráfico y por eso la llamó. Será Orlando, ese amigo de todos estos años. Quien mejor la comprende y siempre está intercediendo, culpándome por los problemas que causa el alcohol. Siempre inmiscuyéndose bajo el disfraz de buen amigo de los dos. Jesús sabe que lo reconocería si habla, si nada más hace ruido con esa manía de jadear a cada rato. Es un tipo inteligente, se parece a él y si eso importa algo, sus conflictos existenciales, la mala racha con las mujeres. Debe tener algún problema con el sexo. ¿Será precoz? Jesús no sabe por qué, desde lo del doce no se le ocurre nadie más que Orlando. Amable con Lucía y tan ríspido con él. Debe ser Orlando, pero no puede, o por más de una ley no debe; es primo de Lucía, según le han dicho. Eso se ha hecho, pero no se hace. Jesús se acuerda que estuvo quince días en Santiago y cuando llamó Orlando estaba en casa, porque se había roto la ducha y ella lo había llamado. Si no sabe apretar un tornillo y eran las once de la noche, con un frío terrible como él mismo dijo. La ducha podía esperar y Jesús no se dio cuenta hasta ahora. A lo mejor eso de la precocidad es contagioso, piensa, o a ella le gusta, lo usa como patrón para escoger a los hombres. A Jesús, incluso ahora, le gusta Diana y piensa en ella con una obstinación dulzona… Es prueba fiel. Desde Santiago llamó a la casa una sola vez en esos quince días, a Diana la llamó unas diez veces… Si es Orlando lo mato, dice con una convicción que lo asusta.
El teléfono volvió a sonar y Jesús corrió –Hola -casi rompe el cristal del librero donde guarda la botella para que Lucía no la encuentre.
- Soy yo, Orlando. Me oyes bien ahora.
- Te oigo.
- Es que te llamé y no me escuchabas nada. Yo no sé con quién me confundiste. No sé, eso de que eres tú, verdad, me sonó a que estabas borracho todavía… ¿Tu me escuchas?
- Sí.
- Lucía está aquí.
- ¿Aquí dónde? –Jesús cree verlo todo claro y se convence, por eso es bueno lo de la botella cerca, porque presentía que Orlando estaba a punto de confesarse. Ya rebosa de valor y me lo va a decir, piensa; a él le gusta hacer lo justo y ahora tiene cáncer de conciencia.
- Dice que anoche la golpeaste.
- Oye, no te alteres. Ella tiene un ojo negro…
- ¿Tú eres el doce, verdad?
- ¿Qué cosa?
Jesús piensa que si Orlando no es el doce ahora tiene buenas posibilidades de convertirse en el trece. Ellos se entienden y a él no le importa. No lo piensa por la conversación, pero Orlando está convencido de que ella es una víctima de su enfermedad, del alcoholismo innecesario, como a veces lo llama. Tiene tanta verborrea que Jesús terminó creyéndole. Se sentía tan culpable por el golpe en el ojo de Lucía que bebió un par de tragos. Después, cuando se cansó de esperarlos por qué dijo que vendrían enseguida, y se acabó la botella, comprendió que nada le importaba más que Diana y tuvo ganas de seguir con el plan de los zapatos nuevos y las flores.
Por eso la llamó:
- Si te estoy hablando y no es como otras veces que me quedo callado, es porque ahora estoy molesto. Esta conversación tiene un sentido diplomático. Lucía es tu amiga, casi seguro sabes lo del doce. No quiero que me lo digas, ni creas entender tras todo esto que me estoy aprovechando para enamorarte. Si anoche lo busqué debajo de la cama y no en el armario, fue porque estaba borracho. Claro, tarde o temprano se me hubiera ocurrido pero me dormí. Por favor, dile al doce, a ese imbécil precoz, a ese ladrón, que me devuelva mis zapatos nuevos, que el marrón de los suyos no pega con mi pantalón azul.
Diana colgó el teléfono con extrema suavidad después de insistir varias veces en que Jesús le explicara las causas de la retahíla. Le gustaba hablar con él y decirle que era un tipo cómico. Insistió, pero él mantuvo un silencio impenetrable. Un rato después se cortó la comunicación. A la semana se enteró, Lucía se lo dijo en un comentario casual o más bien, como en los enfermos de cáncer, con la resignación ante un hecho que para todos era cuestión de tiempo, Jesús había vuelto a su pueblo. Dijo que iba a escribir.
Alejandro Cernuda