Diez

En aquel momento habría sido mejor para él no mencionar el sexo o la literatura, y obviar ese encabezado más autosuficiente que optimista con la pretensión de convencerla de que su vida estaba resuelta. Al principio ella dudó y fue una breve esperanza, como un sabor inexacto al final del purgante. No le dijo nada de su pasaje seguro a los Estados Unidos ni del dinero que le quedaba. Habló con indirectas y al final Jesús se preguntó cómo se puede alimentar con tan poco la ambición de una mujer, o si sus ganas de dormir con ella eran más lícitas. Porque si en varias ocasiones ya ella rechazó su propuesta de volver, e incluso estaban a mil kilómetros repetir el sexo, por qué la sonrisa, la certeza de que sin saberlo, estaba de su parte. A pesar de que Claudia había aprendido la mirada indiscreta de los hombres, el extranjero de la mesa contigua, y había muerto el sexo por el sexo y el arte por el arte: Is the economy, como le dijo Clinton a Bush. Sin embargo, Jesús lo comprendería después, era peor que él aprovechara estas cosas para juzgarla como una presa fácil, a Claudia, la que días atrás fue algo parecido a una novia de repuesto, la muchacha que vendía banderas en el aeropuerto de La Habana y había abandonado en el malecón la noche en que se metió con Katia en el baño público.

- Te acuerdas de cómo me enamoraste hace quince días, cuando fuiste a despedir a tu papá-. En ese momento ella tenía la sonrisa pícara de un siglo atrás.

- Yo no te enamoré.

- ¿Por qué sabías que me gustaban las margaritas? Había una vieja vendiéndolas en el aeropuerto, y me hablabas en plural como si todos los hombres del mundo me estuvieran enamorando a la vez.

- ¿Orgásmico no? No te ofendas, no sabía si te gustaban las margaritas, y te hablaba en plural porque vendías banderas y creí que te gustaba la pluralidad.

Claudia ahora le resultaba una de esas chica de la calle, que no tienen un niño que alimentar en casa, una mujer con posibilidades para resistir la falta de dinero de otras maneras; sin embargo, supuso que como todas, ella tenía una razón para hacer estas cosas. Supuso que todas las putas del mundo tienen sus razones.

- Mañana le voy a hacer una foto a la ceiba- él miró al parque antes de agarrar la cerveza por el placer de sentir la humedad en la zurda. Era una ceiba común, un árbol como otro cualquiera, si se prescindía del enrejado.

- ¿Qué tiene? –preguntó Jesús.

- Qué no tiene –rectificó ella–. Está desnuda, ¿No ves que se le han caído todas las hojas?

- Entonces, te gustan las cosas dañadas.

- No, la ceiba está en una fase.

- La menstruación también es una fase y, por lo que me contaste, nunca te ha gustado. Una vez me dijiste que te ponías violenta. Además el mes pasado la ceiba tenía flores, seguro que no le hiciste una foto.

- Has un paquete con tu pluralidad y lo que crees que sabes de mí. Parece que la herida en la cabeza te sanó sin mejorarte el cerebro -Claudia hizo una pausa y disminuyó la velocidad de su conversación-. Todavía aturdes cuando hablas. Tú quieres que me gusten las cosas dañadas para que me gustes tú. No te das cuenta que estás enfermo.

- ¿Y tú? Los dos tenemos el síndrome de la otredad.

- No me compares contigo. Estás enfermo y se te nota por encima de la ropa: del fracaso de que nadie lea lo que escribes.

Ella no quiere discutir, cuando la conversación no le gusta vuelve la cabeza y mira al parque, también porque le molesta el humo del cigarro.

- Deberíamos casarnos, sabes… Al final va a ser así.

Claudia se ríe del flirteo barato, pero para Jesús no está claro si la idea de la propuesta es ridícula por ser estéril y estar dicha con tanta convicción o si la risa es consecuencia del alcohol. Entonces él mide esa risa cuando llega la evocación, cuando hablan de aquella vez que ella no fue al teatro y al otro día se lo encontró con la cabeza rota porque lo confundieron con un extranjero y trataron de robarle.

- Sí, esta pinta de extrema caucásica a veces trae problemas.

- Pero le sacas partido –dice Claudia-, y con un poco de inglés… ¿A cuántas chicas has engañado ya?-. Él se sorprende de que ella sepa, pero no quiere hablar de esto. Ni confesarle siquiera que la noche de la cita en el teatro ponían Fedra y no le gustaba porque nunca soportó sentarse solo a mirar cómo la muerte distrae a los demás. Y se fue al malecón a tomar una cerveza, y nadie trató de robarle, sino que conoció a Karina porque Karina pensó que era extranjero.

- ¿Qué van a tomar? –pregunta la camarera, no se da cuenta que son ellos mismos los que desde las nueve están en la cafetería, sólo que en una mesa distinta, la otra quedó inutilizada cuando subieron la música-. Lo de siempre -dice él y mira fijo a la camarera que encoge los hombros porque, claro, tiene la expresión de cliente fijo, de todos los días, no la pinta de hombre de otra mesa–. Café -dice Claudia y la camarera sonríe, aunque también es inexacto. Una sonrisa que se pierde entre la cortesía y el alivio de servicio fácil–. Y un vaso de agua -dice ella cuando la camarera pasa por su lado.

- Se comenta que vienes todas las noches a hacerte pasar por extranjero.

- ¿Quién te dijo eso?

- Es el comentario que hay entre las chicas.

- Eso es mentira…

- Supongo que no has escrito más nada desde la noche aquella que te metiste en el baño de las mujeres. Allá en el malecón –Claudia señala al norte-. Sabrá Dios que viste para que se te cortara la inspiración.

- Yo siempre estoy escribiendo.

- ¿Y cuándo vas a publicar algo?

- A ti qué te importan esas cosas. No te gustaba ni acostarte conmigo.

Ella sabe que él prefería más cerveza a tomarse un café que siempre acerca el final. Pero ha mirado al reloj y comprende que está a punto de perder la noche–. Sé que no te gustaba acostarte conmigo -él tira la colilla a través de la reja y mira la columna de humo que sale bajo la enredadera donde cae el cigarro mientras espera en vano que ella diga algo–. Cuando vuelvas conmigo será mejor -dice al ver que ella no responde. Claudia sonríe, se recuesta.

- ¿Cómo sabes que habrá otra oportunidad? –La dependiente coloca una azucarera metálica en el centro de la mesa

- Gracias -dice Jesús sin pretensión de ser escuchado. Se levanta y la sigue. Claudia comprende. La camarera ha olvidado el vaso de agua. Ella mira de reojo a la mesa de los turistas. Vuelve a mirar al parque. Es evidente, él ha olvidado que en la reja que protege aquella ceiba él se recostó a vomitar una noche que, por culpa de la borrachera, no encontraron la casa de alquiler, y rieron mucho mientras un policía los regañaba a golpe de silbato.

- ¿Por qué dices que no me gustó acostarme contigo? –pregunta cuando él regresa.

- Tú me lo dijiste –ella frunce incrédula. Sabe que su sinceridad, como la de cualquier persona, tiene sus límites–. Dijiste que siempre esperaste más de un hombre que se pasa la vida imaginando rimas. Que me movía como si no supiera bailar.

- Sabes que no me refería al sexo. Yo nunca te importé mucho. Nada más era alguien que usabas en los días que te ibas a quedar acá. Fue un negocio redondo que tú no quisiste prorrogar.

Él mira a su alrededor, sabe que ella no tiene razón pero no encuentra ejemplos para refutarla. Ni siquiera ahora, el detalle de buscarle el vaso de agua serviría de mucho. Hay un par de chicas en la barra. Lo están mirando, son nuevas e igual que en las noches anteriores, las nuevas lo confunden con un turista, con un hombre solvente. Lo mismo Karina que fue la primera y le rompió la cabeza cuando se enteró que no tenía dinero. Pero ya no le pasan esas cosas. En estas noches aprendió a discriminar como un perro viejo y las que logra confundir sólo se echan a llorar y él se promete a sí mismo no volverlo a hacer, más cuando el barman mulato del otro turno le dice, como ella, que él está enfermo de algo que no tiene nombre. Sin embargo, viene todas las noches por el vicio del sexo fácil.

- No te da pena con las chicas que engañas.

- Sólo tomo lo que se me niega por otros métodos.

- Eso no es culpa de ellas.

- La culpa es un poco de todos. Además, lo hice nada más un par de veces, para probar qué se siente. Y quieres que te confiese algo. El servicio es malo. ¿Será por lo barato?

- Es la globalización, son los americanos –ella ríe.

- A estas alturas cualquier americano es menos culpable que yo.

- Bueno, no te pongas sentimental. Al final ellas van a terminar queriéndote. Lo de ser de la misma tierra todavía funciona. Yo creo que siempre va a funcionar… Es verdad que ellas aprenden a utilizarte para quitarse a las nuevas de encima, pero algo de encanto socio-cultural te ha de quedar –parece irónica-. ¿Todavía te echas a reír cuando eyaculas?

- ¿Y a ti qué te importa?, tú estás vacunada contra eso -él tiene la mirada sardónica como Franklin en el billete de cien dólares. El compañero del pararrayos, decía ella cada vez que iban al banco para cambiar un billete de los que le había dejado su padre.

- Eso era bueno, daba gusto verte reír como un imbécil. Y se contagia, sabes. Entonces yo me ponía a reír también y no sé de qué… Deberías escribir de nuevo. Creo que te hace inventar tantas cosas.

- No me hace falta un consejo. Tú deberías dejar la calle y vender banderas, o irte a tu pueblo. Todo debería empezar de nuevo, incluso nosotros dos.

- Me gusta lo que hago. Ya lo había hecho antes y dejé lo de las banderas por esto. Te puede parecer extraño pero hay mujeres a las que nos gusta. Es mejor que vivir en la nada como tú. Vivir contigo es sentarse a esperar que te des cuenta que todo a cambiado a tu alrededor.

- Bien, bien, no te alteres. No te vayas… -Claudia sólo trataba de buscar cambio para el baño en su bolso-. Perdona si te recuerdo la nada que no necesita preservativos ni te considera un objeto.

- Me pagan por ser objeto y con lo que gano compro más objetos, y esos objetos me dan un lugar en el mundo. Es una relación simple, deberías entenderla.

- Yo no tengo nada que objetar.

- Voy al baño –es la segunda vez que va. El extranjero de la mesa contigua corre la silla para darle espacio. Ella sonríe. Tanta gente, piensa él. Sin embargo, pocos extranjeros. Podría ser una buena noche si no la hubiera encontrado. La sigue con la mirada hasta que desaparece tras la puerta del baño y piensa que es mejor así, y arriesgar la posibilidad de acostarse con alguna de las nuevas aunque no deje de sentirse miserable porque, como todas, tiene la capacidad de llevarlo a la mentira. Quiere escribir esta noche, pero sin tener que reconocer cierta inspiración en encontrarla ni en las ganas que tiene en este momento de llevársela a la cama.

- Fue bueno -dice ella al regresar.

- ¿Qué?

- El sexo, siempre fue bueno -miente, aunque sabe que a él no le importa mucho la calidad del sexo que entrega. Jesús es demasiado egoísta.

- No importa –dice Jesús, deja caer la cucharita en la azucarera y hace un gesto con la mano–. Todo se va a arreglar cuando nos casemos.

Ella vuelve a reír: No puedo creer que estés hablando en serio, dice. Agarra la cucharilla de la azucarera y piensa en lo maleducado que se ha vuelto en pocos días. Es verdad que hace una semana le parecía más provinciano, pero entonces él habría esperado que ella se sirviera primero: Te has vuelto tan engreído que no tienes remedio, comenta ella a la primera cucharada.

- Entonces sácame una foto.

Ella ríe, varios granos de azúcar caen en el borde de la taza: Ya te dije que no me interesa el matrimonio.

- Si te interesa el matrimonio, te interesa tanto como cualquier cuento de príncipe azul.

- Qué poco me conoces.

- Te conozco en la medida que te pareces a las otras. A todas ésas. Jesús hace un círculo en el aire con el dedo índice.

- Bueno… Yo paso, ya te dije que no me interesa. Tú, y perdona si te hago daño, no te pareces a lo que pueda moverme a tomar una decisión así.

- ¿Y que te mueve entonces?

- Ya te dije que no me interesa casarme.

- Ibas a decir acostarte conmigo.

- Si hay alguna chica dispuesta a decirte que sí no vive en tu generación. Tu generación está llena de personas que quieren saber cuánto dinero tienes. Qué te pueden sacar.

- ¿Tú no?

- También, pero yo tengo la ventaja de saber que ahora no tienes dinero más allá de esto -Claudia señala el café.

- Entonces retomamos el tema. Lo que te interesa de un hombre es el dinero.

- No te lo voy a negar, y también hay un problema estético, pero lo que más me importa es su capacidad intelectual. Alguien con quién hablar.

- Entonces… te sirvo.

- Estoy buscando el paquete completo.

- Mañana, cuando vendas banderas en el aeropuerto y te vuelvas a enamorar de mí, nada de eso te va a importar mucho.

- Creo que Isabel Allende dijo que la miseria mata el amor.

- Para cuando se muera el amor ya estaremos muertos.

- Deja la cursilería y vamos a hablar de otra cosa, ¿quieres?. Igual, contigo nunca se sabe cuándo estás hablando en serio.

Ellos intercambian eufemismos. Jesús tose. El extranjero de la mesa contigua se pone de pie, las botellas de cervezas se tambalean. Claudia echa una mirada rápida.

- Al fin, solos –dice Jesús.

- ¿Cómo?

- Que ya se va el tipo que estabas mirando.

- Ah, es que no me acuerdo de dónde lo conozco.

- Más bien no te perdonas haberlo olvidado.

- Si te vas a poner celoso desde ahora…

- No estoy celoso.

- Sí, lo estás.

A él le gustaría tomarse un par de cervezas más. Revisa el bolsillo con disimulo: ¿Quieres comer conmigo?, pregunta al fin.

- Tengo que irme –Claudia mira el reloj.

- Si te quedas conmigo te prometo…

- No prometas nada, tengo que irme ya –se pone de pie le da un beso cerca de los labios, sin apuro, un beso húmedo pero sin ruido. Recoge la cartera y sale camino al Parque Central. Sabe que recorre apresurada el mismo camino que ha seguido el extranjero. Jesús, habitante de extramuros abandonado de repente por una mujer probada y, sin embargo, está contento, algún día va a escribir todo esto y ella va a querer casarse con él.

Mañana tendrá resaca. Despertará tarde en el cuarto alquilado a una pareja. Entonces se mesará los cabellos cual aqueo ante la pira de su amante y se pondrá a escribir un poema arrepentido de haberla dejado escapar. Después buscará qué comer y se dará cuenta en la cartelera de algún cine que ya es siete de octubre. Entonces en un banco del Parque Central, a modo de despedida de una ciudad que nunca le abrió las piernas, pensará por primera vez en Claudia, que le iba a contar lo del viaje en el momento que ella lo dejó y claro, repasará aquel encuentro con su padre.