Ocho


Leía como si los libros se abrieran programados a una hora exacta, igual que las bóvedas del banco. Cada vez que aparecía un énfasis morboso apretaba los labios y pestañeaba con rigurosa frecuencia. Al principio la condición de ser no era más que una sospecha, incluso su sexo lo determinó a base de estadísticas, se presentía en la profusión del pelo y el letargo de mujer pensativa. Verla de cerca implicaba aceptar la baba de algas muertas del fondo paralelo a su casa o ir hasta las caletas que daban sombra al patio. Jesús nunca se atrevió, pero la costumbre de saberla allí lo invitaba a mirar a ratos, como un caso entomológico o la lucecita de la casa donde ladran los perros. Lucía era pequeña, desde la playa él la veía como un punto rubio en el portal alto. Reconocerla no fue fácil, saber su nombre, que era ella el montoncito rubio de la casona de Punta Gorda, eso lo supo después, cuando el aburrimiento y su falsa rebeldía la llevaron a cometer el primer error. Más allá de sus diecinueve años, de los encuentros sexuales repetidos con músicos y pintores o de los riesgos que significaba ir a la panadería cada vez que su abuela enfermaba, cometió el error de trabajar, de insertarse a un sindicato con su cara de muñeca y su expresión de princesa perdida: mojigata, María Ramos, le llamaban las demás secretarias y ella disfrutaba cada epíteto que la hacía distinta.

Lucía, la misma del accidente, el niño que casi se ahoga. Coincidieron en el círculo de curiosos y hasta que ella no respondió el saludo, Jesús no ratificó su sospecha. Era la misma que evitaba los piropos y el aventón en bicicleta a la salida del trabajo. Mamá venía todas las tardes a buscarla. Se acercó al grupo de curiosos, se quedó plantada a los piecitos del niño, con el dedo índice marcando alguna página de su Tropic of Cancer by Hery Miller, mientras el padre zarandeaba al crío exánime. Lucía reparó en Jesús al correr la vista por el grupo, ella pestañeaba al compás de los gritos de la madre y sí, lo reconoció desde el primer momento aunque Jesús la miraba todavía como a una hembra extraña, más que su compañera de trabajo, el punto de todas las tardes ahora agrandado por el dramatismo, como se inflaman los peces globo. Parecía tan distinta, cambió la vista de su cara a la tos del niño, al alivio de los demás, al buche del espumarajo sobre el cuello del padre y de nuevo a él cuando sobrevino el llanto como señal de vida. Entonces Jesús tuvo la certeza porque era el mismo gesto de las cuatro de la tarde a la salida del trabajo, más que la mano a la altura del pecho y mover los dedos para saludarlo: tocarse la barbilla y dejarlo esperando que sucediera algo, la mínima sonrisa, el cómo estás que no espera respuesta.

Leía nada más los fines de semana, sin mover los pies apoyados en la baranda, en inglés, con un diccionario bilingüe sobre las piernas y el marcador rojo para las palabras nuevas. Así la vio él, apenas a unos metros de su oficina al aire libre, a ella le pareció una casualidad. El campesino que se las daba de poeta con las secretarias, en el traspatio, con hola y expresión de no sabía que vives aquí. Nunca adivinó que Jesús era el sórdido de la playa, que ya la rondaba con intenciones de sátiro, a ella, a la silenciosa compañera de oficina, a la mojigata del último buró, a la miss Hide de fines de semana. Entonces lo traicionó la literatura, él vivía de Borges a José Martí y ella pensaba en el tono ríspido del pragmatismo. Digamos que la relación entre ellos comenzó en sentido retroactive. Las palabras de Jesús funcionaban como ecos de murciélago. Era el charco de Narciso, turbio. Se enamoró de sus propias palabras y sin embargo, Lucía las asimilaba, las traducía y no le gustaban. Jesús se enamoró como un perro y de nada valieron las frases de Cortázar: me miras, me miras y jugar al cíclope.

Para abril le dio el primer beso, extraño, tornillo de rosca izquierda, contrario a las manecillas del reloj, quizá a la inglesa. Entonces comenzó la rutina de acompañarla al comedor, de cargar su cantina rosada hasta cerca de la bandeja ordinaria. Pudo ver la capacidad, siglos de evolución para llegar al pulgar opuesto, y a la gracia con que pellizcaba un pedazo de carne y lo ponía entre sus labios. Comenzó a querer todo el ritual: la obligación del comentario a los zapatos nuevos, el té, las margaritas para el jarrón de su buró, la hora exacta, el pitido del módem en su casa. Y sobre todo besarla en los parques y oírla decir: Ya nos vieron, ya se enteran todos en casa. Pero sabes que no puedes ir. No, no tienes zapatos, sabes besar pero no sabes comer… A Lucía no le importaba, no quería cambiarlo excepto en las lecturas, quería desintoxicarlo del vicio de lo explícito.

Los fines de semana cuando él volvía a su pueblo, la llamaba por teléfono. Todo estaba concertado, a las siete ella lo esperaba cerca del teléfono y le explicaba lo del champú o el to be or not to be de barrer la escalera, todo impersonal, apura, apura un te quiero que el teléfono es público y el reloj no camina lo suficiente para que sea lunes y volverte a ver. Él lo comprendió más tarde, era su gran secreto; no lo ocultaba ante mamá, quería a poco hacerse incomprensible como en su decisión de trabajar. La falsa rebeldía, la democracia del conde Levin, que se bajaba del carruaje para medirse en el trigal al paso de la siega. Jesús era otro rock and roll, pero no lo supo a tiempo. Ahora, pretexto sus poemas porque, es verdad, ella los bebía, los copiaba en el espejo de su armario. Y le abría las piernas en el habitación de alquiler, le daba la mitad de su filete.

Era musa fácil, comprendió a los pintores y los músicos pero no se convirtió en uno más. Fue, sin dudas, el preferido. Al menos por un tiempo, galletitas dulces, refrescos, en el picnic que se convirtió su cuarto de alquiler. Lucía dejó pasar exposiciones y conciertos por estar con él, y si se acostó con alguno de sus amigos, Jesús no se enteró hasta muchos años después. Si él intentó acostarse con alguna de sus amigas, aunque ella se enterara con el nacimiento del propósito, nunca sucedió. Cuando se quedó sin alquiler y tuvo que irse a vivir con Alejandro, la certeza de que lo quería fue mayor porque lo visitaba con más frecuencia.

Una noche en que habían bebido los tres, y Jesús más que los otros, Alejandro acompañó a la chica de vuelta a casa. Era, por otra parte, algo muy común pues habían sido amigos durante largo tiempo, aun antes de que Jesús apareciera en la vida de ambos. Caminaron en silencio la mayoría de las calles hasta llegar al Prado, luego aprovecharon para tomar el aire en el malecón y compraron un par de latas de cerveza, aunque Lucía estaba borracha, retórica, drástica. Sabía que a Alejandro no le gustaba. Sí él decía algo, aunque no viniera al caso, ella insistía con fervor en todo lo que llamaba libertad. Quizá ya no eran tan buenos amigos, pensó él, explícitos como antes que creciera dentro de ese cuerpecito escuálido y comenzara a acostarse con otros hombres.

Pero de cierto, Alejandro tuvo pruebas de ello, hubo un tiempo en que lo creía un genio. Se ponía celosa y lloraba cada estrofa porque no comprendía lo impersonal que suele ser la literatura, que escribir a veces lleva menos corazón que vender carne. Ya, ahora, después de la decepción de encontrar hombres comunes tras la coraza de artistas, ella lo sabía y comenzaba a ser también una lectora en tercera persona. Coleccionaba en la memoria los trozos más musicales o filosóficos, y pensaba, y decía: nothing personal. Lo repitió en aquel momento mientras le apartaba las manos, con los labios húmedos de cerveza y los pies colgando con sus zapatos en la punta de los dedos como si el muro del malecón la separara de ese algo terrenal que siempre aborreció sin haber vivido. Era la misma Lucía de pelo rubio, y a la vez distinta, no a otros tiempos, sino a la que hace un rato, tan atrevida y cerca de Jesús, lo rozaba con las piernas. Había cambiado en par de horas. Ya no entornaba los ojos ni tenía la mirada de soslayo. La chica se alisó el pelo a dos manos y parecía no interesarle otra cosa que el mar en paz y el ruido de las latas en el saco que arrastra un viejo.

- Ni se te ocurra –le dijo-. Dale las latas pero no le hables. Le advirtió a Alejandro que dejara de mirar al viejo. Sabía que este mal tatuado escritor tenía sus manías, que era amistoso en la borrachera. Amigo de seres nocturnos: recogelatas, pajeros, travestis.

Fue entonces, para cortarle la intención a Alejandro, que Lucía le confesó sus deseos de ver a Orlando. Silbó sin mirarlo esas palabritas, como un comentario intrascendente y después: Llévame, por favor. Con una mirada y un parpadeo.

- Ya es tarde. A lo mejor viene Diana y no nos encuentra –hasta ahora no quiso mencionarla, pero Lucía no le dejaba otra excusa.

- Si no vas conmigo, voy sola –amenazó ella.

No se dio cuenta que la excusa iba más allá. Alejandro pensó que en algún momento ella le iba a pedir meterse en cualquier rincón de la noche, con él, aprovechar que Jesús yacía borracho. Pero la chica de repente quería ir a ver a Orlando. Dijo que no, pero cuando Lucía comenzó a caminar, la siguió sin entenderse a sí mismo; quizá la bondad de un taxi fácil aparcado a unos metros o porque son pocos los momentos de ser digno, o la ganas secretas de admirarla, de decir: Si yo tuviera tu valor Diana sabría más de mis miradas y yo no confundiría el azul con el verde de sus ojos, o no fuera por gusto la atención que pongo a cada una de sus palabras… Siempre lo supo pero era vergonzoso aceptarlo, con el valor de Lucía, iría directo al grano, sin pensar en el sexo profetizado entre ellos, que él es amigo de Jesús y ella de Diana. Pero su fama de rey de la farándula no le permitía arriesgarse, lanzar el tono homosexual de su voz contra la nada. No le quedó más remedio que consentir.

Lucía estaba más viva que él y era de las que se molestan cuando nadie se da cuenta de su apropiación del libre albedrío para elegir dentro del rebaño. Las veces que eso pasaba Alejandro agradecía oír a Diana protestar, llena de escrúpulos, porque de hombres no se habla con hombres, que siempre difunden juicios. Lucía a veces lo trataba a trancos y Alejandro agradecía, porque ya estaba acostumbrado a que tras sus ofensas llegara voz conciliadora de Diana, hecha de una sintaxis que amaba en secreto. No eran iguales y ese pareció casi siempre un buen argumento, aquella madrugada también. Ella quería ir a ver a Orlando y estaba conciente de que manejaba voluntades. Alejandro no quería que ella fuera pero necesitaba perderla; ahí la diferencia, Lucía no precisaba deshacerse de él para acostarse con tipos como Orlando, o con Jesús, su propio amigo, quien vivía el sueño de tenerla sólo para él, y Alejandro, sin embargo, no se atrevía a traicionarla confesándose a Diana.

Se fueron. El viejo que cargaba el saco se acercó al lugar donde ellos habían estado. Allí quedaron dos latas de cerveza, pero antes de decidirse a recogerlas siguió con la mirada el avance del taxi. Lucía explicaba la trayectoria con su voz enrevesada, se acabó el malecón y no escuchaba el trato que le proponía Alejandro porque (a lo mejor los tragos) se creía con valor para enamorar a Diana al otro día.

- Es lejos -dijo Lucía y lo estuvo repitiendo hasta que el taxi frenó tras los edificios de La Juanita.

-Yo pago –dijo Alejandro-. Te voy a esperar en aquel banco –señaló hacia la entrada del edificio. Pero Lucía no le prestó atención.

Alejandro se sentó en el banco frente a la escalera del edificio. Como se entrenan los meditabundos, trató de no pensar qué iba a suceder en el apartamento del segundo piso a la izquierda. De repente, Lucía dejó de importarle. Hizo lo posible para hacerse entender durante el viaje, creía haberle pedido permiso para pensar en Diana, pero había olvidado que el mismo precepto establecido por ella se cumplía en este caso: con mujeres no se habla de mujeres. Con el paso del tiempo se hicieron más notables los mosquitos y el frío. Los trasnochadores que volvían lo miraban, por eso no se acostó aunque tenía sueño. Le daba vergüenza, y sentía que estar sentado con cara responsable era un poco responderles que estaba haciendo algo formal. La escuchaba allá arriba, tras las celosías, en el balcón del segundo piso. La oyó reír y conversar animada mientras él se inventaba una Diana a su lado. Trató al final, pero por más que forzaba la utopía no logró desnudarla, como Jesús, cuando al principio mostró interés en ella, hasta que comprendió la pasión a bajas revoluciones que mantenían casi todos los hombres que la rodeaban. Diana era así, condenada a ser el centro inalcanzable de toda mente masculina. Jesús le contó que tampoco había podido desnudarla en la imaginación.

Con Diana ninguno de los dos logró pasar del protocolo, un encuentro, una mirada, quizá un beso; un amago, como lo calificó Jesús.

A las dos de la madrugada Alejandro escuchó unos pasos cortos que venían de la calle. Diana se acercó por el camino entre los edificios y atravesó el parque, por donde nadie había cruzado después que ellos. Al principio no hubo indicios, pero ya cerca, Alejandro lo había notado: se sopló la nariz y ella estaba resfriada desde que el martes a los cuatro los sorprendió la lluvia y Diana se quedó bailando un rato antes de llegar al portal. Se sonó la nariz, y ese ruido y sus pasos cortos ya no eran ruidos de cualquiera. Al principio ella no lo reconoció, pero hubo una breve ojeada y unos pasos más cortos cuando pasó de no saber a fingir no conocerlo.

- ¿Qué haces aquí?-se preguntaron.

Entonces Lucía se rió tras las celosías con su risa espasmódica de chiste nuevo, casi en el mismo momento Diana se sentó al lado de Alejandro. Hubo aquella noche, frente a casa de Orlando, un silencio bueno para no mentir, porque Alejandro no es Lucía, y en aquel momento necesitaba justificarse en otra cosa que la espera formal, la cola de fallos del sexo –ya había fallado Jesús- por si el otro tiene una noche homosexual. Diana tampoco contestó, ella nunca quiso intrusos en sus misterios. Alejandro murmuró un nada y ella dijo de un sin sueño, un libro que recoger y cambió la conversación. Miraba de vez en cuando al balcón y después a Alejandro, como si su mirada rebotara en la de él antes de pestañear y fingir una sonrisa diferente a las carcajadas de Lucía. Arriba se repitió la risa como si fuera el mismo chiste tras un fallo de la memoria y Alejandro comentó al vuelo lo bien que le quedaba anteayer el vestido rojo en el teatro. Diana se sopló la nariz y parecía no prestarle atención, la voz a través de las celosías necesitaba público. Entonces Alejandro jugó un rato a pensar que ella había venido por él, como un perro que sigue el rastro curioso de algo que subyuga sus reflejos, hasta que falsear la realidad fue inútil y comprendió que ella también estaba allí por Orlando. Porque ellos tres eran amigos desde hace años y eso justificaba los concilios, los secretos.

- Tienes un pie en el camino de las hormigas -le dijo Diana después de mirar un rato la acera. Alejandro se fijó en la fila de insectos que salía del jardín y trataban de subir a su zapato.

- Sí.

- Pero no cruces los pies así, pareces gay.

- ¿Los subo en el banco?

- Eres tan cómico.

- Jesús es cómico, yo no.

- Sí, si escribiera como habla…

- ¿Tú has leído algo de él?

- No, pero ella –señala al balcón desde donde la voz de Lucía desperdiciaba cadencia al contar la trama de una película-. Ella dice que en sus manos la poesía se subdesarrolla.

- Ella tiene envidia,.

- No creo. No sé, a lo mejor leo algo y me gusta. Está probado que Lucía y yo no tenemos gustos afines.

- ¿Hablas de la poesía nada más o también de los hombres? ¿Tampoco te gustan mis poemas?

- Tampoco, pero a ella sí.

- He escrito algunos para ti.

- Ves, debes ser cómico porque eres tan mentiroso como Jesús.

- La diferencia es que él escribe después de los hechos, y yo antes.

- Estar, pensar… todos son hechos.

Hubo ruido de sillas. ¿Bajas o te vas a la cama con él?, se preguntó Alejandro. Diana y él miraron al balcón. La conocen tanto que casi seguro se preguntaron lo mismo. Estaba oscuro tras las celosías, Lucía hablaba indiferente sobre la escena de alguna película que nadie más vio, o él también porque dice sí con énfasis de escena genial que se recuerda hasta en el último instante de vida. Después hubo dos minutos en los que no ocurrió nada. La rubia escuálida parecía complacida y entonces dijo: Bueno, como si ya fuera a bajar. Alguien pasó por el parque, quizá piense que Diana es su novia. Para Alejandro, una premonición. Sintió que era el momento de decirle algo, un comentario seductor, una parábola, una invitación para cuando despierte por la tarde. El testigo del parque tosió. Era el viejo con el saco de latas al hombro. Miró a la pareja del banco del parque, sentados solos en la madrugada breve, y sonrió como si los reconociera. Exploró lo restante del banco, el área alrededor de las caderas de Diana, la acera. No vio latas pero continuó sonriendo con sus pocos dientes. ¿Cómo puede vivir tan lejos del malecón? pensó Alejandro, o quizá era lejos nada más para Lucía que necesitaba kilómetros desérticos, obstáculos, para que su locura fuera mayor… ¿Ya vas a bajar?, se preguntó Alejandro cuando sintieron abrir la puerta. Pero Lucía siguió conversando. Parecía animada, feliz y Alejandro recriminándose no comenzar todavía a echar flores a la otra. No decía nada, ni siquiera pensaba y se le iba el tiempo antes que Lucía apareciera o terminara de pasar el viejo con su sonrisa cómplice y se olvidara que el tipo que a veces se mostraba amable con él, era el novio de una Diana que no conoce y no sabe que en realidad le es inaccesible y lo será, igual que para Jesús, hasta que no logre soñarla desnuda.

- ¿Quieres ser mi novia? –dijo Alejandro, cursi, para que sonara a chiste. Bajito, para que se hundiera entre las palabras de Lucía que eran altas porque nunca sintió vergüenza de la indiscreción.

- Sí –respondió Diana-, creo que eso fue lo que preguntó Orlando- y se puso un poco triste y se fue antes que Lucía bajara.

Ella llegó por fin, se acercó sobria al banco. Caminaron en silencio hasta que se acabó el parque. Lucía iba apurada porque, de repente tuvo miedo que Orlando se asomara entre las celosías y la viera con Alejandro. ¿A qué vine? se pregunta él mientras pasaban entre los edificios para buscar una calle recta y sin pendientes hasta el Prado. Doblaron por la calle Manacas para ganar Colón, iban a casa de Alejandro. Lucía estaba eufórica. Comenzó a repetirle la conversación que él había escuchado a medias

- ¡Qué lindo es! -su taconeo se disolvía en las piedras del callejón para cortar camino por detrás de la bodega–. Al final me besó -O lo besaste, o se besaron, pensó Alejandro. Ella se apoyó en su hombro para subir la acera alta.

- ¿No preguntó por Diana?

- No, pero él se lo cuenta todo mañana, y ella me lo cuenta a mí.

Lucía siguió con su mano sobre el hombro de Alejandro casi hasta llegar a la casa, entonces se detuvo al borde del primer escalón, hasta que él, sigiloso, abrió la puerta. Por si acaso, se besaron antes de entrar. Prudentes, mientras Alejandro la desnudaba, cruzaron cerca del colchón tirado en la sala, donde Jesús estaba durmiendo.

En aquella casa Lucía se probaba sus zapatos nuevos y se quedó varias veces a dormir porque era lejos e interesante. Jesús nunca sospechó, ni siquiera la costumbre de estarse acostados los tres juntitos como oseznos, con el miedo a que la cábala mostrara a la madre de la chica el camino a la casa alejada del centro de la ciudad. Pero mamá no era más que un fantasma perverso, una puta reivindicada como dijo Alejandro alguna vez porque él sí la conocía bien. Jesús nunca se enteró de los amantes a punta de playa ni de los hombres que asediaban a la matrona gerente. No conoció a su suegra ni siquiera cuando Lucía quedó embarazada.

Un escándalo hubiera sido preferible a la aceptación concreta del desliz, fue un embarazo sideral. Nadie intentó conocerlo, no volvieron a coincidir. Lucía nunca vino a recoger la baja del trabajo y Alejandro y él tuvieron que reconocer que ella era algo que los unía a cosas como Diana, que tampoco volvió.

Dos semanas después recibió el primer correo desde la capital. Lucía aseguraba volver para noviembre y lo extrañaba. Sin problemas, el funcionamiento del sistema shakesperiano no mostraba fisuras y había algo que decir. Lo comentó al vuelo con las otras secretarias, sin darle mucha importancia: Lucía me escribió. ¿Ah si?, ¡qué bueno!... y nada más hasta que con el tiempo, las semanas de silencio, ellas comenzaron a mencionarla como algo muerto. Jesús había aprendido con Lucía a odiarlas y ya no le quedaban dudas, sólo la envidia generaba aquel tono sarcástico. El segundo correo lo mantuvo en secreto. Venían los propósitos dulzones en PowerPoint y una descripción de la Rampa, una comparación injusta, casi criminal, de malecones. Imaginó que la estaba perdiendo y fue una toma de conciencia tardía, la liberación del sueño y a la vez una resignación extraña. Perdiéndola a ella había perdido también a las otras secretarias que le preguntaban por Lucía sin esperar respuesta, como si supieran que la decisión de volver a su planeta estaba escrita desde antes y las Centurias de Nostradamus fuera un informe más dentro de sus carpetas de trabajo. En el tercer correo, un mes después, resumía la importancia de estar cerca de todos los discursos, un trabajo de oficina, Héctor que era un jefe muy amable. Y Jesús pensó en Aquiles, o en alguien que le hiciera el favor. El indescifrable te amo del final, parecía un réquiem. Por eso rompió la alcancía, trató de merecerla en el último instante; perder, perder, vibraba en su mente como el desenlace de su vida ante todas las mujeres.

No podía perderla, la adarga al brazo, dinero en el bolsillo, pero no tenía zapatos. Nada peor que presentarse sin los zapatos correctos, ella siempre le había advertido. Decidió buscar en las tiendas la opción barata y diferente, quizá desconocida con la cual pasar airoso o por lo menos desapercibido de la crítica segura. Pero no logró franquear las vidrieras. Los pares baratos tenían la vulgaridad de una producción en serie, y los exclusivos eran inaccesibles. A lo mejor con un préstamo, pensó en Alejandro, pero comprendió que eso significaba vivir en la mentira con ella. Jamás podría confesárselo y habría preferido ir descalzo como un mártir antes que maltratar su amor con mentiras. Eso creía a las diez de la mañana. A las cuatro de la tarde la pensaba desde un banco del bulevar: cada expresión; los besos, quizá en ese mismo banco; la sonrisa con cada nuevo par de zapatos que ella se compraba. El onanismo de sentir aquella complacencia material y femenil. Un poco antes de cerrar las vidrieras se compró un par de los más caros. Gastó el dinero del pasaje y todo el bolsillo. Se resignó a no volverla a ver, pero mañana, mañana las secretarias mirarían a sus pies.