Nueve

Le quedaban los recuerdos de mujeres, que dicen ser siete para cada uno y es mentira; la soledad mexicana del poema de Kerouac; y la fama injusta de bisexual por mezclarse con personas en entredicho y que los de acá llaman mariconería de todas formas. Nunca comprendió a Kerouac cuando escribió que su buen amigo marica debía sodomizarlo. Jesús era un donjuán impulsivo y frustrado, con ganas de chica nueva y algo que Alejandro un día le explicó: Don Juan sin dinero se parece al Lazarillo. No había más remedio porque viene el boyero y la carreta que marca sobre el pavimento las ruedas de hierro embarradas de zanja, a él le parece el carro del dios helio. Ahora su padre le ponía las riendas del futuro en la mano. Ir allá, adonde se mandan exploradores como en los tiempos de Pánfilo Narváez y nunca vuelven, también como el mismísimo Pánfilo. Había gastado el dinero que le dejó el viejo como un pequeño aspersor dilapida el agua del manantial y la casa del pueblo le traía el recuerdo vago de su madre, el cáncer que ahora se presentía en su abuela; el odio amor que le guardaba a Eva, como el matador que esconde un machete en la cobija del portal para cuando el vecino venga a protestar la mujer robada. De esa sensación hacia Katia se había curado en un baño público, casi a ojos de su propio marido. Pero hacer lo mismo con la otra significaba irse lejos, faltaba una semana para el siete de octubre, ¿acaso el día de aquellos aniversarios y la fecha prefijada para cambiar el rumbo de la historia no fue el mismo día en que Cervantes perdió su brazo?. Nada más que casualidad, y otra de un sinsonte a tiro de flecha en la majagua, interpretando algo parecido al Himno Nacional. Comprendió que el tiempo, conocer poetas de ciudad, lo había llevado de manera sutil desde la décima al soneto, que nunca pudo enfrentarse al verso blanco, que su pueblo le sobraba porque, sin vocación para el romanticismo, la zanja donde florece el romerillo no vale la más mínima alcantarilla, ni el humedal de una esquina preñada de escombros y latas viejas.

Entonces cruzó la cañada en dirección sur, a buscar el carretonero borracho que lo había ayudado años atrás en el rapto de Eva. Y pensó, buen título para un cuadro si la mitología cristiana diera el pie, porque el Rapto de las Mulatas era demasiado plural y escurridizo. Eladio era al único que conocía versado en negocios de compra y venta de casas. No dijo a nadie que para el siete de octubre tenía reservación en lancha ilegal hacia los Estados Unidos, ni tuvo valor para despedirse de su abuela porque repasó la imagen romántica y perversa de las viejitas esquimales que cabalgan témpanos a la deriva cuando les llega la hora. Alguien se ocupará de ella, pensó, que ya a él le había tocado la desagradable una vez y había primos, vecinos, salud gratuita, ayuda social, esperanza de vida, veneno de escorpión, en fin…

Eladio demoró dos días en vender la casa pero no hubo papeleo. Metió en una caja de carton sus libros y sus cuadernos llenos de poemas. Dudó si guardarlas en algún armario triste de los que su abuela usaba como repositorios de melancolías o entregarlos al fuego donde calentó el agua para lo que consideró el último baño en su pueblo. Él, tan dado a quemar naves, tuvo un salto de estómago que confundió con la lucidez, el altruismo, y se la envió a la única persona que en realidad haría buen uso de ellos: a Diana. Ella había mostrado interés aunque Jesús siempre lo consideró una especie de cortesía. De aquella pena inexplicable que ella demostraba por él cuando Lucía lo mandaba al carajo. Eran buenas amigas y por eso él siempre agradeció las confabulaciones que Diana traicionó por apoyarlo. Hasta una vez la rubia escuálida se puso celosa y balbuceó en inglés palabras propias de un barman de Dublín. Jesús no pudo definir si eran celos por la amistad de ella o que en realidad Lucía llegara a tener sentido de pertenencia hacia algo que no fuera su diccionario bilingüe o los zapatos nuevos. Alejandro escribía poemas propios de hipertenso dedicados a Diana y eso era algo que él no podía traicionar. Aunque le habría gustado una chica como aquella: el sueño de cualquier poeta, alguien comprometido con el trabajo creador del otro. Sí, ella era la mujer propicia si se obviaba que todos los días cambiaba de locura, y la locura de hoy Kafka y mañana Pink Floid, la hacía una mujer lejana, sin ganas de afiliarse. Pero tenía los escrúpulos, el arte para singularizar el trato, el buen culo, la sonrisa que cuando acaba le sigue cambiando el tono de voz, la suficiencia, la falta de autosuficiencia.

Para el miércoles la casa estuvo vendida, un bulto policromo de billetes estrujados dentro de una bolsa plástica, los quince mil que le entregó Eladio estaban limpios de impuestos. Compró una botella y bebieron bajo el laurel, como despidiéndose del tronco tantas veces meado antes de dormir y del clavo que antes sostuvo los pentagramas de Eva. No se preocupó de cuánto había cobrado el carretonero, la casa no valía mucho más. La herida había sanado lo suficiente como para no tener que usar las vendas que se le llenaban de polvo. Fue rumbo a la capital. Tenía una foto con la dirección escrita al dorso, como aquella vez que se enteró de que Eva se había convertido en madre. Todo clandestino, como es siempre la buena fuga, la real. Pronto estaría en Miami y se haría un escritor famoso y las palabras de Quevedo eran camino abierto para el parnaso …os podréis venir aquí, que con lo que vos sabéis de latín y retórica, seréis singular en el arte de Verdugo

Cuando llegó a la capital repasó las calles como si se despidiera de alguien a quien no conoció en realidad. Pernoctó allí sin convicción un día más, otro y otro. La ciudad no se contagiaba con el ir y venir de las personas, parecía inmóvil, como condenada al barroco, a los garitos con trovadores, a los que dicen yo te vendo o yo te multo; y la falta de tiempo se parecía a la falta de escrúpulos de los que le cobraban a sobreprecio las horas de dormir. Nadie lo saludaba en la calle y la calle le daba permiso, como de piernas abiertas, para hacer su voluntad. No sabía qué hacer, hasta que al doblar de Obispo a Mercaderes, a la hora que siempre se detenía para escuchar sin sobresalto el cañonazo de las nueve, dos putas ojerosas le pidieron un cigarro: Have a cigarette, only one for both?, y la que estaba a la izquierda pasó a la derecha, We share every thing, dijo la más alta. Una se rascaba el antebrazo, la otra tenía flequillos de oropel que le saltaban en las nalgas. Él dijo lo de Hamlet y se demoró todo el arpegio que venía del hostal Valencia. Le tocaron el cuello y la de los flequillos desparramó el humo del cigarro recién encendido como pretendiendo conjurar a todos los policías del mundo. Sonó el cañonazo y ellas malinterpretaron su sobresalto. Era un tipo con éxito y con un vicio nuevo. Conoció chicas que no besaban ni se desvestían, que no se contrataban hasta el amanecer. Servicios como todos los que le habían tocado consumir: escasos, baratos y mala calidad. Mujeres nunca vistas y una conocida.