Once
Pensó escribir su nombre en un cartel y esperar a la salida del aeropuerto, hacer como en las películas. Pero se parecían tanto y ya se lo habían dicho, así que gastó un poco de tiempo frente al espejo del baño. Sin embargo, imaginarse envejecido era una teoría futurista demasiado arriesgada, con variables inaccesibles de cabellos grises y orejas agrandadas, quizá bigote, quizá el rojo de la piel de quien vive al aire artificial, y se parte en las arrugas disimuladas con cremas. Habían pasado casi veinte años pero Jesús tuvo en cuenta elementos. Dicen que uno engorda allá, que la piel alcanza esa palidez inexpresiva que te hace parecer norteamericano por fuera, que hay melancolía y pragmatismo en la mirada y plátanos fritos en el estómago. También le habían dicho a Jesús que en el aeropuerto las puertas se abrían como por arte de magia, con sólo detenerse frente a ellas.
Su papá no miró a nadie en particular, no lo buscaba. Caminó al compás de los turistas pero sus años fuera, su expresión de haber llegado a un lugar marcado con una equis en la memoria, lo hacían parecer como si el avión lo hubiera sacado desde una cueva en las montañas. Excepto él nadie venía por primera vez. Jesús abanicó el brazo. El viejo se apartó del grupo que llegaba de Miami y se acercó mirando sus propios pasos, arrastrando la correa del bolso con un desgano apolítico. Al viejo tampoco le hacía falta foto, nada más memoria y de pronto verse un cuarto de siglo atrás. No era hombre de abrazos ni besos, pero apretó fuerte la mano de su hijo.
- Estás hecho un hombre -murmuró sin mirarlo.
- Han pasado casi veinte años.
Quizá por reflejo miró el reloj. Jesús imaginó que el viejo tenía trastocada su percepción del tiempo. Y le pareció extraño, tenía la certeza de que casi siempre quien se va lleva el conteo de los años, de las aspirinas grandes como centavos que cambió por Tylenol, de los cumpleaños lejos de mamá. Pero su viejo nunca había sido bueno para recordar fechas, le eran inesperados los aniversarios y los días de cobro en la estación de ferrocarril donde trabajaba. Ahora mismo parecía no darse cuenta que el tiempo pasaba. Lentos caminaron hasta el bar.
- No vamos a ir al pueblo –le dijo a Jesús.
- Allá todo el mundo te está esperando.
- ¿Les dijiste que venía? -habló con brusquedad.
- Sí.
- ¿A tu abuela también?
- Sí.
El padre miró los granos de azúcar que Jesús había derramado sobre el mantel, estiró la mano y los barrió. A través del cristal de la mesa se veían sus pies cruzados bajo la silla, no paraba de moverlos. Jesús encendió un cigarro y su padre lo miró severo.
- ¿Fumas?
- Tengo veintisiete años.
- Lo sé, pero… –no encontró las palabras e hizo un gesto con la mano. Le costaba trabajo aceptar el paso de los años, la pérdida de la autoridad que siempre tuvo sobre los de su familia-. ¿Y qué? –preguntó al fin-. ¿Estás casado?
- No
- ¿Tienes hijos?-. El viejo le dio vueltas a la cucharita mientras esperaba la respuesta. Pero era una pregunta que a Jesús le costaba trabajo responder, se quedaron en silencio unos minutos. El viejo dejó de mover los pies. –Es una pregunta sencilla, de sí o no -pero Jesús sabía que después de esa pregunta vendrían otras, y hablar de Eva. -Es mejor si no tienes –dijo su padre al fin. Miró a la calle a través de los cristales de la cafetería y estuvo en silencio hasta que su hijo terminó de tomarse el café. Cuando Jesús supo a qué vino, comprendió por qué la necesidad de saber si tenía hijos; sin embargo, él nunca le explicó.
Fueron a una casa de alquiler: Papá tiene el pelo todo gris y un círculo vacío en la mollera, iba pensando Jesús mientras lo miraba en el asiento delantero del taxi; eso le iba a decir a la abuela, y también lo de las manos grandes llenas de pecas y el vientre abultado. Justificarlo por no haber ido a verla iba a ser un fastidio, pero Jesús pensaba que tenía el compromiso de hacerlo, aunque ella lo conocía mejor que cualquier otra persona. La abuela sabía que el viejo, a expensas de ofenderse a sí misma por vía literal, era un hijo de puta que se quiso demasiado a sí mismo para querer a alguien más.
Jesús se sorprendió de lo que su padre sabía del país: las tarifas de los taxis, cuánto debía pagar en el alquiler donde ya lo esperaban, dónde conseguir comida barata y buena, e incluso los últimos resultados de la liga de béisbol. También encontró cosas importantes que él no sabía y por supuesto, el espíritu conservador, la paranoia adquirida por contagio de los norteamericanos, además de no saber nada de su propia familia. Por eso le contó hasta donde pudo, todo lo que después comprendió, le hacía daño escuchar. Jesús hablaba y es como si le estuviera vomitando encima. Siempre miraba a otra parte. Se sentaron un par de veces en el muro del malecón y, aunque era claro que la abuela iba cuesta abajo, le habló del cáncer como una posibilidad remota; le dijo que Marcos, su amigo de infancia, estaba preso, aunque sabía que no le iba a importar, ya no eran tan buenos amigos. No le dijo que mamá antes de morir se había vuelto a casar con un hombre que duró lo mismo que el primer diagnóstico.
Jesús, en cambio, no pudo saber mucho de él; que trabajaba en lo mismo, en trenes; que no se alejaba nunca de Miami y no había ido más allá de Tallahassee, que estaba casado con una dominicana diez años menor, pero su padre no le enseñó ninguna foto ni la volvió a mencionar. El viejo permanecía callado, casi todo el tiempo huraño. Nunca gastó más de diez dólares en un bar. Tampoco fueron a muchos lugares, no era un buen turista.
- ¿A qué viniste? –se atrevió a preguntar Jesús, cuando ya llevaban un día y medio y no habían hecho otra cosa que sentarse en los parques y los bares y tomar taxis para repartir paquetes.
- Este es mi país –le dijo-. Tengo derecho a venir-. Tenía la voz reseca. Jesús torció el cuello y miró hacia la plaza, tres turistas se hacían fotos de espaldas a la basílica de San Francisco y parecía un fusilamiento alegre. Unos pasos más cerca, los niños jugaban a salpicarse con el agua de la fuente. Era de mañana, las diez quizá, pocas personas en el cortejo de una chica en traje plateado, que caminaba hacia una cámara de video mientras su madre protestaba los adoquines y el calor prematuro. Una joven se sentó en la mesa vecina a la de los Solís, descargó su bolso en la silla contigua y se puso a registrarlo. El camarero se acercó, ella alzó la vista, sonrió.
- Vine a buscarte. –le dijo el viejo a su hijo. Continuaba con el tono reseco, Jesús lo miró. Permanecieron en silencio. La joven de la mesa contigua encendió un cigarro y Jesús la imitó.
- ¿A buscarme? –preguntó bajito.
- Sí –su padre no lo miró, vigilaba las palomas posadas en el campanario de la basílica menor de San Francisco de Asís.
- No comprendo-. La muchacha de la mesa contigua había pedido un zumo de piña, Jesús y ella cruzaron una mirada y ella sonrió.
- Dentro de quince días va a venir una lancha a buscarte… ¿No quieres irte?
La muchacha no parecía entender lo que se hablaba en la mesa contigua, pero a ratos daba una ojeada hasta encontrarse con los ojos de Jesús. Ella había sacado un libro y lo tenía sobre sus piernas, tenía unas piernas preciosas y el viento le irrespetaba el pelo.
- En mis tiempos nadie venía a buscarte. Uno tenía que inventar en qué salir… ¿Me estás oyendo? -Jesús cambió la vista-. Y si te atrapaban…
- ¿Por qué no me lo habías dicho antes?
- ¿Qué cosa?... ¿Lo del viaje?
- Sí eso, que venías a buscarme.
- El dueño de la lancha es mi amigo y quería estar seguro de que no lo ibas a denunciar.
- ¿Y estás seguro ahora? –Jesús se inclinó, con un gesto apartó el pelo de la cara y le gritó a su padre–. ¿Tú crees que yo soy chivato?-. La muchacha de la mesa contigua dejó de hojear el libro y se fijó en ellos.
- No-. El viejo miró a su alrededor mientras se secaba el sudor, luego alzó el vaso de cerveza-. No queda mucho tiempo. Esta tarde me voy –ahora hablaba en un susurro.
Que su papá se iba no era noticia para Jesús. Se bebió el vaso de cerveza hasta el fondo. El viejo hizo lo mismo y pidió una ronda más. La muchacha preguntó algo al camarero, éste señaló al otro extremo de la plaza. Ella dio las gracias, a Jesús le pareció que en italiano, y se fue en dirección al muelle de Luz.
- ¿Cuántas personas van? No es miedo, sabes, pero siempre se dice…
- Eso nunca se sabe, si son muchos no subas.
- Esto debe costarte.
- No, yo no pago.
Jesús esperó a que el camarero pasara de largo.
- Debes ser muy amigo del tipo ese para que venga a buscarme gratis.
- Él no viene gratis. Allá todo cuesta.
- Yo no tengo dinero –le advirtió Jesús.
- Tú no, pero ella sí… Le dije a Julia que te explicara, para algo ellas son amigas –respiró profundo-. A mí no me gusta hablar de estas cosas, pero hay una chica allá que dice que te conoce y quiere sacarte –cada vez su voz se confundía más con la música de los trovadores-. Dice que está enamorada de ti.
Entonces le enseñó la foto. Ella estaba enfundada en pieles, recostada a un coche azul que casi tocaba con las llantas los restos de un árbol derribado a la vera del camino. Había nieve por todas partes, sobre la carrocería, en las ramas de los árboles, sobre el pedazo de banco que se veía a la izquierda. Jesús estuvo mirando un buen rato la fotografía, arrugó la piel de la frente e hizo una mueca de incomprensión: Eva, dijo el viejo y entonces sí, por fin la reconoció. La risa achinó los ojos para el flash de una cámara cualquiera, allende los mares, risa que él confundió con la de alguien sacudido de frío en la intemperie del camino a Nueva York. Recordó aquello de peinarse el uno al otro, de comer con los pies subidos sobre las piernas del otro: Pierde quien dé el último mordisco a la guayaba, y si hay castigo se resuelve en el sexo al pie de la ventana, donde más escuchen los vecinos. Linda como antes, pero habían pasado tantas cosas, acá: a los ojos de Jesús, a su memoria; allá: en el color de la piel, en el brillo inexacto de la Polaroid. Tenía la misma sonrisa insinuante, sonrisa de puta de la última foto aquella que le enseñó la tía, pero habían pasado dos años y medio y en la otra él se fijó más en el niño. No era mucho tiempo para no reconocerla ni para mentir: Estoy enamorada, Jesús sabía que ella nunca diría eso.
- Tienes que ir a la playa de Guanabo a está dirección –tomó la foto y señaló lo que estaba escrito en el dorso, después se la devolvió-. Ve preparado para una semana, porque no te van a dejar salir de allí hasta que no se vayan. Ellos te van a esperar hasta el siete de octubre.
- ¿Cómo te encontró?
- Tú le hablaste de mí y en Miami tarde o temprano todo el mundo se conoce. Ella te va a esperar allá. Está divorciada y vive de lo que le da el marido. Parece que no vive mal, puede ser un buen comienzo para ti.
- No sé.
- A lo mejor estás pensando que no vale la pena porque te dejó por otro, pero tienes que pensar en ti mismo.
- Eva tiene un niño, ¿no lo viste?
- No. Pero si tiene un niño con el americano eso es bueno. El tipo tiene dinero.
- ¿Entonces no te dijo nada del niño?
- ¿Y eso qué importa? –dijo el padre a viva voz mientras giraba para sacar los pies a la izquierda de la mesa.
Señaló al norte, por encima del Cristo de Casablanca. Miró su reloj y se levantó. Jesús guardó la foto en el bolsillo de la camisa y no hablaron más del asunto. Nunca supo cómo se las arreglaba su viejo para hablar sólo lo necesario. Terminaron el día recogiendo cartas en las mismas casas que habían entregado los paquetes.
Cuando llegaron al aeropuerto el viejo le dio algunos cientos de dólares:
- Dale algo a tu abuela.
- Sí, papá.
- Bueno –el viejo suavizó la voz hasta lo femenil-, y deja la poesía para cuando tengas dinero. Si no te vas a ir búscate un trabajo –dijo y desapareció tras la puerta de cristal opaco.
Jesús había reservado un billete de regreso para las cuatro de la tarde. No le quedaba mucho tiempo, entró a la cafetería y pidió una cerveza a la misma rubia del viernes. Bebió con lentitud, como hacen los buenos borrachos: sin separarse de la barra ni prestar atención a las conversaciones de los demás. No miró a nadie, excepto a la chica que traía un bulto de banderas a medio asomar en la mochila. Ella pidió un helado y se quedó también en la barra. La camarera miró a Jesús como si se acordara de haberlo visto antes, o tal vez era la gentileza una política del aeropuerto, una bienvenida o un adiós, pero él aún no había decidido irse del país. A lo mejor le cayó bien a la camarera; sin embargo, la chica del bulto de banderas tenía ojos tristes como de cabra al matadero, y por eso a la camarera nunca le preguntó.