Cuatro

Una semana atrás, en la capital y cuando su padre ya había regresado a su país, estaba sentado en el muro del malecón. Pasaba la vista sobre todo lo que se movía por la acera del hotel Riviera. Llevaba dos días repitiendo la misma ruta, la automatización del propósito de encontrarla, como si en realidad tuviera importancia otra cosa que no fuera aplazar el regreso al pueblo, gastar el dinero que su padre le había dejado. Junto a él la chica de ojos verdes que vendía banderas en el aeropuerto, conservada a su lado, lo sabía, mientras le durara el dinero. Esta chica, Claudia, era como un salvoconducto para probarse a sí mismo la falta de estupidez; que había otra razón además de Katia para quedarse en la capital.

Entonces vio un Audi negro, sintió al hombre del camión, que no paraba de sonar el claxon, gritar unas palabras cuando lo sobrepasó un poco antes de llegar al hotel. El humo entró por la ventanilla del Audi pero Jesús tuvo la certeza de que eran ellos. Héctor siguió conduciendo como si la ofensa fuera inherente al tráfico, inmutable, con su paso de tortuga por la avenida del malecón. No tenía prisa, no aceleraba, a pesar de las protestas de los demás conductores. A Katia parecía no importarle nada. Iba mirando las parejas que se apretaban contra el muro y de vez en cuando se recogía el pelo para evitar que le abanicara en los ojos.

¿Te molesta el aire? –ella no respondió–. Cierra la ventanilla si quieres.

Héctor sacó un cigarro del bolsillo y lo encendió. No eran más de las diez de la noche pero Katia había querido regresar y no le dio ninguna razón sobre su poco interés en la fiesta. Lucía estaba en la recepción pero otras veces habían coincidido, e incluso conversaban sin asomo de celos, ella no podía sospechar.

¿Qué te pasa?

Nada.

¿Alguien te dijo algo?

No amor. No te preocupes. –Sus palabras eran sarcásticas.

¿Te aburre la oficina? – Su mano desplazó del muslo la tela débil y gris del vestido recién estrenado.

Katia se mantuvo inmóvil. Él recordó la primera vez que la acarició así. Era casi una niña, al menos le dejó una sensación infantil en la conversación, en la carne de gallina o en las muecas que usaba contra las cosas que no le gustaban. La primera vez la recogió en el semáforo de las calles 23 y 12 cuando ella tenía quince años. Regresaba del politécnico con su saya corta y estas piernas que todavía lo provocaban a tocarla. En aquel roce, casi al descuido, también se había quedado quieta y, sin embargo, ella lo sintió distinto, la piel se le puso de gallina y era lógico, Héctor pudo entender que era casi una niña y tenía miedo. Y él también porque la quietud de una niña que se dejaba tocar le recordaba a su hija y al mismo tiempo lo excitaba. Por eso, con un poco de culpa frenó en la esquina de Paseo y Línea y le compró un refresco y unos chicles, por demorarse a ver si todo pasaba. Le dio tiempo a que ella decidiera si se quedaba o no dentro del Audi. Se propuso no mirarla, era la primera ocasión que sentía algún tipo de prejuicio hacia una mujer y veía, también por primera vez, a su hija como una mujer igual a las demás. Cuando regresó se dio cuenta que ella no se había movido. Tenía la falda de escuela a la misma altura y las piernas un poco abiertas. Tal como ahora, que podía tocarla sin que el dorso de su mano tocara el muslo de la pierna derecha. Inmóvil, como si aquel deseo de frecuentarla mientras conducía, exigiera de ella la conciencia de velar el tráfico.

Dame un cigarro –dijo Katia y volvió a mirar hacia el muro del malecón. Era verdad lo que le había dicho ayer su mamá, allí estaba Jesús con su novia. Cuando ella decidió casarse con Héctor le dijeron que él había dejado la universidad en algo que sus amigos clasificaron como un letal ataque de celos, por su culpa, aunque ella nunca lo vio así… ¿Dejó la universidad o lo echaron? No se acordaba ni se habían vuelto a ver, y hace un par de días le dijo su madre que andaba por ahí, que lo habían visto anteayer en el malecón con una chica. Katia tenía ganas de verlo y que la viera, saber si aún recordaba las veces que se apostaba en cualquier parte de su trayectoria a esperar que ella volviera de la escuela y llevarla en la bicicleta las pocas calles que la separaban de la casa y que a veces iban a pie por tener más tiempo para conversar. Quería saber cómo reaccionaría al verla ahora, si aún tenía la marca en la lengua de la mordida que le dio, si le había escrito algún otro poema y si la quería como antes o ya se había olvidado.

Te preocupan las clases de mañana.

Katia no dijo nada, miró un poco más por el retrovisor hasta que Jesús se le confundió con los pescadores. Encendió el cigarro y le devolvió el mechero.

¿Cómo se llama el viejo ese?

¿Qué viejo? –preguntó ella.

El del piano.

Abelardo. Tú deberías conocerlo, es un músico famoso.

No, pero él nunca ha tocado en las recepciones de la oficina ni lo ponen en la televisión. Y al contrario, él dice que te conoce a ti.

Vive cerca de casa.

Dice que cuando tú volvías de la escuela te quedabas un rato mirando el piano en el salón.

¿Y cómo lo sabe si él nunca me vio? -Katia se sintió halagada y sorprendida.

Se escondía detrás de la mampara del cuarto para espiarte – Héctor reía también, ambos lo hicieron por unos segundos–, y que tú te ponías a tamborilear en la baranda del portal y a cantarle canciones al noviecito aquel que tenías… ¿Te acuerdas? Uno que era del campo, no sé si te acuerdas.

Si –respondió ella y dejó de reír.

No sé qué tenía que ver aquel chico contigo.

¿Por qué?

No sé, a ti te gusta tanto la fiesta y vestir y pasear…

Y ella volvió a reír y Héctor también mientras le acariciaba el muslo.

Y ya era la tercera vez que Abelardo encontraba una foto de Gloria entre los libros de música y aún no aparecía el método de Hilarión Eslava, el libro viejo de solfeo. Esta vez la miró con más calma. Diógenes hizo la foto sin que ellos se dieran cuenta y días más tarde apareció riéndose con aquella ampliación en colores, la anécdota de cómo todos se habían burlado de ellos y una botella de tequila. Fue una de las tantas tertulias que Abelardo amenizaba con el viejo Steinway en la sala de la casa. Estaban besándose y no se acordaba bien, pero podía asegurar que ella estaba borracha. Fue un año antes del accidente, pensó. En noviembre del noventa y siete, y los tragos de ron barato se mezclaban con limón para mejorarlos. Muchos, hasta Diógenes ya casi vencido por el alcoholismo, criticaban el sabor a picante y preferían el café que Gloria hacía a media noche. La capital era aburrida y un grupo numeroso se reunía para oírlo tocar boleros o aquello de Charlie Parker que ponía a Gloria sentimental porque le recordaba el tiempo en que se conocieron. Era una niña, pensó, engañó al portero del hotel con el carné de la hermana y se coló en el cabaret. Después me dijo que lo hizo para verme pero yo nunca le creí, aunque no le dije nada. Tenía quince años y a me daba vergüenza salir con ella porque todo el mundo pensaba que era mi hija. A ella no. Le gustaba que la confundieran… Abelardo sonrió: Me decía papá delante de la gente. Tres años así, hasta que ella cumplió los diesiocho. Cuando comenzaron a vivir juntos hubo muchos rumores y casi pierde el trabajo por culpa de los celos, pero con el tiempo se fue acostumbrando a que se comportara igual de alegre con todos y con él: Y me lo contaba todo, recordó el viejo. Hasta el último detalle de los que la enamoraban mientras él iba al baño, o las miradas entre las piernas que le lanzaba el director de la orquesta, que nunca fue más amigo de Abelardo que en aquellos tiempos: ¿Cómo se atrevió a tocarla?, murmuró el viejo como si reclamara a través del tiempo. Porque ella era bajita y se paraba de puntilla para colocar la botella encima de la vitrina y tenía una falda corta. El director de la orquesta, mientras lo esperaba aquella vez que vino sin avisar, la hizo bajar y subir la botella hasta que se emborrachó y no se le ocurrió algo más propicio que arrodillarse y besarle las piernas y apretarla contra la vitrina que se tambaleaba y hacerle cosquillas con el bigote entre los muslos hasta que Gloria pudo golpearlo con la botella en la cabeza. Ella nunca se lo contó así ni le dijo que había sentido cosquillas, sino: Me tocó, es un cochino y le rompí la botella en la cabeza. Ni él supo que no fue su descubrimiento lo mucho que la excitaba los besos en las piernas: Cuando la enterramos tenía este vestido de la foto, pensó el viejo.

Jesús se sentó en el muro y volvió a mirar la carretera. Había conocido el Audi negro de Héctor, o por lo menos era uno igual y no importaba, todos le provocaban el mismo efecto de rencor mínimo. Alzó la petaca y bebió.

Poeta, no bebas más. Yo no sé Volver –dijo Claudia-. Ya me perdí ayer y no pudimos ir al teatro.

Por la calle San Nicolás hasta Neptuno. Llevas cuatro años en La Habana y todavía te pierdes.

Bueno –Claudia sonreía y el viento la obligaba a cerrar el párpado derecho hasta la mitad del ojo–. La Habana que yo conozco es más al sur –señaló hacía un lugar indefinido de la ciudad-. El Cerro me lo sé de memoria. Acá yo sé que hay que doblar una calle antes del hotel donde ayer un policía me pidió el carné.

Qué susto ¿eh? –Jesús cortó con los dedos el sudor que casi le tocaba la venda en la frente. Se bajó del muro y comenzó a caminar sin perder de vista al Audi.

Susto no, pánico.

Tienes que cambiar esa ropa triste para que no llames la atención.

Lo que me hace falta es un cambio de dirección.

Y a mí otro trago –Jesús alzó la botella y tomó a pico sin utilizar el vaso que llevaba en la mano. Claudia no protestó, se había quedado pensativa… A tu salud, pensó Jesús y volvió a mirar a la calle.

O un carné falso –murmuró Claudia-. ¿Cuánto cuesta un carné falso?- preguntó.

Seguro me dice que soy falsa, como la otra vez…, pensó Katia desde su puesto en el Audi, porque le escribí sincera con c las dos veces y no me creyó lo que le puse en la carta. Total, si quererlo era por gusto. Él sabía que no podíamos llegar a nada, no porque no tuviera dinero, como me sacó en cara, ni eso de que fuera de un pueblo de campo. No íbamos a llegar a nada porque no éramos iguales; pero cuando me di cuenta tuve que seguir hasta que apareció Héctor que le caía bien a todo el mundo y sí se parecía a mí. Yo no podía perder esa oportunidad… Lo que él no sabe es que me dolió, y me daba pena verlo perder clases de la universidad, rondando en su bicicleta y dándole al timbre antes de cruzar la calle como siempre había hecho para avisarme que me iba a esperar en el parque, dos timbrazos a las dos, tres timbrazos a las tres.

Vamos a tomarnos un refresco.

¿Un refresco? Cuando tú dices un refresco quiere decir por lo menos ocho cervezas y no por gusto. Eso es que viste a alguien y quieres ponerte a conversar ahora de cualquier chisme de la oficina. Y yo aburrida, a darle vuelta a la lata vacía hasta que te des cuenta de que son las doce de la noche y mañana tienes que trabajar. Como la primera vez en la calle Línea… Y lo de los chicles te quedó bien porque sabías que me ibas a besar y a lo mejor no me gustaba el sabor a tabaco... Si yo tenía más vicio que tú, y cuando aquello te gustaba, pero después le echaste la culpa, con razón, a Jesús, que lo único que me dejó fueron sus vicios y un dolor tremendo en el interior cada vez que me acostaba con él, o bueno, me paraba con él, porque lo hacíamos en cualquier esquina, él iba primero, rompía una farola y luego iba yo.

A lo mejor Ramiro puede conseguirme un carné falso.

No sé… Además te he dicho que no confío en Ramiro.

No me pareció mala gente.

Es mejor mantenerlo fuera de estas cosas. En verdad, lo mejor que puedes hacer es buscarte un novio con casa.

¿Estás hablando en serio o es otra poesía?

Jesús no le hizo caso a Claudia cuando le pidió que le recitara algo. No estaban en punto crítico su borrachera ni el ánimo. Además, el Audi se había detenido y la vio bajar. Ahora no tenía dudas. Katia esperó a que Héctor le abriera la puerta y él le cruzó la mano a la espalda para caminar juntos. Ella tenía razón, Héctor había visto a Ramiro en la cafetería. El mundo continuaba pequeño y redondo para todos. Los vio saludarse con efusión, Katia rezumó hipocresía cuando Ramiro la besó.

Anda, dime un poema.

No me sé ninguno.

¿No? Vamos, que tú eres poeta y en el aire las compones –Claudia rió-. Si anteayer, cuando fuiste a comprar cigarros, Ramiro me dijo que una vez declamaste en la escalinata de la universidad.

Vendí el piano, Gloria- dijo Abelardo entre dientes mientras miraba la foto. Gloria estaba inclinada hacia él con una copa en la mano y lo besaba. Abelardo, sentado frente al piano no parecía estar preocupado por el ritmo y se estiraba para llegar a ella. Se perdía la mitad del aspecto señorial del viejo Steinway tras el cuerpo de los dos; sin embargo, él miró la blancura de las teclas bajo el cuerpo inclinado de ella, tocadas por el pelo largo en la ilusión que daba la foto. Recordó que quiso enterrarla así, con el pelo suelto pero no se lo permitieron.

Eso es mentira –y Jesús no pudo evitar el recuerdo ¿Cómo se le había ocurrido recitar frente a quienes no lo querían?. Miró al otro lado de la avenida como si quisiera entender lo qué hablaban. Como presintiendo que Ramiro lo mencionaría en algún momento. Un comentario sin importancia sobre el incidente casual de haberse encontrado anteayer en esa misma cafetería, evitando, claro, mencionar frente a Héctor algo sobre los tragos que habían compartido.

Si usted logró que el viejo le vendiera el Steinway, yo me quito el sombrero –dijo Ramiro, Héctor sonrió con una expresión importada del cine negro y miró de reojo a Katia. Está aburrida y Ramiro no le cae bien, pensó. Ni porque me puse a hablar del piano deja de mirar al malecón, y eso que lo hice por ella y pagué más de lo que valía ese cajón con teclas que lo único que hace ahora es estorbar en la sala y hubo que acercar los sillones al televisor para darle espacio. Y hay que cambiarle las patas de atrás que están podridas. Verdad que mejoró cuando ella le quitó las manchas de café y hoy, antes de salir, no hacía otra cosa que hablar de mañana y las clases con el viejo ese, Alberto creo que se llama.

Muchos han tratado de comprarle el piano luego de la muerte de su mujer… Abelardo nunca quiso… Yo lo respeto porque es verdad que el viejo sabe tocar, o sabía porque desde que Gloria nos dejó –Ramiro hizo un silencio para disfrutar la risa de Héctor-. Sí, nos dejó… Ya te conté, así decían todos los hombres del edificio porque su mujer era casi una niña, y lo único que se podía mirar allí… Desde que ella murió el viejo no toca.

¿Lo oyes, Katia?, a lo mejor no es tan bueno. Te dije que me dejaras hablar con Manolito…

Manolito será tu amigo y estará evaluado por el ministerio de Cultura, pero no sabe nada de música. Sabes lo que pienso de todas esas escuelas especializadas en música, pintura, cine- Y ya estaba repitiendo casi de memoria las reflexiones de Jesús, aquéllas que se le quedaron grabadas cuando él se ponía a discriminar–. Abelardo es bueno –dijo y lo único que consiguió fue recordarle a los dos hombres que todavía era una niña.

No, Héctor –interrumpió Ramiro-, que cuando le dio por Charlie Parker a las dos de la madrugada la gente venía a la acera nada más para oírlo. Hoy todavía vienen a buscarlo para giras. Lo que pasa es que él no quiere…

Lo que pasa es que está de moda. –interrumpió Héctor- Para cualquier grupo tradicional es buena onda tener músicos viejos.

Ramiro sonrió –Eso es verdad- dijo. Katia hizo círculos con el índice sobre la humedad de la mesa. Tú no cambias, pensó la muchacha. Eres el mismo que cuando íbamos a la playa. Te la pasabas riéndote de todo y criticando. Nadie está a buenas contigo si no está presente. Yo no sé cómo Jesús te soportaba, y eso tienes que admitirlo, andabas con nosotros porque él era tu amigo y lo seguiste siendo después que te cansaste de hablar mal de él y trataste de convencerme… y crees que lo hiciste tú… de que Héctor era un buen partido.

Voy al baño -dijo Héctor–. Toma Ramiro, trae dos cervezas y otro refresco.

Yo no quiero refresco, cómprame una cerveza.

Nada de cerveza –dijo Héctor-. Refresco que mañana tienes tu primera clase de piano con el viejo.

Jesús bebió el último trago y sintió un leve mareo que compensó al apoyarse en el muro. Le gustaba estar así, quería llegar medio borracho a la habitación que había alquilado y desnudar a Claudia antes que pasara la ilusión de no importarle nada más. Es mejor que con la marihuana, pensó, por lo menos sabes que no hay problemas. La marihuana, no importa la cantidad, nunca le quitaba la idea de estar regresando de alguna forma al pasado. Eso era una de las cosas buenas que tenía su pueblo, donde los más valientes no pasan del alcohol destilado en casa. Aunque allá, en cierta medida era peor. Las personas que conocía terminaban arrastrándolo de nuevo a las cosas que ya no le decían nada y, sin embargo, los otros querían probar. Con Claudia es lo mismo, pensó, pero estaba equivocado. Ella conocía cosas inaccesibles para él: las sutilezas; el puchero con los labios, el lagrimeo que la hacía inocente; el tren de cada madrugada de temporada alta para llegar a la playa ganar dinero a costa de los turistas; sexo en el asiento trasero de un taxi o en el baño de la estación; la espera, la resignación; el embarazo malogrado. Se cree tan inteligente, pensó, igual que Katia… Todas son iguales. Y se equivocaba la mitad.

¿Nos vamos? –preguntó Claudia.

Abelardo dejó caer la foto en el cajón de los libros y fue hasta el teléfono.

Abelardo.

Ah dime Diógenes. Hace rato que no vienes a visitarme. La desintoxicación te tiene fuera de la calle.

Si, hace rato que no voy por allá.

Y Marta, ¿cómo está?

Bien, por ella te llamo. Me dijo que vendiste el piano.

Sí.

¿Y ahora qué vas a hacer?

Si vendí el piando entonces tengo dinero, pero además, yo no te critiqué cuando casi regalaste tu cámara en una borrachera.

¿Entonces no vas a tocar más?

Tengo un trabajo, una muchacha que quiere aprender a tocar y el marido tiene dinero… El mismo que compró el piano.

Tú no das para eso Abelardo, tú tienes mucho genio. Veras que la chica no aprende tan rápido como tu quieres y mandas todo a la mierda, igual que con Manuel.

Ella es distinta… Se parece a Gloria sabes- Y entonces lo pensó por primera vez. No como el parecido que da la coincidencia genética. Ahora calculaba que tenía la misma edad de Gloria cuando se conocieron y que por un tiempo la relación de ellos estuvo unida al piano e incluso a esa misma rudeza con que la trató desde el principio en su afán de que ella aprendiera algo. Gloria lo había ido a buscar al cabaret para que él la enseñara a tocar y esta chica, Katia, se pasó un curso escolar, cada cinco de la tarde de cada día, velando el piando a través de la ventana.

Peor todavía –dijo Diógenes- Abelardo, que tú estás muy viejo ya.

Bueno, bueno, no vayas a beber de nuevo por eso.

No – le grito Diógenes-, el que necesita desintoxicación eres tú.

Vete a la mierda - y colgó.

Gloria no quería que la enterraran en un cementerio tan grande como el de Colón, pero eso no lo sabía nadie más que él. Era muy joven para tener ese tipo de confesiones, para pensar en la muerte. Cuando logró quitarle de la cara el parabrisas del auto, ella despertó y se lo dijo antes de soltar un buche de sangre y morirse. Tanta sangre que suplantó el olor a piel quemada o a gasolina. A causa del golpe en la pierna él estuvo cuatro meses en el hospital y de algún modo fue un alivio no tener que ocuparse de los trámites, de los reproches que imaginó en los padres de ella que nunca le volvieron a hablar. La enterraron en el cementerio de Colón pero no tuvo ningún cargo de conciencia por esto, lo justificaba su pierna rota. Diógenes sí fue a verlo muchas veces, y Marta le llevaba caldo de gallina, pero no se ocuparon de limpiar la casa, ni del piano, por eso las patas podridas y el polvo entre las teclas.

Volvió al cajón de libros pero no se detuvo a mirar la foto, era tarde y mañana tendría que dar la primera clase: Tres veces por semana, pensó. A Gloria se le veían un hermoso tramo de espalda con pecas cuando se sentaba al piano y mantenía las piernas unidas. La espalda recta, blanca y con pecas. Recordó la vez que le pidió que se soltara el pelo y ella al otro día vino con aquellos bucles rubios, y más nerviosa que otras veces.

Te dire algo, un consejo, y que quede entre nosotros –Ramiro acercó su silla a Katia-. Te lo digo ahora que Héctor no está aquí para que tú hagas lo que quieras. Mi deber, como amigo tuyo es advertirte. Ten cuidado con Abelardo. A él le gustan las jovencitas. Ha tenido problemas con eso -Katia lo miró, Ramiro se dio cuenta que estaba dando la noticia-. ¿No sabías nada, verdad?... Bueno, ya te digo, tú haces lo que entiendas. Es un buen músico pero mantenlo a raya. Te lo advertí cuando lo de Jesús y te salió bien.

¿Tendrá talento?, se preguntó Abelardo y hojeó el libro de solfeo: Tiene buenas manos. Dejó el libro sobre la cama y miró a la ventana: Y buenas piernas, se dijo al fin.

Ramiro abrió una lata de cerveza y se dio un trago largo. Katia esperó a que bajara la mirada.

No me parece que sea tan descarado; al contrario, si se escondía detrás de la mampara y después se lo dijo a Héctor es porque le daba verguenza. Las veces que lo vi parecía tan serio, tan elegante. Y siempre leyendo libros viejos, de los que tienen las tapas duras. Igual que Jesús –y miró hacia el malecón.

Abelardo se quitó los zapatos.

Héctor salió del baño.

Vamos a cruzar la calle –dijo Claudia para tartar de disuadir a Jesús, que caminaba borracho sobre el muro del malecón-. Anda, bájate que te vas a romper la cabeza de nuevo- Jesús tropezó pero mantuvo el equilibrio. Apoyó las dos manos en el muro y puso los pies en la acera. Todo le dio vueltas y sintió ganas de vomitar.

Voy allá -señaló la cafetería al otro lado de la avenida-, voy al baño, espérame aquí.

¿De qué hablaban? –preguntó Héctor antes de sentarse.

Le decía a Ramiro que se me cierran los ojos del sueño –dijo Katia.

Son las ganas que tienes de que llegue mañana. Estás loca por sentarte al piano… Como si fuera coser y cantar. Verás que te aburres antes de aprenderte la primera canción.

Voy al baño –dijo Katia y al levantarse arrancó un chillido de las losas mientras corría la silla.

Desde la cama, Abelardo podía ver el espacio vacío que dejó el piano en la sala y la mancha gris la altura que ocupaba el viejo Steinway en la pared: ¿Qué había antes en ese espacio?, se preguntó pero no lograba recordar, quizá otro sillón o la máquina de coser. El viejo se pasó la mano por la cabeza: A lo mejor Diógenes tiene razón. Soy viejo. Pero ella es tan linda. Se veía que estaba enamorada de aquel chico. Nunca lo he vuelto a ver, a lo mejor cayó preso de nuevo… Ya le preguntaré a Ramiro, que lo sabe todo. Ella tenía la misma forma de ser con él que Gloria conmigo. A lo mejor todas las muchachas se parecen a esa edad. Ella, Katia creo que se llama, y supe que era ella porque la primera vez que el marido vino, Ramiro me explicó… Ella le decía que se fuera, que la dejara sola pero él se quedaba dando vueltas en la bicicleta hasta que la chica se ponía a cantar y entonces él venía por sorpresa y la abrazaba.

¿Qué te pasa? –preguntó Ramiro. Héctor lo miró, después a la puerta del baño.

Creo que Lucía está embarazada.

¿Lucía? ¿La flaca que se pasa el día hablando en inglés?

Sí, mi secretaria.

¿Y?

Qué es mío y no quiero más hijos. No quiero problemas de ese tipo. Yo estoy bien con Katia.

Creo que se le perdió la brújula, pensó Claudia al ver la puerta tras la que Jesús había desaparecido. Está más borracho que ayer, se equivocó de puerta, y soltó una carcajada que despertó a los pescadores dormidos a su izquierda.

Katia es una buena muchacha –dijo Héctor.

Sí. Ella te quiere mucho pero también estaba enamorada de Jesús y lo dejó, así que cuídate. Y te lo voy a decir sin que ella se entere… Cuídate de Abelardo que el viejo es una espada para las mujeres jóvenes.

Manolito me lo advirtió. Lo que pasa es que no puedo hacerle mucho caso porque él lo que quiere es coger el trabajo. Él sabe que yo pago bien. Pero en cuanto el viejo saque las uñas ella me lo dice. Tú verás, ella me lo cuenta todo.

Héctor. No te creas todo lo que te cuentan.

Conversar con las mujeres es de lo más interesante. Yo podría afirmar, por lo que me ha dicho Katia, que el tipo ese, el campesino poeta, no levanta los pies del piso. Pero para que tú veas lo chiquito que es el mundo. Lucía lo conoce también. Dice que vivió en Cienfuegos y que estuvo loco por ella- Ramiro lo miró mientras le daba vueltas a la lata. La cara de Héctor, acostumbrada al aire acondicionado, comenzaba a llenarse de brillo.

¿Le hablaste de Jesús a tu secretaria?

No. Pero en la oficina se comprueban los correos. Él le escribió un par de veces. Lo único que tuve que hacer fue conversar y un poco de psicología.

Eres la espada mayor ¿Nos tomamos otra?, yo pago -dijo Ramiro y sin esperar respuesta fue hasta la barra. Se preguntaba hasta que punto Katia lo había contado todo. Si la psicología alcanzaba para saber de las veces que él trató de acostarse con ella cuando Jesús se iba a su pueblo y ellos salían solos. ¿Lo sabría Jesús? Se recostó a la barra para esperar su turno detrás de una mulata y recordó las tantas veces que otras como ella confundieron a Jesús con un extranjero, de cómo se divertían cuando el “poeta campesino” –así lo había llamado Héctor un par de minutos atrás- conversaba con las chicas en inglés sin saber. Algo que había memorizado del libro de T. S. Elliot, para engañarlas y pasar la noche porque no tenían dinero para más. Katia se divertía con todo aquello pero también se ponía celosa porque era apenas una niña y no sabía comportarse. Chicas como esta en la barra eran las que se confundían con Jesús, demasiado blanco, demasiado poeta y campesino. Ramiro compró las cervezas y volvió a la mesa.

El chico no era mala gente, pensó Abelardo. Tuvo problemas antes de conocerla, no sé después; pero mientras estuvieron juntos se veía correcto, de verdad que las mujeres cambian a los hombres… Y ellas también cambian. Sería bueno saber qué pasa si se vuelven a encontrar. Yo creo que Gloria siempre me iba a querer, aunque me dejara con los años, que era lógico, por la edad… A lo mejor le pregunto un día, cuando tengamos confianza. Digo, si no se empieza a poner nerviosa como Gloria… Y cerró los ojos con una sonrisa a medio hacer.

No me lo vas a creer, Ramiro. Estuve quince minutos con esa mujer, en mi oficina y salió embarazada.

Eres rápido.

Pero ella no me interesa. A mí me gusta Katia Las dos están acostumbrada al trato con gentes de otro mundo, como ese poeta....

Calienta mujeres es lo que es. Siempre fue lo mismo. Total, para morirse después y meterse a robar pastillas en una farmacia, como le pasó cuando Katia lo dejó.

Cómo se demora en el baño.

Sí, hace como veinte minutos que está allí.

Déjala –dijo Héctor-. Siempre es igual -y sonrió, pero Ramiro había ocupado otra silla y estaba de frente al baño. Vio salir primero a Katia como si con la orina se le hubiera ido la hiel. Cuando se sentó tenía un brillo sospechoso en los labios y la blusa medio ladeada. Ramiro notó el gesto extraño de abrir la lata de refresco, sin miedo a romperse una uña. Katia bebió un sorbo y la puso al borde de la mesa. Entonces vio salir a Jesús. Conocía de sobra a quien fue por seis meses su compañero de aula en la Facultad de Cibernética Matemática, y aunque habían compartido anteayer, mientras toqueteaba a una chica con el roce sutil de los hombres de éxito; sabía que estaba en la capital porque su papá había venido de los Estados Unidos. Estuvo aquí ayer, sin esa venda ridícula en la cabeza, y era el mismo de siempre. Aún se mesaba el pelo cada vez que tenía ganas de escribir. Pasó a su lado, borracho, tocándose la cabeza, hurgándose el pelo sin piedad por el lado de la herida. Fingió el desequilibrio, chocó con la mesa y la lata de refresco rodó hasta bañarle las piernas a Héctor. Jesús siguió sin hacer caso a las protestas, sabía que dos de tres personas en la mesa, el sesenta y seis por ciento, comprendían su tenue sentencia. Cruzó la avenida y vació un soneto lúbrico en el oído de Claudia. Le quedaba dinero para una semana. Katia ya no era una niña, pero todo estaba bien.