Dos

En la fila a sus espaldas Maura juega con el pistón de su Parker y Esteban jadea la gordura y parecen pujos de mal parto. Una silla rechina sobre el piso encerado y luego otra, suficiente para que su cabeza parezca reventar de dolor. Voy al baño, comenta alguien a su compañero y otro chillido de silla que le hace morder los labios. El aula repleta, las miradas. Castigo. Lleva quince minutos y sospecha media hora más por lo menos. Frente a él la mesa larga de los profesores con el flórero de rosas cubiertas del polvillo de las muchas tizas. Gente acusadora, inquisición descansada del fin de semana, de espaldas al pizarrón, donde aún quedan latigazos de ecuaciones mal borradas.

- Esperamos por ti, Jesús.

- Sí… Perdón. ¿Puede repetir la pregunta? –articula con dificultad las palabras, que le producen dolor en la mandíbula izquierda, un dolor inequívoco de puñetazo. La cabeza protesta, se pasa la mano por la frente y siente el sudor frío que siempre le ha anunciado la fiebre. Hay una mirada de la decana al secretario de la Federación de Estudiantes. ¿Se odian? ¿Se aman? Jesús ve al secretario derretirse bajo el influjo de los ojos grandes mientras trata de explicárselo y no se da cuenta que el duelo a ojos siempre termina con la primera herida. Después ambos unen la mirada al colectivo de profesores y se fijan en él. Jesús tiembla, está resfriado, suda en su cuerpo enteco con una frialdad que asusta, pero a nadie le importa.

- Estudiante, ¿se encuentra en condiciones de explicar ante sus compañeros?

- ¿Explicar qué?–. A Jesús le vibra la garganta como si fuera un cantante. Se tambalea un poco de verdad y otro tanto apuntando a la compasión de las miradas que lo rodean, expectantes o locos por terminar la reunión. No recuerda qué le preguntaron. Puta memoria, piensa. Y qué hace un policía sentado en la mesa de los profesores. Puto mundo casi tubular, tenue por culpa de la luz que se cuela a través de los quitasoles. Calzoncillo viejo que se le mete entre las nalgas, hoy mismo lo tiro a la basura… ¿Y si dejo caer algo y me agacho? Busca su pañuelo en el bolsillo trasero. No está, como si se hubiera cambiado de ropa esta mañana, pero tampoco se acuerda. Piensa que quizá es un castigo y le han metido el calzoncillo en el culo antes de despertar y lo han despojado de cualquier pretexto. Todo es una burla preparada en conmemoración a quién sabe qué evento, como si hubieran adelantado para febrero el día de los Santos Inocentes. Vuelve a frotarse la cara con la derecha. Tiene las orejas calientes. Una vibración en la garganta le desarticula la voz–. No me acuerdo -y hay risas en el ala derecha del aula. La camisa azul se le pega con el sudor del costillar y cambia el apoyo al pie izquierdo.

- Lógico –murmura uno de la mesa. Parece médico o al menos usa bata blanca–. Son los efectos secundarios de los estupefacientes. Vean la sudoración -hace una pausa que aprovecha para cambiar la postura en la silla. Se recuesta, sonríe y estira la columna vertebral como si hubiera ganado una partida difícil-. Aunque puede estar fingiendo una parte de los síntomas. Mi experiencia con jóvenes me ha enseñado de que en ellos prima la intención de ocultarse como en capas de cebolla -y mira a su alrededor y deja entrever una sonrisa de complacencia ante la perogrullada que vuelve a funcionar.

- Estudiante Jesús Solís –la decana termina de leer el nombre y levanta la cabeza de la nota que le sirve de chuleta-. ¿Recuerda usted lo que hizo anoche? – Jesús no intenta hacer memoria-. ¿Dónde durmió?

- En mi cama, creo -dice sin recordar de veras. Jesús siente la voz de la decana como un mosquito cerca del oído y trata de acomodar su postura para ponerse a tono con la pregunta formal y la concurrencia: médicos, policías. ¿Qué diantre pasa?, se pregunta pero comprende que ése es el problema. No se acuerda de lo que sucedió ayer, ni sabe si es ilegal tambalearse delante de todos.

- Mire, Jesús -ahora habla un profesor-, nos encontramos ante una situación sui géneris. Los problemas de esta índole son procesados directamente por la policía; sin embargo, hemos tratado de darle la oportunidad de que se explique ante sus compañeros –calvo con ojos tristes, si no te explicas tú, piensa Jesús. El profesor panea y vuelve a mirarlo–. Te estás matando, hijo.

- Las pruebas de la muerte son estadísticas y no hay nadie que no corra el albur de ser inmortal.

Después sonríe, se restriega la nariz y disfruta el instante de silencio… Borges, pero ellos no lo saben. Jesús tuerce la vista hasta los almidonados del ala izquierda y comprende que lo miran con risas de propaganda Colgate. Son los mismos que gritan en las multitudes. De repente se le ocurre, el enemigo de tu enemigo es tu amigo, que no hay nada más parecido al proletariado que la aristocracia, lo demás es burguesía pulcra, trabajadora, aburrida, con un manual para la censura de todo lo que parezca falto de sentido común. Monógamos de mierda, murmura. Está borracho, dice una mulata. Entonces el silencio, Jesús lo piensa, alguien va a decir: Otra vez, como si fuera el lema de la facultad: Jesús está borracho otra vez, ra ra ra. Pero se equivoca, sus compañeros sólo están aburridos. Él continúa sin ser importante a nadie y su mareo se debe a sustancias no lícitas. Contradicción, ¿qué pasó con el buen alcohol que nunca lo traiciona, que por muy poco tiempo le hace perder el hilo de la conciencia? La decana minúscula, de encuentros en el pasillo y saludo sobrio, la que nunca repite vestido, ella lo mira y se toca el mentón con el dedo índice como si le aconsejara el suicidio, pero no escucha el comentario de la mulata que ahora se rasca la pierna. La decana piensa en el buen tiempo que se pierde y: Qué pena, un chico tan bien parecido. Jesús, con desgano, espera a que la mulata se arregle la falda a cuadros que las películas pornográficas han puesto de moda. Ya no le interesa, ha dejado de imaginarla desde que Katia borró toda relación con las quimeras, pero no puede eludir el fenómeno de la variación del color: en los muslos clarea la piel, quizá un apunte al renacimiento de antiguas pasiones ahora que Katia ya no está… ¿Dónde estará? Quisiera que alguien le dijera, por ejemplo Ramiro, el del ala izquierda, con cada pelo de su cuerpo a menos de medio centímetro de alto, que conoce bien a Héctor. Él recuerda que estuvo buscándola, o por lo menos sentado frente a su casa. Hizo guardia de veinticuatro horas y compró dos veces algo de beber en un bar donde lo atendieron dos hombres a la vez. Eso lo recuerda pero fue el viernes, luego hay un periodo de dos días que no sabe cómo los vivió. Ramiro debía ayudarlo o por lo menos darle la noticia de que ella se casó y está de luna de miel, que no va a regresar a la escuela politécnica ni a seguir la misma ruta de antes, que se ha mudado a una casa mejor.

- Jesús, ¿puede explicar por qué su rendimiento académico ha descendido tanto en este trimestre? - ¿Quién pregunta?, Jesús mueve la cabeza desesperado de izquierda a derecha entre el abanico de personas sentadas a la mesa larga de los profesores. Mira y no logra saber quién habla, es una mujer, pero cuál de las tres. Tanta gente. Al menos reconoce que es bastante serio el problema.

- ¿El rendimiento?–. ¿Qué sabe él de categorías abstractas?-. Problemas con la musa, profesora –el aula se ríe y las estridencias golpean los oídos de Jesús como si fuera lapidado con un método futurista. Hasta cuándo es el castigo, piensa. Resbala la mano en el bolsillo y trata de sacarse el calzoncillo del culo, pero el pantalón le queda apretado y sólo consigue tocar los cigarros en el fondo y varias pastillas en proceso de pulverizarse. Ahora tiene ganas de fumar. No le han quitado los cigarros pero se imagina que lo hicieron para provocarlo y arrancarle una confesión desesperada. El castigo busca la culpa, piensa, y lo que te salva es parte de ella. Y de qué se ríen, tanta gente quitándole seriedad a mi caso. Como si se empeñaran en no dejarme pasar más que como un comentario de pasillo. Que se callen todos, yo soy un mártir, me llamo Bruno o Nicolás, quizá Esteban.

- La poesía está bien, hijo. Pero usted debió haber escogido otra carrera. Quizá Filología, o Derecho, que al fin ha dado buenos escritores. En esta facultad no se evalúa la frecuencia de interacción con las musas, aquí a la inspiración nosotros la llamamos algoritmo.

- Bueno, no estoy tan mal en Filosofía ni en Inglés.

- Es lo que digo. Las asignaturas generales no, pero las específicas de la carrera… debiste haber escogido mejor, algo distinto, incluso a las ciencias exactas.

- La conversación está fuera de lugar, profesor Duartes –dice la decana-. Jesús tiene problemas peores que su índice académico y a estas alturas importa poco su capacidad de aprender un lenguaje de programación –vuelve a revisar la nota recordatorio- ¿Qué hay de su militancia?

- Jesús milita en la FEU –dice el secretario de los estudiantes-, pero su compromiso es pura formalidad. Fuera de tener carné para entrar a las fiestas en la Casa del Estudiante y la rebaja de precio en los teatros… no ha asistido siquiera a los trabajos voluntarios convocados en el semestre.

- Hay tienen el caso, compañeros –dice el policía y se toca las gafas que no ha sacado del bolsillo-. Jesús Solís ha mantenido una posición abstinente dentro de las organizaciones estudiantiles. Es una hoja que arrastra el viento. No pertenece a nada.

- Y tú perteneces a todo –murmura Jesús sin pretensiones de ser escuchado por nadie.

- Bueno, es miembro de la Asociación de Hombres sin Amparo Sexual –susurra la mulata.

- Presidente –dice alguien más.

El murmullo camina alrededor de las filas hasta que el aula vuelve a quedarse en silencio. Jesús observa al profesor calvo, sabe que el viejo es su última esperanza. Obiwan, eres mi última esperanza. Pero la vista del viejo se ha perdido en el fresco de la pared del fondo. –El problema no es tan grave- dice al fin.

- No, profesor, la sangre no llegó al río. Jesús no pasó de cometer un delito común. Yo sólo advierto sobre la raíz de otros problemas peores.

Tocan a la puerta y sin esperar respuesta la secretaria entra con una bandeja cargada de vasos y una jarra con agua. Reparte y llena en la mesa principal. Luego la mujer duda antes de salir. Mira a la decana y la vieja de ojos grandes asiente. La secretaria se acerca a Jesús y coloca un vaso de agua en la mesa que le queda a la izquierda. –Gracias- Ella no lo mira. Jesús agarra el vaso y bebe la mitad. Estira el brazo. La secretaria sonríe a medias y le vuelve a llenar el vaso. Le duele la garganta, la cabeza. Jesús recuerda las pastillas que ha tocado en el bolsillo trasero de su pantalón y mete la mano: Aspirina, a lo mejor, piensa. Y se traga una a la vez que el médico señala inquieto el baja y sube de su nuez de Adán.

- ¿Qué tomaste? –Jesús no comprende–. La pastilla, ¿qué era? –y el aula se sumerge en un silencio de muerte por culpa de la voz autoritaria. Como si la Parca esperara el dictamen del médico para cortar el hilo.

- Una aspirina.

El médico vuelve a sentarse -¿Seguro?- y a la afirmación de Jesús regresa satisfecho a su comodidad perdida. Pero el policía rodea la mesa de los profesores. Se le acerca sin dejar de mirarlo y le pide que vacíe el bolsillo en la mesa. Jesús duda pero todo parece demasiado autoritario a su alrededor. Por favor, primero, y después: Ahora. El silencio que espera un acto de magia, todos crueles, lo quieren culpable por causa del sensacionalismo y la vida aburrida… Los cigarros, un trozo de papel y una pastilla que rueda por el borde de la mesa hasta caer al piso, justo a los pies de la mulata de la falda de cuadros. Antes de ocuparse de la pastilla el policía registra los cigarros, los huele. Luego da dos pasos hacia la pastilla, pero la mulata se pone de pie con una actitud montarás, se agacha. El policía agradece el gesto y deja asomar una sonrisa.

- Gracias.

- Por nada –y le roza los dedos, las uñas pintadas con los colores de la bandera norteamericana. Ella sonríe. Tiene los dedos suaves, no es hombre rudo sino funcionario de oficina y buen salario. Seguro baila bien, piensa Jesús y sigue con Heberto Padilla- … y bailan todos bien, bailan bonito, como les piden que sea el baile ¡A ese tipo, despídanlo! Ese no tiene aquí nada que hacer. Pero no dice nada, no protesta, ni el colectivo estudiantil, porque el amor de las universitarias no es propiedad del campus, ni un leve toque de dedos sirve a más que para entregar una pastilla que bien le habría tocado a otro si las leyes de la física no fueran tan alcahuetas.

- Evidencia -dice el policía y le da una probada con la uña del índice como si fuera cocaína.

Sólo cuando llega el mareo, la nausea y el vómito que dispersa en caída sobre la falda a cuadros y las piernas de la mulata, sólo entonces tiene plena conciencia de que no era una aspirina lo que tragó. Sigue el dolor de cabeza, se intensifica con el grito de los treinta y cuatro estudiantes. Luego: Margarita, está linda la mar. Qué bien se siente estar ahí porque ella tiene los muslos perfumados, vaya, funciona que se llame Margarita y las piernas tengan esa tersura exacta para raspar con los cañones de la barba a la vez que ella endurece los muslos. Tiene perfume entre las piernas. Un segundo del gran acontecimiento que tantas veces imaginó. Para ser más exactos, segundo y medio hasta que ella lo agarra por el pelo y tira de él como queriendo despegarse de esa fuente interminable de baba y ácido gástrico en que se ha convertido su boca.