Tres

El taxi rodaba cerca de la hierba alta que amenaza la carretera. Sobrepasaron un campo parcelado por senderos que se bifurcan antes de llegar a los claros donde pudieron ver varios hornos de carbón. Ya dentro del pueblo el chofer frenó a milímetros del contén y estornudó por el humillo de leña que se cernía en el ambiente. Antes de bajarse Jesús tocó la venda en el lugar de la herida para comprobar si estaba húmeda. Terció el bolso y puso los pies sobre el contén. Intentó cerrar con delicadeza la puerta del taxi. Tírala, sugirió el taxista tras el segundo intento. Jesús obedeció, una, dos veces, hasta que vio la puerta ajustar en la línea de la carrocería. –Tiene problemas- dijo el chofer y terminó de guardar el dinero. Luego se inclinó sobre el asiento contiguo para subir la ventanilla. El polvo rojo lo percude todo, se te mete hasta los huevos. Jesús comprobó que la voz iba perdiéndose a la vez que se interponía entre ellos el cristal manchado de mantequilla por la mano de un niño. Hubo un gesto de despedida apenas perceptible pero cortés: Cuídate la herida, y él se alejó con pasos cortos, para no resbalar sobre las flores marchitas del parque.

En ese momento pudo escuchar el pitazo del tren y recordó su infancia, cuando acompañaba a su padre –que habá trabajado en la Empresa de Ferrocarriles- y los conductores le prestaban las revistas olvidadas por los pasajeros. Fue áquel un viaje que repitió tantas veces estos últimos dos, ya sin su padre a la vista, hasta que lo echaron de la universidad y no tuvo más remedio que volver, volver, volver. Quince días atrás había tomado ese mismo tren sin que en ningún momento pasara por su mente el recuerdo de su padre, ni tampoco el de la universidad.

Para Jesús no era momento de balance, a pesar de haber pasado una semana de fantasía mientras le duró el dinero. Katia de nuevo, pero distinta a causa de la carne forzada a la tersura por dos años de aeróbicos y la madurez sorprendente de los que viven rodeados de personas mayores, nunca el mismo río ni la misma vulva; Gardel con sus veinte años que no son nada, y Jesús apenas dos años fuera.

No era tiempo de hacer balance. Entre las cosas que él no sabría definir estaba su pertenencia a un lugar exacto, tangible, como este pequeño pueblo en el culo del mundo. Aquella vez, cuando comenzó en la universidad, más que las ganas de repetir los argumentos de gruesos libros hasta convertirse en un profesional de las ciencias informáticas o conocer a las chicas que se apilaban, frescas, inteligentes, en los jardines del campus, llevaba la trashumancia en el cuerpo y por lo menos la esperanza de quedarse para siempre en la capital. ¿Quién no, después de ver la ciudad con las piernas abiertas, aunque sólo fuera un segundo? Uno se da cuenta de que la ciudad es una mujer que hechiza para luego volverse sádica con los que no logran calentarla del todo. Ciudad de humedales que llora y dice: Soy pobre todavía, ¿quién me cambia, como Octavio a Roma, mis ladrillos por mármoles?

Hasta el desencanto de sentirse poca cosa apoyaba sus ganas de no volver a su pueblo natal, adonde, sin embargo, un semestre después iría a morder polvo por los días de los días con el consuelo de que sucediera lo imprevisto, o por lo menos llegar a ser lo suficiente viejo para decir: En mis tiempos…, y hacer los cuentos de lo difícil que eran las cosas cuando la crisis estaba nueva. Prendió el cigarro con el mechero que le había regalado su padre la semana antepasada. Escupió la picadura adherida a los labios y miró al taxi mientras jugaba a trasladar el cigarro entre los dedos. Siguió pensando como si buscara consuelo a una pérdida irreparable que no era Katia ni otra mujer que recordara. Traidora nostalgia programada en lo que podría llamarse su ánimo de poeta, porque no lograba definir qué perdió o si la ganancia de todo aquello se escondía tras la falta de sentido en aceptar el retorno como la primera vez... Jesús se restregó los ojos para aliviarlos de tanta luz, y el pulgar embarrado de picadura le produjo un ardor que siempre se le olvidaba tener en cuenta. Los ojos se le humedecieron y sintió alivio. Entonces comprendió lo que había sido secreto hasta para él, ahora lo sabía. Dos semanas atrás había centrado esperanzas en la visita de su padre, quien venía después de tanto tiempo de un país extraño. Quizá fue esa visita el imprevisto que le faltaba a su mundo para girar.

Iba a venir su padre de los Estados Unidos. La mujer que se lo dijo ni siquiera se bajó del auto. Jesús, a pesar de imaginarse ese momento varias veces, lo asumió con un desgano inesperado. Ahora que su madre había muerto y su abuela moría poco a poco, no encontró mucha gente con quién compartir la noticia y tuvo que ir a buscarlo al aeropuerto. Por lo menos sintió miedo de dejarlo solo. Quizá su padre, casi los veinte años de Gardel, y tantas veces que había hecho este recorrido mientras trabajaba para la Empresa Ferroviaria, tal vez necesitara lazarillo para regresar.

Jesús hacía dos años que no iba a la capital, desde que le entregaron en sobre amarillo su baja por insuficiencia académica en un alarde de bondad después que todos sus compañeros de aula votaron a favor de su expulsión por motivos diferentes, y él argumentó a su familia lo aburrido del claustro, la certeza de obtener dinero fácil sin necesidad de esperar cinco años a cambio de un título que con la crisis iba perdiendo validez. La mentira para quedarse con la poesía mientras no fuera descubierto por sus compatriotas: Byron y yo, dijo al cruzar el primer anillo de la autopista nacional y sus compañeros de viaje no entendieron aquella declaración.

Durante dos años, fiel a su propuesta inicial, no habló de Katia con nadie. Igual que a las demás, anteriores y posteriores, le dedicó algo de poesía y después lanzó los papeles a la cañada; sin embargo, pasaba el tiempo y el secreto se le hacía una pasta de repasos a cuerpos truncados, mezcla de mujeres desnudas que no se parecían a ella, cara y cuerpos intercambiables como las piezas de un juguete erótico, putas de farándula y dadivosas de solar fundidas por el denominador común entre sus piernas… Le hacía falta volver a estar con ella, sorber la vida paralela a esa otra que nos parece la más importante del mundo, aunque fueran veinte minutos de sexo en un baño público o tuviera que violarla a franco asalto por la ventana de su habitación. Le era imprescindible la recaída en el vicio de calmar el miedo a que la contemplaran desnuda y a la vez el toque sutil de la curiosidad escondida tras la inocencia.