Trece

El enfermero de los granos en la cara dijo: Hágase el soborno y Jesús vio que era bueno. Y volvió a oscurecer en el cuarto día del sexto mes en el hospital. El agua de fuego otra vez en su poder luego de un par de semanas de abstinencia por culpa del cambio de personal y las requisas por los comentarios. Ahora no podía esconder la petaca debajo de la cama, sino que dentro de la funda de la almohada o entre la barriga y el pantalón, como cuando sacaba los libros de la biblioteca. Por ahora la funda, mejor lugar, más cerca, junto con el dinero que le quedaba; y velar después al tipo de la silla de ruedas. Sí, se te nota la cara de borracho, pero huraño soy, como los mendigos que se reparten los latones de basura. No importan los caramelos que me diste el martes ni un carajo que lleves casi el mismo tiempo que yo. Tú por lo menos tienes la sobrina gorda de los eternos zapatos rojos, que se repite con esa risa demoníaca cada vez que se sube al ascensor.

Era todo el dinero que le quedaba. Ahora tenía ganas de gastarlo o de no tener ninguno a cambio de poder salir del hospital. Vio tantos enfermos que entraron después de él y ya ni se acordaban de los colores de las losas del baño. Lo hubieran enviado a casa, pero no tiene. Seis meses es mucho tiempo para estar de la cama al pasillo a la amabilidad de las primeras semanas cuando lo llevaban hasta la ventana para que pudiera ver la calle, y después, cuando le asignaron una silla de ruedas, pasear el corredor largo lleno de ventanas a mayor altura que la alcanzada por un hombre sentado, como para aburrirse un poco y comprender que nunca tuvo un patinete y no sentirse arrepentido. El hospital era una trampa de aburrimiento que le hizo aborrecer hasta la lectura, las enfermeras no le hacían caso. Para Jesús el hospital se convirtió en una especie de purgatorio, otro servicio militar del que sólo se libraría con paciencia.

Cumplió una semana desde que le quitaron los pasadores de la pierna. Se afeitó con un júbilo extraño. Los médicos le habían pronosticado una rápida recuperación, era joven. Cuando sanaran sus heridas no se sentiría disminuido en nada. ¡Qué bien!, pensó, Buen momento para comenzar a escribir. Sacó un cuaderno del cajón donde guardaba las pastillas, un lápiz y comenzó: No apures el paso… ya, aquí estamos solos, cuidado con los vidrios que te pueden traspasar los zapatos, no me aprietes contra la pared. Así Katia, bonita. ¿Qué? Sí, antes había luz, pero todos los bichos fotófilos han tenido que emigrar desde que rompí la farola. Fue después que nos vimos por la tarde, y teníamos ganas. Entonces, huele a medicinas. Pero no tengas miedo, miras aquí miras allá. Viene alguien desde la boca del callejón.

Puso el cuaderno sobre la cama y miro al pasillo. Entonces una chica conocida entró como un bólido y Jesús comprendió que no era el momento aún para memorias. ¿Cómo la gente se entera que uno está convaleciente? ¿Y para qué las flores?... Si estás en cama y aparece de nuevo una mujer que fue tu novia, que no ves desde hace tiempo, es de suponer que vivas el agradecimiento intrépido, necesario, para saltar al piso. Es como un fogonazo de alegría. Aunque después te enteres de que no vino a verte a ti ni un carajo, pero no va a dejar de llamarse por eso Lucía ni ser Héctor, su jefe, el tipo de la trece que trajeron ayer. O por lo menos lo que le dejó el Audi cuando se estrelló contra el muro del malecón. ¿No es que conducía a paso de tortuga? Es como el cancer de pulmon para su madre, que nunca fumó. Está durmiendo, dice ella luego de toda la parafernalia del saludo y los asombros que traen las coincidencias. Que no es para tanto si se tiene en cuenta que todos los accidentados con arreglo posible van al mismo lugar y no son muchos los hospitales ortopédicos en la capital. Está hecho mierda, dice Lucía, un camión cargado de vigas que salieron volando y una lo adivinó entre las piernas. Lucía pone cara de tristeza, acomoda el cuerpo cuando se sienta en la cama para dar la impresión perfecta de viuda potencial. Agradece haber abortado temprano su barriga de secreta secretaria y no pasar de los encuentros eventuales con su jefe: Dios me dio la luz y por suerte, la otra mosquita se mantuvo firme en el matrimonio después de que se enteró. Ahora le queda el castigo. A Lucía no le sirve de mucho un tipo al que no va a heredar si no es después del sacrificio y ella es demasiado joven para vivir pendiente de las sábanas manchadas de mierda. En cambio tú, estás en cama y sin parálisis. Jesús va más allá cuando ella dice que el Audi negro quedó destruido y comprende que el Héctor de Lucía puede ser el Héctor de Katia. ¿Y ella, vendrá también?, entonces Lucía se sorprende un poco y hace movimientos laterales de la quijada antes de molestarse cuando Jesús le menciona a la otra: No me vayas a decir que la conoces.

Pero Katia no vendrá hasta una semana después: Por lo menos, dice Lucía. Ella también está un poco afectada. Lucía se pone de pie. Dice que a lo mejor vuelve en estos días, que si necesita algo. Pero se niega cuando él le habla de alcohol: Tienes que cuidarte; y le acaricia la pierna sana. Cuando se marcha Jesús tuerce el cuello buscando la cama trece: Héctor es más alto que él, lo vio aquella vez en la cafetería pero no se acuerda muy bien. Jesús se pone de lado en la cama y saca el pico de la botella por el hueco de la funda. Bebe como un niño y piensa en Katia. Sobre ella también va a escribir alguna vez, ¿o ya había comenzado a hacerlo?.

Lucía volvió el miércoles y luego el viernes. Le trajo a Jesús unos dulces de chocolate y algunos cigarros… Casi todos los días vienen personas distintas a la cama trece. Héctor es un tipo importante, comentan los demás pacientes. Jesús espera en vano ver a Katia cruzar la puerta. Cuando le pregunta a Lucía ella no le quiere decir, o tal vez no sepa y todo se vuelve una espera interminable hasta que justo al mes despierta y ella está sentada al pie de su cama. Le sonríe mientras acaricia el pie que se le ha salido de la cama. Quiere decirle algo pero no puede. Jesús despierta y vuelve a dormirse y entonces despierta de verdad y se da cuenta que ha soñado un poco... Eso quisiera, que la escena fuera real, pero a Héctor lo cambian antes de sala, y entonces no le queda otro incentivo que ver llegar a Lucía, siempre los lunes, miércoles y viernes: Pasaba por aquí y vine e verte.

Jesús no le vuelve a preguntar por Katia. Como el recluso que ve la golondrina posarse en el tragaluz de la celda, se acostumbra a esperarla. Ríen, hablan de cosas viejas. Ella se aparta el pelo de los ojos con un ademán doméstico y bromea con espíritu samaritano sobre los momentos buenos que tuvieron y la poesía, aquel corta líneas sobre papel que, dice ella, prometía convertirlo en alguien genial. Cambia el horario y le trae de vez en cuando un almuerzo. Una vez hablan de Alejandro y ella le confiesa que lo engañó con él. Jesús cree ver el arrepentimiento tras la mirada torva y le acaricia el pelo; otras veces hablan de Diana que a cada rato la llama. Jesús recuerda el libro de Baudelaire con aquella petición escrita junto a la sinopsis, tantea la posibilidad de que exista un dios juguetón que le hizo una mala pasada… pero no, él nunca fue tan importante como Héctor para que los dioses le presten atención. Ahora Lucía es su familia, lo único que tiene, y poco a poco va comprendiéndola, luego la extraña y un día siente que la ha querido más que a otra mujer en su vida. Ella también evoluciona. Hablan de sexo y ya no pueden evitar las ganas que los hacen tocarse con disimulo hasta que a él se le hace normal rozarle las piernas con los dedos de los pies cuando ella se sienta en la cama y Lucía zigzaguea sus dedos fríos alrededor de las cicatrices que dejaron los pasadores. Pasa más tiempo con él que en la sala de su jefe.

Héctor murió el sábado antes del miércoles, cuando dieron de alta a Jesús. Aquel día –el sábado- vio pasar a Katia frente a la ventana que daba al pasillo exterior. Vestida de negro, medio coja, abrazada a un viejo que le parece conocer. A Jesús, del sueño con toque al pie desnudo, sólo le quedó aquella mujer de negro que nunca se enteró de su presencia en el hospital.

El miércoles que le dieron de alta Lucía repitió las flores. El enfermero de los granos en la cara, el martes por la noche, le había traído una botella y Jesús invitó al de la silla de ruedas. Eran compañeros de hospital, desde hacía tanto tiempo y tan pocas veces conversaron. Jesús, luego de un par se tragos, le regaló la botella, algunas revistas y el cuaderno donde había comenzado a escribir sus memorias.

¿Qué haces tú?

Escribo, a veces.

Yo también.

Qué casualidad –dice el de la silla de ruedas y bebe un trago-. ¿Te vas con la flaca?

Ya quiero que amanezca y largarme de todo esto. Sabes, voy a tratar de ser recto.

¿Y eso cómo es?

No sé, me imagino que ser normal. Como la otra gente. Vivir. Tener hijos con la flaca y tratar de que las cosas vayan bien. Y a escribir esa historia que empecé.

Entonces llévate el cuaderno.

No, quédatelo.

Jesús amplía un poco más su hipótesis sobre lo que va a ser el futuro y pasada la media noche se queda dormido. El tipo de la silla de ruedas regresa a su cama, pero no duerme, comienza a escribir de una manera irrefrenable hasta el amanecer. Continúa la historia que un tal Jesús comenzó a escribir un día en el hospital sin saber un carajo de la vida del accidentado de marras. No más allá de que escribe, a veces, y se va a casar.