Doce
Miró la estatua de José Martí ¿Quién le había dicho una vez que el Apóstol había escrito veintiocho décimas? Pensar el nombre, siquiera el sexo de la persona que se lo dijo era tarea difícil, le habían contado tantas cosas tanta gente. Y todo fue cuidando de olvidar para hacer espacio a sus propios recuerdos. A la memorización, por si acaso llegaba el viaje a la editorial, de los poemas que iba dejando en la cañada o las aguas de ambos malecones. Nunca quemó los barcos, por lo menos no de una forma definitiva. Podría repetirlos todos: a Eva, a Katia, incluso aquellos en que él era un sujeto lírico con ínfulas; los de arte menor y los endecasílabos. Miró a su alrededor y trató de repetir alguno de los primeros.
Al ver el policía que se acercaba hizo silencio a sabiendas de que su soliloquio y una identidad provinciana podían resultar características sospechosas. Bajó el pie del banco y abrió el libro de versos que había comprado en la Plaza de Armas por si se alargaba en enclaustramiento en la playa de Guanabo: Las flores del mal, aquella misma edición que una vez sacó de la biblioteca municipal entre la barriga y el pantalón. El policía pasó de largo y Jesús, en un gesto de reflejo condicionado, se tocó el bolsillo donde guardaba el carné de identidad.
Entonces se detuvo el autobús que hace la ruta Regla - Casa Blanca y la fila de quienes esperaban serpenteó un poco. Pasaron dos muchachas. Se sentaron en el banco contiguo y conversaron sobre los recuerdos de las rebajas pasadas; desde la Manzana de Gómez un tipo salió con una caja hasta el taxi y una chica tropezó con un extranjero al entrar en el Museo Nacional de Bellas Artes. La joven tenía el paso corto, se enredó con las zancadas del extranjero que parecía una cigüeña con cámara fotográfica, perdida en la ciudad. Jesús sonrió, le gustaba el paso corto de la chica, le recordaba a alguien, pero no definió a quién. Le era imposible recordar las personas que había conocido en los últimos años, no a esa distancia donde no son buenos los que alguna vez llevaron en el bolsillo una receta de gafas y seguían esperando un poco más. Pensó que si fuera alguien importante lo sabría de alguna forma. Era como si el alcohol hubiera trabajado ese archivo del cerebro. Como tampoco se acordaba de quién le había dicho lo de las veintiocho décimas de Martí; ni siquiera de cómo se llamaban las chicas que conoció ayer.
No tenía remedio y abrió el libro. Entonces alguien se sentó a su lado: sólidos pasos de hombre mayor. Jesús no miró dos veces la guayabera ni el sombrero minúsculo; se apartó casi hasta quedar fuera de la sombra del laurel. Allí la única prueba de compañía era un perfume suave que le llegaba del otro extremo. Viejo con olor a mejorana, quizá una medicina que aún no le tocaba a él… Hojeó el libro al azar.
- Tú que pones en los ojos y el corazón de las rameras. El culto de la llaga y el amor de los andrajos.
- ¿Habla conmigo? –preguntó Jesús.
- No, hijo, recito lo que estás leyendo, en algunas versiones en vez de rameras dice muchachas.
- ¿A Baudelaire?
- Conociéndolo bien se aprende cuál palabra va.
- También se sabe por el contexto –aventuró Jesús sin saber a ciencia cierta qué defendía.
- Tenía ese mal de los franceses: el vicio de la palabra perfecta, que fue transformando primero la poesía y después la narrativa. Hasta que confluyeron en ese año maldito de 1857.
- Yo casi nunca leo narrativa –dijo Jesús, tratando de defender la ley en que había vivido.
- Te entiendo –dijo el viejo y se miró los zapatos.
- ¿Usted es escritor?
- No, no-. El viejo sonrió-, soy músico-. Torció la mano, la cerró, varias veces; como si se revisara la limpieza de las uñas, pero en realidad era un reflejo para comprobar la movilidad de los dedos. Jesús lo miró un poco, antes de volver al libro. Le pareció un viejo homosexual, demasiada prosapia y pulcritud.
Abelardo no quería molestar su lectura; sin embargo, la curiosidad lo llevó a sentarse junto a él. ¿Es que el joven no lo reconocía? No, cayó en cuenta Abelardo de que Jesús llegaba hasta su ventana con la única intención de abrazar a Katia por la espalda y después se iban los dos, comiéndose a besos o discutiendo, daba igual. Él se quedaba un rato tras la mampara a esperar que se calmara su perversión, Jesús nunca lo vio. Ahora, estaba seguro que en algún momento había escuchado de él. Como otras tantas supo él de Jesús en las clases que había impartido a Katia estos últimos días. No lograba entender si era buena idea marcharse con la incógnita o presentarse. Es lógico que simpatizara con cualquier persona de inclinaciones artísticas. Aunque tenía dudas de su eficacia para esa musicalidad de los versos que siempre le pareció abstracta, le cayó bien Jesús, pero tenía miedo al comadreo. Por otra parte, se parecían tanto Katia y aquella Gloria que le calentó la cama hasta que se mató en un accidente: pieles de leche de vaca, hipnotizadas por su música como los ratones del flautista, tararí tarará y quién sabe si acostarse con Katia era otra forma de bajar al tártaro… Con Héctor de marido el desperdicio de mujer era insoportable. Ya Katia se soltaba el pelo para las clases porque sabía que a él le gustaba verla así y lo respetaba casi hasta temerlo: Sólo aman los que admiran y temen, recordó. ¿Quién sabe? Como con Gloria que empezó por el fanatismo a la música. Ya estaba viejo, pero quién sabe...
Jesús no se podía concentrar en la lectura y hojeaba sin piedad el libro que había sido doblado en las esquinas, casi en todos los poemas. ¿Quién lo habrá leído antes con tanta discontinuidad? Miró al viejo. Abelardo silbaba algo de Zelenka mientras la vista se le perdía en el bulevar de Obispo. Jesús miró allá, la muchacha del paso corto cruzó frente al Floridita y entró en La Moderna Poesía: Se parece a Diana, pensó con alegría Jesús, por fin recordaba a alguien. Casi podía asegurar que era ella con su vestido blanco largo y el tiqui taca continuado de sus zapatitos de tela y madera, pero desde años él estaba acostumbrado a las malas pasadas de la vista. Quiso levantarse y tratar de alcanzarla.
- ¿Tú si escribes, verdad?
- A veces –dijo Jesús, a la vez que se ponía de pie.
- Uno escribe por autocomplacencia hasta que un día sale a la calle, como Diógenes con el farol, buscando a alguien que se lea sus miserias.
- Yo, yo no. Hasta ahora no me ha dado por eso -Jesús no quitaba la vista a la puerta de la librería-. Casi siempre rompo lo que escribo…
- Y un día ya no querrás sólo que te lean, sino que te paguen por escribir.
- Usted perdone, es que creo que conozco alguien…
- Nosotros, los músicos, tenemos el don del escándalo, Jesús –el poeta se volvió. ¿Jesús? Lo primero que pensó fue que el viejo era la Seguridad del Estado personificada. Y lo sabía desde siempre, nada, ni siquiera noventa millas de mar eran fáciles. Vivir se complicaba desde la impotencia contra el cáncer hasta la resignación de su abuela que sonreía al mirar la foto del ex presidente; y su propio destino mutilado. Aquella probable Diana que estaba en la librería, quizá la musa perfecta para aventurarse más allá, hacia el verso libre o los alejandrinos, la que una vez dejó pasar por respeto al valor de la amistad.: Puta mierda la amistad, ¿dónde estará Alejandro ahora? Miró al policía que simulaba velar el tráfico, se creyó observado.
- ¿De dónde me conoce? –le preguntó al viejo.
- Tu nombre está escrito en la contraportada del libro –Jesús no miró pero el alivio a su paranoia vino como el escalofrío de los poseídos. Comprendió que su imaginación era un lastre peligroso. Abelardo por última vez tuvo ganas de hablarle de Katia pero reprimió el impulso. Era demasiado inteligente para regalar una presa que se le presentía la firmeza de los senos cuando se sentaba al piano y convertirse en alcahuete de jóvenes que ya tuvieron su oportunidad. Le caía bien Jesús, pero había apostado su piano a la libido-. ¿Te llamas Jesús, verdad? –el poeta asintió mientras volvía la calma. Miró la contraportada del libro y comprendió que aquel ejemplar había estado entre los que le envió en la caja a Diana: Jesús, vuelve, decía a un costado de la sinopsis que hablaba de aquél sifilítico, a quien Alejandro consideraba el más grande de los poetas malditos; la diagonal de tinta azul rayaba el libro como una plegaria apocalíptica y lacónica. Era la letra de Diana y entonces comprendió, o por lo menos el lastre de su imaginación lo llevó a pensar, ella había escrito lo mismo en todos sus libros y luego los había vendido a los anticuarios de la Plaza de Armas con la intención de que alguna vez llegara a él aquella petición, una especie de botella al mar. -¿Qué pasa, muchacho? ¿Vas a algún lugar? -dijo el viejo tratando de aplazar su partida. Jesús hizo un gesto de adiós con la mano mientras cruzaba la calle hacia La Moderna Poesía-. Para escribir bien tienes que tirarte a muchas mujeres -le gritó Abelardo.
Jesús la vio a través de la puerta de cristal. Pasaba de una ventana a otra y desde algunos ángulos no tenía dudas, desde otros le parecía una persona desconocida. Me cago en las ilusiones ópticas, murmuró. La muchacha hojeaba un libro de tapa verde; pobre despistada entre los estantes. Ella pasó la página y se retorció un poco más el bucle que le cercaba la oreja derecha. No podía ser otra que la mujer necesaria. Jesús sabía que se iba a quedar leyendo un rato. ¿Cómo pudo haber obviado hasta ahora esas ganas de tenerla? La miraba entre los estantes. Trató de definir sus rasgos de mujer conocida. ¿Cómo vivir sin ella ahora que decidió irse del país? Tenía tiempo antes de ir hasta la estación de trenes, a por un taxi hasta la playa de Guanabo Hay tiempo, pensó. Y si no hay, está bien igual.
Un paso adelante hasta pegarse al cristal, pero los estantes le impedían ver. Por eso dio tres pasos atrás, para bajar el contén de la acera y ponerse a la misma altura. Esa altura de mujer mínima. Escuchó el grito de la gente, al principio más importante que el desgarre por el neumático casi entre sus piernas. Un accidente sin sentido que lo mandó al hospital, porque no era Diana. Lo supo seis meses después.