Cinco

Tras el taxi un viento sin dirección fija dio al traste con la nube de polvo. Jesús Solís comprendió su falta de pertenencia a un pueblo donde las campesinas no usan flores en el pelo ni los prados son tan verdes. La primavera se compone, en lo fundamental, de charcos y mosquitos. La gente va y viene por las venas del pueblo viejo y la esclerosis de baches y recovecos de costumbre a nadie importuna. Van sin mirarlo a penas, le hacen el gesto de saludo mecánico de los conocidos de toda la vida. Jesús se queda con ganas de decir soy yo, ¿no te acuerdas de mí?; sin embargo, esta última vez estuvo fuera tan pocos días que no dio tiempo a notar su ausencia.

Había caminado por la capital preguntándose los secretos que se acumulaban invisibles tras las puertas de las casas cerradas a uno y otro lado de la calle Obispo mientras su padre se callaba todos los consejos que le debía y la gente se disgregaba para dar paso a los pelotones de turistas. A pesar de Katia, más allá de ella y de Claudia, la chica que vendía banderas de contrabando en el aeropuerto, regresó a su pueblo sin otra experiencia que la del cansancio y la cabeza rota por el intento trunco de engañar a una prostituta. Quizá en la parte del cerebro donde guardaba aquel poema de Borges… ahora sólo recordaba un verso: Sólo una cosa no hay. Es el olvido.

A fin de cuentas, este pueblo era su lugar. Vivía desde siempre en la casa frente a la pared del estadio. Aquí creció. Comía de los frutos que caían al otro lado de la cerca y del berro de la orilla sur, del tramo sin abrevaderos en la cañada divisoria del pueblo. Jesús Solís, con nombre de Cristo y padre carpintero de oficio y maquinista de profesión, cruzó la calle hacia el contén alto del parque donde entre borrachos, años atrás, se jugó su primer poema, luego de la infancia feliz y de comprender que el mundo, por el uso indiscriminado, se había vuelto abstracto en ejercer la ciencia y el arte. Que vivir era una tarea de tiempo completo. En esa época tenía veinticinco años, ninguna novia y seis meses de universidad. Veinte años atrás su padre se había largado a los Estados Unidos y su madre, que le agarraba la mano en el último momento, consumida. Dos meses de sentirla quejarse o de saber que ella no se quejaba para permitirle descansar. La tarea de cambiarla de posición al dormir y esa última mirada más allá de él, indefinida entre el espejo y la camisa del uniforme colgada cerca del lugar donde las grietas del techo y la última primavera habían manchado la pintura de la pared, la camisa que escupía el sudor y mugre desde una percha sin madre que la cepillase; ella llorando como si se disculpara por dejarlo solo. Muerta de cáncer del pulmón, en detrimento de las estadísticas porque nunca fumó.

Él sí, por incentivo de la abuela, que le echó el vicio encima para que escapara de la inanición:

- Fuma, si total, cuando tengas mi edad y no seas otra cosa que una carga de leña metida en un saco de pellejo, con los huesos debajo de la sábana y ya no te interesen las mujeres, ¿qué más te va a quedar? Cigarro y lotería, es lo que me queda a mí. Por suerte un juego democrático. De números que no hace falta ni sumar, que Dios lo hizo y nada más el diablo autoriza la trampa.

La vieja se mascaba un rato los dientes postizos y repetía: No me queda más. Y claro, le quedaba una familia dispersa sin interés de herencia, y su amor imposible de juventud e incomprendido después de tanta historia acusadora de corrupción en los gobiernos de turno:

Le enseñó la foto del difunto ex presidente Carlos Prío y su esposa, ella tachada con varios signos de hechicería hechos con tinta china, trazos borrosos e incalificables como si los años pretendieran perdonar su apostasía al catolicismo. La foto recortada de una revista, escondida a fuerza de costumbre en el fondo de la vitrina, porque su marido antes de morir, inválido de piernas a los setenta y cuatro años, la había amenazado de muerte: Rogelio Solís dormía con el puñal debajo de la almohada, le dijo la vieja. El abuelo de Jesús había sido guardia rural por treinta años; sin embargo, guardaba costumbres de ancestros andaluces y no se pudo nunca separar del uso de arma blanca, a pesar del Colt 45 asignado para vendettas, líos de mujeres, asaltos y otras formas de repartir autoridad.

- Tú, Jesús, métete a comunista -le decía la abuela-, que es como se vive en este país, y en una familia que respete la cepa española tiene que haber de todo. Ya por suerte maricones hay por la gente de tu madre, y de putas se han encargado tus primas de Santa Clara. Cuida de los santos católicos, y no te juntes con negros…- y una serie de consejos donde no se hacía referencia a la poesía.

Jesús quería escribir pero se guardó el secreto. Al regreso de la universidad abrió su casa por primera vez en seis meses. La cerradura estaba forrada en patina; él respiró la humedad como parte de la prisión necesaria para la creación. Se las dio de sueña sueños entre las filtraciones del techo, como un condenado por obligación antes de comenzar a madurar su destino, a escandalizar al prójimo y a gravitar hacia la gloria o hacia el deshonor. Así empezó su carrera de alérgico de mocos siempre y de lector para matar el hastío. En varios viajes a la biblioteca municipal, fue sacando entre la barriga y el pantalón los libros necesarios para su estudio: un Vallejo de pocas páginas, las Prosas Profanas de Rubén, Las flores del mal, Siglo de Oro en libros de bolsillo y, cuando estuvo flaco, el primer tomo de un diccionario de sinónimos y antónimos. A los dos meses le habían dado el cargo de promotor cultural y un taller literario con poetas de arte menor. Jesús fue funcionario, que alguna vez hay que serlo en esta vida, es como ir a la Meca para los musulmanes. Participó en un par de tribunas abiertas, esa actividad, común en aquella época, organizada para protestar contra el imperialismo. Iba porque necesitaban de alguien que le recitara a los mártires. Así dos veces. Se robó las tablas y los clavos cada vez que desmantelaban una tribuna, vendió el jamón de una merienda y se embolsó el veinte por ciento de cada actividad en el cine local.

Se compró un ordenador de segunda mano, armado a pedazos. Si ayuda a la estadística, ese ordenador fue el primero que hubo en el pueblo, incluso antes que los nuevos planes de estudio crearan aulas informatizadas en las escuelas. Se dedicó a la espinela y a la antigua labor de la piratería, vicio del Caribe ahora enfocado hacia los éxitos musicales. Vendió discos compactos, fue colaborador en tesis universitarias, coleccionó fragmentos pornográficos, imprimió planillas y consiguió una mujer. Eva se llamaba, pero debió haberse llamado Lilith.

Si te mudas adulto y soltero a un pueblo pequeño o dejas pasar el tiempo, casi seguro que para conseguir mujer tienes que robarla, en tanto tus opciones van a estar casadas. El de Jesús era un pueblo dividido por el odio que guardan los gallos de patios vecinos. Si algún lugar se merecía las parrandas, la competencia cultural, era aquel trozo de tierra robado a la ciénaga. Al norte de la cañada, donde vivía Jesús, estaba compuesto por la parte ganadera e industrial. Tenía un estadio, dos almacenes de piezas para abastecer a las cooperativas arroceras de la zona, el correo, la tienda de ropa y el Departamento de Policía. En el sur reinaban los cultivos de caña de azúcar y la cría de animales menores. Aventajaba además, al Norte Brutal, por una zapatería y el cementerio que obligaba a todos tarde o temprano a descansar juntos y tan horizontales como lo permitiera el buen ojo del enterrador. Los demás servicios se concentraban, así como el grueso de la población, al norte de la cañada. Existía además el choque religioso. El norte católico, el sur familiarizado con artes ocultas y paganas. Las diferencias habían echo enemigos y cada bando, después de emborracharse en fiestas, pedían la secesión a piedra y machete, y la cañada, cual Potomac entre Richmond y Washington, marcaba la frontera que muchos no pasaban en años. A pesar de las diferencias, casi todos se conocían. Jesús nunca tuvo conciencia de su identidad de norteño y Eva era una rara avis de tierra sur, romántica como un topo ciego, casada, pero soñadora hasta el límite de sus veinte años: concentrada en sacar ruido a un clarinete y en las clases de música dos veces por semana en la escuelita del pueblo.

Jesús tuvo que robarla, pero antes tuvo que verla a escondidas del marido. La primera vez que tuvieron sexo fue al estilo Western o tal vez Orient Express. Lo hicieron sin quitarse la ropa, en decúbito prono sobre el último asiento de un vagón descarrilado. Jesús, mientras la penetraba, iba cayendo en cuenta que la mujer de su vida o mujer de turno, se sumía ante él en el cumplimiento de una traición. Como advertencia recordó el dictamen de algún dios en los labios de su abuela: El que a hierro mata… Como curiosidad percibió el sigilo de quienes intentaban encontrar un agujero en el viejo vagón con el propósito de verlos yacer.