XV
Emily acompañó a Lisa en aquella mañana de dolor en que recogió de la casa que había compartido con Preston las escasas pertenencias y los múltiples recuerdos que había reunido en los meses anteriores. Después de comer, regresaron al piso de Travis y Emily y decidieron hacer un maratón televisivo de comedias románticas para llorar un poco por motivos ajenos al propio drama que vivía Lisa.
Eran casi las diez de la noche cuando Travis volvió a casa. Lisa sabía por Emily que su novio trabajaba jornadas maratonianas en el despacho de abogados. Se dejó caer en uno de los sillones del salón-comedor del apartamento tras rescatar una cerveza del frigorífico para él y otra para Lisa.
—¡Hey! ¿Y para mí no hay nada? —protestó Emily.
—Claro que sí. Pero ya te la tomas mientras nos haces la cena, ¿a que sí? —le respondió él, dándole una palmadita burlona en el trastero.
—¡Vaya morro que tienes tú!
—Lisa, ¿te importa que ponga el discurso de Preston? Lo emiten en diferido en el Canal Siete.
—Emmmm… No. No hay problema. —Lisa no se atrevió a contradecir a Travis, aunque, en realidad, se sentía muy poco preparada para ver a Preston, tan solo unas horas después de despedirse de él entre promesas de lo que podrían haber sido sus vidas si todo hubiera sido diferente.
El presentador del programa de actualidad política no tardó en dar paso al vídeo del discurso de Preston en Albany. En un centro de convenciones lleno hasta la bandera, los emblemas del Partido Republicano colgaban del techo, y un Preston pletórico dominaba el escenario como si hubiera nacido para hacer precisamente aquello.
Lisa sonrió con orgullo y se alegró de que Travis hubiera decidido poner aquel programa. Con un traje de tres piezas azul petróleo, una camisa blanca impecable y una corbata gris azulado, el pelo cincelado con gomina y sus penetrantes ojos verdosos, Preston se dirigía al público con una soltura que Lisa no habría conseguido tener ni en el salón de su casa. Repetía las virtudes del programa de su partido, y cualquier persona con unos ideales menos firmes que los de Lisa habría caído irrefrenablemente con su voto sobre la urna republicana.
—¿Eliminar restricciones al uso de armas? Vomito —ironizó Lisa, intentando luchar contra el poder hipnótico de aquel hombre que un día había sido su novio. Un día que se le antojaba demasiado lejano.
—¡Aaaay! Cómo sois las chicas demócratas del este… —bromeó Travis—. Hay que reconocer que Preston sabe camelarse a la gente. ¿Yo soy así de guapo, Em?
—Más —le contestó su novia desde la cocina, lanzándole un beso juguetón.
Lisa reprimió el pequeño amago de envidia que sentía, justo en el momento en que Travis subía el volumen del televisor y les pedía silencio.
«…y, por todo ello, les pido su voto para el Partido Republicano en el estado de Nueva York. Nuestros ideales son los que han hecho grande a esta nación, y nuestra obligación como ciudadanos es hacerla crecer aún más.
Durante los últimos —Preston consultó su reloj en un gesto algo teatral— cuarenta y ocho minutos, les he hablado del programa del Partido Republicano y de lo que puede hacer por ustedes, los ciudadanos de Nueva York. Me he guardado para el final del discurso el anuncio que he venido a hacer. He tomado una decisión de la que, hasta este momento, solo estaban informados mi padre y mi jefe de campaña, así que pueden considerar que tienen ustedes la primicia. He decidido retirarme de la carrera a la candidatura al Congreso. —Se escucharon fuertes murmullos entre la audiencia—. Una ley no escrita que siempre ha regido la política de este país dice que no se puede gobernar la nación si no se sabe gobernar la vida personal de cada uno. En mi vida no hay escándalos, no más de los que puede haber en la de cualquier persona de mi edad. Me crie en una familia tradicional americana con un gran bagaje político. Mi abuelo fue gobernador de Arizona, y mi abuela fue siempre la perfecta esposa del gobernador. Mi tío Ed es el alcalde de Phoenix, y mi tía cría a nuestros primos a la sombra de ese cargo. Mis hermanos y yo nos hemos movido siempre en los círculos cercanos al Partido, sabiendo que alguno de nosotros acabaría dedicándose a la política, sin preguntarnos en ningún momento cómo afectaría eso a nuestra vida familiar. Cuando tienes diecisiete o dieciocho años, tu futura vida familiar no es algo que ocupe tus pensamientos. —Sonrió, y la mayor parte del público imitó su gesto—. Desde el primer momento de comenzar mi campaña electoral, sentí algunas dudas contra las que les puedo asegurar que luché con todas mis fuerzas. He necesitado solo las últimas cuarenta y ocho horas para darme cuenta del lugar exacto donde residían todas mis dudas. Este estado necesita a un representante completo, y yo no puedo serlo porque la mitad de mí está en una persona que no está a mi lado en este momento. Representar al estado de Nueva York sería un honor de dimensiones inimaginables para mí, pero no puedo engañar a nadie diciendo que es mi prioridad. Mi prioridad, ahora mismo, es recuperar a una persona a la que perdí por mi obsesión por seguir la tradición política familiar. Es posible que mañana los diarios publiquen que soy un irresponsable que deja la carrera política más prometedora del país por amor, pero a mí no se me ocurre ningún motivo mejor por el que dejarla. Y mi responsabilidad es precisamente la que me lleva a renunciar antes de que más personas depositen su confianza en mí. El candidato que designe el Partido para ocupar mi lugar tendrá todo mi apoyo y mi respaldo, y no me cabe duda de que será la persona adecuada para representar al estado en el Congreso de los Estados Unidos.
Buenas tardes y muchas gracias por haber asistido a este acto».
Preston bajó del escenario entre los aplausos de la mitad del público y las caras de incredulidad de la otra mitad. Richard, su asesor de campaña, lo recibió con una media sonrisa entre decepcionada y divertida.
—Bueno, ya tienes lo que querías, Sullivan. Espero que esa chica merezca la pena.
—Que no te quepa duda, Richard. Gracias por entenderlo.
—No lo entiendo. Pero le debo los suficientes favores a la familia Sullivan como para toleraros estas salidas de tiesto. Si hay algo que pueda hacer por ti…
—Pues, a decir verdad, Richard… No hace mucho me dijeron que tú eras capaz de conseguir en menos de dos horas un avión privado, una puta de lujo o destruir la vida de alguien.
—Es posible. ¿Quieres una puta para ir descargado al encuentro de tu princesa?
—¡No! Joder, Richard, ¡por Dios!
—¿Entonces?
—Quiero las otras dos opciones.
—Te escucho.
—Quiero dos billetes de avión para dentro de… unas siete horas. Desde cualquiera de los aeropuertos de Nueva York. Para volar a Londres esta misma noche. ¿Es posible?
—Sin duda. Pero eso no es divertido. ¿A quién hay que destruir?
—Hay un tío en Boston. Su nombre es Troy Webster. Calculo que será unos tres o cuatro años menor que yo. No me preguntes más, no hay nada que debas saber. Tampoco quiero saber cómo lo haces, ni quiero que emplees la violencia, pero convierte su vida en un infierno, y la familia Sullivan considerará pagados todos los favores que puedas debernos.
—Hecho. Suerte, Preston. —Richard le estrechó la mano a modo de despedida—. Odiarás que te diga esto, pero podrías haber llegado a la Casa Blanca.
—Lo sé. —Preston sonrió con suficiencia—. Pero solo hay una casa a la que quiero llegar en este momento.
‖
Cinco horas después, Lisa se giró hacia Travis con los ojos abiertos como platos. Emily sonreía y se enjugaba las lágrimas a su lado.
—¿Vosotros… vosotros sabíais… —balbuceó.
—Sí. Me llamó en cuanto acabó el discurso.
—Pero… pero…
—Nosotros nos vamos, Lis.
—¿Qué? ¿A dónde?
—Tienes visita. —Travis se apresuró a abrir la puerta.
—Hola, Lisa. —La voz profunda de Preston Sullivan sonó a su espalda, en el momento exacto en que Travis y Emily salían del apartamento. Ni todo el cansancio que reflejaba su cara podía borrar el brillo ilusionado de sus ojos. Llevaba en la mano la americana de su traje, y de un bolsillo del pantalón sobresalía el extremo de su corbata.
Lisa corrió a abrazarlo, pero él no había olvidado todos sus recursos de seductor y, en un solo movimiento, hizo que sus labios chocaran. Los abrió poco a poco y cerró los ojos para encontrarse con la lengua de Lisa
—Pero qué has hecho… —susurró Lisa contra su boca.
—Tengo que decirte tres cosas.
—¿Tres cosas? —Lisa frunció el ceño, pero lo invitó a hablar.
—Sí. La primera es que me encantaba mi piso de Brooklyn.
—¿Disculpa?
—Sí. Me encantaba ese piso, y me encantaba vivir en Brooklyn. No tenía ninguna intención de mudarme hasta que me enteré de que tú buscabas compañero de piso. Me daba igual tu aspecto, me daba igual que fueras supuestamente lesbiana… ¡Joder! Solo quería pasar todo mi tiempo contigo.
—Mi vida… —Lisa le acarició la cara.
—La segunda cosa… —Preston no cejaría hasta terminar su segundo discurso del día, y Lisa le dejó hacer—. Ayer te dije que eras la primera mujer a la que había querido en mi vida.
—¿Y te has arrepentido? —bromeó ella.
—No. Pero omití información. —Preston la miró, sonrió y siguió hablando—. Olvidé decirte que también eres la última mujer a la que querré en mi vida. No quiero una vida sin ti, Lisa. Ya he probado cómo es y me niego a volver a pasar por ello. Iré a donde tú quieras trabajar, nos quedaremos en Nueva York o nos iremos a otro lugar, pero, si tú me quieres, Lisa, lo haremos juntos.
—¿Que si te quiero? ¡Claro que te quiero, Preston! Te quiero con locura —respondió ella entre lágrimas. Se abrazaron, se besaron y dejaron que sus cuerpos se fundieran hasta hacer desaparecer la añoranza en que habían vivido las últimas semanas.
—Hay algo más.
—¿La tercera cosa?
—Sí. Tengo un taxi abajo que, por cierto, me va a costar una pasta. ¿Has recogido todas tus cosas del piso?
—Sí… —titubeó Lisa—. Tengo las maletas en el dormitorio.
—Perfecto. Hay un avión en el JFK esperándonos.
—¿Me mandas a Boston tan pronto? —preguntó Lisa, confusa.
—¿A Boston? ¡No! Claro que no. —Preston se carcajeó—. Nos vamos a Londres. Dejemos que estalle la tormenta de mi retirada con nosotros lejos. Volveremos para la despedida de solteros de Parker y Amy. Son más de dos semanas, creo que te dará tiempo de buscar al señor Darcy.
—¡Preston! ¡Has perdido la cabeza!
—Ya. ¿Te crees que no lo sé? Perdí la cabeza en el mismo momento en que me llamaste Peter por primera vez. —Preston sonrió.
—Siempre supe que te llamabas Preston.
—Lo sospechaba, Laura. ¿Vendrás conmigo a Londres?
—Sí. Y al fin del mundo, si me lo pidieras.
FIN