I

 

 

 

—¿Qué voy a hacer sin ti, mi pequeña Lisa Simpson?

Lisa sonrió ante el comentario de Emily. Desde que tenían uso de razón, su mejor amiga la había torturado con el apodo de la célebre empollona de los dibujos animados amarillos. En aquella cálida tarde de primavera, sentadas en el sofá del apartamento que habían compartido durante casi siete meses, habría permitido que Emily le llamara como quisiera. Estaban celebrando una pequeña fiesta de despedida. Despedida, porque hacía ya algunos días que Emily se había mudado a vivir con su flamante novio, Travis Sullivan. Y pequeña, porque ambas se habían negado a invitar a nadie más.

Con casi una botella de vodka compartida, varias bolsas de patatas fritas de diferentes sabores a medio comer y un par de cigarrillos que Lisa guardaba para emergencias festivas, parecía que había llegado el turno de ponerse sentimental.

—¿Que qué vas a hacer? Follar como una loca con el chulazo de tu novio y acabar la carrera cuanto antes para darme un sobrino. Eso es lo que vas a hacer.

—¿No vas un poco deprisa?

—¿Yo? Te recuerdo que te has ido a vivir con él después de tres semanas de relación.

—¿Crees que me estoy equivocando? ¿O que te estoy dejando colgada?

—¡No! ¡Claro que no! A ninguna de las dos cosas. Travis es fantástico, te va a tratar como a una reina. Y yo no creo que tarde demasiado en encontrar a otra compañera de piso.

—Pero tú dejaste toda tu vida en Boston para venir aquí a vivir conmigo, y ahora yo me marcho.

—¡Deja de torturarte, Emily, por Dios! Nos vamos a ver casi a diario. No pienso permitir que Travis Sullivan te acapare, tonta.

—¿De verdad no estás molesta?

—Que noooo… Em, ¿tú sabes lo que me alegro de que hayas encontrado a un hombre que te hace feliz? ¿Es que te olvidas de todo lo que hemos pasado juntas? —La voz de Lisa se quebró un poco. El alcohol y los recuerdos eran los claros culpables.

—¿Y tú qué, Lis? ¿Cuándo vas a encontrar tú a alguien que te haga feliz?

—¡Aaaah, no! ¡Esto sí que no! No voy a aguantar un sermón en tu fiesta de despedida.

—Ya está bien de tomártelo a broma, Lisa. Tienes que dejar de disfrazarte.

—Emily… No quiero que nos peleemos en tu último día aquí.

—Ni yo. Pero no soporto ver cómo te escondes del mundo.

—No me escondo del mundo, Em, no me cabrees. Tengo un montón de amigos en la facultad, salgo con las chicas de vez en cuando… Hasta he socializado con los Sullivan, pese a que quería matar a dos de ellos hace menos de un mes.

—Tienes que buscar ayuda, Lisa. Esto ya no tiene gracia. Mírate. Por Dios santo, ¡si estás buenísima! —se burló Emily, señalando a su amiga. El aire acondicionado de su apartamento llevaba semanas estropeado, así que habían tenido que aligerarse de ropa para celebrar aquella pequeña reunión. Con un short blanco de algodón y una camiseta a juego atada bajo su pecho, el cuerpo de Lisa presentaba una versión que nadie más que Emily conocía. O, al menos, que nadie había visto en los últimos cinco años.

Lisa se apresuró a soltar el nudo de su camiseta, dejando que le cayera lánguida hasta las caderas, mientras emitía un sonoro bufido que habría asustado a cualquiera. A cualquiera menos a Emily, claro, que no solo la conocía lo suficiente como para saber que era inofensiva, sino que no cejaba jamás en su empeño de hacerla entrar en razón.

—¿Es que nunca vas a entender que lo último que quiero en este mundo es estar buena?

—Lisa, por favor. Aquello ya pasó. Han pasado cinco años, joder.

—Emily… —Lisa reunió fuerzas para hablar; los nervios se le habían quedado atravesados en la garganta—. Aquello nunca pasará.

 

 

Una semana después del traslado definitivo de Emily, Lisa se encontraba ante el tablón de anuncios de la escuela de Leyes de Columbia, tratando de hacer un hueco a su cartel. Más le valía que apareciera alguien pronto o tendría que buscarse un trabajo para pagar la parte del alquiler de la que Emily se había hecho cargo hasta entonces. Sus padres se habían ofrecido a aumentar el dinero mensual que le pasaban, pero Lisa prefería solucionar el problema de la compañera de piso cuanto antes. Cuando empezó a recular para comprobar el efecto que producía su cartel en medio de aquella maraña de anuncios, sintió que su talón se clavaba con fuerza en el pie de otra persona.

—¡¡Ah, joder!! —chilló a su espalda una voz que le resultó conocida. Cuando se giró, se encontró cara a cara con Preston Sullivan, el hermano gemelo de Travis.

—Lo siento, lo siento, lo siento —se disculpó, acalorada. Ella no era alumna de aquella universidad, pero no podía evitar morirse de vergüenza tras su involuntario ataque a uno de los profesores.

—¿Laura?

—Lisa.

—¿Qué?

—Que me llamo Lisa.

—¿No eres Laura, la amiga de Emily?

—No. —Le sonrió—. Soy Lisa, la amiga de Emily.

—Vaya. Mierda, perdona. No soy muy bueno con los nombres.

—Ya veo. —Lisa señaló el pie de Preston—. ¿Te he hecho daño?

—No, qué va. No te preocupes.

—Pues gritaste como una niña.

—¿Eh? Ah… ya, ya. Es solo que me pillaste por sorpresa.

—Vale.

—¿Estudias aquí?

—No, estudio Informática en la Universidad de Nueva York[1]. He venido a Columbia a colgar los carteles porque es la facultad más cercana al piso.

—¿Estás buscando compañero de piso?

—Compañera.

—Ah, ya.

—Si supieras de alguien interesado, ¿podrías comentárselo a Emily, por favor?

—¡Claro!

—Bueno, Peter, ya nos veremos por ahí —se despidió Lisa, guardando el resto de carteles en su maletín de cuero de forma apresurada.

—Preston.

—¿Qué?

—Que me llamo Preston —respondió él con una gran sonrisa.

—Lo siento. Yo tampoco soy muy buena con los nombres. —Le devolvió la sonrisa y se marchó por donde había venido. Ya llegaba bastante tarde a la cita para comer con Emily en el restaurante de comida orgánica favorito de su amiga.

Lisa cruzó la sección de Broadway que atraviesa el campus de Columbia a toda la velocidad que le permitía el peso de su maletín. La parte incómoda de estudiar una carrera que le apasionaba era cargar con el portátil como un apéndice más del propio cuerpo. Echó un vistazo por el enorme ventanal del restaurante y arrugó la nariz con un poco de fastidio al divisar a Travis sentado junto a Emily. Se sintió asquerosamente egoísta por un instante. Emily era su mejor amiga desde que tenía uso de razón. Había sufrido una adolescencia horrible, postrada primero en una cama, y después en una silla de ruedas. Había superado todos sus complejos y miedos –algo cuya dificultad Lisa comprendía mejor que nadie– y se había enamorado de un hombre encantador, que la trataba tan bien que ni siquiera Lisa tenía nada que objetar. Pero no podía evitar echar de menos las comidas de chicas a solas. Egoísta, sí, sin duda.

—Perdón, perdón, perdón. Llego tardísimo, lo sé. He tenido una mañana de locos.

—No te preocupes, nosotros acabamos de llegar —la disculpó Emily.

—¡Coño, Peter! —espetó Lisa en cuanto levantó la vista y se encontró de frente con el gemelo de Travis, del que se había despedido apenas un cuarto de hora antes.

Laura

Travis y Emily se miraron con incomprensión, justo antes de que a Lisa y a Preston les diera un pequeño ataque de risa.

—No voy a preguntar —dijo Travis, entornando los ojos hacia su hermano.

—Mejor.

 

 

Preston y Travis se pelearon por compartir la parte de los postres a la que renunciaron Lisa y Emily. Por mucho que las chicas hablaran maravillas de aquel restaurante tan moderno, los gemelos Sullivan seguían siendo unos buenos chicos del oeste que solo quedaban satisfechos después de comer unas cuantas libras de proteína animal. Preston se repantigó lo mejor que pudo en aquella incómoda silla de diseño y analizó de arriba abajo a Lisa. No es que estuviera interesado en ella –¡Dios lo librara!–, pero había costumbres que iban ligadas al ADN de cada uno y la de repasar a cualquier mujer que se le pusiera delante era intrínseca a él. El aspecto de la amiga de Emily era terrorífico. Era bastante alta, más que la propia Emily, pero no podría adivinarse su cuerpo ni con la visión de un superhéroe, ya que siempre lo escondía tras capas y capas de ropa deportiva. Y ropa deportiva no eran, ni por asomo, tops de licra y mallas ajustadas. No. Eran chándales informes y sudaderas masculinas. Llevaba el pelo, de un color indeterminado entre el marrón y el negro, más corto que el propio Preston. No prestaba especial atención a la depilación, ya que siempre tenía sobre el labio superior una sombra de vello que, incomprensiblemente, parecía ser pelirrojo. Tenía los ojos claros, verde azulados, pero jamás la había visto sin unas espantosas gafas redondas de montura metálica. Completaban el conjunto unos brackets metálicos que serían la pesadilla de cualquier adolescente y una cadena al cuello de la que colgaba una llave USB con forma de pingüino. Si todas las mujeres fueran así, sería sencillísimo para Preston cumplir la promesa que había hecho semanas atrás a su asesor de campaña de no volver a meterse en líos de faldas. Por desgracia, no lo eran, y él sabía que aquella promesa iba a ser muy difícil de cumplir.