V

 

 

 

—Bueno, ya es oficial. El miércoles de la semana que viene se publicará en prensa mi candidatura a las primarias al Congreso —anunció Preston.

—¡Hey! ¡Enhorabuena! —Lisa se colgó del cuello de Preston, y le dio un sonoro beso en la mejilla, provocando un cruce de miradas y sonrisas entre el resto de hermanos y cuñadas Sullivan.

—Gracias, gracias —respondió él, entre las palmadas en la espalda de los chicos y los besos de las chicas—. Parker, Amy, decidme que tenéis canguro para Katie. Quiero una última noche de desmadre antes de tener que empezar a comportarme como el perfecto yerno que toda suegra querría tener.

—¿Eres consciente de que a la gente con hijos hay que avisarla de estas cosas con algo más de diez minutos de antelación? —protestó Parker. Travis y Preston, por supuesto, pusieron los ojos en blanco y empezaron a burlarse de él.

—No te preocupes, Park. Mi madre libra esta noche, seguro que se puede quedar con ella. ¡A mí también me apetece una noche de fiesta!

—¡Y a mí! —Emily no dudó en apuntarse. En pocos minutos, se había organizado una velada que prometía diversión.

Menos de una hora después, se encontraban todos reunidos en un rooftop[2] del distrito Flatiron, compartiendo una botella de Jack Daniel’s que seguro que no sería la última de la noche. Preston coqueteaba con todas las mujeres disponibles, aunque, por primera vez en su vida, se sentía un poco fuera de lugar en ese papel.

—¿Por qué todos los chicos Sullivan sabéis bailar tan bien? —preguntó Emily, viéndolo moverse en la pista junto a una morena espectacular.

—¡Eh! Yo no. Yo solo sé mover la cabeza y poner cara de heavy —protestó Parker, haciéndolos reír a todos.

—Somos muchachos del interior, chicas. Pasamos la adolescencia yendo a fiestas en clubs de campo y bailando con jovencitas desvirgables.

—No seas guarro, Travis —Emily golpeó el hombro de su novio con cariño.

—¡Hey, Preston! ¡Ven a tomar algo con tus pobres hermanos comprometidos!

—¿Qué pasa? ¿Me echabais de menos? —Preston se lanzó sobre el banco acolchado de la mesa que compartían. Tardó unos segundos en darse cuenta de que, como por instinto, se había hecho hueco junto a Lisa, pese a que el espacio al otro lado era más accesible. Prefirió no pensar demasiado en ello.

—¿Te vas a tirar a la morena? —le preguntó Lisa en tono cómplice, ocultando la pequeña punzada de decepción que le produciría una respuesta positiva.

—No lo sé. ¿La quieres para ti?

—No creo. No es mi tipo. —Preston se preguntaba cuál sería su tipo. La idea de Lisa de arreglarse esa noche había consistido en cambiar los pantalones de chándal por unos vaqueros desgastados. Lo peor, sin duda, es que dejaban ver unas buenas piernas.

—Creo que a mi querido hermano gemelo ya no le hace gracia irse con las chicas de una en una.

—No seas bocazas, Travis. —Preston se sintió incómodo. Siempre había hablado con sus hermanos sin tapujos de lo que hacía y de lo que dejaba de hacer entre las sábanas, pero, en los últimos tiempos, se sentía violento si Lisa estaba presente.

—Ya que es tu última noche en libertad, podrías tratar de batir tu propio récord e irte a la cama con tres —lo ignoró Travis.

—¿Sabes qué, hermanito? —Preston recuperó el buen humor y le guiñó un ojo—. Para ser considerado récord, tendría que irme con cuatro.

La noche transcurrió entre risas y copas, muchas copas de más. A las cinco de la madrugada, emprendieron todos el camino de regreso a sus respectivas casas. Preston iba en el taxi callado y taciturno, sin que Lisa pudiera adivinar el motivo de su cambio de actitud. Decidió echarle la culpa al alcohol y no darle más importancia.

Preston entró en el edificio de apartamentos hecho un basilisco. El alcohol se le había subido bastante a la cabeza. No lo entendía, dado que en esa puta cabeza no parecía haber espacio para nada que no fuera Lisa. No había conseguido animarse a terminar la noche entre las piernas de alguna de las mujeres con las que había bailado, bebido o flirteado. Lo único que le apetecía era estar con Lisa, y ya no podía seguir engañándose a sí mismo diciéndose que era solo amistad lo que sentía. No soportó esperar el ascensor junto a ella y comenzó a subir los escalones a grandes zancadas. Lisa no consiguió alcanzarlo hasta que estaban ya ante la puerta de su propia casa.

—¿Qué coño te pasa, Preston? —le gritó ella, espoleada también por el alcohol.

—Nada. Déjame, Lisa. Es mejor que nos metamos en la cama y olvidemos esta noche. Cada uno en nuestra cama, claro —añadió, con un deje irónico.

—Yo pensaba que nos lo habíamos pasado bien. ¿Qué te pasa? —le preguntó de nuevo, agarrándolo con fuerza por un brazo y haciéndolo girar hacia ella.

—¿Que qué me pasa? ¡Me pasas tú! ¡Joder!

Y con esas palabras, sin importarle nada, se abalanzó sobre su boca con un ansia que no había sentido nunca antes en su vida. Quizá porque sabía que jugaba a una única oportunidad. Lisa era lesbiana, por Dios santo, a él jamás se le habría ocurrido, sin todo aquel whisky vagando libre por su organismo, besar a alguien contra su voluntad. Pero, llegados a aquel punto, apoyados contra la puerta del apartamento que compartían, ni siquiera la voluntad de Lisa parecía tener el juicio despejado. Porque Preston había recibido los suficientes besos en su vida como para saber que la mujer que tenía entre sus brazos en aquel momento no se estaba resistiendo. Al contrario, la lengua de ella buscaba la de él con casi tantas ganas como las manos de él rozaban su pecho. Enredaron cada uno las manos en el pelo del otro, juntaron sus caderas hasta casi hacer el amor con ropa de por medio y se entregaron sin reservas. Preston sintió que se quedaba sin oxígeno cuando ella posó con firmeza las palmas de sus manos sobre el pecho de él y lo empujó lejos de ella.

—Nunca en tu puta vida vuelvas a hacer algo así —le dijo, entrando en su habitación con furia y dando un portazo que tambaleó los cimientos de la isla de Manhattan.