VII

 

 

 

Lisa sintió un pinchazo en el corazón cuando oyó abrirse la puerta de entrada. Llevaba toda la semana fingiendo que nada había ocurrido el sábado anterior, pero, en el fondo de su alma, temía que, un día, él llegara al piso con la noticia de que se marchaba.

Desde la silla de la cocina en la que llevaba un par de horas trabajando, lo vio entrar en el apartamento, desabrochar los dos primeros botones de su camisa de rayas, acercarse a la nevera y coger una cerveza. Estaba serio y circunspecto, pero, en un ademán mudo, le ofreció otra a ella. Lisa negó con la cabeza. Tenía tal nudo en la garganta que la cerveza no encontraría un hueco por el que descender hacia su estómago. Preston apoyó un hombro en el quicio de la puerta, relajó la postura –que no el gesto–, y flexionó ligeramente su pierna izquierda sobre la derecha. En todo el tiempo que duró aquel ceremonial, no apartó sus ojos de los de Lisa ni por un instante.

—Lo sé —dijo, al fin.

—¿Lo sabes? ¿Qué… qué sabes? —titubeó ella.

—No eres lesbiana. —Lisa casi reculó, aun sentada en la silla, ante la furia que mostraban los ojos de él.

—¿Cómo… cómo…?

—¿Qué más da cómo me haya enterado, Lisa? ¿A qué coño jugabas inventándote algo así?

—¡Yo no me lo inventé! Solo te dije que no salía con hombres, y tú sacaste el resto de conclusiones.

—¡No digas gilipolleces!

—¡Y tú no me grites!

—¡Te grito lo que me da la gana! Eras mi mejor amiga y me engañaste. Permitiste que creyera que eras lesbiana. Y has permitido que me sienta como una mierda por haberte besado contra tu voluntad.

—Lo siento, ¿vale? Siento no haberte sacado del equívoco.

—¡He quedado como un gilipollas! Todos sabían que no eras lesbiana menos yo, ¿no? Debéis de habéroslo pasado de puta madre a mi costa.

—¡Ni siquiera entiendo por qué te molesta tanto!

—¿No lo entiendes? ¡Nunca me habría venido a vivir contigo de haber sabido que no eras lesbiana!

—Ah, ¿no? ¿Y se puede saber por qué? Total… te parezco espantosa, ¿no?

—Mira, Lisa… —Preston se sentó frente a ella y habló arrastrando las palabras, con aquel acento de Arizona que a ella le encantaba—. ¿Crees que soy imbécil? Que me haya tragado la patraña de que eras lesbiana, no significa que no me dé cuenta de otras muchas cosas.

—No tengo ni la menor idea de qué estás hablando. —Lisa bajó la mirada al suelo.

—Mírame. —Lisa levantó la cabeza con timidez en dirección a él. Preston supo que había dado en el blanco al ver que ella no lo desafiaba, como solía hacer cuando discutían—. ¿Por qué te escondes detrás de ese aspecto?

—Yo no… no me escondo.

—Sí lo haces. ¿Crees que no me he dado cuenta de que no las necesitas? —Acercó la mano a su cara y le quitó las gafas—. Y se te ven las raíces pelirrojas debajo de ese tinte horroroso —añadió con una sonrisa tierna.

—Tengo mis motivos para tener este aspecto —dijo ella, apenas en un susurro.

—¿Y me los vas a contar?

—Con este aspecto, mantengo alejados a los hombres.

—¡Vaya gilipollez! —dijo Preston, en un bufido burlón que enfureció a Lisa.

—¿Quién coño te crees que eres para juzgarme? —le gritó ella, levantándose e intentando escapar de aquella cocina que se le antojaba tan pequeña.

—Eso que has dicho es una gilipollez enorme… —le respondió él. Se levantó, se interpuso en su camino y, al final, rompió el denso silencio que se había instalado entre ellos—. Es una gilipollez enorme, porque yo no conseguí mantenerme alejado de ti ni cuando pensaba que eras lesbiana.

Tal como había sucedido unos días antes, Preston se apresuró a besarla, apretándola con su cuerpo contra la encimera. Quiso anudar con su lengua la de ella para evitar que huyera, que lo apartara. Tenía su rechazo demasiado reciente, y le aterrorizaba pensar que esa escena se repitiera. Lo que Preston no sabía era que Lisa no tenía intención de irse a ninguna parte. Dejó que él posara las manos en su culo y que la aupara hasta dejarla sentada en la encimera de madera de la cocina.

—Llevo meses deseando ver qué hay debajo de esas sudaderas de mierda. Por cierto, te las voy a tirar todas. Todas y cada una de ellas.

Lisa sonrió por toda respuesta. Él lo interpretó –con acierto– como una invitación a desnudarla y no tardó ni un minuto en hacerlo. Solo despegaron sus labios el tiempo necesario para que la ropa pasara sobre sus cabezas. Preston siguió besándola mientras con la yema de su dedo pulgar acariciaba el pezón sonrosado de Lisa, que se endureció como un pequeño guijarro al primer roce. Bajó con la boca para dedicarle toda su atención, y Lisa arqueó la espalda para aproximarlo más a ella. La alzó en brazos, ella enroscó las piernas a su cintura, y él los condujo a ambos a su dormitorio. La tumbó en la cama y le desabrochó los pantalones vaqueros, sin dejar de lamer sus pechos, su cintura, su ombligo…

—¿Quieres…? —Preston no necesitó terminar la frase para recibir la aceptación de Lisa, que –sin ápice de timidez– se apresuró a desabrochar los pantalones de él.

Preston abrió un cajón de su mesilla, cogió un preservativo y se lo puso con rapidez, sin dejar de acariciarla entre las piernas mientras lo hacía. Se tumbó encima, y hablaron con la mirada durante unos instantes mientras él tanteaba la entrada a ella. La penetró con la mezcla perfecta de delicadeza y seguridad, y Lisa creyó licuarse en sus brazos. Combatieron contra las sábanas durante el tiempo suficiente para saber que jamás se cansarían de hacer aquello. Cuando ella anunció entre gemidos su segundo orgasmo casi consecutivo, Preston se dejó ir, descargándose dentro de ella de una manera que no recordaba haber hecho antes. Solo permitió a su cuerpo salir de la laxitud en que había caído cuando Lisa protestó porque la estaba aplastando. Rodó sobre sí mismo hasta apoyarse en su codo y la miró fijamente.

—Debería ser delito que te hayas escondido tanto tiempo —le dijo, susurrando, mientras le acariciaba la mejilla—. Eres preciosa.

—No digas tonterías —replicó ella, avergonzada—. No tienes que decirme esas cosas, ya has conseguido llevarme a la cama.

Se rieron y dieron paso al segundo de los muchos asaltos con los que se regalaron el uno al otro aquel fin de semana.