XIII

 

 

 

Lisa releyó por enésima vez aquellas veintiocho palabras que le habían roto –más, si es que eso era posible– el corazón. «En ningún momento he visto ni veré ese vídeo. Nadie sabe nada de lo que me contaste. Espero que seas muy feliz en tu nueva vida en Boston». Hacía ya seis semanas que lo había recibido. Seis semanas en las que toda su vida había transcurrido delante de su ordenador portátil, ultimando el proyecto sobre protocolos de seguridad electrónica con el que pondría punto final a su carrera universitaria. Un par de días antes, había recibido la calificación, una matrícula de honor más que añadir a su impecable expediente. Había llamado a Emily, eufórica, e incluso se había animado a salir a comer con sus padres para celebrar su licenciatura. Pero, daba igual cuántos esfuerzos hiciera por alegrarse, no podía evitar echar de menos a Preston. Ya casi –casi– ni necesitaba saciar su amor por él. Daría cualquier cosa por volver al estadio anterior, a aquella amistad de compañeros de piso que les había durado apenas unas semanas, pero que a ella le parecían ahora los días más felices de su vida.

Preston se había encargado de poner distancia entre ellos. Si era cierto lo que decía su mensaje, si de verdad todo había sido un malentendido, la desconfianza de Lisa lo había herido hasta el punto de desearle suerte en su nueva vida, dejando muy claro que él ya no formaría parte de ella.

Lisa se avergonzaba de reconocer que releía ese mensaje cada noche. Todas y cada una de ellas desde que lo había recibido. Pero esa mañana de junio era especial porque, en unas horas, volvería a verlo.

Lisa había llegado el día anterior a Nueva York para asistir a la ceremonia de graduación en su facultad. Se alojaba en casa de Travis y Emily, quienes habían decidido organizarle una cena de celebración para esa noche, justo al terminar el acto académico. A las pocas horas de su llegada, escuchó a Travis reservar una mesa para cinco personas, en un pequeño restaurante cerca de Grand Central[3] al que ya habían ido en alguna otra ocasión. Lisa sintió, entonces, que, en esa cena, si Preston no acudía, habría un vacío que a ella le impediría disfrutar de cualquier celebración.

—No, Travis. Reserva para seis —le había dicho. El novio de su mejor amiga había entendido el mensaje a la perfección y le había sonreído.

A media tarde, Lisa se encontraba ante una situación para la que sabía que no estaba preparada. Sus semanas de dolor en Boston habían servido para arrancar para siempre aquel horrible disfraz tras el que solía parapetarse. Aunque ella, en el fondo, sabía que no habían sido esos días en su hogar los que habían obrado el milagro. Lisa, quizá de forma inconsciente, había decidido despojarse de aquella fealdad autoimpuesta en el mismo momento en que Preston le había dicho por primera vez que era preciosa.

Sacó del armario de la habitación de invitados de Emily el vestido de fiesta que su madre le había obligado a comprarse, y lo miró ilusionada. Por mucho que se convenciera a sí misma de que merecía ponerse guapa para compensar a la chica que había sido durante los últimos cinco años, algo en su subconsciente no paraba de preguntarse cómo reaccionaría Preston al verla tan cambiada. El pelo le había crecido mucho durante su estancia en Boston. Se lo había cortado un par de días antes, justo por encima de los hombros, eliminando todo resto del aquel tinte oscuro que ahora se le antojaba odioso. Había dejado de posponer el momento de deshacerse de la ortodoncia, como había hecho durante el último año, y ahora lucía una sonrisa perfecta. Y sabía que Emily no le permitiría salir de casa ni siquiera con las renovadas gafas que utilizaba ahora. Diablos. Sus compañeros de clase ni siquiera iban a reconocerla.

 

 

Preston no podía aguantar ni un segundo más aquella reunión con los benefactores del partido. Llevaba muchos años moviéndose en el entorno del Partido Republicano en Phoenix y estaba acostumbrado al tipo de votante conservador del oeste. Maldita sea, ni siquiera creía que hubiera votantes demócratas en Arizona. Aquellos hombres, amigos de su padre o de su abuelo, defendían valores tradicionales con los que él no estaba de acuerdo al cien por cien, pero que tampoco le chirriaban; les gustaban los rifles, la caza y los clubs de campo. En Nueva York, en cambio, el entorno del Partido parecía estar formado por gente que se hubiera escapado del siglo anterior. No conseguía visualizarse defendiendo que los homosexuales eran una amenaza para la familia tradicional o hablando sobre leyes migratorias que le parecían, como mínimo, infames. Cada vez que le entraba una crisis de programa electoral o, simplemente, dudas sobre si estaría haciendo lo correcto, llamaba a Travis o a Mark. Parker era un caso perdido de idealismo, así que ni siquiera era una opción. Pero, por mucho que sus hermanos trataran de ponerle los pies en el suelo, él sentía que eran una llamada de sustitución. La llamada real que siempre quería hacer tenía Boston como destino, y jamás se había atrevido a materializarla.

Preston había empezado el día con la llamada de Travis, anunciándole que estaba invitado a la cena de celebración de la graduación de Lisa. Demasiados sentimientos simultáneos lo habían invadido con esa llamada. Estaba orgulloso de Lisa por haber alcanzado su sueño, triste por no haber podido compartirlo con ella, enfadado por haberse enterado a través de Travis de la invitación a esa cena, ilusionado como un adolescente ante la perspectiva de volver a verla… Se revolvió el pelo frente al espejo, conteniendo un bufido ahogado de nervios, le dio una última pasada a su afeitado y se dispuso a enfundarse el traje que había elegido para la ocasión.

 

 

Lisa siempre había odiado llamar la atención, pero sabía que con aquel vestido rojo, de una sola manga y falda por encima de la rodilla, lo haría. Había pasado momentos de apuro en el trayecto hacia el estrado donde recibió su diploma, pero nada era comparable a lo que sentía ahora que se acercaba al grupo que formaban los hermanos Sullivan y sus parejas. Travis y Preston eran gemelos idénticos y lucían trajes muy similares, pero para ella fue sencillísimo distinguirlos. Uno de ellos era solo el novio de su mejor amiga. El otro era el responsable de que su corazón bombeara con tanta fuerza que no le permitía oír el resto de sonidos que la rodeaban.

—¡Felicidades! —Emily la abrazó con fuerza durante un buen rato, y ella se dejó hacer. Parker, Amy, Travis y la pequeña Katie se acercaron también a felicitarla con cariño. Con todos los acontecimientos que había vivido en los últimos meses, apenas había tenido tiempo de valorar el maravilloso grupo de amigos del que había conseguido formar parte.

—Gracias, chicos.

—Muchas felicidades, Lisa. —Una voz profunda rompió el bombeo de su corazón y a punto estuvo de abrir las compuertas de sus lágrimas.

Preston permanecía frente a ella, mirándola fijamente, con las manos en los bolsillos y una postura en apariencia –solo en apariencia– relajada. Se miraron durante una eternidad, aunque en el espacio temporal en que vivía el resto del mundo fueron solo unos segundos y, al fin, decidieron hacer lo único que sus cuerpos les pedían. Preston abrió los brazos, y se fundieron en un abrazo tan tierno que alguno de los presentes tuvo que carraspear para disipar la emoción.

—Me alegro mucho de verte, Preston —dijo Lisa, con la voz rota.

—Y yo. Yo también me alegro… muchísimo. Estás… Dios mío, estás preciosa.

—Tú tampoco estás mal —bromeó ella, dándole un buen repaso visual.

Parker rompió el encanto recordándoles que ya llegaban tarde a la cena. En aquel restaurante, pasaron una noche inolvidable de risas, recuerdos y planes para el verano. La boda de Parker y Amy, para la que solo faltaban tres semanas, acaparó el protagonismo de gran parte de la conversación.

—¿Querrás ser mi pareja? —dijo, de repente Preston, rompiendo un breve silencio que se había formado en torno a la mesa. Seis pares de ojos –incluyendo los enormes ojos azules de Katie, que parecía estar tan sorprendida como los demás– se giraron hacia él—. Quiero decir… Lisa, tú vas a ir sin pareja, y yo también. Tú eres dama de honor y yo, uno de los padrinos. Podríamos ir juntos, ¿no?

—Emmmm… Sí, sí, claro —contestó, apurada, Lisa.

Algunos de los presentes esbozaron significativas sonrisas, pero la conversación pronto derivó hacia temas más inofensivos. Emily tenía un examen al día siguiente, así que Travis y ella se retiraron pronto. Parker y Amy no tardaron en seguirlos, con Katie ya dormida sobre el hombro de él.

—Bueno, podemos dejarnos de nervios y de tonterías e ir a tomar algo, ¿no, Lis? —preguntó Preston, que no estaba dispuesto a perder ni un segundo de su compañía.

—Claro.

—¿Vamos al piso? Aún tienes allí la mitad de tus cosas y… —Preston se frotó la nuca con nerviosismo, mientras bajaban las escaleras hacia el metro—. Lisa, joder, ese apartamento no es lo mismo desde que te fuiste.

Lisa no pudo siquiera responderle. Se limitó a asentir y a apoyarse en su pecho. Hicieron todo el trayecto de metro en silencio, escuchando solo los latidos de un corazón que nunca llegaron a saber si era el propio o el del otro.

—¿Quieres una copa?

—Sí, por favor.

—¿Champán?

—¿Tienes champán?

—Yo tengo de todo, cariño —respondió la versión más seductora de Preston, sin saber él mismo si solo estaba bromeando.

—¡A cuántas chicas habrás traído aquí para tener champán en el frigorífico! —bromeó Lisa.

—A ninguna —respondió, muy serio, Preston, entregándole su copa—. No he estado con nadie desde que te marchaste.

—¿Qué?

—Lo que has oído. Bueno, miento. Subí a una chica al piso un día. Tenía bastante intención de follármela hasta que pidiera clemencia…

—Creo que no quiero oír esto.

—En cuanto nos dimos cuatro besos, fingí estar muy borracho y la acompañé a un taxi. Tardé cuatro besos en darme cuenta de que tenía un defecto horrible.

—¿Ah, sí? —Lisa puso los ojos en blanco—. ¿Y cuál era?

—Que no eras tú.

—Oh.

—Sí. Oh. ¿Por qué coño nos hemos hecho esto, Lisa?

—Preston, yo… siento mucho haber desconfiado de ti. Lo siento muchísimo, de verdad. Tal como oí la conversación, me pareció evidente que hablabas de… de lo mío, y no pensé con claridad.

—Aquella mañana… hablaba del accidente de Parker y Emily. Con el tiempo, entendí que dije frases que se podrían haber malinterpretado. Que tenía dieciséis años, que era una persona importante para mí y que no quería remover su pasado. Así que siento haberme ofuscado después de que quedara claro que había sido un malentendido.

—No te preocupes. Está todo perdonado. —Lisa tomó aire y decidió cambiar de tema—. Te he visto mucho en la tele últimamente.

—¿En serio? ¿En Boston?

—Sí. Estás saliendo bastante en la televisión nacional.

—Sí, sí. Lo sé. Me da muchísima vergüenza pensarlo.

—Vergüenza deberían darte algunas de las políticas que defiendes. —Preston sonrió. Quizá, si viniera de cualquier otra persona, habría encajado fatal ese comentario, pero esa sinceridad arrolladora de quien había sido su única amiga era justo lo que venía necesitando desde hacía semanas. Tal vez nunca pudieran recuperar otro tipo de relación, pero al menos no habían perdido aquello que un día los unió—. Pero, ideologías aparte, me alegro mucho de que te vaya tan bien. Todo indica que vas a ser el candidato republicano al Congreso.

—Sí. Eso parece. Y antes de cumplir los veintiséis. Es una bendición haber nacido con el apellido Sullivan. —Lisa detectó a la perfección la mueca sarcástica de Preston.

—No pareces demasiado feliz.

—Es que no lo soy. Pero no tiene nada que ver con la política. No soy nada feliz desde que te marchaste, Lis… —Preston rompió la distancia entre ellos y se dejó caer en el suelo ante el sofá en el que ella permanecía sentada—. Dame una oportunidad, por favor. Y, si no me la das, regálame al menos esta noche.

—Soy yo quien se ha graduado hoy. —Lisa dejó su copa en la pequeña mesa esquinera, y se aproximó a la boca de Preston. Qué importaban la prudencia, el pasado y el miedo cuando estaba a tan pocos centímetros de la felicidad—. Creo que soy yo la que debería recibir un regalo.

—Oh, pequeña… Créeme. Te voy a regalar tantos orgasmos como seas capaz de contar.