El ladrón honrado
Uno
Fazio había ido a Palermo a acompañar a su
padre a un chequeo médico e iba a quedarse varios días, de manera
que Montalbano llamó a Augello cuando Donato Butera apareció en la
comisaría a las nueve de la mañana diciendo que quería presentar
una denuncia por un robo sufrido en su casa.
Ambos se dieron cuenta enseguida de que,
para tratar con el señor Butera, había que tener más paciencia que
un santo.
Era un hombre de unos sesenta años, bien
vestido, que nada más sentarse se quitó las gafas, las limpió con
el pañuelo, se recolocó la corbata y la raya de los pantalones,
carraspeó, se sacó los puños de la camisa por encima del borde de
las mangas de la americana, acomodó bien las nalgas en la silla y,
por fin, se decidió a hablar.
—Tiene que saber usía, señor comisario, que
por las noches, al volver a casa, dado que soy viudo y vivo solo,
en tanto en cuanto mi único hijo, Jachino, se encuentra en
Alimania, donde tiene un buen puesto de trabajo e incluso se ha
casado, me preparo cualquier cosa de cenar, me la como y luego me
siento delante del tilivisor con una botilla de vino y veo una
película. Al final, cuando me entra sueño, voy y me acuesto.
Se quitó las gafas y empezó a limpiarlas
otra vez. Montalbano y Augello se miraron sorprendidos. ¡Aquel
hombre se tomaba las cosas con mucha calma!
—Perdone, señor Butera —dijo el comisario,
algo impaciente—, pero aún no hemos entendido por qué razón ha
venido a...
—Voy. Un momento de paciencia. Tengo que
decir que, antes de dormirme, cuando estoy ahí con los ojos medio
abiertos y medio cerrados, resulta que veo a algún pirsonaje de la
pilícula que va pasando. —¿Vuelve a ver escenas de la película?
—preguntó Montalbano.
—Escenas no, pirsonajes. Como si fueran de
carne y hueso.
Entonces fue Augello quien quiso hacer una
precisión: —¿Durante la película se acaba la botella?
—Sí, siñor. A lo que iba: por esa razón
anoche no me preocupó el hombre de la gorra que se pasiaba por mi
dormitorio.
Montalbano había llegado al límite de su
paciencia y se quedó mudo. De las preguntas se encargó
Augello:
—Vamos a ver, ¿el hombre de la gorra era o
no era un personaje de la película?
—Yo creía que era de la pilícula hasta esta
mañana. —¿Qué ha pasado esta mañana?
—Primero tiene que saber una cosa.
—Cuénteme.
—Tiene que saber que yo, antes de acostarme,
saco la cartera del bolsillo de los pantalones y la dejo encima de
la misilla de noche.
—Muy bien, nos damos por enterados. ¿Qué
más?
—Esta mañana, al mirar en la cartera, donde
tenía mil quinientas liras, me he dado cuenta de que sólo quedaban
quinientas.
Llegados a ese punto, el comisario decidió
intervenir:
—A ver si lo entiendo. Según usted, ¿el
ladrón le ha robado mil liras y le ha dejado quinientas?
—Exacto. —¿Y no le parece raro?
—Claro. Por lógica, tendría que habérselo
llevado todo. Pero las cosas son como son. —¿Y está convencido de
que anoche tenía mil quinientas liras en la cartera?
—Convencidísimo. Me las dieron cinco minutos
antes de volver a casa y luego lo comprobé cuando la dejé en la
misilla. —¿Le han robado algo más?
—No, siñor, nada. —¿Seguro? —¡Pues claro!
Piense que, al lado de la cartera, tenía el reloj, que es un reloj
bueno, me lo regaló mi siñora, que en paz descanse, por nuestras
bodas de oro, y el ladrón ni lo tocó. —¿En la puerta ha observado
signos de allanamiento? —¿Qué es eso del allanamiento?
—Que si forzó la cerradura para
entrar.
—No, siñor. —¿Las ventanas cómo
estaban?
—Todas cerradas. —¿Usted cómo cree que
entró? —¿Y a mí me lo pregunta? Entonces, ¿qué he venido a hacer
aquí? El que tiene que discubrirlo es usía.
No le faltaba razón.
—Señor Butera, acompañe al dottor Augello,
que va a tomar nota de su denuncia. Hasta luego.
Mimì reapareció al cabo de un cuarto de
hora.
—Para mí que estaba como una cuba. Vete tú a
saber dónde ha perdido las mil liras, si es que llegó a
tenerlas.
—Estoy de acuerdo contigo.
Sin embargo, se equivocaban los dos. Y
tuvieron los primeros indicios de su error cuando Catarella anunció
la visita de la señora Fodaro. Que, por descontado, se llamaba
Todaro, Nunziata Todaro.
—Señor comisario, yo por las noches cuido a
una señora de más de noventa años. Me voy a su casa a las nueve,
cuando la hija de la señora ya la ha acostado, y paso allí toda la
noche hasta las siete de la mañana. Mi hijo Peppi, que no está
casado, vive conmigo en mi casa, aunque al volver no me lo
encuentro, porque se va a trabajar a las seis y media.
—Mire, señora...
—Entendido, usía quiere que vaya al grano,
pero es que, si no le explico las cosas bien clarito, no va a
entender nada.
Montalbano y Augello se miraron y se
resignaron.
—Muy bien, continúe.
—Esta mañana, en cambio, lo he visto. —¿A
quién? —preguntó el subcomisario, que se había distraído
momentáneamente. —¿Cómo que a quién? Pues a mi hijo Peppi. Aún no
se había ido a trabajar. —¿Se encontraba mal? —aventuró Montalbano.
—¡No, qué iba a encontrarse mal, hombre! ¡Estaba de un humor de
perros! —¿Por qué? —¡Porque no encontraba las puñeteras mil
trescientas liras! ¡Sólo han aparecido trescientas!
—Pero ¿dónde tenía que encontrarlas?
—Encima de la mesa de la cocina. —¿Las había
dejado usted allí? —¡Sí, señor! Anoche antes de salir. Mi hijo me
las había pedido porque tenía que pagar la letra de una máquina que
tiene en la oficina.
—O sea, que usted cree que ha habido un
robo. —¡No es que lo crea, es que es verdad! ¡Las mil liras han
desaparecido! —¿Le ha dado otras mil liras a su hijo? —¡Qué
remedio! ¡Las últimas que me quedaban! ¡Y ahora a saber cómo me las
apañaré para llegar a fin de mes!
Con cautela, Montalbano propuso una
hipótesis: —¿No es posible que su hijo haya simulado un robo
para...?
La señora Nunziata lo pilló al vuelo.
—Pero ¡qué cosas se le ocurren! ¡Mi hijo es
honradísimo! Una vez se encontró una billetera y...
—Muy bien, muy bien. ¿Faltaba algo
más?
—Ni una mota de polvo. —¿Su hijo ha oído
algún ruido extraño durante la noche?
—Ése, cuando duerme, parece un cadáver. —¿La
cerradura de la puerta estaba forzada? —¡Qué va! —¿En qué piso
vive?
—En una planta baja. —¿Las ventanas
estaban...?
—En todas las ventanas hay rejas. —¿Tiene
idea de cómo puede habérselas apañado el ladrón para entrar?
—Es ladrona. —¿Qué? —replicó Augello, que
había vuelto a distraerse.
—Para mí que ha sido una mujer. —¿Por qué lo
dice? —¡Porque sé quién es!
—Díganoslo.
—Se lo digo. Es ’Ntonietta Sabatino, un
pedazo de puta que vive en el segundo y que creo que está liada con
Peppi, y para mí que el muy gilipollas de mi hijo le ha dado la
llave de casa para verse con ella cuando yo no estoy. ¡Y ésa se ha
aprovechado y le ha birlado mil liras!
—Pero, señora, no tiene usted la más mínima
prueba de... —¿Y qué falta hacen las pruebas? ¡Le digo que las
cosas son así y usía tiene que creerme!
Montalbano ya no podía más.
—A ver, Mimì, llévatela a tu despacho y toma
nota de la denuncia, pero que sea sin especificar acusado, por
favor.
Una vez tramitada la denuncia, Mimì volvió a
ver a Montalbano. —¿Qué te parece?
—Que, por lo visto, estamos ante una novedad
absoluta en el campo de la criminología.
—Es decir... —¿Tú crees que es normal que un
ladrón siempre robe mil liras? ¿Un ladrón con precio fijo? —¿Qué
piensas hacer?
—Por ahora, nada. Vamos a esperar al próximo
robo y vemos. Un ladrón que gana mil liras por golpe no se forra.
Tiene que volver a robar a la fuerza.
Los hechos le dieron la razón. Tres días
después, un lunes, hacia las doce de la mañana, se presentó en la
comisaría Beniamino Dimeli.
Era un señor de unos cincuenta años, que iba
hecho un pincel y bien perfumado, todo él zalamerías y sonrisas
deslumbrantes.
—Siento en el alma hacerles perder el tiempo
por una nimiedad, pero yo estoy acostumbrado a respetar la ley y me
gustaría que la respetara todo el mundo.
Sonrió. Si esperaba la felicitación de
Montalbano o de Augello, se llevó un chasco, aunque no dejó que se
notara.
—He venido a denunciar un robo —anunció.
—¿De mil liras? —preguntó el comisario con esperanza.
Dimeli lo miró boquiabierto.
—Si sólo se tratara de mil liras no los
habría...
—Perdone. Cuéntemelo todo.
—Yo soy de Montelusa y allí vivo, pero tengo
una casita en la playa, un poco más allá de la Scala dei
Turchi.
Montalbano puso mala cara. Así que aquel
hombre era el propietario de un chalet horroroso de reciente
construcción, claramente ilegal, que se pasaba por el forro todas
las normas, limitaciones, restricciones y leyes urbanísticas.
—En invierno la aprovecho algún que otro fin
de semana. Vamos... —¿Con su familia? —preguntó Augello.
—No estoy casado. Voy con tres o cuatro
amigos el viernes por la noche y ellos por lo general vuelven el
lunes a primerísima hora, porque tienen que ir a trabajar. Yo, como
no tengo horario y hay que cerrar la casa, salgo más tarde. —¿A qué
se dedica? —quiso saber Montalbano. —¿Yo? Pues... vivo de
rentas.
—Entendido. Acláreme una curiosidad: ¿a esos
fines de semana sólo van hombres?
—Sí —contestó Dimeli con una sonrisa—. Pero
no me gustaría que se confundiera. ¿Sabe usted?, somos unos amigos
que, de vez en cuando, comparten el placer de echar una partidita
de póquer lejos de miradas indiscretas. —¿Juegan fuerte?
—Podemos permitírnoslo.
—Cuéntenos lo que ha pasado.
—Anoche acabamos de jugar a las cuatro de la
madrugada y mis amigos se fueron enseguida. Yo, después de cerrar
puertas y ventanas, al cabo de media hora ya dormía. Cuando me he
despertado, a las nueve, me he percatado del robo. —¿Qué le han
robado?
—Había dejado mis ganancias encima de la
mesa, después de contarlas. Cien mil liras exactas. Esta mañana,
allí había sólo ochenta mil. —¿Está seguro de haber contado
bien?
—Segurísimo. Y no entiendo cómo ha entrado
el ladrón ni por qué no se lo ha llevado todo.