Tres
—Entiendo —insistió Montalbano,
pensativo.
Y no dijo nada más. El silencio se hizo
agobiante, Cipolla empezó a ponerse nervioso. Al final ya no pudo
contenerse. —¿Puedo saber...?
—Por descontado. Estoy convencido de que
Arnone buscó en su señora una compensación por el rechazo de Lalla
y de que la obtuvo.
En un primer momento, Cipolla no lo
comprendió. Luego fue como si el significado de las palabras del
comisario le entrara de repente en la cabeza. Con una especie de
rugido salió volando hacia Montalbano por encima de la mesa, sin
que Fazio consiguiera detenerlo. Sin embargo, el comisario se
levantó y se hizo a un lado, de forma que Cipolla acabó el vuelo
estampándose de cabeza contra la pared y cayó al suelo aturdido.
Fazio lo ayudó a levantarse y a volver a sentarse, y le llevó un
vaso de agua.
—Les pido perdón —dijo el hombre al cabo de
un rato, respirando con dificultad.
Se había producido en él un cambio. Quizá
había entendido que lo mejor era mantener los nervios a raya.
—¿Puedo seguir?
—Sí, señor. —¿Sabe qué me ha llevado a
formular esa hipótesis? El hecho de que usted, antes de embarcarse
en el Carlo III, le pidiera un revólver a un amigo y...
—Pero ¡si ya lo tenía desde hacía
tiempo!
—Pero no puede aportar ninguna prueba.
Cipolla cerró los ojos y echó la cabeza
hacia atrás. Empezaba a sentirse perdido.
—A ver, si lo tenía desde hacía tiempo, yo
le pregunto: cuando trabajaba en el Carlo I, ¿también subía a bordo
armado?
—Sí, señor. —¿Me explica por qué?
—Yo se lo explico, pero preferiría que los
demás no supieran que se lo he dicho. —¿Qué tienen que ver los
demás?
—Tienen que ver porque... Bueno, se lo voy a
contar todo y santas pascuas... Resulta que a veces, mientras
pescamos, llegan patrulleras libias, tunecinas, de donde coño sea,
y secuestran alguno de nuestros pesqueros. Y yo, la verdad, no
tengo ningunas ganas de acabar en una cárcel de Gadafi. —¿Ya le ha
pasado?
—A mí no, pero a un amigo mío sí. Y me ha
contado que le hicieron cosas vergonzosas.
—O sea, que el revólver lo llevaba para
defenderse.
—Desde luego.
—Pero ¿qué iba a hacer usted solo contra las
metralletas de una patrullera?
Cipolla no contestó.
—Como ve, su explicación no se sostiene. Su
situación, tengo que advertírselo, va de mal en peor. Vamos
encaminándonos hacia el homicidio premeditado. ¡Nada de accidente!
Voy a llamar al juez instructor y...
—Un momento —pidió Cipolla en voz
baja.
Se retorcía las manos y movía el cuerpo
hacia delante y hacia atrás. Montalbano decidió darle un
empujoncito:
—Muy bien. Hemos acabado —dijo. —¿Y quien ha
dicho que sólo iba armado yo? —gritó el marinero.
—Un momento, a ver si lo entiendo. ¿Me está
diciendo que sus compañeros de pesca también llevan armas?
—Sí, señor. —¿Y cree que estarían dispuestos
a confirmarlo?
—Ni por asomo. —¿Y eso?
—Para empezar, porque no tienen licencia. Y
luego, porque el que se ha metido en un lío he sido yo y tengo que
afrontar las consecuencias.
De golpe y porrazo, ante esas últimas
respuestas, en el cerebro de Montalbano se encendió una lucecita.
—¿No será que a bordo hay algo más gordo que un revólver?
—Yo no soy ningún chivato.
La lucecita ganó en intensidad. —¿El señor
Cosentino está al corriente?
Cipolla se encogió de hombros.
—Puede que sí y puede que no. Quizá no le
conviene que el pesquero quede retenido.
Se hizo un silencio. A continuación el
comisario preguntó: —¿Es consciente de que, tal como están las
cosas, lo tiene bastante jodido?
Cipolla inclinó la cabeza hacia delante y se
puso a llorar en silencio. —¡Se lo juro! ¡Yo no quería matarlo, fue
un accidente!
—Pero por desgracia para usted...
Una especie de lamento empezó a surgir de la
boca de Cipolla. Montalbano decidió que había llegado el momento
del golpe de gracia. Le había dado algo amargo y ahora tocaba algo
dulce. Habló en voz baja:
—La verdad es que yo, personalmente, empiezo
a tener serias dudas sobre lo de la premeditación.
Mientras una especie de corriente eléctrica
sacudía el cuerpo del pescador, Fazio sonrió. Había entendido el
juego del comisario. —¿Usía me cree? —preguntó el hombre, incrédulo
y desorientado.
—Podría. Pero aún tengo que preguntarle un
par de cosas más.
—Todas las que hagan falta.
—Y debe contestar con absoluta
sinceridad.
—Se lo juro. —¿Me confirma que sus
compañeros también llevaban armas?
—Sí, señor. —¿Incluido el mecánico?
—Sí, señor. —¿Dónde la tenía?
—Metida en el cinturón.
—Usted tiró el revólver al mar
inmediatamente después del accidente, pero ¿sus compañeros cuándo
se deshicieron de los suyos?
—Cuando lo ordenó Sidoti.
—El cual, a su vez, había recibido la orden
de Cosentino, ¿no?
—No sé decirle si Cosentino le dio la orden,
pero sí que fue después de que hablara con él. —¿Y Sidoti qué más
tiró al mar?
El hombre vaciló un instante. Montalbano
decidió intervenir.
—Señor Cipolla, tiene ante sí dos caminos: o
treinta años por homicidio con premeditación o algún añito por
homicidio involuntario y tenencia ilícita de arma de fuego. Usted
elige. Se lo repito: ¿qué más tiró Sidoti al mar?
—Un... un kalashnikov.
Montalbano comprendió al vuelo que Cipolla
se callaba algo más. —¿Y además del kalashnikov?
—Dos trajes de buceo, dos máscaras y cuatro
botellas —musitó el otro. —¿Para qué servían?
Antes de contestar, Cipolla arrugó la frente
como si estuviera haciendo un gran esfuerzo.
—Para... para desencallar las redes si
alguna vez...
—Perdone, pero ¿qué necesidad había de hacer
desaparecer todo eso?
—No lo sé.
Estaba claro que mentía, pero el comisario
prefirió no insistir. —¿Y las tripulaciones de los demás pesqueros
también van armadas?
—Sí, señor.
El que habló entonces fue Fazio:
—Cuando han sacado el cadáver del mecánico
no han encontrado ningún arma.
—Sidoti se metió en el compartimento del
motor y se la quitó —explicó Cipolla.
—Por ahora puede bastar. Fazio, llévatelo al
calabozo. Está usted detenido, señor Cipolla.
Éste, que no esperaba esa conclusión, se
quedó estupefacto, boquiabierto, sin fuerzas siquiera para
levantarse. Fazio lo puso en pie y se lo llevó casi a rastras.
Volvió a la carrera cinco minutos después y se sentó.
—Pero ¿usía qué piensa realmente de
Cipolla?
—Me estoy convenciendo de que se trató de un
accidente que ha tenido efectos secundarios. —¿Y eso qué quiere
decir?
—Quiere decir que esa muerte está poniendo
en peligro alguna actividad turbia, aunque no sé de qué se trata.
Habría que investigar un poco a Cosentino.
—Ya está hecho —dijo Fazio.
Aquel «ya está hecho» tenía un significado
claro: con frecuencia, y por propia iniciativa, Fazio iba un paso
por delante del comisario, cosa que causaba en éste una tremenda
irritación. Se controló. —¿Y con quién has hablado?
—Con mi padre. He ido a verlo después de
comer, antes de venir para aquí. —¿Y qué te ha dicho?
Fazio puso la cara de las grandes
ocasiones.
—Pues unas cuantas cosas interesantes. Hace
muchos muchos años, Cosentino era un pobre pescador al que don
Ramunno Cuffaro...
—Ay, ay, ay —dijo Montalbano. —...al que don
Ramunno Cuffaro acogió bajo su ala, hasta el punto de que lo hizo
capitán de un pesquero muy especial. —¿Qué tenía de especial?
—Que, además de peces, también pescaba cajas
de cigarrillos de contrabando.
—Comprendo. O sea que hizo carrera con los
Cuffaro.
—Exacto. Mi padre está convencido de que no
es el auténtico propietario de los pesqueros, sino un testaferro de
los Cuffaro. —¿Algo más?
—Sí, jefe. Se dice que a su hijo Carlo, que
oficialmente se ahogó en el mar hace seis años y cuyo cadáver no se
encontró, en realidad se lo cargaron durante un tiroteo con los
Sinagra, que iban en dos pesqueros que querían robar los
cigarrillos de los Cuffaro. Desde entonces, parecía que Cosentino
había conseguido que los Cuffaro lo dejaran dedicarse a pescar
honradamente y nada más, pero por lo visto...
—Por lo visto le han ordenado que vuelva al
servicio activo. Pero ¿de qué servicio se trata? Ahí está el quid
de la cuestión. A ver, dime, ¿tú conoces a algún propietario de
barcos pesqueros que sea honesto y reservado?
—Sí, jefe. Calogero Lorusso.
—Pon el altavoz, llámalo y pásamelo.
Cinco minutos después ya lo tenía al
teléfono.
—A sus órdenes, comisario.
—Le ruego que no le mencione a nadie esta
conversación.
—Soy una tumba.
—Se lo agradezco. Me gustaría saber qué
instrucciones ha dado a sus tripulaciones en caso de intento de
secuestro por parte de patrulleras extranjeras.
—Bueno, comisario, no se trata de
instrucciones mías. Todos los pesqueros tienen que atenerse a las
normas dictadas por la Comandancia General de las Capitanías.
—Que son...
—En primer lugar, intentar evitar el
secuestro alejándose a toda velocidad y renunciando, en caso
necesario, a recuperar las redes. En segundo lugar, no oponer la
más mínima resistencia, ni siquiera ante provocaciones graves. En
tercer lugar, no embarcar armas de ningún tipo. En cuarto
lugar...
—Es suficiente. Acláreme una curiosidad. En
caso de que se encallaran las redes, ¿haría bajar a un
submarinista? —¿Un submarinista? ¿De noche? Pero ¡qué cosas tiene!
Se prueba una y otra vez con el cabrestante haciendo las maniobras
oportunas y si la suerte te acompaña...
—Una última pregunta y no lo molesto más.
¿Cómo se reparten las zonas de pesca entre todos?
—No hay nada escrito, son zonas
tradicionales. En tierra se hablaría de usucapión. Hace décadas que
yo tengo mi zona, Filipoti la suya, Cosentino lo mismo y así
sucesivamente.
—Le agradezco su amabilidad.
Colgó el auricular y marcó otro número que
tenía apuntado en un papel.
—Señor Cosentino, al habla Montalbano.
Quería informarle de que Cipolla está detenido, avise usted a su
mujer. Por la mañana lo trasladarán a la cárcel de Montelusa y yo
le haré saber al juez que, en mi opinión, se trata de un homicidio
premeditado.
—Entonces, ¿cuándo me devuelven mi
barco?
—Mañana mismo solicitaré al señor juez que
lo haga. Buenas tardes.
Cortó la comunicación y miró a Fazio.
—Así Cosentino se siente seguro de poder
seguir con sus actividades. Porque lo que está claro es que está
haciendo algo turbio, puesto que incumple las normas de la
Comandancia de las Capitanías.
—Sus pesqueros van tan armados que
cualquiera diría que son una flota naval —dijo Fazio.
—A eso voy. Querido Fazio, tengo la
impresión de que hemos topado con algo gordo. Bueno, se ha hecho
tarde y me marcho ya. Tú entérate de cuál es la zona de pesca
reservada a Cosentino y nos vemos mañana por la mañana.
Al llegar a Marinella se dio cuenta de que
no le apetecía hacer nada, ni siquiera comer.
Una sola pregunta le rondaba por la cabeza:
¿cuál era el secreto de Cosentino?
Y no saber darle respuesta le pesaba como
una losa.
Decidió picar algo para no irse a la cama
con el estómago vacío.