Dos
Montalbano recordaba que, hasta hacía pocos
meses, en aquel local había una gran barbería. Se llamaba El Hombre
de Hoy. En el escaparate exponían fotografías de distintos peinados
masculinos que habían ganado premios en concursos de barberos.
Nunca había entrado, pero el olor dulzón que salía del interior y
que se esparcía por la acera había bastado para convencerlo de que
aquel sitio no valía gran cosa.
Con el cambio, habían tratado de
transformarlo en un local menos frívolo, pero no les había salido
muy bien, porque al final había quedado algo muy parecido a una
administración de lotería del año de la pera. Debía de ser un banco
de tercera categoría.
Detrás de un separador de madera había dos
empleados de ventanilla sentados en su sitio. El primero,
jovencito, miraba una mosca que volaba; el otro, mayor, parecía
adormilado. Había un tercer puesto vacío que debía de ser el de su
acompañante.
—Sígame —pidió Cascino, con un tono de voz
entre mayordomo y guía turístico.
Ni que estuviera de visita en el castillo de
Windsor.
De la trastienda de la barbería habían
sacado dos habitaciones no demasiado amplias. En una de las puertas
vio una placa con la inscripción «Director». Era de cobre, pero
parecía de oro macizo de lo mucho que relucía. En la otra no había
nada escrito, pero, para compensar, la puerta no era de madera,
sino de metal pesado. Y estaba aún más blindada que la de la
entrada. De hecho, tenía dos discos para introducir combinaciones
numéricas.
Cascino llamó a la puerta del director.
—¡Adelante! —dijo una voz desde dentro.
El hombre abrió, asomó la cabeza, anunció al
comisario y se apartó ceremonioso.
—Pase. ¡Joder, cuánta solemnidad y cuánto
miramiento había en aquella sucursal de tres al cuarto! ¡Cualquiera
diría que iba a recibirlo el director de la Banca d’Italia!
Entró y el contable cerró la puerta a su
espalda con un cuidado exageradísimo.
Fazio, que estaba sentado delante del
escritorio de un hombre de cuarenta y pico años, con bronceado de
rayos UVA y bastante elegante, se levantó. El otro lo imitó
ajustándose la corbata.
—Buenos días —saludó Montalbano. ¿Se
equivocaba o aún flotaba en el aire, muy tenue, el olor dulzón de
la barbería? —¿Dónde está el dottor Augello? —le preguntó a Fazio a
continuación.
—Cuando se ha enterado de que usía venía se
ha marchado, tenía que hacer un recado urgente. ¡El muy hijo de
puta! Se había escaqueado. Si a Montalbano el asunto de Adelina le
había tocado los cojones, aquello ya era como si se los tocaran por
partida doble. Mientras, el bronceado director había llegado a su
altura y estaba tendiéndole la mano.
—Soy Vittorio Barracuda —dijo—. He oído
hablar mucho de usted y lamento conocerlo en circunstancias tan
desagradables.
Y sonrió, mostrando dos hileras de dientes
clavaditas a las del peligroso pez carnívoro homónimo.
A Montalbano no le cupo la menor duda de que
el individuo que tenía delante era capaz de hacer una carrera más
que brillante en el mundo de la banca. Seguro que un lobo
hambriento tenía más escrúpulos que él. ¿No estaba desaprovechado
en un bancucho como aquél? —¿Cuánto tiempo llevan en Vigàta?
—Tres meses. —¿Ya se han hecho una
clientela?
—No podemos quejarnos. —¿Cuántas sucursales
tienen en la provincia?
—Una sola, ésta.
Pero ¿no era un banco agrícola, según el
nombre? Entonces, ¿por qué no habían abierto la sucursal en
Cianciana o en Canicattì, donde había actividad de ese tipo, y sí
en Vigàta, que era un pueblo de costa?
El comisario, que ya no aguantaba más la
sonrisa de mil dientes de Barracuda, se dirigió a Fazio: —¿Algo que
contarme?
—Dottore, esta noche han forzado la
entrada... —empezó el inspector en italiano y no en dialecto, como
era habitual.
—Ya. De día habría sido más difícil —lo
interrumpió Montalbano, seco.
Fazio comprendió que estaba de un humor de
perros, pero disimuló y continuó: —...hasta la cámara contigua,
donde se encuentran las cajas de seguridad. Si quiere que vayamos a
verlas...
—No, a lo mejor luego —lo cortó Montalbano—.
¿Sabes cuántas hay?
—Cien. De varios tamaños, naturalmente. —¿Y
estaban todas ocupadas?
Esa vez fue Barracuda el que
respondió:
—Sí, todas.
Montalbano no tenía claro por qué, pero
estaba un poco desconcertado. Había algo que no cuadraba y no
conseguía identificarlo.
Desde que había entrado en aquel despacho,
estaba de pie. Echó un vistazo a su alrededor. Barracuda interceptó
la mirada.
—Siéntese, por favor —pidió, cogiendo dos
carpetas de una silla.
Montalbano así lo hizo. —¿Cómo han logrado
entrar?
Quien contestó fue Fazio:
—Tenían las llaves de la persiana metálica y
sabían la combinación de las dos puertas blindadas, la de la
entrada y la de la cámara de las cajas. —¿No hay vigilante
nocturno?
Ahora le tocó al director:
—Tenemos contratada una empresa, Securitas,
que es muy de fiar. —¿Los has llamado? —le preguntó el comisario a
Fazio.
—Sí, dottore. El vigilante, que se llama
Vincenzo Larota, hace un control cada hora en bicicleta. Y no ha
notado nada.
—Parece que los ladrones estaban informados
de sus horarios —comentó el director.
—Ya —replicó el comisario.
Y no dijo nada más. Se había echado hacia
delante y parecía absorto contemplándose la puntera de los
zapatos.
Para romper el silencio, Barracuda buscó una
justificación. —¿Sabe, comisario?, somos un banco pequeño, así que,
de acuerdo con la dirección, decidimos que no era necesario
contratar vigilancia propia...
Esas palabras fueron las que aclararon, en
la cabeza de Montalbano, la razón por la que se sentía incómodo.
—¿Qué tipo de clientes tienen?
Barracuda se encogió de hombros.
—Nos llamamos Banca Agricola porque nuestra,
digamos, finalidad es precisamente ayudar al desarrollo de empresas
dedicadas a la producción de vino, de cítricos, apoyar a los
pequeños agricultores, a los campesinos...
Pero ¿dónde estaban todas esas empresas
agrícolas de la provincia de Montelusa? En Vigàta, desde luego, no
habría habido forma de encontrar ninguna ni pagándola a precio de
oro.
—Por descontado, esta sucursal está buscando
clientes entre los propietarios de barcos, entre los pescadores...
—prosiguió Barracuda, y, con cara de listillo, añadió—: Si la
comisaría de Vigàta también quiere hacerse cliente nuestro...
Y se echó a reír. Él solo.
Mientras, Montalbano se planteaba preguntas.
Si los clientes eran gente pobre que se ganaba la vida como podía,
¿qué necesidad había de que un banco de aquel tipo tuviera una
cámara blindada con cajas de seguridad? ¡Y no diez, sino encima
cien! ¡Y de varios tamaños! ¡Y estaban todas ocupadas! No, aquello
no cuadraba en absoluto.
Resolvió disparar directamente al centro de
la diana. —¿Podría pasarme una lista completa de las personas que
tienen cajas de seguridad alquiladas?
De repente, Barracuda se puso rígido como
otro pez muy distinto, en concreto un bacalao.
—No veo qué utilidad puede tener eso.
—Yo sí la veo.
—Permita que me aclare.
—Aclárese.
—Han desvalijado todas las cajas, repito,
todas, indistintamente. No ha sido un robo dirigido a una en
concreto. Por eso...
—Por eso, usted me da la lista de todos
modos —replicó el comisario con decisión.
De bacalao, Barracuda pasó a merluzo
congelado.
—Pero eso, entiéndame, iría en contra del
secreto bancario...
—Señor Barracuda, no le estoy preguntando
por el contenido de las cajas de seguridad, que por otro lado usted
desconoce, sólo le estoy pidiendo una lista de esos clientes.
—Ya lo sé, pero voy a tener que pedir
autorización a la dirección general y no estoy seguro de
que...
El comisario lo interrumpió, disgustado:
—¿Cuánta gente conoce las combinaciones?
—Todos. Los tres empleados y yo. —¿Las
cambian a menudo?
—Cada tres días. —¿Quién se encarga?
—Yo. Y comunico las nuevas a los
interesados. Esta noche me toca cambiarlas —explicó, mirando
receloso al comisario—. ¿No creerá que a los ladrones se las ha
dado uno de nosotros...?
Montalbano lo observó sin abrir la boca.
—¿Sabe? —continuó el director—. Hay unos aparatos que
pueden...
El comisario levantó una mano para pararle
los pies.
—Estoy al tanto. He visto algunas películas.
Le agradecería que, en cuanto me vaya, preparase una lista de sus
empleados con las direcciones y los teléfonos correspondientes y se
la entregase a mi colaborador. Eso no creo que sea secreto bancario
—dijo, y luego le preguntó a Fazio—: ¿Has llamado a la
científica?
—Aún no.
—Hazlo. Nos vemos en comisaría.
Se levantó y Barracuda le tendió la mano.
Montalbano se la estrechó y, sin soltarla, arrugó la nariz. —¿Usted
también nota el olor? —¿Qué olor? —preguntó el director,
extrañado.
—Aquí antes había una barbería. Por lo
visto, las paredes han quedado impregnadas de un olor que ahora
resulta desagradable.
Tuvo la impresión de que al hombre le sudaba
un poquito la mano.
Una vez fuera, comprobó que la mañana
mantenía su promesa de ser comprensiva con su humor, que desde
luego no era muy alegre. Decidió ir dando un paseo hasta el banco
donde tenía la nómina domiciliada. El director, el señor Macaluso,
lo recibió enseguida.
—Estoy a su disposición.
—Necesito que me informe de una cosa.
¿Cuántas cajas de seguridad tienen?
—Treinta. —¿Sabría decirme, aunque sea
aproximadamente, cuántas hay en los demás bancos de Vigàta? —¿Puedo
permitirme preguntarle el porqué de su interés? —dijo
Macaluso.
La noticia del robo no se había difundido.
Mejor.
—Es para un estudio que nos pide la jefatura
provincial.
A Macaluso le bastaron cinco minutos.
Resultó que sólo la Banca Agricola di Montelusa tenía un número tan
desproporcionado de cajas de seguridad.
El director miró a Montalbano asombrado.
—¡Qué raro! ¿Qué harán con tantas cajas?
—A saber —contestó el comisario con la
carita inocente de un querubín recién bajado del paraíso.
Salió de la oficina bancaria, volvió sobre
sus pasos para coger el coche y se dirigió a la comisaría.
Por el camino fue pensando. Y nada más
llegar llamó a su padre. —¡Qué sorpresa, Salvo! ¡No sabes la
alegría que me das!
—Papá, ¿te molestaría venir a comer conmigo
hoy a la una? —¿Cómo va a molestarme? Pero ¡qué cosas tienes!
—Pues entonces nos vemos a la una en la
trattoria de Calogero.