Dos

 

Por el contrario, el caso de una banda de ladrones especializada en desvalijar relojerías y joyerías había avanzado a buen ritmo y se había cerrado con éxito.
Montalbano se lo había encargado al subcomisario Mimì Augello, que sí, era mujeriego y poco entusiasta, pero cuando trabajaba con ganas demostraba lo buen policía que era. Después de tres meses de investigación, había conseguido detener a los ocho componentes de la banda y recuperar buena parte del botín.
El mismo día en que se cerró ese caso, un jueves, el jefe superior, Burlando, telefoneó al comisario. —¿Podría venir a verme mañana por la tarde, hacia las siete y media, junto con el subcomisario Augello? Quiero felicitarlo.
A las siete del día siguiente, Montalbano salió hacia Montelusa con Augello sentado a su lado.
Había hecho mucho calor los días anteriores y seguía haciéndolo. La gente ya se había ido de fin de semana y la carretera estaba casi desierta.
En un momento dado, mientras iban charlando, los adelantó una motocicleta con dos individuos que no iba a mucha velocidad. En cuanto la moto estuvo delante del coche, frenó, hizo un giro de ciento ochenta grados y volvió por donde había venido. —¿Tú has visto a esos cabrones? —preguntó Montalbano.
Poco después, la motocicleta volvió a colocarse a su lado y a adelantarlos, y luego redujo la velocidad.
El que iba sentado detrás se volvió.
Más que verlo, Montalbano intuyó que llevaba una pistola en la mano. —¡Cuidado, Salvo! —gritó Augello.
El individuo disparó en ese preciso instante. Cuatro tiros. Mientras estallaba el parabrisas, Montalbano dio un volantazo, se salieron de la calzada y medio coche quedó metido en la cuneta.
Sentía un gran dolor en el pecho, pero no se veía ninguna herida. Mientras tanto, la moto se había dado a la fuga. Miró a Mimì y se asustó. Tenía la cara cubierta de sangre y estaba o muerto o desmayado. Luego vio que tenía un corte en la frente y se tranquilizó.
El primero en prestarles auxilio fue un guardia municipal de Vigàta que pasaba en su coche.
Al cabo de diez minutos llegaron dos ambulancias. Mientras tanto, Augello había vuelto en sí. Los llevaron al hospital de Montelusa y los pusieron juntos en una habitación con dos camas.
Según los médicos, Montalbano tenía dos costillas fisuradas por el impacto contra el volante y Augello, un corte ancho pero no muy profundo, provocado por una esquirla del cristal del parabrisas. Habían salido bien parados.
El primero en llegar fue el jefe superior. Estaba nervioso y conmovido. Los abrazó a los dos y les dijo que había encargado la investigación del atentado al dottori Cusimato, el jefe de la brigada móvil.
Luego llegó Pasquano. —¡Cuánto me habría gustado hacerle la autopsia!
A continuación se presentó la comisaría de Vigàta en pleno, con Fazio a la cabeza.
Mientras, daban la noticia del atentado en los informativos. Montalbano llamó a Livia para tranquilizarla, pero ella dijo que estaría allí al día siguiente.
Pasaron la noche en el hospital. Por la mañana los médicos los visitaron y les dijeron que podían irse a casa. Fue a buscarlos Gallo en un coche patrulla. Augello llevaba un vendaje que parecía un turbante de gran visir. Gallo acompañó a Montalbano a Marinella, donde se encontró a Adelina hecha un mar de lágrimas. —¡Virgen santa, qué susto me he llevado!
Sacó una butaca al porche, lo hizo sentar, puso la mesa y le sirvió la comida.
A las cuatro llegó Livia. Adelina, que no la soportaba, se despidió y se marchó. A las cinco y media apareció Fazio, a las seis telefoneó Cusimato para preguntar si podía pasarse. Al cabo de una media hora llamó a la puerta. El comisario le dijo a Fazio que se quedara.
Cusimato era un hombre inteligente, tan inteligente que, en lugar de hacer preguntas, le dijo a Montalbano:
—Habla tú.
—Todos los periodistas están convencidos de que el que me disparó fue un sicario de la mafia. —¿No estás de acuerdo?
—No. Y por una razón muy sencilla. Si hubiera sido cosa de la mafia, ahora no estaría aquí hablando contigo. A estas horas te habrías puesto a organizar mi entierro.
—Pero hay otra cosa: te siguieron desde que saliste de comisaría... —¡Qué va! ¡No me siguió nadie! Ni siquiera se trataba de algo premeditado. —¿Por qué lo dices?
—Los de la moto no nos seguían, iban a lo suyo. Al adelantarme, me reconocieron. Como querían asegurarse de que era yo, hicieron un giro de ciento ochenta grados para verme mejor. Se quedaron convencidos de que se trataba de mí y entonces volvieron a adelantarme para disparar. Fue un encuentro casual, estoy más que convencido. Dime una cosa: ¿has visto mi coche?
—Sí, claro. —¿Dónde dieron los disparos?
—Uno agujereó el guardabarros por la izquierda, otro el radiador y el tercero dio en el parabrisas justo en el centro. —¿Y el cuarto? —¿Hubo un cuarto disparo?
—Sí, y ni siquiera alcanzó el coche. No puede decirse que tuviera buena puntería. —¿Pudiste verle la cara?
—Llevaba casco. ¿Y tú qué me dices? —¿Qué quieres que te diga? Ahora voy a ver a Augello. A lo mejor se acuerda del número de la matrícula. —¿Mimì? ¡Sí, hombre!
—Oye, ¿qué te parece si monto un servicio de vigilancia para el período en que estés sin...? —¿Estás de broma? —lo interrumpió el comisario.
—Dottore, dígame qué tengo que hacer —dijo Fazio en cuanto se fue Cusimato.
—No tengo la más remota idea —contestó Montalbano. —¿Cuándo piensa volver a comisaría?
—Los médicos me han dicho que no haga nada durante al menos una semana, pero me subiría por las paredes. Creo que voy a portarme bien hasta mañana. Ya te llamaré y me mandas un coche.
Aquella noche no pudo ni siquiera hacer el amor, a pesar de que tenía muchas ganas.
A las diez de la mañana siguiente recibió una llamada telefónica del abogado Guttadauro, conocido consejero de una de las dos familias mafiosas de Vigàta.
Utilizó la primera persona del plural para dejar claro que hablaba en nombre de terceros.
—Dottore Montalbano, no puede ni imaginarse nuestra alegría al enterarnos de que, por suerte, ese vil atentado no ha tenido...
Al cabo de una hora llamó el abogado Piscopo, consejero de la otra familia. También recurrió al plural.
—Dottore, nos hace muy felices saber que ha salido de ésta sólo con lesiones leves y queríamos hacerle llegar...
Era la confirmación de lo que él ya pensaba. La mafia procuraba comunicarle que no tenía nada que ver con el intento de asesinato.
Pasó el resto del día en el sofá. Livia, que había pedido el almuerzo a Calogero, fue a buscarlo en taxi. Al comisario, esa comida le sentó mejor que cualquier cura.
A la mañana siguiente hizo que le mandaran un coche. Llegó Gallo y lo llevó a la comisaría.
Catarella, hecho un mar de lágrimas, se abalanzó a abrirle la puerta del coche, lo ayudó a bajar y lo acompañó a su despacho como si fuera un inválido. Luego llegó Fazio. —¿Y Augello?
—Le dolía mucho la cabeza y el médico le ha mandado una semana de reposo. ¡Cómo no, Mimì iba a aprovechar la oportunidad a base de bien!
—Fazio, ayer, como no tenía nada que hacer, pensé largo y tendido en la desaparición de la señora Guarraci. La pregunta es la siguiente: ¿cuánta gente sabía que iba a coger el tren aquel sábado a las seis?
—Dottore, ya me lo mencionó en su momento, así que hice un par de preguntas. Lo sabían seguro dos personas: su marido y la asistenta, que se llama Trisina Brucato. —¿Hablaste con esa Trisina?
—Sí, claro. Y me contó que la señora llevaba un millón en efectivo en la bolsa de viaje. —¿Y no podría ser que...?
—A mí me dio la impresión de que es una mujer honrada.
Era difícil que Fazio se equivocara al juzgar a alguien.
—Entonces sólo nos queda el marido, el aparejador. ¿Sabes algo de esa amante que tiene?
—Se llama Giuliana Loschiavo, tiene veinte años y está para mojar pan. Parece que está volviendo loco al aparejador. —¿Y eso por qué?
—Porque la tal Giuliana se ve con otro. —¿Sabes quién es?
—Sí, señor: Stefano di Giovanni, el mayor comerciante de pescado. También está casado. La chica se reparte equitativamente entre los dos, pero el aparejador querría la exclusividad.
—Y seguramente está dispuesta a quedarse con el mejor postor. ¿Te encargas de que venga esta tarde a las cuatro?
Livia fue a buscarlo con un coche que había alquilado y lo llevó a la trattoria de Calogero.
Después volvió a dejarlo en la comisaría. Giuliana Loschiavo se presentó a las cuatro en punto. Fazio la acompañó al despacho de Montalbano y se sentó después de que ella se acomodara delante de la mesa.
Era un estupendo ejemplar del sexo femenino y no parecía en absoluto impresionada por estar en presencia del comisario. De hecho, fue ella la que habló primero:
—Ya sé por qué quería hablar conmigo.
—Veamos si lo ha adivinado.
—Como la mujer de Guarraci ha desaparecido, quiere informarse de mi historia con él. ¿Es eso?
—Es eso.
—Pues mire, comisario, hace dos meses que no nos vemos. Fui yo quien lo dejó. —¿Por qué?
—Porque me había prometido que se separaría de su mujer y nos iríamos a vivir juntos, pero no lo hizo.
Montalbano no se resistió a soltar una maldad:
—En ese caso, habrá dejado también al señor Di Giovanni.
La muchacha se rió con ganas.
—A Stefano no lo he dejado. —¿Se ha separado?
—No, pero nunca me ha prometido que fuera a hacerlo.
El razonamiento era impecable.
—Después de la desaparición de su mujer, ¿Guarraci ha tratado de ponerse en contacto con usted?
—Aún no, aunque estoy segura de que tarde o temprano lo hará.
Cuando volvió de acompañar a la muchacha, Fazio se encontró a Montalbano pensativo. —¿Qué le ha parecido?
—Tú también lo has visto, ¿no? Sin darse cuenta, esta Giuliana nos ha contado que el aparejador tenía un buen móvil para librarse de su señora. Pero lo que la chica no sabe es que Guarraci no tiene ni una lira: si dejara a su mujer, se quedaría con una mano delante y otra detrás. Así que es probable que fuera él quien tramara la desaparición. De ese modo tendría acceso a la herencia.
—Puede que tenga razón.
—Me hago una pregunta: ¿qué motivo tenía para decir su nombre y apellido cuando estuvo a punto de embestir al guardia jurado nocturno? Y la respuesta es: el único motivo es que quería un testigo que pudiera asegurar que volvía a su casa después de dejar a su mujer delante del paso subterráneo y que, por lo tanto, no está metido en la desaparición.
—Es decir, que trabajó con cómplices.
—Que son los dos que llegaron con ese coche grande a la via Crocilla. Escucha, a partir de este momento, al aparejador no hay que perderlo de vista ni de noche ni de día.