Dos

 

Nada más llegar Montalbano a la comisaría, Catarella se levantó, se puso firme y lo abordó. —¡Ah, dottori, dottori! ¡Ah, dottori! Ahora mismísimo, no hace ni un minuto, ha tilifoneado el siñor jefe supirior. —¿Qué quería?
—No lo sé, conmigo no tiene confidencia.
—Pero ¿te ha dicho algo?
—Sí, señor. Ha dicho que en cuanto llegue me llame. —¿Tengo que llamarte a ti?
—No, siñor dottori, a mí en el sentido de a él no, siñor. Pero al siñor jefe supirior sí, siñor.
Entró en su despacho y marcó el número directo del jefe superior.
—A sus órdenes.
—Órdenes ninguna. Montalbano, ¿es cierto que ha llegado su novia de Boccadasse? ¿Era posible que en aquel pueblo no se pudiera esconder nada? ¿Cómo podía ser que se supiera todo de todos?
—Sí, señor jefe superior. —¿Y es cierto que se llama Burlando, como yo?
—Sí.
—Mire, ¿por qué no vienen a cenar a casa esta noche? Ha sido idea de mi mujer, yo no los habría molestado. ¿Podía escaquearse? No.
—Nos encantaría. Gracias. Hasta esta noche.
El jefe superior era todo un caballero y le caía bien, y su mujer hacía maravillas en los fogones. Seguro que Livia no tendría nada que objetar.
Luego Fazio llamó a la puerta y entró. —¿A qué hora acabasteis ayer en la curva Calizzi? —¡Ay, no me hable, dottore! ¡El fiscal nos hizo esperar tres horas! Si hasta aparecieron los de la policía de tráfico. —¿Y qué dijeron?
—Llegaron a la conclusión de que la muchacha, aunque iba despacio, no había llegado a tomar la curva y se había ido directa al barranco; es decir, que o se trata de un suicidio o de un accidente por sueño o indisposición de la conductora.
—Aclárame una curiosidad. Dentro del coche vi una manzana. ¿Había más?
—Sí, jefe, había tres. Las llevaba en un cucurucho grande, que debía de tener encima del asiento del copiloto. —¿Había restos de otras manzanas que se hubiera comido?
—No, jefe. Puede que los tirara por la ventanilla.
El sueño que había tenido lo impulsó a hacer otra pregunta: —¿Y había peras?
—No, jefe. ¿Por qué me lo pregunta?
—Por nada. Da igual. ¿Sabes cómo se llamaba?
—Claro. Annarosa Testa. Tenía veintitrés años y vivía sola aquí en Vigàta, en la via Mistretta cuarenta y ocho. —¿Por qué sola?
—Sus padres están en Milán. Se mudaron hace dos años. Pero, según me cuentan, la chica casi nunca andaba por aquí, viajaba mucho. —¿Quién viajaba mucho? —preguntó Mimì Augello, que entraba en ese momento.
—Una que murió ayer por la mañana en un accidente —contestó el comisario. —¡Ah, la pobre Annarosa! —exclamó Mimì—. La conocía. ¡Pues claro que la conocía! ¿Cómo no? Si tenía la exclusiva de todas las chicas guapas no sólo de Vigàta, sino de la provincia entera.
—Entonces, háblame de ella.
—Pero ¡si en la tele han dicho que fue un accidente! ¿Qué interés tienes en saber...? —¿Te molestaría contarme a qué se dedicaba?
—Salvo, se dedicaba a lo que se dedican tantas chicas actualmente. Un día hacía de modelo, otro, si se daba el caso, algún anuncio, o puede que de azafata en algún congreso... Esas cosas. —¿Salía con alguien?
—Durante un año o poco más fue novia de Giuliano Toccaceli, el hijo de Fofò, el de Montelusa, el comerciante de ropa al por mayor. Pero lo habían dejado hacía poco porque él tenía celos y ella, por lo visto, se permitía algún que otro desliz, digamos, rentable. Más no sé decirte.
Se pusieron a hablar de dos robos que había habido en dos pisos distintos, pero que parecían obra de un mismo individuo.
Livia pasó a recogerlo con el coche que había alquilado y fueron a comer a la trattoria de Calogero.
Cuando el comisario mencionó la invitación a cenar del jefe superior, ella torció el gesto y protestó: —¡Si no he traído nada que ponerme!
—Pero ¿qué te imaginas? Es gente sencilla, ya lo verás. Te sentirás muy a gusto.
Al final lo llevó a la comisaría y después se fue a la Scala dei Turchi a darse un baño a solas.
Hacia las cinco, de repente y con intensidad, Montalbano volvió a pensar en Annarosa. Aquella inquietud que había sentido mientras observaba el coche volcado en la playa lo invadió de nuevo, en esa ocasión más clara e insistente. Tenía que hacer algo para calmarse. Necesitaba más información.
Levantó el auricular y marcó un número.
—El comisario Montalbano al aparato. ¿Está el dottor Pasquano?
—Sí. ¿Quiere que...?
Lo mejor era hablar con él en persona.
—No. ¿Sabe si va a quedarse mucho rato?
—Hasta las siete seguro. Si no lo llaman, claro.
Cogió el coche y se fue al Cafè Castiglione, donde compró una bandeja con seis cannoli. Desde allí siguió su camino. Menos de media hora después aparcaba delante del Instituto Anatómico Forense.
—El dottor está en su despacho.
Llamó. —¡Adelante!
El comisario abrió la puerta y entró. Pasquano, que estaba sentado escribiendo, levantó la vista y soltó una imprecación. —¿Ahora qué coño ha pasado?
—No ha pasado nada, dottor. Me he permitido traerle seis cannoli recién hechos.
Dejó el paquete encima de la mesa. Pasquano, que era tremendamente goloso, lo abrió, cogió un dulce y empezó a comérselo.
—No está mal. ¿Y cuál sería el precio de este soborno? —preguntó con la boca llena.
—Descubrir por qué la joven muerta en el accidente no tomó la curva y siguió recto...
—Ah.
Le hizo un gesto a Montalbano para que se sentara. Antes de responder, se zampó un segundo cannolo. —¿Alguna vez se le ha quedado atascado en la garganta un trozo de carne o de pan que ni sube ni baja?
—Sí, me pasó una vez. Un bocado de carne demasiado grande y mal masticado. —¿Recuerda lo que sintió?
—Una sensación de ahogo horrorosa. La imposibilidad de respirar. Me entró pánico.
—Está describiendo exactamente lo que le pasó a esa pobre chica. —¿Se le quedó un trozo de manzana en la garganta y perdió el control de sí misma y del coche?
—Exactamente. Pero ¿por qué me habla de una manzana?
—Porque dentro del coche todavía quedaban tres.
—No, en la garganta lo que tenía era el hueso de un gran albaricoque.
—Pero ¡si en el coche no había albaricoques! —¿Y eso qué tiene que ver? Será que se los había comido todos y el último resultó mortal.
En la bandeja quedaba un único cannolo. Pasquano lo cogió. —¿Quiere medio?
Montalbano, magnánimo, lo rechazó.
Nada más llegar a la comisaría, llamó a Fazio.
—Oye una cosa, ¿estás seguro de que en el coche de Annarosa no había huesos de albaricoque?
Fazio lo miró sorprendido.
—Jefe, primero me viene con lo de la pera y ahora con los albaricoques. ¿Qué está buscando?
—No lo sé. Pero algo me preocupa.
—Ya se lo he dicho, jefe. Dentro del coche sólo había tres manzanas.
Le contó lo que le había dicho Pasquano y Fazio llegó a la misma conclusión.
—Será que se los había comido todos y que el último, por desgracia...
La cena fue realmente familiar.
El jefe superior y Livia dedicaron una hora larga a tratar de descubrir si eran parientes, dado que los dos se apellidaban Burlando, pero, por muy buena voluntad que pusieron, no encontraron ningún vínculo, ni siquiera lejano.
Lo que preparó la señora Burlando estaba para chuparse los dedos, y Montalbano disfrutó de lo lindo.
Luego, la conversación se desvió hacia el accidente de la curva Calizzi, y el comisario mencionó la conclusión a la que había llegado el dottor Pasquano.
—Qué raro —comentó el jefe superior.
Todos, Montalbano incluido, lo miraron interrogativos.
—Es raro —se explicó Burlando, cogiendo un albaricoque del frutero que había en medio de la mesa— porque los albaricoques de hoy no son como los de antes.
—No lo entiendo —contestó el comisario.
—Antes, los albaricoques eran mucho más pequeños, blandos y sabrosísimos, podías meterte uno en la boca y luego escupir el hueso. Pero ahora miren éste que tengo en la mano. Es grande y está duro. No te cabe entero en la boca. Tienes que abrirlo primero con los dedos, como estoy haciendo yo, comerte una mitad, quitar el hueso que se ha quedado incrustado en la otra y, entonces, acabarte el resto. Si estás conduciendo, has de apartar las manos del volante a la fuerza.
—Ahora que me acuerdo —intervino Montalbano—, el dottor Pasquano me ha dicho que el hueso en cuestión era bastante grande. —¿Lo ve? Justo lo que yo les explicaba. De todos modos, la muchacha no murió asfixiada, ¿verdad?
—No, el dottor Pasquano opina que se partió el cuello durante la caída. Y, además, tenía otra herida mortal en el pecho provocada por el volante. El hueso sólo fue el motivo de la pérdida de control del vehículo. —¿Quieren hacer el favor de cambiar de tema? —pidió la señora Burlando—. Esta conversación no es nada agradable.
Cuando llegaron al coche para volver a Marinella, Montalbano le preguntó a Livia si podía conducir ella.
—Sí, claro.
Arrancaron. Al cabo de un rato, el comisario se sacó del bolsillo un albaricoque. —¿De dónde ha salido?
—Lo he robado antes de levantarme de la mesa. —¿Tú estás tonto? ¿Y si te han visto?
—No se han dado cuenta, tranquila. ¿Me haces un favor?
—A los locos siempre hay que darles la razón.
—Cógelo y comételo mientras conduces.
Livia redujo la velocidad y luego, llevando el volante con los antebrazos, partió el albaricoque en dos. Se llevó la primera mitad a la boca y se la comió.
—Me ha costado masticarlo, ¿sabes? Habría preferido comérmelo en dos bocados.
—Ahora intenta meterte la otra mitad en la boca con todo el hueso, como si te hubieras olvidado de quitarlo.
Livia lo probó, pero un momento después lo escupió todo.
—No te lo puedes tragar entero. Además, con el hueso es imposible masticar, te partirías los dientes. Está claro que no puedes distraerte hasta ese punto. Hay que quitarlo antes sí o sí.
Y entonces, ¿por qué no lo había quitado Annarosa?