Cuatro

 

Angelo Curreli era un muchacho educado, de unos veinticinco años, tímido y algo desmañado. Era el mismo al que el comisario había visto en el banco, concentrado en el vuelo de una mosca. Lo invitó a sentarse delante de su mesa; la silla contigua la ocupaba Fazio.
—Le agradezco que haya venido, señor Curreli. Le advierto que se trata de una conversación amistosa y que tiene toda la libertad del mundo para no contestar a mis preguntas. ¿De acuerdo?
—De acuerdo. —¿Qué tal se encuentra usted en el banco?
Curreli tuvo un sobresalto evidente. —¿Cómo se ha enterado?
—Señor Curreli, le aseguro que no me he enterado de nada que tenga que ver con usted.
—Perdone, ha sido una confusión. Como he enviado mi currículo en secreto a tres bancos de Palermo, he pensado que...
—O sea, que en la Banca Agricola no está a gusto. ¿Me equivoco?
—Uf, no es que no esté a gusto, sino que... —¿Quiere cambiar para hacer carrera?
—Quiero cambiar, pero no para hacer carrera.
—Y entonces, ¿para qué?
Angelo se revolvió en la silla. Le costaba decir lo que le rondaba por la cabeza.
—Cuando viene un cliente que tiene una caja de seguridad, ¿cuál de los tres empleados lo acompaña hasta la cámara blindada? —preguntó el comisario.
—Ninguno. Se ocupa el director personalmente. —¿Y si el director está ausente?
—No ha sucedido nunca.
—Puede que los clientes lo avisen antes —aventuró Fazio.
—No creo —contestó Curreli.
—Reconocerá que, para un cliente, ir al banco en balde es un engorro —apuntó Montalbano.
Curreli respiró hondo y luego dijo:
—Precisamente fue esa forma de proceder lo que despertó mis dudas, así que presté atención a cómo funcionaba lo de las cajas de seguridad. Y descubrí algo que me desconcertó. Por eso quiero irme.
—Dígame qué fue, por favor.
—Hay cien cajas. Aparte de la de mi tío, las otras noventa y nueve las han alquilado noventa y nueve personas distintas.
Montalbano se llevó un chasco, pero el joven continuó:
—Sin embargo, los que aparecen por allí siempre son dos hombres que llevan unos poderes y las llaves de todas las cajas. —¿Siempre los mismos?
—Siempre los mismos. —¿Sabe cómo se llaman?
—Sí. Michele Gammacurta y Pasquale Aricò.
Montalbano y Fazio cruzaron una mirada fugaz.
—Un último favor. Mañana, cuando vaya al banco... —¡Mañana no voy! —¿Por qué?
—Porque el director nos ha dicho que la sucursal va a estar cerrada como mínimo una semana. Las cuentas se han trasladado provisionalmente a la sede de Montelusa. —¿Puede darme el teléfono del domicilio del señor Barracuda y el del director general, el señor Gigante?
—Cómo no.
Se los dijo a Fazio, que los anotó.
El inspector regresó tras haber acompañado al joven. Ya eran casi las seis. Montalbano conectó el altavoz y marcó el número de la sede de la Banca Agricola en Montelusa. —¿Oiga? Soy el diputado Giovanni Saraceno. Por favor, póngame con el abogado Gigante.
—Lo siento, señor diputado —contestó la telefonista—, pero el señor Gigante se ha marchado de vacaciones justo esta mañana. Se ha ido con su familia. Si quiere hablar con...
—No, gracias.
Colgó y marcó el número de la casa de Barracuda. El teléfono sonó un buen rato, pero no contestó nadie. —¿Qué te apuestas a que se ha ido de vacaciones con su familia?
—Nunca apuesto cuando estoy seguro de perder. Teniendo en cuenta que Gammacurta y Aricò son hombres de confianza de los Sinagra, ¿qué cree usía que había dentro de las cajas?
—Dinero contante y sonante. En lugar de llevárselo al extranjero, que siempre es peligroso, lo guardaban aquí, en un bancucho sin importancia. —¿Y los Cuffaro, los grandes enemigos de los Sinagra, lo han descubierto y les han dado por culo?
Montalbano negó con la cabeza. —¿Por qué no? —insistió Fazio.
—A ver, si hubieran sido los Cuffaro, a Barracuda no le habría llegado la camisa al cuerpo por tener que rendirles cuentas a los Sinagra. En cambio, estaba tranquilo y sonriente.
—Entonces, ¿quién ha sido?
—Gammacurta y Aricò.
Fazio estuvo a punto de caerse de la silla.
—Con la complicidad de Barracuda, naturalmente, y de toda la familia Sinagra —concluyó Montalbano.
—Yo ya no entiendo nada —reconoció Fazio.
—Te lo explico. Ese dinero, con un noventa y nueve por ciento de seguridad, no era de los Sinagra, sino que se lo habían confiado para que especularan gentes sin ningún tipo de escrúpulo, criminales, cuando no mafiosos. Sin embargo, se ve que en determinado momento los Sinagra han necesitado echarle mano y han orquestado un robo que les permitía quedárselo todo y hacerse pasar por víctimas.
—Puede que tenga razón, dottore, pero ¿cómo vamos a conseguir la más mínima prueba?
—Yo milagros no hago. Toca esperar y ver. Mira, tengo que irme a Montelusa a recoger a Livia, que llega a las seis y media. Tú pasa por casa de Barracuda y entérate de si se han largado. Luego te llamo y me cuentas.
El autocar llevaba una hora de retraso, porque el avión, a su vez, había aterrizado una hora tarde. Montalbano se sentó en un bar y, al cabo de tres cuartos de hora, llamó a Fazio. —¿Qué me cuentas?
—Que ha dado en el clavo. Una vecina me ha contado que la familia Barracuda se ha marchado hacia las cinco, con la baca del coche cargada de maletas.
—O sea, que van a hacer unas buenas vacaciones.
—Eso parece. Pero, en su opinión, ¿por qué? —¿Has leído a Leopardi? Esperan la calma después de la tormenta. Claro que ¿tú crees que los que les habían confiado su dinero a los Sinagra van a quedarse quietecitos?
Al cabo de un rato llegó por fin el autocar.
La llamada, a las siete de la mañana siguiente, despertó a Montalbano, que dormía abrazado a Livia.
—Hum —murmuró la joven, molesta por el ruido y por los movimientos del comisario.
Era Fazio.
—Dottore, ¿puede venir al vicolo Cannarozzo? Es la primera travesía a mano izquierda de la via Cristoforo Colombo. Se han cargado a un tío a tiros.
Ni siquiera avisó a Livia de que salía; ya la llamaría luego.
En el vicolo Cannarozzo había dos coches patrulla. Cuatro agentes mantenían a los curiosos a raya.
El cadáver estaba en la acera, delante de un portal del que, evidentemente, acababa de salir.
—Como mínimo, siete disparos —informó Fazio—. Han sido dos que iban en moto. —¿Lo conocías?
—Sí, jefe. Se llamaba Filippo Portera, era un mafioso de poca monta, vinculado a la familia Cuffaro —explicó, y miró al comisario con gesto elocuente. —¿Me estás diciendo que me había equivocado?
—Eso parece.
—Entonces, ¿este asesinato quiere decir que los que robaron el banco fueron los Cuffaro y que los Sinagra están empezando a vengarse?
—Blanco y en botella, querido dottore. Y me da miedo que ahora estalle otra guerra entre las dos familias. Preparémonos para lo peor.
En ese momento llegaron dos coches. En el primero iba Augello y en el segundo el periodista Nicolò Zito, de Retelibera, con un cámara.
—Salvo, ¿me concedes una entrevista? —preguntó Zito.
—Si es breve, yo encantado.
«-Dottor Montalbano, ¿considera que este homicidio marca el inicio de una nueva guerra entre las mafias de nuestro pueblo? »-Toda guerra tiene un detonante, por lo general porque uno de los dos contendientes quiere ampliar su poder. Aquí, en mi opinión, de momento no hay detonante. Este homicidio tiene como objetivo que creamos que va a declararse una guerra. »-¿Podría explicarse mejor? »-Estamos en la tierra de Pirandello, ¿no? Ser y parecer. Aquí, insisto que es mi opinión, téngalo en cuenta, alguien quiere que veamos un hecho de una forma determinada, mientras que la realidad es completamente distinta. »-Dottor Montalbano... »-No tengo nada más que añadir, gracias.»
—Pero ¡eso no puedo emitirlo! —protestó Zito.
—Tú emítelo y deprisa. Alguien lo entenderá.
Luego fue a ver a Augello.
—Mimì, espera tú al fiscal, a la científica y a toda la troupe. Nos vemos después de comer en comisaría.
Volvió a Marinella. Livia aún dormía. Se desnudó y se acostó a su lado.
A la una, mientras ella se vestía para ir a comer con él en la trattoria de Calogero, Montalbano encendió el televisor para ver las noticias de Televigàta. Estaba hablando Pippo Ragonese, el periodista estrella del canal, que a menudo hacía de portavoz de la mafia encantado de la vida.
«...y nosotros, que tantas veces hemos criticado el modus operandi del comisario Montalbano, demasiado desenfadado, esta vez no podemos por menos de apreciar su cautela, su buen juicio, que...»
Apagó. El mensaje había llegado a su destinatario.
En cuanto llegó a la comisaría, Fazio lo asaltó.
—Dottore, tiene que explicarme el significado de esa entrevista. —¿Has oído a Ragonese?
—Sí, pero no he entendido nada.
—Es sencillo. He dejado claro que lo había comprendido todo; es decir, que habían sido los propios Sinagra los que habían robado en su banco y que se habían cargado a Portera para que pareciera que los ladrones habían sido los Cuffaro. He desactivado la bomba que estaba a punto de estallar.
A las cuatro, Fazio volvió al despacho del comisario. Parecía desconcertado.
—Acaba de telefonear Provvidenziale. ¿Se acuerda de él? Dice que delante de la puerta de su casa ha encontrado un paquete con las joyas de su mujer. ¿Eso qué quiere decir?
—Que se ha puesto en marcha el acuerdo entre los Cuffaro y los Sinagra. Una parte del dinero se devolverá y el resto se lo dividirán a partes iguales las dos familias. Aunque creo que el trato debe de incluir otras cláusulas.
No había que ser adivino. Al cabo de una media hora, Fazio volvió aún más desconcertado.
—Dottore, ha muerto Michele Gammacurta. —¿De un tiro?
—No, jefe. Conducía borracho y se ha caído por un barranco. Pero lo raro es que era abstemio.
—No tiene nada de raro. Por lo visto, el acuerdo incluía la cláusula de la muerte de quienes habían asesinado a Portera. Y ésta era la ocasión que yo esperaba. Corre, coge a dos agentes y tráeme aquí ahora mismo a Pasquale Aricò.
—Y, si me pregunta por qué, ¿qué le digo?
—Que quiero salvarle la vida.
Montalbano tardó dos horas en convencer a Aricò de que era la próxima víctima, la que cerraría el acuerdo entre los Cuffaro y los Sinagra. La cláusula según la cual los primeros habían exigido la muerte de los dos asesinos de Portera los segundos ya habían empezado a aplicarla al matar a Gammacurta. Después le tocaba a él. ¿No se daba cuenta?
Cuando por fin lo entendió, Aricò se soltó el pelo. Se lo contó todo sobre la Banca Agricola, las cajas de seguridad, Barracuda, Gigante...
El comisario llamó a Livia para avisarla de que llegaría tarde y luego, tras pedirle a Fazio que lo acompañara, se llevó a Aricò a Montelusa para presentarlo ante el fiscal.
Quería darse prisa y volver corriendo a Marinella, donde lo esperaba Livia.