Dos
Fazio volvió cuando el comisario ya estaba
preparándose para ir a almorzar. —¿Por qué has tardado tanto?
—Porque el dottor Pasquano ha hecho una mala
maniobra con el coche y se ha quedado con las dos ruedas delanteras
fuera del muelle, haciendo un auténtico equilibrio circense. No se
ha caído al agua porque Dios no lo ha querido. —¿Y qué ha
dicho?
—Soltaba tacos como un poseso, se ha llevado
un susto de padre y muy señor mío.
—No, quería decir sobre el muerto.
—Pues que la muerte ha sido instantánea y
que debe de haberse producido entre las dos y las cuatro de esta
madrugada.
—Encaja.
—Ya. Los de la científica han encontrado la
bala, muy deformada. Cuando sepan algo nos avisan.
Mientras se comía unos salmonetes a la
papillote exquisitos, se le ocurrió una idea y llamó al propietario
de la trattoria.
—Dígame, comisario.
—Aclárame una curiosidad. ¿Tú a quién le
compras el pescado?
—A Filici Sorrentino. —¿Y nunca se lo has
comprado a Matteo Cosentino?
—Sí, señor, durante una época. Pero luego
cambié. —¿Y eso?
—Es que dos veces trató de dármela con
queso. —¿Cómo?
—Vendiéndome pescado congelado haciéndolo
pasar por fresco.
—Será que no había pescado lo suficiente
y...
—Por lo que dicen, es algo que le pasa a
menudo. Sus pesqueros vuelven medio vacíos y él, para no perder los
clientes, le compra mercancía congelada a algún compañero. —¿Y eso
lo ha hecho siempre?
—Al principio era de fiar. Los trapicheos
empezaron hace unos tres o cuatro años.
El paseíto hasta el pie del faro no podía
faltar. Se sentó en la roca plana y encendió un pitillo. Después de
lo que le había contado Mimì Augello, tocaba interrogar a Cipolla,
de forma que no hubiera zonas de penumbra. Miró la hora: eran las
tres.
Se quedó un poco más, disfrutando del aire
del mar. Cuando llegó a la comisaría, Fazio lo avisó de que ya
estaban allí todos los convocados.
—Vamos a empezar por el capitán. Recuérdame
cómo se llama.
—Angelo Sidoti. —¿Qué sabes de él?
—Tiene cincuenta y un años, trabaja desde
siempre con Cosentino y es el capitán número uno de los cinco
pesqueros. —¿Y eso qué significa?
—Significa que, en una situación de peligro,
todos tienen que acatar sus órdenes; es el que manda.
El comisario invitó a Sidoti a tomar asiento
delante de su mesa. No se lo veía nervioso ni preocupado, más bien
tenía un aire casi de indiferencia.
—Señor Sidoti, antes me ha dicho dónde se
encontraba anoche en el momento del disparo. ¿Y cinco minutos
antes?
El capitán contestó de inmediato.
—Cinco minutos antes estaba al timón del
barco.
—Por lo tanto, si lo he entendido bien, del
timón se fue a popa, donde cuatro hombres de la tripulación estaban
repasando las redes, se entretuvo brevemente con ellos y luego,
mientras volvía al timón, fue cuando el tiro lo hizo pararse en
seco, ¿no?
—Exacto. —¿Dónde tenía Cipolla el
macuto?
—En proa, más allá del timón, hay una
escotilla donde metemos nuestras cosas.
—O sea, y corríjame si me equivoco, para
coger el revólver, Cipolla tenía que ir desde cerca de la popa
hasta cerca de la proa y recorrer casi todo el largo del pesquero.
¿Es así?
—Así es.
—Ahora présteme atención. Cuando dejó el
timón y se dirigió a popa, ¿vio a Cipolla sentado en el borde de la
escotilla?
Tampoco en ese caso Sidoti vaciló lo más
mínimo.
—No, no estaba allí. —¿Cómo puede estar tan
seguro? Era noche cerrada y...
—Comisario, a nosotros nos bastan las luces
de posición, y además estamos acostumbrados. Sería que había ido a
buscar el revólver.
—Entonces lo vería volver, ¿no?
—Eso sí. Nos cruzamos a la altura del
compartimento del motor. Yo aún tuve tiempo de dar dos pasos y, al
oír el disparo, volví y vi lo que ya le he dicho.
—Al cruzarse con Cipolla, ¿se dio cuenta de
que llevaba un arma en la mano?
—No. —¿Cuánto hace que trabaja con
usted?
—Era su primer viaje.
La respuesta dejó perplejo a Montalbano. —¿Y
antes dónde estaba?
—En el Carlo I. —¿A qué se debió ese
traslado?
—Son cosas que decide el señor Cosentino.
—¿Para el mecánico también era el primer viaje con usted?
—No, señor. Hacía tres años que navegaba
conmigo.
—Sin duda, habrá comentado lo sucedido con
sus hombres. ¿Alguien oyó de qué hablaban Cipolla y Arnone antes
del disparo?
—Los que repasaban las redes estaban a unos
tres metros de ellos, charlando. Sería difícil que hubieran oído
nada. —¿Cipolla y Arnone ya se conocían?
—Sí, claro, trabajaban para el mismo jefe.
Nos conocemos todos.
—Muchas gracias. Puede irse.
Sidoti se despidió y se marchó. Fazio y el
comisario se miraron. —¿Qué le ha parecido?
—Si quieres que te diga la verdad, no me
convence. Me ha dado respuestas demasiado preparadas.
—Explíquese. —¿Tú crees que alguien recuerda
tan bien todo lo que ha hecho la noche anterior minuto a minuto?
Eran gestos y movimientos habituales que habrá hecho decenas de
veces, pero va y se acuerda de dónde se encontraba en cada momento
exacto.
—Puede que durante estas horas haya hecho un
esfuerzo de memoria.
—Pues sí, tienes razón. Haz pasar al señor
Cosentino.
Éste se mostró más nervioso que por la
mañana.
—Me han dicho que el barco se va a quedar
retenido como mínimo una semana. ¡Voy a perder una fortuna!
Montalbano hizo como si no lo hubiera
oído.
—El señor Sidoti acaba de contarnos que era
la primera vez que Cipolla trabajaba en el Carlo III, que procedía
del Carlo I y que ese cambio obedecía a una orden suya. —¿Y qué?
¿No soy libre de pasar a uno de mis pescadores de un barco a
otro?
—Sí, claro, pero tiene que aclararme el
motivo.
—Señor mío, a veces sucede que, a fuerza de
estar juntos en un mismo pesquero, alguno le coge manía a un
compañero. Y entonces empiezan las disputas, los desaires... Y el
trabajo se resiente. —¿Había recibido quejas?
—Quejas no, pero hay cosas que yo me huelo.
—¿Se había olido algo más? —¿Qué quiere decir?
—Me han contado por ahí que Cipolla tiene
una mujer muy guapa y que su cuñada, que vive con él, tampoco está
nada mal. —¿Me dice bien clarito adónde quiere ir a parar? —¿Arnone
estaba casado?
—No, señor. Era un muchacho atractivo de
treinta años, muy mujeriego.
—A eso iba, gracias. ¿Es posible que Cipolla
hubiera oído algún rumor malévolo sobre su mujer y él?
Cosentino levantó los brazos muy arriba en
un gesto de rendición.
—Todo es posible.
—Sería importante saber si Arnone conocía a
la señora Cipolla.
—Ya le contesto yo: seguro que la conocía.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque por Fin de Año siempre invito a mi
casa a todos mis empleados y sus familias. Claro que, si quiere
saber mi opinión...
—Dígamela.
—Si Cipolla hubiera tenido intención de
cargarse a Arnone, ¿no podría haberse buscado un sitio más
adecuado? Porque así, en un pesquero, con tanta gente de por
medio...
—Muy bien, por hoy es suficiente. Fazio, haz
pasar al señor Cipolla.
Era evidente que a éste le había dado tiempo
de tranquilizarse, ya no tenía los ojos desorbitados y se había
peinado. Incluso parecía más seguro; sin duda, las preguntas que
pudieran plantearle en ese momento no lo pillarían por sorpresa. En
cuanto lo tuvo delante, Montalbano comprendió instintivamente que
la mejor estrategia era ponerlo tan nervioso como por la mañana.
Así pues, decidió entrar al ataque con una provocación.
—Señor Cipolla, aparte de que pesa sobre
usted una acusación de homicidio...
El otro lo interrumpió al instante:
—Pero ¡qué homicidio ni qué homicidio!
El comisario pegó un sonoro manotazo en la
mesa y levantó la voz, mientras Fazio, que no se lo esperaba, lo
miraba atónito. —¡No se atreva a interrumpirme nunca más! Escúcheme
en silencio y, si le cedo la palabra, hable como Dios manda.
Cuidadito, no se equivoque. Es una advertencia que no pienso
repetir. ¿Queda claro?
—Sí, señor —respondió Cipolla,
atemorizado.
—Y añado para su información que, si de mí
dependiera, ya lo habría detenido, pero el señor juez no es de la
misma opinión, así que me toca seguir interrogándolo.
De repente, Cipolla tenía la frente empapada
en sudor.
—Además, dejando a un lado el homicidio,
tendrá que responder por posesión ilegal de arma de fuego.
¿Entendido?
—Entendido.
—En su opinión, ¿por qué motivo decidió el
señor Cosentino retirarlo del Carlo I y pasarlo al Carlo III?
—Y yo qué sé... El jefe es él...
—No me haga perder el tiempo, Cipolla. Y,
sobre todo, trate de no hacerse el listillo. Cosentino me lo ha
contado todo. ¿Le resultaría más fácil que le dijera yo el
motivo?
El hombre, resignado, se encogió de hombros
y no abrió la boca.
—Usted —prosiguió Montalbano— ya no se
llevaba bien con sus compañeros del Carlo I. ¿Tengo que decirle
también yo el porqué? Su señora...
De golpe, Cipolla se levantó de un salto,
congestionado y tembloroso. —¡A mi señora no la meta en esto!
Fazio lo agarró de un brazo, le puso una
mano en el hombro y lo obligó a sentarse otra vez. —¡Eso no son más
que infamias! ¡Cotilleos infundados! —añadió Cipolla, alteradísimo,
apretando los dientes.
—Trate de calmarse y, se lo digo por su
bien, preste atención a cómo responde a mis preguntas. ¿Era usted
amigo de Franco Arnone?
Cipolla respiró hondo antes de
contestar.
—Amigo no. Conocido.
—Ahora responda sin montarme un número o lo
meto en el calabozo. ¿Arnone y su señora se conocían?
—Claro. Franco conocía a Lella antes de que
fuera mi mujer.
—Explíquese.
—Franco estaba loco por Lalla, la hermana
gemela de mi señora, pero ella primero le hizo caso y luego lo
dejó.
—Empiezo a entender —dijo el
comisario.
Y miró de reojo a Fazio, lo que significaba
que estuviera listo para intervenir. El inspector se acercó al
borde de la silla.