La transacción

Uno

 

Montalbano no podía más, estaba hasta la coronilla. Primero miró el reloj (quedaba poco para las cinco y veinte de la tarde) y luego miró a Augello y a Fazio, que estaban sentados al otro lado de su mesa, también muertos de asco.
—Muchachos —empezó a decir el comisario—, hace dos horas y pico que hablamos del asunto este de los turnos de noche sin llegar a una solución, así que voy a haceros una buena propuesta.
Sin embargo, no tuvo tiempo de plantear esa buena propuesta que tenía pensada, porque una bomba, lanzada sin duda alguna desde la calle por la ventana abierta, explotó dentro del despacho y los dejó sordos.
O, mejor dicho, ésa fue la terrible impresión que tuvieron los tres. Fazio se cayó de la silla, Augello se echó hacia delante y se cubrió la cabeza con las manos, y Montalbano se encontró de rodillas detrás de la mesa. —¿Hay algún herido? —preguntó el comisario un instante después.
—Yo no —contestó Augello.
—Yo tampoco —añadió Fazio.
Entonces enmudecieron.
Y es que, mientras hablaban, se habían dado cuenta de que aquel estrépito espantoso no lo había provocado una bomba, sino la puerta del despacho, que había ido a estamparse contra la pared.
Allí, en el umbral, estaba Catarella, que en esa ocasión no pidió comprinsión y pirdón, y tampoco se justificó diciendo que se le había ido la mano.
Estaba rojo como un tomate, temblaba de pies a cabeza y tenía los ojos como platos, hasta el punto de que parecía que se le iban a salir de las órbitas. —¡Landispaparadoalpaparo! —chilló con una voz que le salió muy aguda, casi como la sirena de un coche patrulla.
Y luego se echó a llorar desesperado.
Ninguno de los tres, todavía aturdidos por el porrazo, entendió nada, pero estaba claro que había sucedido algo grave.
Montalbano se le acercó, le pasó un brazo por los hombros y le habló en tono paternal:
—Venga, Catarè, no te lo tomes así.
Mientras, Fazio había llevado un vaso lleno de agua. El comisario se lo dio a beber a Catarella, que parecía que se había calmado un poco.
—Siéntate —le ofreció el inspector, señalándole su silla.
Catarella contestó que no con la cabeza. Nunca se habría sentado delante de Montalbano.
—Habla muy despacito y cuéntanos qué ha pasado —le pidió Augello.
—Le han disparado al papa —dijo Catarella.
Lo había dicho clarísimamente. Fueron ellos los que no lo entendieron o no se creyeron lo que habían entendido. —¡¿Qué has dicho?! —preguntó Montalbano.
—Que le han disparado al papa —confirmó Catarella.
Durante unos segundos los tres se quedaron boquiabiertos. No era posible que alguien le hubiera disparado al papa, era inconcebible, y, en consecuencia, su cerebro se negaba a procesar la noticia.
—Pero ¿tú de dónde has sacado eso? —preguntó el comisario.
—Lo ha dicho la radio.
Sin mediar palabra, salieron a toda pastilla hacia el despacho de Augello, donde había un televisor. El subcomisario lo encendió. Un periodista estaba explicando que, mientras Juan Pablo II saludaba a los fieles en la plaza de San Pedro, de pie en su coche, lo habían alcanzado dos disparos que lo habían herido en el índice de la mano izquierda y en el intestino. Esa segunda lesión era muy grave. El papa había sido trasladado al Policlínico Gemelli. El autor del atentado, que había tratado de huir pero había sido detenido por la gente, era un turco de veintitrés años llamado Alí Agca, que pertenecía a una peligrosa organización nacionalista, los Lobos Grises.
Estuvieron hasta las siete y media pegados a la pantalla del televisor para enterarse de algo más, pero únicamente informaron de que el papa se debatía entre la vida y la muerte. —¿Usía entiende algo? —le preguntó Fazio a Montalbano.
—Nada de nada, pero me parece un mal año. Entre la mafia, la logia masónica P2, el caso del banquero Sindona y la negociación con la camorra en Nápoles para la liberación de Ciro Cirillo... Y ahora ese turco va y le pega dos tiros al papa...
—Tal vez sea una venganza del KGB por el lío que hay montado en Polonia —aventuró Augello.
—Todo es posible —dijo Montalbano.
Al cruzar el pueblo para ir a Marinella, el comisario se fijó en que había poca gente por la calle; no cabía duda de que todo el mundo estaba delante del televisor. Una vez en casa, se dio cuenta de que no tenía apetito.
Él no era hombre de iglesia, más bien se consideraba agnóstico y no sentía simpatía por los curas, pero aquel asunto era absolutamente repugnante y lo había angustiado. Para ser sincero, estaba asustado, porque no conseguía entender qué motivo podía tener alguien para tratar de asesinar al papa. ¿Pretendían desencadenar una guerra de religiones? ¿Era el acto de un loco solitario? ¿O se trataba de un complot internacional del que no se conocían objetivos ni consecuencias?
Fue a buscar una radio portátil, pequeña pero potente, que se había comprado el año anterior. Cogía emisoras de casi todo el mundo. Se la llevó al porche y la encendió. No había ni una emisora que no hablara del atentado: aunque la lengua le fuera desconocida, en algún momento se entendían la palabra «papa» o su nombre. En Radio Vaticana no daban noticias, sino que rezaban.
Pasó así unas dos horas. Luego se levantó, fue a la cocina, se preparó un bocadillo de salami y volvió al porche para comérselo.
Siguió escuchando la radio hasta que lo llamó Livia, cuando ya casi habían dado las doce. —¿Te has enterado de esa noticia tan terrible?
—Sí, claro. —¿Y qué te parece?
—Uf.
—Mira, te confirmo que llego mañana por la tarde en el vuelo de las cuatro.
—Voy a buscarte a Punta Raisi. —¡No, hombre! Déjalo, que hay un autocar comodísimo. Si te apetece, ve a recogerme a Montelusa. Llega a las seis y media.
—Allí estaré.
Siguieron hablando un poco, se mandaron besos por el hilo telefónico y se dieron las buenas noches. Al acostarse, el comisario puso el despertador a las seis.
Lo primero que hizo por la mañana fue encender la radio. Y así se enteró de que la operación del papa había sido un éxito. Se sintió aliviado. Abrió la cristalera. El día apuntaba maneras, con un mar liso como una tabla y sin una sola nube en el cielo. Entró en la cocina, hizo café, se bebió un buen tazón, se fumó un pitillo en el porche y luego se encerró en el baño.
Al salir se sorprendió al toparse con Adelina. —¿Cómo has venido tan pronto?
—Como he ido a misa a primera hora a rezar por el papa, se me ha ocurrido venir a darle un buen ripaso a la casa.
—Buena idea, porque hoy viene Livia y se quedará unos días. —¡Ah! —exclamó Adelina.
Le dio la espalda y se metió en la cocina. Montalbano se quedó atónito. Estaba claro que la llegada de Livia no le hacía gracia, pero ¿por qué? ¿Qué había sucedido entre las dos mujeres? Decidió que aquello había que aclararlo cuanto antes. Entró en la cocina, pero Adelina no le dio tiempo a abrir la boca.
—Pirdone, dottori, pero lo mejor es hablar en plata. Durante los días que esté aquí la siñorita, yo no vengo. —¿Y por qué?
—Porque es lo mejor.
—Pero ¿ha pasado algo?
—De todo y nada. —¿Quieres explicarte mejor? —¿Qué hay que explicar, dottori? Entre nosotras dos no hay ni física ni química, y ya está. Nada de lo que hago le parece bien. Que si la sábana no está bien puesta, que si el albornoz no lo he dejado donde había que dejarlo, que si detrás del mueble del tilivisor hay una pizca de polvo... ¡Y de lo que cocino ni hablemos! Por aquí falta aceite, por allí sobra sal... ¡Y eso lo dice ella, que no sabe hacer ni un huevo frito!
En ese último punto tenía razón.
—Ahora que te has desahogado... —empezó Montalbano.
—Ahora que me he disahogado las cosas no cambian —lo interrumpió Adelina—. Si quiere, mientras esté aquí la siñorita, puedo mandarle a mi prima Gnazia. —¿Cocina como tú? —¡Dottori, no hay mujer en Vigàta que cocine como yo!
Montalbano se lo pensó un momento.
—Vamos a hacer una cosa. Tú a esa Gnazia me la mandas sólo para limpiar la casa. —¿Y para la comida?
—Esta mañana prepara unos cuantos platos fríos para las cenas. Total, más de tres días Livia no se quedará. —¿Y al mediodía?
—Me la llevo a la trattoria conmigo.
—Muy bien —dijo Adelina—. Quedamos así.
En ese momento sonó el teléfono y Montalbano fue a contestar.
—Pido comprinsión por la hora matutinista —dijo Catarella. —¿Qué ha pasado?
—Ha pasado que ha habido un robo. —¿Has avisado a Augello y a Fazio?
—Sí, señor, in situ están.
—Bien, pues entonces...
—No, siñor dottori, si con calma se lo toma comete un error, en tanto en cuanto que ahora mismísimo ha llamado Fazio para decir que fuera también in situ usía, que era mejor. ¡¿Cómo?! ¿Entre los dos no se las apañaban con un simple robo? Resopló, pero no podía escaquearse. —¿Cuál es la dirección?
—Via del Corso, allí donde el número treinta y ocho.
Por el pasillo se encontró a Adelina, que se marchaba. —¿Adónde vas?
—Si tengo que cocinar para tres días, más me vale ir a la compra.
—Yo te llevo.
En el coche, la asistenta volvió al tema de Livia:
—Dottori, usía tiene que perdonarme si le hablo así, pero es que yo no quiero líos con la siñorita y por eso...
—Deja, deja, Adelì. Cuanto menos hablemos del asunto, mejor.
En el Corso se fijó en algo a lo que antes no había prestado atención: habían cerrado una tienda de comestibles y una bodega y en su lugar había dos bancos. ¿De verdad había tanto dinero en Vigàta que hacía falta abrir dos sucursales bancarias?
Y, como si lo hubieran hecho aposta, el número treinta y ocho, delante del cual aparcó, correspondía a otro banco que también acababa de aparecer. El cartel, muy elegante, que por la noche se iluminaba con un neón, aseguraba que se trataba de la Banca Agricola di Montelusa.
Se apeó del coche. La persiana metálica, que no presentaba indicios de que la hubieran forzado, estaba bajada hasta casi el suelo. Trató de levantarla, se esforzó, pero no lo consiguió. Llamó al timbre que había en la pared, debajo de una placa que repetía el nombre de la entidad.
Al cabo de un rato contestó una voz de hombre: —¿Quién es?
—El comisario Montalbano.
—Enseguida abro.
Como por arte de magia, la persiana se levantó hasta la mitad. Debía de accionarse eléctricamente. Montalbano se agachó y pasó por debajo.
Tenía delante una puerta blindada que funcionaba con una combinación numérica que había que introducir con un disco como el del teléfono y que se abría sólo lo suficiente para que pudiera pasar una persona.
En aquel banco se protegían bien.
Lo recibió un individuo larguirucho, de unos cincuenta años, vestido completamente de negro y con aire melancólico, que habría pegado más en una empresa de pompas fúnebres.
—Soy el contable Cascino. ¿Ha visto qué indignidad? ¿De qué hablaba? ¿Del robo? ¿Tenía un concepto tan elevado de la banca que llamaba «indignidad» a un robo? ¿Por qué, ya puestos, no lo llamaba «sacrilegio»?
Montalbano lo miró interrogativo. Cascino se dio cuenta de que tenía que explicarse.
—Me refiero al hecho de que los ladrones no han tenido respeto por el santo padre, que anoche... Pero siéntese, se lo ruego.
El comisario así lo hizo.