Cuatro
—Esta noche, hacia las dos, he empezado a
encontrarme mal y a vomitar. Notaba que me subía la fiebre. Quizá
por algo que había comido. Entonces he llamado a mi hijo y le he
dicho que viniera a la fábrica a sustituirme. Ha llegado al cabo de
media hora y yo he salido para volver aquí, a mi casa. No había
dado ni tres pasos cuando ha aparecido un coche a toda pastilla,
que he esquivado por un pelo. Luego he visto la matrícula. Era el
de Guarraci. He sentido que me hervía la sangre: ¿me la tiene
jurada o qué? Me he puesto a seguirlo y lo he visto coger el primer
camino a mano izquierda de los que llevan al campo. Como la noche
era oscura, los faros se veían a distancia. El coche se ha parado y
ha apagado los faros al cabo de un kilómetro, a la altura de la
casa de los hermanos Sgarlato. Yo quería esperar a que volviera
para partirle la cara, pero ya no me tenía en pie. Y ahora, en
cuanto he visto en la tele que han encontrado el cadáver de su
señora, he pensado que lo mejor era avisarlos.
—Y ha hecho muy bien —contestó el
comisario—. ¿Está dispuesto a repetir lo que ha dicho en un
tribunal? —¡Por supuesto! ¡Y encantado de la vida!
Salieron de casa de Delicato.
—Vamos a echar un vistazo —dijo
Montalbano.
Subieron al coche y se dirigieron a la via
Crocilla. —¿Tú sabes algo de esos Sgarlato?
—Sí, jefe. No son dos hombres, sino dos
animales. Con ellos vive una hermana que es amante de los dos. Los
han detenido y condenado varias veces por robos y trifulcas.
Delincuentes violentos. Tiene un huerto, gallinas, conejos... Van
tirando.
Al final de la via Crocilla, se detuvieron
al principio de los tres caminos que llevaban al campo. Delicato
estaba en lo cierto: de noche, los faros de un coche se verían
desde lejos.
—Desde aquí la casa de los Sgarlato se
distingue bien —observó Fazio—. Es la primera que hay yendo por ese
camino. —¿Vamos? —propuso Montalbano.
—Como quiera usía —contestó el inspector,
resignado. —¿Llevamos dos pares de esposas?
—Pero ¿qué quiere hacer?
—No lo sé. No hay que perder tiempo. ¿Tienes
una pistola para mí?
—No, jefe. Puedo darle la mía.
—Dámela.
Tardaron menos de cinco minutos en llegar.
La casa de los Sgarlato no era una casa, sino una choza repugnante,
tan mal conservada que se caía a pedazos. Estaba rodeada por
alambre de espino y la cancela estaba hecha con ramas. Al lado del
chamizo, con la parte posterior hacia el camino, había un gran
coche verde botella con la carrocería muy maltrecha. Del
guardabarros izquierdo sólo quedaba la mitad. Se correspondía en
todo con la descripción hecha por la testigo que lo había visto
llegar a toda velocidad a la via Crocilla.
Montalbano y Fazio se miraron. Estaban ya
casi seguros de que los secuestradores y asesinos de la señora
Giovanna eran los Sgarlato.
El comisario tocó el claxon. Por la puerta
apareció un oso al que la transformación en ser humano no le había
salido bien. Era un montón de barba, pelo y vello. —¿Tienen huevos
frescos? —preguntó Montalbano, bajando del coche.
—Sí, señor.
—Deme media docena.
El hombre entró en la casa. Fazio también
bajó del coche.
—Prepara las esposas —le dijo el comisario—.
Y luego lo amordazas y lo encierras en el coche.
Sgarlato volvió con los huevos envueltos en
una hoja de papel de periódico y se los ofreció. Montalbano los
cogió. El otro estaba a punto de abrir la boca para decir cuánto
costaban cuando el comisario, con una sonrisa, se los estampó en la
cara con todas sus fuerzas. Y en cuestión de segundos le clavó la
pistola en el vientre.
—No respires o eres hombre muerto.
Fazio le puso las esposas. Montalbano saltó
la cancela, que era baja, corrió hacia la casa y, en cuanto estuvo
dentro, disparó un tiro al aire.
Había un hombre y una mujer sentados a una
mesita. Estaban comiendo y se quedaron paralizados. Él era el
gemelo del oso; ella tendría unos cuarenta años, era gorda, peluda
y bigotuda. A un lado de la habitación había una escalera de madera
que llevaba al altillo. —¡Quietos los dos y no digáis ni mu!
Al poco llegó Fazio, que acababa de encerrar
al oso en el coche. Y esposó también al otro hermano.
—Voy a hablaros muy clarito —empezó
Montalbano—. Si me dais el millón que sacasteis de la bolsa de la
señora a la que os encargaron matar, os dejamos sin haceros ningún
daño. En cambio, si no me lo dais, os liquido a los dos, porque
vuestro hermano ya está muerto.
Ninguno de ellos abrió la boca.
—Lo siento, pero no tengo tiempo que perder
—añadió el comisario.
Con un movimiento de la pistola le indicó a
la mujer que se levantara. Ella obedeció.
—Sube.
La señora empezó a subir la escalera y
Montalbano la siguió. Fueron a parar al dormitorio, donde había
tres colchones tirados en el suelo, uno al lado del otro, y tres
almohadas. El hedor era insoportable; una madriguera de bestias
salvajes habría resultado menos repugnante. Prendas tiradas de
cualquier manera, ropa interior sucia por todas partes. Montalbano
se agachó, cogió unas bragas y se las metió en la boca a la mujer a
la fuerza. Luego le ató manos y pies sirviéndose de todo lo que
tenía disponible. No quedó satisfecho hasta que se convenció de que
no habría forma de que se moviera. Entonces hundió la boca de la
pistola en una almohada y disparó. A continuación bajó la
escalera.
—Sólo quedas tú —le dijo al gemelo del oso—.
¿Qué quieres que hagamos?
A pesar de la barba, se veía que el hombre
estaba blanco como el papel del miedo que tenía.
«Vamos a asustarlo un poco más», se dijo el
comisario, y disparó un tiro que pasó por encima de la cabeza de
Sgarlato, que cayó de rodillas. —¡Basta! ¡El dinero está enterrado
en el huerto, dentro de una caja de hojalata!
—Vamos a por él —ordenó Montalbano. Luego se
acercó a Fazio y le susurró—: Tú vete corriendo hasta el teléfono
más cercano y pide que manden coches y agentes.
Tres horas después, tras la confesión de los
hermanos Sgarlato, detuvieron al aparejador Guarraci. El jefe
superior Burlando le cubrió las espaldas a Montalbano y dijo que
había sido él quien lo había autorizado a irrumpir en casa de los
asesinos. Por su parte, Livia le montó una buena cuando se presentó
en Marinella a las siete de la tarde. —¡Me has dejado tirada
durante seis horas sin una triste llamada de teléfono!
Luego se calmaron las aguas y fueron a
cenar. El comisario se resarció del almuerzo que había tenido que
saltarse y, cuando volvieron, salieron un rato al porche y luego se
acostaron. Cuando Livia se durmió, él se levantó con cuidado y
volvió afuera para acabarse la novela de Sciascia.
Terminó a las tres de la madrugada, pero se
quedó en vela una horita más, dándole vueltas. Se le había
despertado una sospecha y durmió muy mal. A las ocho y media de la
mañana siguiente ya estaba en su despacho.
—Fazio, ¿sabes dónde está Augello?
—Sí, jefe. Dejó el teléfono de un hotel de
Taormina. ¡Cómo se cuidaba el señorito!
—Llámalo y me lo pasas.
Augello contestó con voz de sueño.
—Mimì, tienes que estar aquí hoy por la
tarde a las cuatro.
—Pero ¡si estoy de baja por
enfermedad!
—Me importa una puta mierda. Se acabaron las
vacaciones.
Y colgó. Fazio lo miró sorprendido.
—A las cuatro tú también tienes que estar
presente.
Aquella misma mañana le devolvieron el coche
como nuevo. Como las costillas apenas le dolían, pudo
conducir.
A las cuatro en punto, Augello entró en el
despacho del comisario, donde ya estaba Fazio.
Estaba moreno y muy nervioso. Saludó entre
dientes sin dirigirse a nadie en particular y se sentó.
—Me gustaría saber por qué razón te ha
parecido buena idea darme por culo y...
Montalbano lo interrumpió.
—La razón es que he leído una novela. —¿Y
para decirme esa gilipollez me has hecho volver a toda prisa?
—exclamó el subcomisario, presa de la rabia—. ¡Tú eres carne de
manicomio!
—Mimì, te lo digo por tu propio interés:
tranquilízate y escúchame con la máxima atención. En esa novela, un
farmacéutico recibe un anónimo amenazándolo de muerte y se entera
el pueblo entero. Al no tener enemigos, el farmacéutico se convence
de que se trata de una broma. Como tantas otras veces, se va de
caza con su amigo inseparable, el doctor Roscio, y se los cargan a
los dos. A Roscio, sin duda, porque al estar presente se convierte
en un testigo peligroso. Luego, en un momento dado, alguien
descubre que tanto el anónimo como el propio homicidio del
farmacéutico tenían como objetivo despistar, ya que la auténtica
víctima era el doctor Roscio. ¿Te ha gustado la novela?
—Sí —contestó Augello, escueto.
Sin embargo, Fazio notó que algo había
cambiado en su actitud. —¿Ya no estás enfadado porque te haya hecho
venir desde Taormina para contártelo?
—No tanto.
—En ese caso, Mimì, ¿te acuerdas de cuando
nos dispararon? Todo el mundo creyó que habían tratado de
asesinarme a mí, cuando en realidad las cosas eran distintas. ¿Tú
cuándo lo comprendiste?
—Tardé un poco. —¿Cuánto exactamente?
Augello no contestó. En ese momento Fazio se
levantó.
—Jefe, perdone, pero yo tengo un compromiso
importante.
—Muy bien. Vete, vete.
Qué listo era Fazio, había comprendido que a
Augello le costaba hablar delante de él.
—Lo supe con certeza el día que volví a casa
del hospital —dijo el subcomisario cuando se quedaron los dos
solos. —¿Qué te dio esa certeza?
—El hombre que me había disparado. —¡¿Fue a
verte?! —exclamó Montalbano.
—No. Me llamó por teléfono. Lloraba.
El comisario estaba cada vez más
estupefacto. —¿Y por qué lloraba?
—Porque se había arrepentido de lo que había
hecho y por la alegría de no haber herido de gravedad ni matado a
nadie con sus disparos.
—Perdona un momento —pidió Montalbano.
Se levantó, salió y fue al baño. Estaba a
punto de estallar como una bestia feroz, de liarse a bofetadas con
Augello. Se quitó la camisa, se lavó a conciencia y volvió a su
despacho.
—Cuéntamelo todo desde el principio.
—Mientras investigaba los robos a los
joyeros, conocí a la mujer de uno de ellos. Era guapa y honesta,
aunque... a base de insistir conseguí que perdiera la cabeza.
Total, que me citó en su casa una noche en que su marido se había
ido. Lo malo fue que él volvió demasiado pronto. Conseguí huir un
minuto antes de que entrara por la puerta, pero... igualmente se
dio cuenta de lo que había pasado. La confusión de su mujer y la
cama hablaron claro... Le dio una paliza de tomo y lomo y le
sonsacó mi nombre. Juró que me mataría. La mañana en que teníamos
que ir a ver al jefe superior, ella consiguió avisarme, pero...
¿qué iba a hacer yo? —¿Por qué no me dijiste nada?
—Porque tú habrías actuado de acuerdo con la
ley y habrías arruinado la vida de un pobre desgraciado que de ese
modo habría acabado cornudo y apaleado. No me vi capaz. La culpa de
todo era mía. Claro que, si decides acusarlo de intento de
homicidio y destrozar una familia, el nombre del que me disparó
es... —¡No me lo digas! —gritó el comisario.
Se puso en pie, salió y fue a dar un paseo
por el aparcamiento, furioso, fumándose un pitillo. Poco a poco se
le pasó la rabia y consiguió razonar con calma.
Del atentado ya no hablaba casi nadie, dos o
tres días más y el silencio sería definitivo. Por otro lado, estaba
seguro de que la investigación de Cusimato acabaría sin
resultados.
Volvió a su despacho. Augello estaba
sentado, con el cuerpo echado hacia delante, los codos encima de
las rodillas y la cabeza entre las manos.
—Vuélvete a Taormina —dijo.
Augello se levantó de un brinco y le tendió
la mano.
—Gracias.
El comisario no se la estrechó.
—Quítate de en medio de una puta vez
—ordenó.