Dos casos en paralelo
Uno
El aparejador Ernesto Guarraci, de algo más
de cuarenta años, oficialmente asesor del ayuntamiento para el
planeamiento urbanístico y de la provincia para las grandes obras
territoriales, era en la práctica un holgazán sin las más mínimas
ganas de hacer nada. O no del todo, porque había algo de lo que
nunca se cansaba: de jugar al póquer de la mañana a la noche y
viceversa, perdiendo casi siempre.
Puede que fuera un holgazán, pero vivía la
mar de bien, porque, desde hacía diez años, estaba casado con
Giovanna Bonocore, una mujer rica, gracias a la cual su billetera
pasaba de la lágrima vespertina a la alegría matutina.
Un buen día, un miércoles, la señora
Giovanna anunció a su marido que aquel sábado quería ir a ver a su
hermana Lia, que vivía en Caltanissetta. El aparejador dijo que no
podía llevarla en coche porque el sábado después de comer lo
necesitaba para ir a Fiacca.
Ella le contestó que compraría un billete
para el tren que salía de Vigàta a las seis de la mañana y que
volvería por la tarde, a las ocho. Ernesto la acompañaría en coche
a la estación a la ida e iría a recogerla a la vuelta.
Según declaró más tarde ante Montalbano, al
ir a denunciar la desaparición, Guarraci había llevado a su mujer
no hasta la puerta de la estación, adonde era complicado llegar
debido a unas obras en la vía pública, sino hasta la entrada del
paso subterráneo que empezaba en la via Lincoln. Luego había vuelto
a su casa.
Hacia las nueve y media había recibido una
llamada de su cuñada Lia, angustiada.
—Estoy en la estación desde las siete. ¿Cómo
es que Giovanna no ha llegado todavía?
—Pero ¡¿qué dices?! ¡¿Cómo que no ha
llegado?! ¡Si se ha ido seguro! ¡La he acompañado yo a la
estación!
—Ernè, no me gastes bromas, que no estoy de
humor. Pásame a Giovanna. —¡Si te estoy diciendo que se ha
ido!
El señor Guarraci no había perdido el tiempo
y había ido corriendo a la estación. Detrás de la única ventanilla
abierta estaba la señora Sferlazza, una mujer de unos cincuenta
años que conocía bien a Giovanna y que juró y perjuró al aparejador
que aquella mañana no había visto a su señora. Tenía muy claro que
no le había vendido ningún billete.
Por consiguiente, la señora Giovanna había
desaparecido en el paso subterráneo, que tenía dos salidas más,
aparte de la que daba a la estación: una en la via Crocilla y la
otra en la via Vespucci.
Era una obra pública sin la más remota
utilidad, como tantas de las que se hacían en aquellos años,
beneficiosa tan sólo para los políticos que la habían aprobado con
el objetivo de embolsarse una buena comisión y para los
contratistas que la habían ejecutado y habían sacado lo suyo
escatimando en la calidad del material.
En la práctica, al cabo de unos meses,
debido a las filtraciones y a la falta de mantenimiento, el paso
subterráneo se había transformado en algo a medio camino entre un
estanque y una letrina.
Era poquísima la gente que lo
utilizaba.
Fazio le había contado a Montalbano que por
Vigàta corría insistentemente el rumor de que se trataba de una
desaparición voluntaria.
Al parecer, la señora Giovanna Bonocore, una
hermosa mujer de cuarenta años muy apetecible, era desde hacía tres
la amante de un médico, el dottori Curatolo, y, según decían, los
dos habrían decidido irse a vivir juntos. Sin embargo, había un
dato que debilitaba esa versión tan extendida: Curatolo no se había
alejado de Vigàta ni siquiera un día.
Así pues, ¿cómo iban a vivir juntos si ella
estaba por un lado y él por otro?
Para salir de dudas, Montalbano había
convocado con discreción al médico, que era un individuo atractivo
y distinguido, pero con los nervios tensos como las cuerdas de un
violín.
—Doctor, le agradezco que haya aceptado mi
invitación y que haya venido, porque entiendo lo difícil que tiene
que resultarle hablar de algo tan delicado...
—No, soy yo quien le da las gracias. Así
puedo aclarar las cosas de una vez por todas. Giovanna y yo éramos
amantes, pero ninguno de los dos tenía intenciones serias de
abandonar a su familia para irnos a vivir juntos a otro pueblo. Si
no hubiera desaparecido, nuestra relación habría proseguido
tranquilamente. —¿Me está diciendo que no tiene nada que ver con la
desaparición?
—Eso mismo. A mí también me pilló por
sorpresa. Traté de explicárselo al señor Guarraci... —¡¿Se han
visto?!
—Sí, vino a mi consulta por iniciativa
propia y sin avisarme. Y delante de los pacientes, que eran muchos,
me montó una escena de padre y muy señor mío. Y así fue como todo
Vigàta se enteró de nuestra relación. —¿Sabe quién se lo contó al
marido?
—Según él, recibió un anónimo, aunque en
realidad Giovanna me había dicho que lo sabía desde hacía como
mínimo un año, pero disimulaba. Por otro lado, según la propia
Giovanna, él también tenía una amante, una tal Giuliana.
—No se ofenda por la pregunta que voy a
hacerle... —¡No se preocupe! —¿No sería posible que, además de
usted, la señora se viera con otro hombre?
—Yo me inclinaría por descartarlo. —¿Y
eso?
Y entonces el dottori Curatolo se
ruborizó.
—En los últimos seis meses, nuestra relación
había sufrido, cómo se lo diría, un cambio radical.
—Es decir...
Antes de contestar, el médico se aclaró la
voz.
—Para Giovanna, lo nuestro se convirtió en
algo serio. Digamos que... se enamoró de mí. —¿Y usted de
ella?
—No.
Seco como un escopetazo.
—Perdone, pero ¿hasta qué punto estaba
enamorada?
—Había empezado a insinuar la posibilidad de
dejar a su marido. —¿Y usted cómo reaccionó?
—La disuadí. Tampoco tuve que esforzarme
mucho, porque me daba la impresión de que no estaba demasiado
decidida... Era más que nada la manifestación de un deseo
irrealizable. Sí, eso es. —¿Qué opina usted sobre esta
desaparición?
—Descarto que se trate de amnesia, de un
fallo de memoria... —¿Y entonces? —¿Guarraci no le ha contado por
qué iba Giovanna a ver a su hermana Lia el sábado?
—No. Por lo visto, la visitaba con
frecuencia.
—Es cierto. Pero ese día había un motivo
especial. Giovanna me lo contó. Lia le había pedido una suma
importante para su marido, cuya empresa está pasando dificultades.
—¿Sabe a cuánto ascendía esa suma?
—A unos veinte millones de liras.
El comisario se quedó parado. La cantidad no
era ninguna tontería. —¿La señora era propensa a satisfacer
las...?
—Más que propensa. Eran gemelas y se querían
con locura.
Montalbano cogió el coche y fue a ver a la
señora Lia. Estaba presente también su marido, Gaspare Guarnotta.
Entre lágrimas, la mujer le confirmó lo que le había dicho el
médico. Y precisó que se trataba de dieciocho millones, que debían
ser íntegramente en efectivo.
Montalbano no quiso dejarlo pasar.
—Perdonen, pero ¿no habría sido mejor hacer
una transferencia bancaria o extender una serie de talones?
La señora Lia miró a su marido y no
contestó. Él puso una cara entre confuso y ultrajado.
—Ya sabe cómo son estas cosas...
—No, no sé cómo son estas cosas.
—Estoy obligado a mantenerme alejado de los
bancos locales. Todas mis cuentas están en números rojos y podría
ser que retuvieran la suma en concepto de reembolso de la
deuda.
—Entendido. Entonces, en el momento de salir
de casa, ¿la señora Giovanna llevaba dieciocho millones en la bolsa
de viaje que había cogido y que también ha desaparecido con ella?
—¡Qué va! —exclamó la señora Lia—. Creo que el viernes por la
mañana había sacado sólo un millón, que Gaspare iba a utilizar para
una letra que vencía el lunes. Luego iba a darnos tres o cuatro
más. El sábado tenía que venir a traer ese millón, a acordar el
importe de las sumas sucesivas y a buscar un sistema para verse con
mi marido sin que mi cuñado se enterase de nada.
—Entonces, el señor Guarraci no estaba al
tanto del...
—No... Mi hermana no tenía por qué
informarle de lo que hacía con su dinero. A veces discutían por ese
motivo. —¿Ella no se fiaba de su marido?
—No creo que se tratara de falta de
confianza. Giovanna siempre ha sido así, incluso de pequeña. Sus
cosas eran suyas y no quería que nadie se inmiscuyera.
El aparejador se quedó boquiabierto.
—¿Dieciocho millones a su hermana Lia? ¡A mí no me había dicho
nada! Porque si me lo hubiera contado... —¿Se lo habría impedido?
—¡Lo habría intentado! ¡Era dinero tirado a la basura! ¡Guarnotta
es un fracasado nato!
—Pero ¿su mujer dónde tenía los talonarios,
las cartillas, el dinero en efectivo?
—En una cajita fuerte empotrada, escondida
detrás de un cuadro de la entrada. —¿Usted tiene la llave o la
combinación?
—Nunca las he tenido. —¿Sabe si están
localizables en su casa?
—No lo sé. La llave la llevaba mi mujer
colgada del cuello con una cadenita.
Montalbano fue a ver la caja fuerte. Tenía
doble cierre, con llave y con combinación. Con la autorización del
fiscal, mandó a un hombre de la científica a abrirla.
Entre libretas, cuentas corrientes y bonos
del Tesoro, la señora Giovanna poseía unos sesenta millones. El
juez lo congeló todo.
Fazio, que se había empleado a fondo, había
encontrado a un testigo, el barrendero Totò Faticato, que afirmó
haber visto que el coche del aparejador Guarraci se detenía delante
del paso subterráneo de la via Lincoln a las seis menos cuarto de
aquella mañana. Del vehículo había bajado la señora Giovanna con
una bolsa de viaje en bandolera y se había encaminado hacia la
escalera. Al cabo de un instante, el coche había dado la vuelta
para marcharse por donde había venido. Faticato recordó incluso
que, al hacer esa maniobra, el aparejador había estado a punto de
embestir a Tano Delicato, que acababa de terminar su turno de
guardia jurado nocturno.
Seis días después, Delicato seguía enfadado:
—¡Por poco me mata, el muy gilipollas! Bajó del coche, pidió
perdón, dijo que era el aparejador Guarraci y que se había quedado
medio dormido.
El barrendero, que estuvo trabajando en las
inmediaciones un cuarto de hora más, juró que no había visto a
nadie salir por el acceso del paso subterráneo que daba a la via
Vespucci. Del otro, el de la via Crocilla, no podía decir nada,
porque no se veía desde donde él estaba. La via Crocilla era una
calle corta, con diez casas a cada lado y dos fábricas al fondo.
Estaba en el final del extrarradio de Vigàta, después ya empezaba
el campo. Montalbano y Fazio interrogaron prácticamente a todos los
vecinos de las veinte casas. Nadie había visto nada.
Sólo Annunziata Locascio, que vivía en la
planta baja de la casa más cercana al paso subterráneo, había oído
algo.
—Yo me levanto siempre hacia las cinco y
veinte de la mañana. Ese día, al cabo de unos diez minutos, oí que
llegaba un coche a toda velocidad y luego paraba en seco. Miré por
la ventana. Bajaron dos hombres, que se metieron en el paso
subterráneo. —¿Vio si había un tercero que se quedara al
volante?
—No, señor, estaban sólo esos dos.
—¿Recuerda qué coche era? Por casualidad no vería la
matrícula...
—Yo de automóviles no entiendo nada y la
matrícula no la vi. Era grande, de color verde botella, y estaba
muy abollado. Del guardabarros de detrás únicamente quedaba la
mitad. —¿Y luego?
—Luego oí que se marchaba aún más deprisa de
como había llegado. Podían ser las seis menos diez o menos cinco,
pero, vamos, desde luego antes de las seis, que es cuando voy a
despertar a mi marido con un café.
Y el caso quedó atascado en ese punto.