Cuatro
Mientras tanto, el viejo, que está
emborrachándose con una veintena de personas, entre amigos y putas,
decide llevarse a todo el mundo a casa. El griterío alerta a los
dos amantes, que se ven perdidos. En ese momento, el leñador le
dice a la chica que grite «Al ladrón» y se tira por la ventana.
Todos los presentes se lanzan tras él. Sin embargo, en su huida, el
leñador mete el pie en un cepo. Para salvar el honor de su amada,
coge el hacha que lleva colgada de la cintura, se corta el pie y se
arrastra hasta la orilla de un lago. Al comprender que sus
perseguidores están a punto de darle alcance, se suicida tirándose
a las profundas aguas. Y, como no se encuentra su cadáver, todo el
mundo grita que el que ha entrado en la habitación de la joven ha
sido un ladrón. —¿Has comprendido el sutil mensaje? —preguntó
Montalbano al final.
—Sólo en parte —reconoció Fazio—.
Explíquemelo bien usía.
—Es la respuesta a la rueda de prensa de
Gianquinto. Los Cuffaro me mandan decir, en primer lugar, que han
comprendido perfectamente que detrás de la clausura del Labrador
estoy yo. En segundo lugar, dejan claro que están dispuestos no
sólo a cortarse un pie, es decir, a dejar que les cierren el
Labrador, sino incluso a perder algo más valioso antes que dejar a
alguien con el culo al aire. En resumen, lo que dicen es que no
pueden actuar de otra forma, que se trata de un tema de mucho
calibre y que están preparados para perder hombres y dinero.
—Y también dicen algo más —afirmó Fazio.
—¿El qué?
—Que con un asunto tan gordo, hasta usía
tiene que guardarse las espaldas.
—Eso ya lo he entendido. Mientras veía la
película, se me ha ocurrido algo que tiene que ver con Davide
Guarnotta. Seguramente has acertado al pensar que el único que pudo
entregarle la llave a la muerta era él, Guarnotta. Puede que el muy
hijo de puta nos esté dando por culo. Puede que la amiguita rusa
que tanto se parece a la víctima no exista, que se la inventara
sobre la marcha. Quizá era la muerta la que iba a verlo por la
noche a su casa. Vamos a apretarle las clavijas. Búscalo y entérate
de dónde está.
Después de varias llamadas, Fazio consiguió
hablar con Guarnotta.
—Está ocupado en Televigàta hasta las ocho
de la tarde, trabajando en el estudio.
—Perfecto. Son las seis y media. Tú te vas
ahora mismo a Televigàta con dos agentes de uniforme y un coche
patrulla con las sirenas encendidas. Tienes que montar jaleo, un
alboroto de mil demonios. Si están grabando, los interrumpes y
entras igual. Como si fueras a detenerlo. Y le comunicas que mañana
por la mañana a las nueve lo espero aquí en comisaría. Y amenázalo,
dile que tiene que presentarse sí o sí. —¿Y luego?
—Luego, yo me voy a Marinella. Adiós.
Se despertó poco antes de las siete, cuando
llamó Fazio.
—Jefe, hace una hora ha llamado uno para
decir que en la playa de poniente había un coche con un ocupante
que parecía muerto. He venido y era Guarnotta. Aquí estoy, he
avisado al circo ambulante. ¿Viene usía? —¿Para qué? ¿Cómo ha
muerto?
—Yo no he abierto el coche. No hay heridas
aparentes, no se ve sangre. Va en mangas de camisa, está
completamente apoyado en el respaldo del asiento del conductor, con
la cabeza echada hacia atrás, los ojos como platos... Junto a los
pies hay un cordón y una jeringuilla. Puede que haya sido una
sobredosis. —¿Cómo reaccionó ayer cuando le comunicaste que lo
convocaba?
—Se quedó blanco como el papel, jefe, y sólo
dijo que muy bien.
—En cuanto acabes, vete para
comisaría.
A saber por qué, pero a Montalbano la muerte
de Guarnotta le pesaba en la conciencia.
—Dottori, ahora mismito uno ha tilifoniado
para decir que anoche lo que sería por la noche, o sea, lo que
vendría a ser ayer por la noche, hubo un robo. —¿Dónde?
—Donde el asesinato, en la via Pintacucuda,
allí donde el número dieciocho. En casa del siñor Guarnotta.
Salió a toda pastilla, cogió el coche y
llegó a la via Pintacuda. Ninguno de los vecinos se había enterado
aún de la muerte del cámara. Y Montalbano no se lo contó. La que se
había dado cuenta de que habían entrado a robar en el piso había
sido la señora Oliveri, que vivía justo delante.
—Al salir he visto que la puerta estaba
abierta, así que me he acercado y he llamado a Guarnotta, pero no
ha contestado nadie. He entrado y lo he visto todo patas
arriba.
Lo primero que observó Montalbano fueron dos
llaves metidas en una anilla y tiradas en el suelo del vestíbulo.
Las probó en la cerradura y una de ellas abría. La otra debía de
ser la del portal. Los ladrones habían entrado con las llaves que
le habían quitado al cadáver de Guarnotta. Colgada de un clavo en
el marco de la puerta había otra llave. Montalbano la cogió y la
probó. También abría la cerradura. Era la copia de repuesto. Por lo
tanto, faltaba otra llave de repuesto para el portal. Blanco y en
botella. La que había utilizado la muerta era de Guarnotta, no
cabía duda.
Fotos de chicas desnudas colgadas de las
paredes eran la única decoración de la vivienda. Había un televisor
muy grande conectado a un reproductor de vídeo. Al lado, un
mueblecito que debía de haber contenido los más de un centenar de
vídeos porno que en ese momento estaban tirados por el suelo,
desperdigados, como si los hubieran mirado uno a uno. Montalbano
tardó muy poco en convencerse de que aquello no había sido un robo.
No se habían llevado el vídeo ni las valiosas cámaras de fotos ni
el televisor. En lugar de eso, habían hecho un registro de primera.
No habían dejado un solo rincón sin rebuscar. Regresó a la
comisaría pensativo. Al llegar, le dijo a Catarella que no quería
que nadie lo molestara, sólo podía entrar en su despacho Fazio
cuando volviera. Pasó un buen rato reflexionando. ¿Qué se va a
buscar a la casa de un cámara? Algo que tenga que ver con su
trabajo; es decir, alguna grabación. Una grabación de algo
comprometedor. Se acordó de la película muda. Algo comprometedor
para gente que debía quedar a toda costa por encima de toda
sospecha... Una idea veloz como un relámpago atravesó su
mente.
Un momento, Montalbà. ¿Y si Guarnotta había
grabado con su cámara alguna escena que resultaría peligrosa si se
pusiera en circulación? ¿Y si hubiera hecho una copia? ¿Quizá para
utilizarla en un chantaje? Y tal vez eso, el chantaje, fuera algo
que llevaba un tiempo haciendo. Eso habría explicado de dónde salía
el dinero que tenía el muchacho. Sin embargo, ¿qué podía haber
grabado que fuera tan peligroso como para que los Cuffaro
estuvieran dispuestos a pagar un precio elevado para que no saliera
a la luz? ¿El momento en que un diputado se metía un soborno en el
bolsillo? En ese caso, el diputado lo habría explicado diciendo que
el dinero era para obras de caridad. ¿Y entonces? Por un momento,
le vino a la cabeza el sueño que había tenido. Desde luego, si
hubiera grabado a un político comprando a una mujer en el mercado
de las esclavas sexuales y se supiera que luego a esas mujeres las
llevaban «al desguace», la cosa habría tenido otro efecto. ¿Al
desguace? ¿Qué querría decir eso exactamente? Se le ocurrió una
respuesta de la que él mismo se asustó. ¿Y si a aquellas chicas las
desguazaban en presencia de gente a la que le gustaba ver desguazar
a chicas guapas, gente que pagaba cifras vertiginosas por asistir
al espectáculo? ¿Y si también participaban en el desguace? ¿Y si la
escena se grababa y luego a cada uno le tocaba una copia de regalo?
No, eso era demasiado, demasiado... Su cerebro se negaba a
aceptarlo. «Una trágica, o más bien degenerada, demostración de
poder», había dicho en la entrevista. No había sabido explicarse el
porqué de esas palabras. Le habían salido así, de forma espontánea.
Pero habían sido perfectas. En ese momento se presentó Fazio.
—El dottor Pasquano ha dicho enseguida que a
Guarnotta lo han suicidado con una sobredosis. Había periodistas
delante. ¡Imagínese la que se ha montado! —¿Cómo está tan
seguro?
—Porque no había rastro de más pinchazos que
el que le ha causado la muerte. Además, en los brazos y en las
piernas tenía hematomas, lo que indica que lo estaban agarrando
mientras le clavaban la aguja. —¿Te acuerdas de la película? Lo han
suicidado en el lago.
—Es verdad. Ah, quería decirle que en el
coche no se ha encontrado nada personal, ni siquiera las llaves de
su casa.
—Las llaves se las han quitado los asesinos
para ir a registrar su piso. Y ahora las tengo yo, son éstas. Y
tengo también casi la certeza de que fue Guarnotta el que le dio la
del portal a la chica.
Fazio lo miró asombrado. Montalbano le contó
la historia del robo y la llave del portal que faltaba en el juego
de repuesto.
Sonó el teléfono.
—Dottori, parece que estaría presencialmente
un siñor que no me acuerdo del nombre, pero que se llama como uno
de los tres reyes magos —anunció Catarella. —¿Melchiorre? —sugirió
Montalbano. —¡Exacto!
—Muy bien, que pase.
En realidad, era otro supuesto rey mago. Se
trataba del contable Ballassare, el de las pompas fúnebres. Tenía
aún más cara de pena de lo habitual.
—Me he enterado por la televisión de que el
pobre Guarnotta ha muerto trágicamente. Corre la voz de que ha sido
asesinado. ¿Es cierto?
—Eso parece —contestó Montalbano.
—Entonces tengo un deber que cumplir. Hace
dos días, Guarnotta me dio un sobre y me dijo que se lo entregara a
usted en caso de que sufriera una muerte violenta. Aquí lo tiene.
Adiós.
Salió dejando al comisario y a Fazio
atónitos. Luego el primero abrió el gran sobre acolchado, del que
sacó una nota y tres cintas VHS.
La chica se llamaba Olga Bergova, tenía
diecinueve años. No sé decirle más. Había estado tres veces en mi
casa. A las otras dos era la primera vez que las veía. La idea de
grabar una violación en grupo que culminase en homicidio en
presencia de pocos pero adinerados espectadores que pagaran por
participar fue de Milko Stanic, uno de los dos importadores locales
de chicas del Este, con la aprobación de los Cuffaro. Pretendía
comercializar las copias a escondidas de los participantes, que,
por otro lado, serían irreconocibles. Sin duda, la llave se me cayó
durante la grabación y Olga debió de darse cuenta. Al quedarse
sola, la recogió y, sabiendo que estaba a punto de morir, vino a mi
casa para ponerlos sobre mi pista y la de la organización. Lo
consiguió. A mí, estoy casi seguro, me harán pagar la historia de
la llave. —¿Te ves con fuerzas de verlos conmigo? —preguntó
Montalbano.
Fazio, resignado, se encogió de
hombros.
Tardaron tres horas. Habían asistido a tres
homicidios, a tres sacrificios humanos. Las chicas, pobrecillas,
cambiaban, pero los participantes, tanto en la violación como en el
homicidio, eran diez y se veía que eran siempre los mismos, pese a
que iban desnudos y encapuchados.
—Voy a beber un vaso de agua —dijo Fazio,
que se había quedado pálido.
—Tráeme uno a mí también —pidió el
comisario.
No se sentía capaz de levantarse, no tenía
fuerza en las piernas, notaba una opresión en el pecho. Sus
suposiciones quedaban confirmadas por los vídeos.
Sin embargo, eso no le dio ninguna
satisfacción. Al contrario. Se bebió el agua como si se muriera de
sed. —¿Cómo es posible que no hayamos encontrado los cadáveres de
las otras dos? —se preguntó Fazio.
—Puede que los hayan disuelto con ácido
—dijo Montalbano. Y añadió—: Yo a uno de los encapuchados lo he
reconocido. El gordo bajito que tiene el tic de juntar tres veces
el pulgar y el índice de la mano izquierda haciendo un círculo cada
cinco minutos. —¿Y quién no lo reconocería? —replicó Fazio—. Si lo
hace también cuando sale por la tele, hablando de los valores
cristianos y de la santidad de la familia.
—Si nos ponemos, a tres o cuatro los
identificamos ahora mismo. Uno renquea y le falta el meñique de la
mano izquierda...
—El presidente de los comerciantes, el
antiguo subsecretario —confirmó Fazio, sombrío. —...Un segundo
individuo llevaba un ancla tatuada en el hombro derecho, a un
tercero se le veía la cicatriz de una operación reciente en el
pecho...
—Uno es el presidente del Círculo Náutico;
el otro, el asesor provincial para la cultura. Los he visto en
bañador —dijo Fazio, casi lamentándose.
El fiscal Gaetano Mistretta se había puesto
rojo como un tomate al oír las primeras identificaciones. Se secó
el sudor de la frente y dijo:
—Deje aquí los vídeos y ni una palabra a
nadie. Usted ya no va a encargarse de este caso. Y el dottor
Gianquinto tampoco. Lo llevarán los de la Brigada de Homicidios. Es
una orden tajante.
Montalbano se puso en pie y se marchó sin
despedirse.
No protestó. Era inútil, sabía cómo acabaría
la cosa.
Según la práctica habitual, el dottor
Gaetano Mistretta archivó la nota y las cintas de vídeo y las puso
en un expediente que rotuló, según la práctica habitual (además de
la prudencia), «sospechosos sin identificar».
Antes de abandonar su despacho al término de
su jornada laboral, el dottor Gaetano Mistretta cogió el expediente
de los sospechosos sin identificar y, según la práctica habitual,
lo metió en un cajón de su escritorio, que cerró con llave.
Y, una vez más según la práctica habitual,
esa misma noche entraron en el despacho del dottor Gaetano
Mistretta dos ladrones que iban sobre seguro e hicieron desaparecer
sólo aquel expediente.
No obstante, y en previsión de lo que
sucedería según la práctica habitual, también el dottor Salvo
Montalbano había actuado de acuerdo a la forma prevista. Así, antes
de entregarle la carta de Guarnotta y los tres vídeos al fiscal, le
había pedido a Catarella que hiciera copias de todo.
Las tenía bien escondidas, con la esperanza
de que llegaran tiempos mejores.