CAPITULO IX
LA OBRA DE D. D. HOME

Daniel Douglas Home nació en 1833 en Currie, pueblo cercano a Edimburgo. Acerca de su origen hay algo de misterio, afirmándonos unos y negando otros que estaba más o menos relacionado con la familia del conde de Home6. Sin duda era hombre que había heredado costumbres de elegancia, delicadeza de maneras, sensibilidad y exquisitez de gustos. En cuanto a sus facultades psíquicas y a la seriedad que infiltraron en su carácter, pudo considerarse como el verdadero tipo de esos hijos menores aristócratas que heredan los hábitos y tendencias ya que no la fortuna de sus padres.

Home pasó de Escocia a Nueva Inglaterra a la edad de nueve años, con la tía que le había adoptado y que constituye otro de los misterios que rodean su existencia. A los trece años comenzó a dar señales de las facultades psíquicas heredadas, pues su madre, descendiente de una vieja familia de las altas tierras escocesas, tenía la típica segunda vista de su raza. Sus tendencias místicas pusiéronse de manifiesto en una conversación con su amiguita Edwin. Ambos muchachos se habían prometido que el que muriera antes vendría a visitar al otro desde el Más Allá. Home se marchó a otro lugar distanciado a unos centenares de millas y un mes más tarde, en el preciso momento de ir a acostarse, tuvo la aparición de Edwin que venía a anunciarle su fallecimiento. Y, en efecto, dos o tres días más tarde Home recibió la noticia de la muerte. En 1850 tuvo una segunda visión relativa al fallecimiento de su madre, que se había ido a vivir a América con su marido. Por aquel tiempo el muchacho hallábase enfermo. Al llegar la noche el joven pidió auxilio a grandes gritos, y cuando su tía fué a socorrerle le encontró excitadísimo. El enfermo decía que su madre había muerto aquel mismo día hacia las doce; y que acababa de aparecérsele para anunciarlo. La visión no podía ser más exacta; al cabo de poco rato, golpes sordos vinieron a perturbar la calma de aquella mansión, y los muebles entraron en movimiento por efecto de una fuerza invisible. La tía, mujer de estrechas convicciones religiosas, empezó a protestar, acusando al joven de haber atraído al demonio. Y sin más contemplaciones, le arrojó de la casa.

Lo primero que hizo fué buscar asilo en otra de unos amigos, y durante un par de años estuvo errando de ciudad en ciudad. Su mediunismo habíase desarrollado extraordinariamente, dando frecuentes sesiones en los sitios donde paraba. A veces las sesiones eran seis o siete diarias: no se conocían en aquella época las limitaciones de poder ni las reacciones engendradas por él entre lo físico y lo psíquico. Esto minó sus fuerzas y fué causa de que cayera enfermo frecuentemente. La gente acudía de todas partes a presenciar las maravillas que provocaba la presencia de Home. Entre los que le hicieron objeto de estudio, figuraron el poeta americano Bryant y el profesor Wells, de la Universidad de Harward. En Nueva York experimentaron con él los profesores Hare y Mapes, y el juez Edmonds. Los tres se convirtieron, según ya vimos, en espiritistas convencidos.

Durante aquellos primeros años aumentó el encanto de la personalidad de Home, lo que unido a la impresión profunda que causaban sus facultades, atrájole valiosas adhesiones. El profesor Jorge Bush le invitó a permanecer a su lado para hacer estudios swedenborgianos; el matrimonio Elmer, rico y sin hijos, le propuso adoptarle y hacerle su heredero a condición de cambiar su nombre por el de Elmer.

Sus notables facultades curativas que provocaban la admiración de sus amigos, le impulsaron a estudiar la carrera de medicina. Pero su delicada salud, juntamente con una afección pulmonar bien declarada, obligáronle a abandonar este proyecto y siguiendo las prescripciones facultativas, vino de Nueva York para establecerse en Inglaterra.

Llegó a Liverpool el 9 de abril de 1855. Era entonces joven alto, esbelto, de maneras elegantes, sumamente pule en su modo de vestir y revelando en su semblante los estragos de la tuberculosis. Tenía los ojos azules y los cabellos castaños, la extremada debilidad de su organismo denotaba de cuán pocas fuerzas podía disponer para resistir a la terrible enfermedad. Un buen médico que le hubiera examinado atentamente le supondría sólo algunos meses de vida en nuestro clima húmedo; pero de todas las maravillas que rodeaban a Home la prolongación de su existencia fué tal vez la más extraordinaria. Llevaba en el rostro impresos los rasgos emotivos y religiosos que distinguían su carácter, siendo digno de mencionarse acerca de este punto que antes de desembarcar había bajado a su camarote para rezar fervorosamente. Al considerar la extraordinaria obra de su vida y la parte considerable que representó en el movimiento religioso del espiritismo, puede afirmarse que nuestro visitante era uno de los más notables misioneros que jamás arribaron a estas costas.

Por aquellos días su situación era muy singular. Apenas sostenía relaciones sociales. Su pulmón izquierdo estaba deshecho. Sus rentas eran modestas, aunque suficientes. No tenía oficio alguno, pues su educación habíase visto truncada por la enfermedad. Era de carácter sentimental, delicado, artístico, afectuoso y profundamente religioso. Tenía fuerte inclinación hacia el arte y el teatro; sus facultades como escultor eran notables, y como actor de verso demostró en los últimos años de su vida que pocos podían igualarle. Pero por encima de todo esto, amen de una honradez tan inflexible que hasta molestaba por su intransigencia, tenía una cualidad superior que obscurecía a todas las demás. Consistía en aquellas facultades, completamente independientes de su voluntad, que aparecían o desaparecían con rapidez desconcertante, demostrando a cuantos le veían, que existía algo en el aura de aquel hombre que atraía a las fuerzas a él extrañas para manifestarse dentro de la esfera material.

En resumen, era un medium, el mayor medium físico que el mundo había visto hasta entonces.

Un hombre de calidad inferior se habría valido de aquellas facultades extraordinarias para fundar alguna secta de la cual hubiera sido el sumo sacerdote indiscutible, viviendo rodeado de una aureola de poder y de misterio. No hay duda que cualquier otro en su lugar, habría tenido la tentación de explotar sus facultades para hacer dinero. Pero hay que hacer constar acerca de ese punto quejamás en el curso de los treinta años de su misión extraordinaria se hizo pagar un céntimo en la manifestación de sus dones. Es un hecho perfectamente comprobado que cuando el Unión Club de París, en 1857, le ofreció dos mil libras esterlinas por una sola sesión, él, pobre e inválido, las rehusó rotundamente. «He sido enviado para realizar una misión», se contentaba con decir. «Esa misión es demostrar la inmortalidad. Jamás cobré dinero por ello y jamás lo cobraré». Recibió algunos regalos procedentes de príncipes y reyes que no podía rechazar sin incurrir en falta de respeto y cortesía: sortijas, alfileres, etc., que más que recompensas eran muestras de amistad. Pocos monarcas hubo en Europa con quienes no se hubiera relacionado. Napoleón III tomó bajo su amparo ala única hermana de Home. El emperador de Rusia apadrinó su matrimonio. ¿Qué autor podría crear una vida más novelesca?

Pero hay otras tentaciones más atrayentes que las de la riqueza. Contra ellas estaba protegido por su acrisolada honradez. Ni por un momento perdió la noción del carácter y proporciones de su obra ni faltó a su norma de humildad. «Poseo estas facultades», decía; «me considero feliz pudiéndolas demostrar a todos aquellos que a mí acudan lealmente, muy satisfecho de que los demás puedan añadir nueva luz a mi obra. Para ello estaré siempre dispuesto a ayudar a todas las experimentaciones serias. No tengo dominio alguno sobre mis fuerzas; ellas se valen de mí, no yo de ellas. Me abandonan durante varios meses y luego vienen de nuevo a mí con redoblada energía. Soy un instrumento pasivo y nada más». Tal era su actitud invariable. Era el hombre más sencillo y más amable del mundo, sin sombra ni aire de profeta o mago. Como casi todos los hombres verdaderamente grandes, carecía de afectación. Una prueba de su delicadeza es que siempre que era necesario testimoniar sus hechos se guardaba mucho de dar los nombres de los presentes hasta estar seguro de que ningún perjuicio habían de sufrir apareciendo asociados a un culto impopular.

Y aun en este caso y a pesar de la autorización de los interesados, continuaba ocultando nombres si llegaba a sospechar que la publicidad podía lastimar a algún amigo. Cuando comenzó a publicar la primera serie de «Incidentes de mi vida», la Saturday Review habló sarcásticamente de las «anónimas pruebas de la condesa 0, del conde B, del conde K, de la princesa de B, de la señora S», citados por él como otros tantos testigos de las manifestaciones relatadas. En el segundo volumen, llenó los blancos con los nombres de los concurrentes: condesa Orsini, conde de Beaumont, conde de Komar, princesa de Beauveau y la conocida americana señora Henry Senior. En cambio, no citó ninguno de los nombres de sus augustos amigos, a pesar de ser notorio que el emperador Napoleón, la emperatriz Eugenia, el zar Alejandro, el emperador Guillermo I de Alemania y los reyes de Baviera y de Wurtemberg, fueron testigos de sus extraordinarias facultades. Jamás fué sorprendido en engaño alguno, ni en sus palabras ni en sus obras.

Al desembarcar en Inglaterra se alojó en el Hotel Cox, de la calle de Jermyn, siendo probable que a decidirle en la elección contribuyera el hecho de que el propietario era un partidario de la causa, según le había dicho la señora Hayden. Como quiera que sea, Mr. Cox pronto echó de ver que su joven huésped era un medium notable e invitó a algunas de las más poderosas inteligencias de la época para que acudiesen a investigar los fenómenos que Home producía. Lord Brougham concurrió a una de las primeras sesiones en unión de su amigo, el hombre de ciencia, Sir David Brewster. Estudiaron los fenómenos en pleno día y asombrado Brewster, parece que exclamó: «Esto echa por tierra toda la filosofía de cincuenta años». Si hubiera dicho de mil quinientos quizá resultara más exacto. Lo que allí ocurrió lo explica en carta a su hermana, publicada mucho después («Vida privada de Sir David Brewster», por la señora Gordon —su hermana— 1869). Las personas presentes fueron Lord Brougham, Sir David Brewster, Mr. Coz y el medium.

»Los cuatro —dice Brewster— nos sentamos a una mesa de medianas dimensiones, la cual previamente se nos hizo examinar con toda atención. Al cabo de poco rato, la mesa retembló transmitiéndose a nuestras manos un movimiento trepidante que, obedeciendo a nuestras órdenes, aparecía y desaparecía. Incontables golpes sonaban al mismo tiempo en distintos puntos de la mesa, hasta que ésta se levantó del suelo en el instante que no había mano alguna encima. Trajeron entonces una mesa mayor y se reprodujo el fenómeno...

»Púsose una campanilla en el suelo, sobre la alfombra, y al cabo de un rato, empezó a sonar sin que nadie la tocara». Añade que la campanilla se desplazó por sí misma y fué a colocarse en su mano, haciendo luego otro tanto con la de Lord Brougham, y concluye: «Tales fueron los experimentos principales. De ellos no podemos dar ninguna explicación, ni tenemos sospecha alguna de que los produjera ningún mecanismo oculto.»

El conde de Duraven contó así mismo que fué presentado a Borne para presenciar los fenómenos de que le había hablado Brewster. Describe la reunión afirmando que este último consideraba las manifestaciones inexplicables, tanto si obedecían a una farsa como si se basaban en una cualquiera de las leyes físicas conocidas. Home hizo una reseña de aquella sesión en carta enviada a un amigo suyo de América, donde fué publicada con algunos comentarios. Cuando éstos fueron reproducidos por la Prensa inglesa, Brewster se mostró alarmadísimo, pues una cosa era tener una opinión determinada en el terreno estrictamente privado, y otra arrostrar la inevitable pérdida de prestigio en los círculos científicos a que pertenecía. Sir David no tenía vocación de mártir. Así es, que escribió al Moming Adzertiser, haciendo constar que era cierta su asistencia a distintos fenómenos mecánicos que no podía explicarse, pero reconocía que todos ellos podían producirse con pies y manos de modo natural.

Hemos relatado el incidente Brewster porque fija típicamente la actitud científica de aquella época, y porque su primer efecto fué despertar el interés del público por los fenómenos de Home, dando lugar a centenares de trabajos de nuevos investigadores. Los hombres de ciencia se dividieron en partidos; a un lado los que no habían investigado cosa alguna sobre aquella materia (lo cual no obstaba para que sustentaran en contra las más virulentas opiniones); a otro los que reconocían que todo aquello era verdad, pero sin atreverse a proclamarlo; y finalmente, al otro, la valiente minoría de los Lodges, los Crookes, los Barretts y los Lombrosos, que admitían la verdad y se atrevían a proclamarla.

Desde Jermyn Street, Home fuése a vivir con la familia Rymer, en Ealing, donde hubo varias sesiones. Allí le visitó Lord Lytton, el célebre novelista, que aun cuando obtuvo pruebas asombrosas, nunca confesó su creencia en el poder del medium, si bien en sus cartas particulares y aun en sus novelas, hay vislumbres de la verdadera impresión que le causó7. El mismo caso se repitió con no pocos hombres y mujeres de los más conocidos. Entre los primeros concurrentes a las sesiones de Home, figuraron Roberto Owen, el socialista; T. A. Trollope, el escritor, y el Dr. J. Garth Wilkinson, el alienista.

En nuestros días, cuando el hecho de los fenómenos psíquicos es ya familiar a todo el que no es un ignorante, apenas podemos darnos cuenta del valor moral de un Home, al manifestar públicamente sus facultades. Por regla general, el británico de aquellas épocas, que se atreviese a proclamar su don de trastornar la ley de la gravedad, de Newton, y que revelase la acción de una mente invisible sobre la materia visible, era considerado prima facie como un impostor y un pícaro. La opinión sobre el espiritismo exteriorizada por el vicecanciller Giffard, al conocer la solución del litigio Home-Lyon, litigio al que en este mismo capítulo nos referiremos, fué digna de la clase a que pertenecía. No sabía nada de cuestiones medianímicas, a pesar de lo cual dió por indiscutible que todo aquello era una mentira. Cierto que semejantes hechos estaban consignados en libros antiguos y que habían ocurrido en distantes países, pero que ocurrieran en la prosaica Inglaterra, la Inglaterra de los descuentos bancarios y del librecambio, era una cosa absurda e indigna de toda mentalidad verdaderamente seria. Refiérese que en aquel proceso, Lord Giffard, volviéndose al abogado de Home, le preguntó: «¿Quiere decir esto que su cliente ha sido levantado en el aire?» Ante la contestación afirmativa, el juez No volvió a los jurados con un movimiento sólo comparable al de aquellos sumos sacerdotes de los días de la antigua ley, que rasgaban su túnica como protesta contra la blasfemia. En 1868 había pocos jurados suficientemente cultos para rebatir las objeciones de un juez, siendo natural que en cincuenta años hayamos hecho muchos progresos en ese camino. El trabajo ha sido muy lento, pero recuérdese que el cristianismo necesitó más de trescientos años para conseguir su triunfo final.

Fijémonos en el fenómeno de la levitación como prueba de las facultades de Home. Se asegura que varias veces se elevó en el aire en presencia de testigos de la mayor reputación. Veamos las pruebas. En 1857, estando en un castillo de las inmediaciones de Burdeos, se elevó hasta el techo de una habitación bastante alta, en presencia de la señora Ducos —viuda del ministro de Marina— y del conde y la condesa de Beaumont. De 1860 es el artículo de Roberto Bell «Más extraño que una novela», publicado en el Cornhill y en el cual decía: «Se elevó desde la silla en que estaba sentado hasta unos cuatro o cinco pies del suelo... Vimos su cabeza pasar de un lado de la ventana a otro, con los pies hacia atrás, tendido horizontalmente en el aire.» El doctor Gully, de Malvern, médico muy conocido, y Roberto Chambers, autor y editor, figuraban entre los testigos. Hay que suponer que todos esos hombres se habían confabulado para mentir, o de lo contrario no es posible que se atrevieran a afirmar que un semejante suyo flotara en el aire no siendo cierto. Aquel mismo año Home se elevó en casa de la señora Milner Gibson, en presencia de Lord y Lady Clarence Paget, el primero de los cuales pasó la mano por debajo del cuerpo del medium para asegurarse de la realidad del fenómeno. Algunos meses después, Mr. Watson, abogado de Liverpool, fué testigo de los mismos fenómenos en unión de otros siete amigos. «Mr. Home», dice, «cruzó la mesa por encima de la cabeza de las personas que estábamos sentadas a su alrededor». Y añade: «Le alcancé la mano a unos siete pies de altura y avanzó cinco o seis pasos por el aire, flotando encima de mí». En 1861 la señora Parkes, de Cornwall: Terrace, Regent's Park, relató que estaba presente con Bulwer Lytton y Mr. Hall, cuando en su propio salón Home se elevó; hasta tocar el techo con la mano, quedando luego flotando horizontalmente. En 1866 los señores Hall, Lady Dunsay y la señora Senior, vieron en casa de los primeros a Home, quien, con la cara transfigurada, radiante, elevóse por dos veces hasta el techo, en el cual dibujó una cruz con lápiz la segunda vez para demostrar a los presentes que no eran víctimas de una alucinación.

Tantos fueron los casos de levitación de Home, que podría escribirse un largo capítulo dedicado exclusivamente a esta fase de su mediunidad. El profesor Crookes fué testigo repetidas veces del fenómeno, hablando de él en cincuenta distintas ocasiones: Acaso el lector se pregunte si queremos hacerle retroceder a la edad de los milagros. Pero no se trata de milagrerías. Nada hay en esto de sobrenatural. Lo que ahora vemos y lo que hemos leído respecto al pasado, es el efecto de una ley que no había sido ni estudiada ni definida. Hasta ahora no podemos darnos cuenta de algunas de sus posibilidades y de sus limitaciones, tan exactas como las de cualquiera otra fuerza física. Hay que guardar el justo medio entre quienes se obstinan en no creer nada y quienes creen demasiado. Paulatinamente se va aclarando la bruma y distinguiendo la costa sombría. Cuando por primera vez se movió la aguja imantada, no hubo ninguna infracción de las leyes de la gravedad, sino la sencilla intervención local de una fuerza más poderosa. Y eso es lo que ocurre con las fuerzas psíquicas al actuar sobre la materia. Si la fe de Home en sus facultades hubiera desfallecido, o si el ambiente que le rodeaba durante su experimento hubiera sido perturbado, sus prodigiosos dones hubiéranse debilitado y hubieran desaparecido. Es el mismo caso de Pedro, que se hundió al perder la fe (1). A través de los siglos las mismas causas produciendo los mismos efectos. La fuerza espiritual perdurará en nosotros si tenemos fe en ella, pues nada se le concedió a Judea que no pueda permitírsele a Inglaterra.

Toda la actuación de Home fué de suprema importancia como confirmación de la existencia de las fuerzas invisibles y como argumento definitivo contra el materialismo. Fué una afirmación incontrovertible de los llamados «milagros», pesadilla de tantas mentes esclarecidas, milagros que vinieron a probar la exactitud de los primeros relatos acerca de los fenómenos espiritistas. Millones de almas escépticas ya en la agonía de los conflictos espirituales, clamaban por que se les dieran pruebas concluyentes de que no todo era espacio vacío a nuestro alrededor; de que había otras fuerzas fuera de nosotros; de que el Yo no es una mera secreción de nuestro tejido nervioso, y de que los muertos realmente se llevan al Más Allá su vida incólume. Todo eso era lo que venía a demostrar el más grande de nuestros misioneros a las personas capaces de observar y razonar.

Son innumerables las pruebas del valor psíquico de la obra de Home, admirablemente resumida por la señora Webster, de Florencia, con estas palabras: «Es el misionero más maravilloso de la más grande de todas las causas, siendo incomprensible la excelsitud de cuanto ha realizado. Cuando Home desaparezca, dejará tras sí el mayor de todos los bienes: la certeza de una vida futura».

Home refirió la misión que trajo al mundo en una conferencia que dió en la Sala Willis, de Londres, el 15 de febrero de 1866: «Creo de todo corazón, dijo, que esa fuerza misteriosa se desarrolla más y más cada día acercándonos a Dios. Si me preguntáis si con ello nos hacemos más puros, os contestaré solamente que somos mortales, y como tales estamos sujetos a error; que los más puros de corazón verán a Dios; que El es el amor, y que la muerte no existe. Para los hombres de edad avanzada, será esa fuerza un consuelo al fin de los tormentos de la vida. A los jóvenes, les enseñará los deberes que tienen con el prójimo, y que según sea lo que siembren, así será lo que cosechen. A todos nos enseñará la resignación. Disipa las nubes del error y trae la espléndida aurora de un día sin fin».

Leyendo el relato do la vida de Home, escrito por su viuda —el más convincente de los documentos, pues su autora fué el único mortal que conoció al hombre como realmente era— se ve la impresión que causó a sus contemporáneos. Tuvo el apoyo y el aprecio de muchos aristócratas de Francia y de Rusia, con quienes había entrado en relaciones. Difícilmente podría hallarse en ninguna biografía tan cálidas expresiones de admiración y hasta reverencia como las que se encuentran en las cartas de aquellos aristócratas. En Inglaterra hubo un círculo de fervientes partidarios suyos, algunos de las clases más elevadas, como los Halls, los Howitts, los Roberto Chambers, los Milner Gibson, el profesor Crookes y otros. En cambio, fué deplorable la falta de valor de otros que, admitiendo los hechos en privado, escurrían el bulto en público. Distinguiéronse en tal sentido Lord Brougham y Bulwer Lytton, especialmente este último, como buen intelectual, y casi toda la «intelectualidad» le imitó. Hubo hombres de ciencia como Faraday y Tyndall, fantásticamente anticientíficos en sus métodos de investigación a la que iban imponiendo previamente sus prejuicios. Los secretarios de la Real Sociedad se negaron a admitir las demostraciones de los fenómenos físicos que Crookes les ofreció, prefiriendo pronunciarse rotundamente contra ellas.

En cuanto al clero, no puede citarse el nombre de ningún sacerdote británico que demostrara el menor interés en el asunto, y cuando en 1872 comenzó a aparecer en The Times la reseña de las sesiones celebradas por Home en San Petersburgo, fué cortada en seco, según H. T. Humprheys, «en virtud de las acerbas quejas formuladas al director M. Delane por algunos de los más elevados dignatarios de la Iglesia de Inglaterra.

La caridad figuraba entre los más hermosos sentimientos de Home. Como toda caridad verdadera, era secreta, manifestándose sólo indirectamente y por acaso. A su amigo Rymer le dió para salvarle de un apuro cincuenta libras, lo que representaba en aquella ocasión casi todo su caudal.

Más tarde se le ve rondando los campos de batalla inmediatos a París, muchas veces al alcance del fuego de los combatientes, con los bolsillos llenos de cigarros para los heridos. Un oficial alemán le escribe emocionado para recordarle de qué manera le salvó de morir desangrado, llevándole sobre sus débiles espaldas para alejarle de la zona de fuego.

Pero no se crea, por lo que precede, que Home fuera un hombre de carácter impecable. Débil de temperamento, era algo femenino y de ello dió muestras en diferentes ocasiones. Hallándose el autor en Australia, pudo enterarse de una correspondencia cruzada en 1856 entre Home y el hijo mayor de Rymer. Viajando juntos por Italia, Home abandonó a su amigo en circunstancias que revelaban su inconsecuencia y su ingratitud. Conviene decir que su salud estaba entonces muy quebrantada. «Tenía todos los defectos del hombre emotivo», decía Lord Dunraven, «con una vanidad muy desarrollada, tal vez convenientemente para poder resistir la campaña de ridículo desencadenada a la sazón contra el espiritismo y contra él. Estaba sujeto a grandes depresiones y a crisis nerviosas difíciles de comprender, pero al mismo tiempo su trato y maneras eran tan sencillos, afables y cariñosos, que causaban el embeleso de cuantos le rodeaban... Mi amistad con él fué inalterable hasta e1 fin».

Pocos dones existen de los que nosotros llamamos medianímicos y San Pablo llama «del espíritu», que Home no poseyera, si bien la característica de sus facultades psíquicas fué su gran versatilidad. Es fácil hallar un medium de «voz directa», un interlocutor en trance, un clarividente o un medium físico, pero Home era las cuatro cosas a la vez. Sabemos que era muy escasa la importancia y valor de realidad que concedía a los demás mediums y que no estaba exento de esos celos psíquicos que constituyen el rasgo común entre los hombres de su clase. La señora Jencke, antes Catalina Fox, fué la única medium con la cual estuvo en buenas relaciones. Se disgustaba profundamente el menor engaño y llevó tan buena cualidad hasta el extremo de considerar con malos ojos todas las manifestaciones no realizadas por él mismo. Esta opinión, expresada con toda claridad en su último libro «Luces y sombras del Espiritismo», constituía una ofensa para los demás mediums que pretendían ser tan honrados como él. Protestó contra toda sesión efectuada en la obscuridad, protesta que debe tomarse como un consejo de perfección, pues los experimentos sobre el ectoplasma, base física de toda materialización, son de ordinario afectados por la luz, a menos que ésta sea de un color rojizo. Home no fué muy experto en materializaciones completas como las obtenidas por Miss Florencia Cook y la señora Esperanza, o en nuestros tiempos por la medium señora Bisson. De modo que su opinión no resultajusta en relación con los demás. Por otra parte, Home pretendía que la materia no podía pasar a través de la materia, pues sus fenómenos nunca evidenciaron semejante maravilla, a pesar de lo cual, hoy es de una evidencia completa que en determinados casos el hecho se efectúa positivamente. Se ha llegado incluso a la aparición de aves de las más raras especies en las sesiones espiritistas, en circunstancias tales, que parecían implicar un verdadero fraude, y en cuanto a los experimentos del paso de la madera a través de la madera, ocurridos en presencia de Zöllner y de otros profesores de Leipzig, fueron tan concluyentes, que aquel famoso físico los hizo constar al reseñar en su «Física Transcendental» sus experimentos con Slade.

Los esfuerzos realizados por Home para hallar un credo con el cual se sintieran satisfechas sus convicciones religiosas, tenían algo de patético, y confirman el parecer de algunos espiritistas de que todo hombre puede tener una religión cualquiera y creer al mismo tiempo en el espiritismo. Homo fué en su juventud vesleyano, pero respiró luego la atmósfera más liberal del congregacionalismo. Durante su estancia en Italia, saturado de la atmósfera artística de la Iglesia Católica Romana y en presencia de tantos fenómenos parecidos a los suyos, quiso convertirse para ingresar en una orden religiosa, intención que su buen sentido le hizo abandonar. Tal intento de cambiar de religión coincidió con la época en que sus facultades psíquicas le abandonaron por espacio de un año. Su confesor asegurábale que aquellas facultades eran de origen diabólico, y ya no volverían a inquietarle en cuanto se acogiera al seno de la Iglesia verdadera. Al año justo las facultades volvieron con mayor fuerza aún. Desde entonces Home ya no fué católico más que de nombre, y después de su segundo matrimonio —con una señora de nacionalidad rusa, lo mismo que su primera esposa— se inclinó definitivamente hacia la Iglesia Griega, bajo cuyo rito fué enterrado en Saint Germain en 1866. «A otro que vió los Espíritus» es la inscripción que se lee en su tumba.

Si fuera necesaria una prueba de la irreprochable vida de Home, la encontraríamos en el hecho de que sus numerosos enemigos, siempre en acecho para caer sobre él, jamás encontraron nada serio que echarle en cara, como no sea el caso inocente llamado de Home-Lyon. Cualquier hombre imparcial que lea sus declaraciones —reproducidas literalmente en la segunda serie de «Incidentes de mi vida»—, reconocerá que Home fué en aquella ocasión más digno de conmiseración que de reproche. No hay mayor prueba de la nobleza de su carácter que sus relaciones con aquella mujer tan caprichosa como comprometedora que, después de haberle entregado una cantidad de dinero. Cambió de criterio y le reclamó la devolución al ver que no podía satisfacer en seguida su deseo de ser presentada en la alta sociedad. Si se hubiera limitado a pedirle sencillamente la devolución, no hay duda que Home la habría complacido aunque lo hubiese costado un gran sacrificio, pero se trataba nada menos que de cambiar su nombre por el de Home-Lyon para satisfacer el capricho de aquella señora empeñada en hacerle su hijo adoptivo, y su pretensión llevaba consigo tales condiciones, que Home no podía honradamente aceptarlas. Leyendo las cartas relativas a aquel asunto se ve a Home, a su representante S. C. Hall y a su abogado Mr. Wilkinson, implorando de aquella señora que moderara su poco razonable intransigencia, convertida luego en una malevolencia aún menos razonable. Aquella mujer estaba absolutamente decidida a que Homo guardara el dinero y se dispusiera a heredarla; pero éste demostró entonces su desprendimiento, y quiso hacerla desistir de su manía rogándole que pensara en sus parientes. Ella contestó que el dinero era suyo, que podía hacer con él lo que mejor le pareciera, y que no tenía familia. Desde el momento en que Home aceptó la adopción, se condujo como un hijo cumplidor de sus deberes, y aunque ello no tenga nada de caritativo es fácil suponer que aquella actitud verdaderamente filial, en modo alguno correspondía a la que la vieja señora había imaginado. Como quiera que fuese, la mujer se cansó pronto y reclamó el dinero con el pretexto —verdaderamente monstruoso para quienes lean las cartas y se fijen en las fechas— de que los espíritus le impulsaban a tomar semejante resolución.

El caso fué fallado por el Tribuual de Chancery, cuyo juez aludió a «las innumerables falsedades de la señora Lyon, las cuales ofendían al Tribunal y desacreditaban el propio testimonio del querellante». No obstante y a pesar de lo que imponía la justicia más elemental, el fallo fué adverso a Home. El juez habría indudablemente dado un fallo distinto, si no hubiera entrado en juego su prevención contra las fuerzas psíquicas, que en su concepto eran manifestaciones absurdas. Sin embargo, los peores enemigos de Home habrían tenido en cuenta que el hecho de conservar el dinero en Inglaterra en vez de ponerlo a buen recaudo, en otra parte, es una prueba de las rectas intenciones que le guiaron en aquel episodio, el más desdichado de toda su vida. Las facultades de Home estuvieron atestiguadas por tantos y tan famosos observadores y en condiciones tan claras que ningún hombre razonable podía ponerlas en duda, y hubiera bastado para ello las realizadas por William Crookes, que resultaron verdaderamente definitivas. Hay también otras pruebas evidentes en un libro notable, recién reimpreso, de Lord Dunraven, en el que éste narra sus primeras relaciones con Home. Pero además existen muchos otros testimonios de personas que en Inglaterra hicieron investigaciones valiéndose de Home y consignaron los resultados en cartas o declaraciones públicas, demostrando que no sólo estaban convencidas de la realidad de los fenómenos, sino que también del origen espiritual de éstos. Entre ellas merecen particular mención la duquesa de Sutherland, Lady Shelley, Lady Gomm, doctor Roberto Chambers, Lady Otway, Miss Catalina Sinclair, la señora Milner Gibson, los señores Guillermo Howitt, señora De Burgh, el Dr. Gully (de Malvern), Sir Carlos Nicholson, Lady Dunsany, Sir Daniel Cooper, señora Adelaida Senior, señores de S. C. Hall, señora Makdougall Gregory, señor Piekersghill, señor E. L. Blanchard y señor Roberto Bell.

Otros hubo que declararon insuficiente lo presenciado por ellos para aducir que existía fraude. Fueron éstos Ruskin, Thackeray (director del Cornhill Magazine), Juan Bright, Lord Dufforin, Sir Edwin Arnold, Heaphy, Duraham (escultor), Nassau Senior, Lord Lyndhurst, J. Hutohinson (ex presidente de la Bolsa), y Dr. Lockhart Roberston.

Tales fueron los testigos y tal la obra. Y cuando aquella vida tan útil y tan desinteresada pasó a otro mundo, apenas hubo periódico —hay que decirlo, para eterno baldón de nuestra prensa— que no tratara a Home de impostor y de charlatán. Pero se acerca el tiempo en que habrá de reconocerse que aquel hombre fué uno de los paladines en el progreso lento y arduo d la Humanidad a través de la ignorancia.