Trece
EL corazón empezó a latirle a toda velocidad. Él había dicho que no se casaría con la señorita Waverly por nada del mundo y estaba segura de que nada lo obligaría a casarse si no quería. Entonces, que estuviera arrodillado con esa sonrisa provocadora tenía que significar que… ¿Podía atreverse a esperar que quisiera casarse con ella de verdad?
Le había dicho que algún día tendría que casarse, que era una de sus obligaciones. Sin embargo, tal y como se lo había confesado, ella había pensado que la había descartado. Sin embargo, también acababa de decirle que la había echado de menos y una vez le prometió que nunca le mentiría. ¿Significaba eso que como tenía que casarse con alguien y que como con ella había estado más tiempo que con ninguna otra mujer había llegado a la conclusión de que podían intentarlo? ¿Su petición de matrimonio había sido un arrebato momentáneo? ¿Estaba reaccionando con galantería porque Richard la había ofendido? ¿Galantería…? Estuvo a punto de soltar una carcajada. No había nadie menos predispuesto a sentir un arrebato de galantería que lord Deben y nunca hacía nada irreflexivamente. Si esa petición era sincera… ¿Y si no lo era? ¿Si estaba seguro de que ella lo rechazaría? Entonces, estar arrodillado delante de ella esperando que lo rechazara sería un gesto muy teatral de… ¿de qué? Quizá pensara todavía que estaba en deuda.
Había llegado hasta un punto absurdo para pagarle lo que hizo al acudir en su rescate en la terraza. Quizá fuese su manera de compensarla por… por haber estado a punto de arruinarle le vida en el sofá de los Swaffham. ¿Tendría remordimientos de conciencia? Aquella noche, en un momento dado, pareció atormentado, como hacía un rato, cuando ella le dijo que le daba igual lo que hiciera. Quizá esa fuese su manera de darle una oportunidad para que se vengara de él. Lo conseguiría muy fácilmente si lo rechazaba. Sería la comidilla de toda la ciudad. Se había arrodillado en la velada literaria de lady Twining, delante de todo el mundo, y había afirmado que su corazón solo latía por ella. Estaba jugándose su orgullo, su porvenir y su reputación como amante consumado. Si lady Carelyon estuviese allí, estaría animándola para que le machacara su orgullo. Si quisiera vengarse por las libertades que se había tomado y por la forma de repudiarla después, esa era la ocasión perfecta. Estaba dándole la ocasión de conseguir lo que quisiera. Si lo rechazaba, se habría vengado de él. Si lo aceptaba, se habría vengado de Richard por haberla descuidado y por toda la sarta de insultos que acababa de soltarle. Si los rechazaba a los dos y se marchaba de allí con la cabeza muy alta, se convertiría en una pequeña celebridad. Todo el mundo hablaría de la muchacha por la que dos hombres habían llegado casi a las manos durante lo que debería haber sido una velada elegante, intelectual y por una causa noble. Además, para rematarlo, la señorita Waverly se moriría de envidia porque los dos hombres en los que se había fijado estaban peleándose por ella.
Sin embargo, ¿había pensado él en lo que pasaría si aceptaba? Había hecho la petición en público y, como le había avisado Richard, no podía echarse atrás… Sin embargo, no parecía que eso le importara. Quizá no le importase. Ahí era donde se cerraba el círculo. Él tenía que casarse con alguien y podía ser ella. La verdad era que no quería vengarse de nadie, no era vengativa. También era verdad que le gustaría casarse con lord Deben si él… No, sofocó la vocecilla que le decía: «si él la amara». Si una chica esperaba a que lord Deben se enamorara para aceptar su petición de matrimonio, tendría que esperar toda la vida. Si iba a casarse con él, tenía que aceptarlo como era y esperar que, con el tiempo, su amor por él le borrara un par de capas de escepticismo. Sin embargo, no pensaba permitir que la maltratara entre tanto.
—Milord —dijo ella con voz temblorosa—, sé muy bien que me hace un gran honor al pedirme que me case con usted y se lo agradezco.
—Henrietta —intervino Richard—, te lo advierto…
—Y creo que aceptaré con ciertas condiciones —acabó ella sin hacer caso a Richard y mirando fijamente la sonrisa maliciosa de lord Deben.
—Dígamelas —replicó lord Deben inmediatamente.
—No sigas, Hen —dijo Richard al mismo tiempo.
—Diga lo que piensa, ángel mío —insistió lord Deben—. Dígame las condiciones que tengo que cumplir para merecer su aceptación y su mano.
Ella reunió todo el valor que pudo.
—Si me caso con usted, deberá serme completamente fiel. Si alguna vez descubro que ha incumplido los juramentos del matrimonio, yo… yo…
La idea era tan aterradora que notó que le escocían los ojos.
—¿Me romperá la nariz?
—¡Por el amor de Dios! ¡Un hombre como él no te será fiel! —exclamó Richard—. Míralo. Todo esto le parece divertido cuando todo mi porvenir está en juego.
—No es el tuyo, Richard —replicó ella con firmeza—, es el mío. Te diré que acepte o no la petición de lord Deben, por nada del mundo cometería el monumental error de ser tu esposa. Si alguna vez decides pedírmelo…
—¿Qué…?
—Ya lo ha oído —contestó lord Deben con una sonrisa de satisfacción—. Es demasiado inteligente como para desperdiciarse con un paleto como usted.
Ella quiso cubrirlo a besos al oír que empleaba las mismas palabras que Richard había empleado para rebajarla.
—Ha nacido para llevar las casas de un hombre influyente, para ser la anfitriona de sus invitados, sean políticos, nobles, embajadores de países extranjeros o arrendatarios —siguió lord Deben con cierta condescendencia.
—No, no podría —replicó ella con un desasosiego repentino—. Ya sabe lo bocazas que puedo llegar a ser…
—Cuando sea condesa, podrá decir lo que quiera, la gente se limitará a decir que es una excéntrica encantadora.
—Pero no querría defraudarlo…
—Nunca podrá hacerlo y yo nunca traicionaré su confianza en mí dándole el más mínimo motivo para que se sienta celosa.
—¿De verdad…?
La esperanza intentó mitigar sus dudas, pero no lo consiguió del todo. No había dicho que fuese a ser fiel, sino que sería discreto si tenía un desliz. Supuso que eso era una concesión enorme para un hombre como él.
—Yo, al revés que su palurdo, no consideraría que casarme con usted es sentar la cabeza —contestó él—. Yo no confiaría en nadie más mi porvenir, mis hijos y mi corazón.
Ella lo miró. Las sienes le palpitaban muy deprisa y la miraba tan fijamente que le pareció que estaba deseando con toda su alma que aceptara. Aunque, claro, si no aceptaba, iba a hacer un ridículo espantoso.
Cerró los ojos y bajó la cabeza. Lo que quería hacer, más que cualquier otra cosa, era tomarle la cara entre las manos y decirle que se marchara y que lo pensara mejor. Entonces, si seguía queriéndola, que se lo pidiese al cabo de un par de días, en privado.
Durante ese tiempo, ella podría plantearse seriamente si podría soportar toda una vida preguntándose dónde estaba y qué estaba haciendo cada vez que se separaran. Durante unos segundos agónicos, pareció como si toda la habitación estuviese conteniendo la respiración.
—Nunca te será fiel, Hen —insistió Richard—. Serás muy desdichada.
Efectivamente. Ella ya había aceptado que lord Deben le rompería el corazón de una forma o de otra. Si no se casaba con él, él encontraría a otra y ya sabía lo doloroso que podía ser imaginárselo en brazos de otra mujer. Al menos, si era su esposa, sabría que siempre volvería con ella cuando se hubiese cansado de sus diversiones esporádicas.
—Al contrario —replicó lord Deben con vehemencia—. Ahora que he encontrado a la mujer digna de mi fidelidad, seré fiel hasta la muerte.
Todos los asistentes se quedaron boquiabiertos. Henrietta abrió los ojos y volvió a mirarlo.
—¿Lo dice… lo dice de verdad?
—¡Claro que no!
—Richard, por favor, mantente al margen. Que tú no creas que sea digna de ningún esfuerzo no quiere decir que no lo sea. Además, lo diga de verdad o no, voy a casarme con él encantada de la vida.
No podía dejar que esa ocasión se le escapara entre los dedos. Nunca se lo perdonaría. Quizá estuviese pidiéndole que se casase con él por algún motivo equivocado y quizá nunca le hiciese feliz, pero existía la posibilidad de que lo hiciese, una posibilidad que nunca tendría si lo rechazaba.
—Gracias a Dios —lord Deben se levantó—. No sabe lo incómodo que es estar arrodillado con estos pantalones de etiqueta. Hubo un momento en el que creí que se había olvidado de mí mientras discutía con su amigo de la infancia.
Eso era absurdo. Como si algo o alguien pudiera conseguir que se olvidara de él. Sin embargo, al mismo tiempo, se alegraba de que hubiese dejado claro todo lo que había pasado entre Richard y ella, tanto por sí misma como por todos los allí reunidos. Nunca se habían amado. Habían crecido juntos y casi habían acabado en un matrimonio desastroso que habría complacido a las dos familias. Richard acabaría dándose cuenta también, aunque en ese momento parecía furioso.
Solo le quedaba aliviar su conciencia. Fuera cual fuese el motivo para que lord Deben le hubiese pedido que se casara con él, ella se había aprovechado descaradamente de la situación para conseguir exactamente lo que quería: a él; para bien o para mal; para el resto de su vida.
Bajó la cabeza.
—No, no lo haga —le pidió lord Deben con delicadeza.
Ella notó su mano en la barbilla y que le levantaba la cara para poder besarla. Naturalmente, siendo lord Deben, no fue el beso casto de un prometido a su futura esposa. No, la estrechó contra su pecho y la besó sin reparos, casi, como si estuviera declarando que era solo suya. Ella pudo oír vagamente unos murmullos seguidos de unas risas nerviosas cuando tuvo que agarrarse a sus solapas porque las piernas ya no la sujetaban. También oyó vagamente unos pasos furiosos que se alejaban. Supuso que era Richard, quien estaría muy furioso porque lo habían privado de controlar lo que le parecería una dote considerable.
Entonces, oyó claramente la estridente voz de una mujer.
—¡Milord! ¡Tengo que protestar! —exclamaba lady Twining en un intento de imponer el decoro—. Por favor, milord… Intente recordar que esta es una sala respetable. No puede seguir…
Henrietta, entre los brazos de lord Deben, no pudo sentir remordimiento por haber incomodado a su anfitriona. Cuando se hubiese repuesto de la impresión inicial, lady Twining disfrutaría muchísimo contado todo lo que había pasado durante esa velada. Todo el mundo querría saberlo y podía imaginársela repitiendo con pelos y señales la discusión, la asombrosa petición y el degenerado comportamiento de la pareja. Durante las próximas semanas, tendría el honor de ser la mujer en cuya casa lord Deben, el libertino incorregible, había dejado de ser soltero por fin.
Él la miró y ella supo, por la chispa burlona que saltó entre ellos, que estaba pensando más o menos lo mismo.
—Estoy seguro de que mi prometida está de acuerdo con usted —le dijo él a lady Twining aunque sin dejar de mirar a Henrietta—. Una sala respetable es el sitio donde menos queremos seguir.
Ella supo que estaba a punto de hacer algo más escandaloso todavía y, efectivamente, la tomó en brazos.
—Necesitamos intimidad, ¿verdad, corazón? Además, han venido a escuchar poesía, ¿no? Creo que la señorita Lutterworth tiene algo que leerles.
—Sí, sí —confirmó lady Twining mientras llamaba con gestos nerviosos a Cynthia.
Nadie miró a la desafortunada poetisa mientras subía al estrado. Todos estaban absortos por el espectáculo de lord Deben llevándose a su prometida de la habitación.
—Pobre Cynthia —comentó Henrietta cuando llegaron al recibidor—. Nadie le prestará la más mínima atención. Todos estarán muy ocupados hablando de… nosotros.
—Al menos, no se reirán de ella detrás de los abanicos. Eso era lo que temía, ¿no?
Él ya estaba muy serio. Era como si, una vez solos en el recibidor, no tuviera que fingir que era increíblemente feliz o estuviese deslumbrado o fuera lo que fuese lo que había querido parecer. Parecía harto.
—¿Qué…? —ella tragó saliva—. ¿Qué pasa…?
—Ahora, nos marcharemos a mi casa —contestó él saliendo a la calle y dirigiéndose al lacayo que los había seguido precipitadamente—. Consíganos un coche de alquiler, por favor.
—¿Un coche del alquiler? ¿No tiene un carruaje esperándolo en algún sitio?
Además, he dejado mi capa y mis zapatos de calle en la antesala de las mujeres.
—Mi cochero se enterará enseguida de nuestro compromiso y de nuestra apresurada marcha. Puede volver solo a casa. Al fin y al cabo, tiene el medio de transporte.
—Sí, pero…
—Además, no necesita los zapatos de calle —siguió él depositándola en el coche de alquiler que había al otro lado de la calle—. Tampoco necesita una capa para el trayecto que hay hasta mi casa —añadió él quitándose la levita y poniéndosela por encima de los hombros.
—¿Su casa? ¿Por qué vamos allí?
—Porque tenemos que hablar en algún sitio donde no nos interrumpan. Mis sirvientes no se atreverán a cuestionar lo que hago en mi casa. Si la llevo a otro sitio, alguien intentará que acatemos las normas del decoro. Estaremos prometidos, pero todavía no deberíamos estar solos y yo… —él se pasó los dedos entre el pelo—. Yo no puedo seguir así, es insoportable.
Ella se hundió en un rincón y se cubrió con la levita. ¿Era insoportable?
—¿Se refiere a estar prometido conmigo?
—¡No! ¿Cómo puede pensar eso? —él hizo una mueca de disgusto—. Bueno, sé perfectamente por qué puede pensar eso. No me he portado bien, pero… no. Lo que lamento es mi forma de pedírselo. Arrodillado en silencio y casi deseando que ese mamarracho la convenciera. Dijo que había crecido con usted. ¿Cómo es posible que no supiese que si le daba una orden, usted haría lo contrario? Solo le faltó dar una patada en el suelo y decirle que se fastidiara cuando dijo que se casaría conmigo encantada de la vida. ¿Cómo cree que me siento al saber que aceptó solo para darle en las narices?
—Yo… Yo no sé… —contestó ella sin salir de su asombro.
Casi parecía como si le importara de verdad y eso significaba que la quería…
—Creía que bastaría con conseguir que aceptara, pero, al parecer, mi conciencia se agudiza cuando está usted por medio —él cerró los ojos—. Vaya, antes de conocerla, ni siquiera sabía que tuviera conciencia.
—Pero… no ha hecho nada para que tenga remordimientos…
—¿No? —él dejó escapar una risa amarga—. ¿Todavía no entiende lo que le he hecho? La he privado de toda elección posible. Tendrá que casarse conmigo si no quiere ser una cualquiera. ¿Sabe qué es lo peor de todo? Que nadie me reprocharía nada a mí. Nadie. Puedo portarme como quiera y seguirán aceptándome en todas partes. Sin embargo, si usted quiere ser mínimamente libre, la marginarán. Tendrá que pasarse el resto de su vida en lo más remoto del campo y ni siquiera allí estará a salvo de las consecuencias de lo que ha pasado esta noche.
Él volvió a pasarse los dedos entre el pelo y ella le agarró el brazo.
—Eso no pasará, si es lo que le preocupa, porque voy a casarme con usted, no voy a echarme atrás.
—No, no es de las que se echan atrás por un contratiempo. Ese es el problema.
El coche se detuvo y lord Deben abrió la puerta.
—Estaba seguro de que eso sería lo que haría. Fue imperdonable —gruñó él mientras se marchaba sin mirar atrás.
Ella también se bajó, sin que la ayudaran, y lo siguió por los escalones de la imponente mansión en la que había desaparecido.
—¡Eh! —gritó el cochero—. ¿Quién me paga?
Ella oyó que lord Deben ordenaba a alguien, en un tono muy poco cortés, que se ocupara de eso. Una vez en el enorme recibidor, un lacayo pasó apresuradamente a su lado y desapareció en la oscuridad de la noche. Otro se quedó mirándola boquiabierto. Supuso que tendría un aspecto bastante raro con una levita encima de su vestido, pero, sobre todo, sin dama de compañía y, además, porque era el motivo de mal humor del señor. Se tapó el cuello con la levita y se preguntó qué podía hacer. Lord Deben apareció por una puerta que había a la derecha.
—Es la señorita Gibson —le explicó al asombrado lacayo—. Pronto será lady Deben, si no encuentra la manera de rehusar la necia propuesta de matrimonio que le he hecho esta noche.
Dicho lo cual, volvió a entrar en la habitación y cerró la puerta con un portazo. El lacayo parpadeó un par de veces, pero recuperó su expresión profesional y le preguntó si quería que le retirara la levita. Ella negó con la cabeza, se preparó para enfrentarse a lo que pudiera esperarla detrás de aquella puerta y fue en busca de lord Deben.
La habitación parecía preparada para cuando volviera por la noche. La chimenea estaba encendida y él estaba de espaldas al fuego con una bebida en la mano. La miraba con el ceño fruncido.
—Si quería que tuviera una manera de escapar de nuestro compromiso, no debería haberme sacado en brazos de la casa de lady Twining y traerme a su casa en un coche de alquiler.
—Lo sé —él se rio con aspereza—. Hasta cuando decido reformarme, lo mejor que puedo hacer es que mi boca diga las palabras correctas. Al parecer, no puedo evitar comportarme de una forma absolutamente egoísta.
—¿Está diciéndome que se siente obligado a liberarme del compromiso pero que no es capaz de hacer algo tan… caballeroso? —le preguntó ella mientras cerraba la puerta.
—Sí, maldita sea —él se acabó la bebida de un trago y tiró la copa vacía al fuego—. Me he aprovechado sin escrúpulos de la ocasión que me dio ese idiota para atarla a mí irrevocablemente. Dejarle que se explayara y apremiarlo en silencio para que la indujera a aceptar mi petición ha sido lo más vil y rastrero que he hecho jamás. Justo cuando estas semanas me había felicitado a mí mismo por no obligarla a casarse arrebatándole la virginidad, resulta que acabo haciendo algo igual de rastrero.
Ella sacudió la cabeza como si no entendiera absolutamente nada.
—¿Rastrero…? Parece como si realmente quisiera casarse conmigo, milord…
—¡Claro que quiero, pequeña necia! Llevo fascinado con usted casi desde el preciso instante en que salió de detrás de aquellos maceteros con el pelo lleno de hojas muertas y la nariz moqueando para evitar que cometiera el mayor error de mi vida…
Ella se dejó caer en el sofá que vio más cerca porque las piernas ya no la sujetaban.
—¿Error? —ella volvió a sacudir la cabeza—. Dijo que no se casaría con la señorita Waverly por nada del mundo…
—Ese no era el error que iba a cometer. Era mucho peor. Acababa de decidir que ninguna mujer era digna de confianza y que daba igual con cuál me casara. Acababa de decidir que entraría en el salón de baile, que le pediría a la primera mínimamente atractiva que bailara conmigo y que, si no me aburría demasiado, le pediría que se casara conmigo y que así acabaría con ese asunto tan fastidioso. Sin embargo, usted me enseñó que hay mujeres con sentido del honor y rectitud y que si me casaba con cualquiera, me condenaría a mí, y probablemente a mis hijos, a una vida de arrepentimiento. Decidí que quería casarme con una mujer como usted, señorita Gibson, una mujer que sería fiel, íntegra y sincera. Incluso, dolorosamente sincera cuando no estaba de acuerdo con mi forma de actuar. Al poco tiempo, ya no quería casarme con una mujer como usted, solo la quería a usted.
—¿Siempre me ha querido? ¿Incluso cuando…?
—Cuando se puso aquella ropa tan ridícula y dio la nota solo para darme una lección.
—Entonces, ¿por qué intenta encontrar la manera de escabullirse? Ya he dicho que me casaré con usted, que no voy a echarme atrás.
—No es suficiente. Creí que lo sería, pero no lo es.
Él se dio la vuelta y se agarró a la repisa de la chimenea con la cabeza inclinada, como si llevara el peso del mundo a sus espaldas.
—Maldita sea, debe de ser la única mujer de Londres que es tan inocente que no se ha dado cuenta de todo lo que he hecho para seducirla, para llevarla hasta este punto. Tejí una red de sensualidad alrededor de usted, la encerré en aquella habitación y la llevé a un estado de pasión incontrolable para arrebatarle la virginidad. ¿Todavía no se ha dado cuenta?
—No, yo…
Ella, atónita, se dejó caer contra el respaldo del sofá. Entonces, aquella noche no se despidió. Intentó evitar, de la única forma que sabía, que ella terminara la relación. Sin embargo, cuando la terminó, él no fue capaz de perseverar.
—Entonces, ¿por qué no lo hizo?
—Me sonrió —gruñó él—. Me miró con tanta confianza que… ¿Cómo iba a poder abusar de esa confianza privándola del derecho a elegir después de que usted me enseñara lo importante que es poder elegir? En ese momento me di cuenta de que no quería poseerla y salirme con la mía. Quise que usted… —él hizo una pausa y apretó tanto los puños que los nudillos se le pusieron blancos—. Quiero lo imposible, quiero que me ame.
—Eso… —ella dejó escapar un sollozo—…eso es maravilloso.
—¿Qué? —él se dio la vuelta tan precipitadamente que perdió el equilibrio y tuvo que agarrarse otra vez a la repisa de la chimenea—. ¿Qué es maravilloso?
—Que me deseara tanto que estuviera dispuesto a llegar tan lejos, que me quisiera lo suficiente como para, por una vez, anteponer mis deseos a los suyos.
—Claro. Me conoce como el egoísta malnacido que soy —replicó él con amargura.
—Sin embargo —ella se quedó desconcertada por una contradicción evidente en el argumento de él—, si todo eso es verdad, ¿por qué no me pidió que me casara con usted de la forma convencional? ¿Por qué tuvo que hacerlo de una forma tan complicada?
—Porque no habría aceptado —contestó él sin dudarlo—. No llevaba ni cinco minutos en la ciudad cuando se enteró de mi reputación. Una muchacha con unos criterios morales tan elevados, ¿cómo iba a pensar siquiera en relacionarse con un adúltero recalcitrante?
Ella se quedó pensativa.
—Me he preguntado muchas veces por qué tiene un concepto tan malo de usted mismo. No frecuenta los burdeles ni tiene toda una serie de amantes a las que abandona con sus hijos cuando se aburre de ellas, como hacen muchos hombres de su categoría social. Además, nunca lo he visto bebido.
Él hizo una mueca de disgusto.
—No me gusta perder la cabeza. La bebida nubla los sentidos y convierte en necios a hombres que respeto cuando están sobrios. ¿Cree que quiero que la sociedad me considere un necio? —él agitó una mano—. Sin embargo, sí empecé mi vida sexual en un burdel, como todos los hombres de mi clase. Lo que pasó es que enseguida descubrí que soy demasiado exigente para frecuentar esos lugares. Llegué a tener toda una serie de amantes, aunque… —él resopló—…eso también perdió el interés muy deprisa. Tiene algo de materialista.
—¡Entiendo…! Una mujer casada al menos lo desea por lo que es, no por lo que puede regalarle.
—Está elevando esas relaciones a algo que nunca existió. No me deseaban a mí. Deseaban a alguien en sus camas que les aliviara el aburrimiento que sentían con sus maridos. No me justifique. Las traté deplorablemente. Les demostraba cuánto las despreciaba por incumplir el juramento de fidelidad incluso cuando estaba desvistiéndolas. Les gustaba —añadió él con una mueca de repugnancia—. Cuanto más despiadado era con ellas, más aumentaba mi reputación de amante irresistible.
—No entiendo que cayera en algo así. ¿Por qué no…?
—¿Qué? —le interrumpió él con una risotada de amargura—. ¿Qué alternativa tenía? Tenía un apetito sexual muy natural, pero las mujeres me disgustaban muchísimo. Como personas —añadió él inmediatamente al ver la expresión de sorpresa de ella—. Me gusta el cuerpo de las mujeres. Anhelo la satisfacción que solo puedo encontrar en la cama, pero mantener una relación fuera del dormitorio… —él negó con la cabeza—. No puedo creerme que esté hablándole de algo tan sórdido. Podría disculparme diciendo que usted tiene la capacidad, desde el principio, de conseguir que diga cosas que siempre he ocultado a todo el mundo. Sin embargo, eso no es suficiente. Al contrario, es otro pecado que sumar a mi nombre.
—Vamos a casarnos —dijo ella con delicadeza—. Deberíamos poder hablar de cualquier cosa. Además, según lo que me ha contado, parece como si llevara mucho tiempo en conflicto con usted mismo. Desear que una mujer lo ame a usted y solo a usted no tiene nada de malo. Como no lo tiene que le disguste ir a burdeles. Ni tener una amante si no ha encontrado una relación profunda y plena con una mujer —añadió ella con un brillo en los ojos—. Lord Deben, me parece que tiene más principios morales de los que quiere que se sepa.
—¡Bobadas! —exclamó él como si le indignara que creyera que tenía principios morales—. Esto es un ejemplo más de que sería un error que se casase conmigo. No quiere afrontar la verdad. No para de buscar algo bueno en mí… ¡y no lo hay!
—¿Eso lo dice el hombre que renunció a tomar mi inocencia cuando estaba tan excitado que la erección tenía que dolerle debajo de los pantalones? Un hombre que no tuviera algo bueno habría tomado lo que quería y, seguramente, habría dejado de lado a su víctima.
—¿Qué sabe de esas cosas?
—Tengo cuatro hermanos —contestó ella con una sonrisa cautelosa—. Los dos mayores no siempre han sido todo lo discretos que deberían haber sido cuando se metían en aventuras de ese tipo. Hablaban entre ellos cuando volvían de la taberna por la noche y se olvidaban de que yo podía tener la ventana abierta y estar despierta.
—No obstante —replicó él apartándose de la chimenea y acercándose al aparador—, no la habría sometido a mi lujuria —él tomó una frasca y volvió a dejarla de golpe—. Habría estado mal, no estoy a su altura. En definitiva, eso era lo único en lo que su padre y yo podríamos estar completamente de acuerdo.
—¿Mi padre? ¿Qué sabe de mi padre?
—¿Dónde cree que he estado estas dos semanas y pico? ¿Sigue pensando que no es de su incumbencia? —le preguntó él mirándola con el ceño fruncido y tono de amargura.
—No.
Estaba absolutamente fascinada de ver al sofisticado y controlado lord Deben dominado por una crisis sentimental… por ella.
—Me encantaría saber dónde ha estado y qué ha hecho ahora que empiezo a sospechar que… —ella hizo una pausa y se sonrojó—…que es posible que no estuviera todo el tiempo en un discreto nido de amor con una mujer que podía darle lo que no quiso tomar de mí.
Él la miró fijamente y más ceñudo todavía.
—¿Creyó que no la deseé esa noche? ¿Creyó que estaba con otra mujer?
—Da igual —contestó ella sacudiendo la mano para quitarle importancia—. Dijo que iba a contarme cómo conoció a mi padre.
—Es verdad —reconoció él mirándola pensativamente—. Después de permitirle que se escapara en casa de los Swaffham, caí en un abatimiento que me duró dos días.
—¿De verdad? —ella se acurrucó en el sofá—. Siga.
Él desvió la mirada hacia una abertura de su levita que permitía ver parte de su cuerpo y luego se fijó fugazmente en la expresión absorta de su rostro.
—Me marché a Farleigh Hall y recorrí todas mis posesiones golpeando el suelo con el bastón y maldiciendo mi suerte por haberme enamorado de la única mujer completamente inmune a mí. Además, empecé a imaginarme que alguno de esos tipos que habían estado rondándola acabaría convenciéndola para que se casara con él. Entonces, me di cuenta de que Farleigh Hall está más cerca de Much Wakering que Much Wakering de Londres y que no pasaría nada si empezaba otra vez con usted, si visitaba a su padre y le pedía su autorización para cortejarla formalmente. Pensé que una vez que la tuviera, usted se daría cuenta de que iba en serio, que tendría que pensar en mí como un posible marido y no como… bueno… —él se pasó los dedos entre el pelo—. No sé cómo describir la relación que habíamos tenido hasta entonces. Sin embargo, sabía que me costaría Dios y ayuda cambiar lo que había sido y cortejarla como se merecía.
Ella tragó saliva. Solo se tardaba dos días desde Much Wakering a Londres y eso dejaba mucho tiempo sin explicar.
—¿Puedo preguntarle dónde estuvo el resto del tiempo?
—Ya se lo he dicho —contestó él con cierta impaciencia—. Estuve todo el tiempo en Much Wakering intentando convencer a su padre de que sería un buen marido.
—¿Él se resistió?
—Cometí el error de dar por supuesto que se sentiría halagado porque un conde…
—Dos condes —le corrigió ella.
—Puede imaginárselo, ¿verdad? Llegué pagado de mí mismo, presumiendo de mis títulos, mis tierras y mi fortuna…
Ella no pudo evitar reírse.
—Él… nunca le ha dado… mucha importancia a esas cosas.
—Me alegro de que le parezca divertido —espetó él antes de suspirar—. Sin embargo, un hombre más inteligente habría sabido que era el planteamiento equivocado, a juzgar por lo poco que me había contado de su infancia. Esos científicos e inventores que pululaban por su casa, que él creyera que los Ledbetter eran las personas indicadas para introducirla en la sociedad de Londres…
—Dios mío, ¿qué hizo?
—Me miró por encima de las gafas y me dijo que todo eso le parecía muy bien, pero que nunca daría su autorización para que usted se casara con un majadero. Me dijo que usted es muy inteligente, que está acostumbrada a usar la cabeza y que un hombre estúpido nunca la haría feliz. Entonces, escribió algo en una hoja de papel y me dijo que se plantearía mi petición si se la devolvía con la respuesta correcta.
—Es maravilloso…
—¡No tenía nada de maravilloso! ¡Estaba en griego!
Ella había querido decir que le parecía maravilloso que su padre no le hubiera dado su mano al primer hombre que se la había pedido y que lo hubiese puesto a prueba. Había empezado a creer que él no la quería demasiado. Sin embargo, la quería mucho a su manera. Quería que se casara con un hombre que la hiciese feliz. Era muy afortunada. Muchos padres que había conocido desde que estaba en la ciudad ambicionaban todo tipo de cosas para sus hijas, pero no tenían en cuenta su felicidad.
—Yo no fui a la universidad —siguió lord Deben yendo de un lado a otro—. Me eduqué en casa. Sé bastante latín, pero a mi padre no le pareció necesario que aprendiera griego. Quería que aprendiera a dirigir mis posesiones y a comportarme como un caballero, nada más. Estaba desesperado. Pensé ir a Farleigh Hall para que mi secretario me lo tradujera, pero comprendí que su padre lo habría considerado una trampa. Entonces, le pedí que me prestara un lexicón y me puse a intentar descifrar los símbolos al menos.
—Vaya, es impresionante.
—Otra vez está atribuyéndome virtudes que no tengo. ¡No saqué nada en claro!
—No quería decir…
Que hubiese dado por supuesto que lo había traducido. Estaba impresionada de que hubiera dedicado dos semanas luchando con un texto en griego para conseguir que su padre lo autorizara a cortejarla.
—Entonces, al final de la primera semana, me dijo que había sido compasivo al proponerme que resolviera un enigma escrito en griego porque habría podido ponérmelo en arameo. Al final… bueno, usted me conoce mejor que nadie. Habrá adivinado que me di por vencido de la forma más aparatosa —reconoció él como si se despreciara a sí mismo—. Rompí el papel en mil pedazos y me marché dando un portazo al huerto de frutales.
—¿Qué pasó?
—Me siguió, me sentó y me dijo que si bien él no me habría elegido como marido para usted, parecía que yo iba en serio y que si usted quería casarse conmigo, él no se opondría porque, al fin y al cabo, los gustos de las mujeres son inexplicables.
Ella pudo imaginarse el tono irónico. Siempre había pensado que las mujeres eran un rompecabezas monumental.
—Entonces, le reconocí que no estaba nada seguro de que usted quisiera casarse conmigo y que por eso había ido a verlo, que había esperado que si lo ponía de mi parte, sería un punto a mi favor dado lo mucho que usted respeta sus opiniones.
—¿Se lo… ganó con eso?
—Le verdad es que no. Se limitó a decir que se alegraba de que usted no hubiese perdido la cabeza solo por estar en Londres. Tampoco me deseó suerte con usted cuando me marché. Se limitó a decir que no debía de ser tan majadero como parecía si me había enamorado de una chica tan inteligente como usted y que, al menos, si usted se casaba conmigo, yo acabaría mejorando.
—Dios mío…
Henrietta se llevó una mano a la boca. Lord Deben debió de pasar un rato espantoso…
—Sin embargo, no mejoraré —siguió él en tono sombrío—. Mi actuación de esta noche ha demostrado sin sombra de duda que no tengo solución. Volví a la ciudad decidido a cortejarla de la forma convencional y ¿qué he hecho? La he puesto entre la espada y la pared para que se case conmigo.
Ella se quitó la levita, se levantó, cruzó la habitación y se acercó a él, quien le tomó las manos.
—Esta noche solo he hecho una cosa de la que no estoy avergonzado. Le he enseñado a ese palurdo que usted ha puesto de rodillas a un noble. Al menos, si lo hubiese elegido a él, eso le habría enseñado a tratarla con más respeto. Era él, ¿verdad? La noche que nos conocimos lloraba por él, ¿verdad?
—Sí, pero lo superé asombrosamente deprisa porque conocí a alguien que lo eclipsó por completo —contestó ella con cierta timidez.
Ella le apretó las manos para que comprendiera que se refería a él. Él también se las apretó y comentó:
—Le he enseñado a desearme físicamente, lo sé, pero…
—Siempre ha sido más que eso, pero no me atrevía a permitir que nadie supiera lo que sentía por usted. Ya había demasiadas habladurías. No quería parecer que era una necia enamoradiza.
—Siempre pensé que podía decir exactamente lo que pensaba… —replicó él mirándola fijamente.
Ella negó con la cabeza.
—Se enojaba muchas veces conmigo —insistió él.
—Nunca en mi vida me había enfadado tanto con nadie. Usted conseguía que quisiera cosas que me parecían imposibles. Yo… —ella levantó la cabeza para mirarlo a los ojos—. Yo no quería amarlo porque creía que nunca me correspondería, pero no podía dejar de amarlo por mucho que lo intentara. ¿No puede entender el efecto tan nocivo que eso pudo tener en mi temperamento?
Él soltó todo el aire que había estado reteniendo.
—Nunca necesitó seducirme ni arrinconarme para que me casara con usted —siguió ella—. Habría bastado con que me lo hubiera pedido.
—No me atreví —reconoció él—. Creía que pensaría que no lo decía en serio.
—Es posible. Al principio. Quizá hubiese tenido que pedírmelo varias veces porque parecía como si siempre me hablara en broma, podría haber pensado que se burlaba de mí. Además, ¿cómo iba a creer que un hombre con tanta experiencia como usted, un «entendido en la belleza femenina», querría casarse con una mujer cuyo único atractivo digno de mención es el pelo rizado?
—Las cosas que he dicho…
—Me llamó Hen —siguió ella mirándolo con cariño.
—Ese palurdo, también.
—Él me lo ha llamado desde que era pequeña porque, como «hen» quiere decir gallina, decía que era lo que parecía con esta nariz que tengo.
—Adoro su nariz, señorita Gibson, es una nariz distinguida. Espero que la tengan todos nuestros hijos. Estaré encantado de que pase de generación en generación.
—¿De verdad?
—De verdad —contestó él besándosela.
Ella se estremeció de placer.
—Yo adoro todo lo referente a usted —él frunció el ceño y tomó aire para replicar—. Antes de que diga que eso es imposible porque es un sinvergüenza, permítame que le diga, milord, que lo amo con todo mi corazón —ella le acarició una mejilla—. Ha estado muy solo durante mucho tiempo. Según lo que he llegado a saber, nadie lo ha amado como deberían haberlo amado y eso ha hecho que se sintiera indigno del amor, pero yo lo amo y vamos a amarnos como Dios manda. Nos comunicaremos dentro y fuera del dormitorio y no me importa que desprecie a todas las mujeres siempre que no me desprecie a mí.
—Lo dice de verdad…
Ella asintió con la cabeza.
—¿Qué he hecho para merecerme esto?
Él le tomó la mano que tenía en la mejilla y se la besó con fervor.
—Me ha amado como no había hecho ningún hombre —contestó ella pasándole los dedos entre los rizos—. Usted es lo que necesito, milord.
—Cómo la necesito yo…
La tomó entre los brazos y la besó. Fue un beso apasionado que dejó de manifiesto su anhelo y su alivio. Fue tan poderoso que los llevó hasta el sofá, donde se dejaron caer mientras le arrancaba los botones.
—Ya le dije que soy increíblemente egoísta —gruñó él mientras le liberaba los pechos del corpiño—, pero por nada del mundo me privaría del placer de su cuerpo mientras esperamos a que su tía o mi madrina organicen la boda que se merece, señorita Gibson —siguió mientras se los acariciaba.
Ella se dejó caer sobre los cojines y observó, con una intensa satisfacción femenina, la expresión embelesada de él mientras la acariciaba con fruición.
—Llevo una eternidad anhelándola —gruñó él otra vez—. No le servirá de nada decir que reprimirme le sentará bien a mi alma inmortal o alguna bobada parecida —le avisó él.
—Nunca diría semejante sandez porque, entonces, yo también tendría que reprimirme —replicó ella con una sonrisa maliciosa.
Él dejó escapar un sonido de satisfacción y bajó la cabeza hasta sus pechos. Ella echó la cabeza hacia atrás para deleitarse con las sensaciones que le despertaba.
—Te amo, te amo —repitió ella una y otra vez.
Era muy liberador poder decirlo por fin. Sobre todo, cuando él también estaba demostrándole cuánto la amaba.
—No puedo resistirme más —jadeó él incorporándose para mirarla.
—No quiero que te resistas. En realidad…
Ella se sentó y lo apartó.
—¿Qué haces? Habías dicho que… —se quejó él.
Su expresión de abatimiento se esfumó cuando ella empezó a quitarse los guantes.
—Creo que nunca había visto algo tan erótico —comentó él con la voz ronca.
Había entendido lo que significaba ese gesto, que no habría barreras entre ellos. Él levantó una mano para desanudarse el lazo.
—¡No!
—¿No…? —preguntó él.
Se quedó parado al no saber si había entendido bien el gesto de quitarse los guantes.
—Quiero hacerlo yo —contestó ella empujándolo para que cayera de espaldas sobre los cojines.
Era más eficiente desvistiéndolo de lo que podía haberse imaginado. En un abrir y cerrar de ojos le había quitado el chaleco y la camisa. Sin embargo, sus caricias no tenían nada de eficientes, le acariciaba el torso casi con veneración. Además, cuando se levantó las faldas, se puso a horcajadas encima de él, le recorrió el cuello con los labios y le lamió los pezones, fue mucho más excitante que cualquiera de las cosas que le había hecho la mujer más experimentada que había conocido. Esa era la diferencia, decidió mientras le acariciaba los muslos. Sus caricias tímidas aunque ávidas estaban motivadas por el amor, no por la lujuria. Las manos de él alcanzaron el destino e introdujo los pulgares. Ella se estremeció sobre su regazo.
Sin embargo, el sofá no era donde debería tomarla la primera vez. Se sentó y le tomó las dos manos.
—Espera. Deberíamos… una cama, al menos… —consiguió decir él con la respiración entrecortada.
—¿Esperas que recorra toda la casa con este aspecto para buscar un dormitorio y que todos los sirvientes puedan verme?
Estaba despeinada, con el corpiño abierto y el vestido levantado hasta la cintura.
—Aunque supongo que no se extrañarían nada —remató ella.
—Nunca he traído a una mujer aquí —le aclaró él al captar inmediatamente su indirecta—. Siempre he tenido mis aventuras en otros sitios. Nunca he querido que una mujer llegara a pensar que podía esperar algo de mí por haberla invitado a mi casa.
—Sin embargo, me trajiste directamente aquí… —dijo ella sin poder creérselo.
—Sí. Porque te quería para siempre en mi casa, en mi vida y en mis brazos.
Ella se inclinó hacia delante, volvió a besarlo y le rodeó el cuello con los brazos.
—Ya has empezado a hacerme el amor dos veces en un sofá. Creo que es el sitio indicado para que acabes.
—¿Estás segura?
—Nunca… había estado tan segura… de nada —jadeó ella echando la cabeza hacia atrás mientras él introducía las manos por debajo del vestido otra vez.
—Entonces, ¿quién soy yo para oponerme?
La tumbó de espaldas y se puso encima de ella.
—Oh… —susurró ella mientras él le tomaba un pecho con la boca y empleaba los dedos para volverla loca—. Oh… Eso es increíblemente escandaloso.
—Todavía, no —le susurró él también al oído—, pero tenemos toda la noche para organizar un verdadero escándalo.
—¿Toda la noche? —preguntó ella con los ojos como platos.
—Te lo aseguro —contestó él con una sonrisa maliciosa—. Es más, dudo mucho que pueda dejar de verte durante una buena temporada.
Ella no dijo nada, pero a juzgar por cómo sonrió y le pasó los dedos entre el pelo, supo que no tenía objeciones. Él tampoco. Había encontrado la perfección por una vez y se llamaba Henrietta.
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
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© 2013 Annie Burrows. Todos los derechos reservados.
NO CONFÍES EN UN LIBERTINO, Nº 537 - octubre 2013
Título original: Never Trust a Rake
I.S.B.N.: 978-84-687-3815-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño