Dos
OTRO día en Londres.
Henrietta miró por la ventana de la sala de su tía Ledbetter y vio la fila de casas que había enfrente. Ella vivía en una igual y tuvo que contener un suspiro. Demasiados edificios comprimidos, demasiadas personas amontonadas en las calles, demasiado ruido y una mezcla de olores casi insoportable. Llevaba allí algo más de un mes y ya añoraba la tranquilidad de Much Wakering, sus cielos amplios, el canto de los pájaros y el olor a flores. Desde la ventana de su dormitorio solo podía ver un árbol si alargaba mucho el cuello por encima del alféizar. Era un pobre arbolillo que parecía tan desubicado como ella.
—¿Qué le pareció la interpretación, señorita Gibson?
Henrietta dio un respingo y volvió a prestar atención a los invitados de su tía. Al menos, a ese invitado que intentaba integrarla en una conversación a la que no había atendido. Había esperado que si se sentaba en una butaca en un extremo de la habitación, los demás no se sentirían obligados a hablar con ella. Sin embargo, no era fácil disuadir a la señora Crimmer de que hiciera algo que se había propuesto hacer.
—¿La interpretación? Yo, mmm…
La noche anterior habían ido al teatro y habría disfrutado si se hubiese encontrado en otro estado de ánimo. Sin embargo, desde que estuvo en el baile de la señorita Twining, sentía un nudo de tristeza en el pecho que ni el mejor de los comediantes podía aliviar y la neblina de depresión que la rodeaba hacía que todo le pareciera gris y sin atractivo, con tan poco atractivo como el que sabía que tenía ella. Lo único que conseguía que se levantara por las mañanas era saber que su tía se preocuparía si se quedaba en la cama compadeciéndose de sí misma.
La señora Ledbetter había hecho mucho más que limitarse a aceptar la responsabilidad cuando su padre escribió a su primo y le pidió que ella le supervisara una Temporada en Londres. La señora Ledbetter había acometido la tarea con un entusiasmo que había sorprendido a Henrietta. Al principio, estuvo a punto de sentirse ofendida cuando la tía Ledbetter sacudió la cabeza y chasqueó la lengua, mientras la doncella deshacía la maleta. Sin embargo, no había tenido una familiar que se ocupara de su guardarropa desde que su madre falleció hacía muchos años. Además, cualquier posibilidad de sentirse ofendida se disipó en cuanto descubrió que a la señora Ledbetter no solo le gustaba ir de compras, sino que también le gustaba muchísimo descubrir los colores y los peinados que le favorecían más. Cuando no la llevaba a comprar ropa o accesorios que ella no tenía ni idea que fuesen esenciales, había contratado a distintas personas para que la refinaran un poco. Había ido una peluquera para peinarla y cortarle el pelo y un profesor de baile acudía periódicamente para enseñarle los pasos de todos los bailes que siempre había querido saber y que nunca había tenido la ocasión de aprender. Además, su amabilidad seguía día tras día.
La llevaba al teatro, a exposiciones, a veladas musicales o a cenas donde la presentaba a todos sus amigos y conocidos. Nada le parecía un fastidio. Además, si se tenía en cuenta que Mildred, su única hija, también estaba en edad de plantearse el matrimonio, podrían haberla tratado como a una rival, a una amenaza o, sencillamente, como a una imposición. Ni la madre ni la hija habían hecho nada parecido. Al contrario, la habían recibido con los brazos abiertos. Por eso, hizo acopio de la fuerza de voluntad que le quedaba y esbozó una sonrisa.
—En Much Wakering no tenemos nada parecido, señora Crimmer —siguió ella con sinceridad—. Tanto talento junto… Fue…
—¿Abrumador, querida?
La señora Crimmer, la esposa de un conocido del señor Ledbetter por motivos de trabajo, movió la cabeza con un gesto de comprensión. Ella ya se había dado cuenta de que las personas que vivían en Londres todo el año tendían a mirar a los provincianos con una mezcla de desprecio y compasión. Si la señora Crimmer le hubiese hablado con condescendencia hacía tres días, ella habría replicado con aspereza o, al menos, habría tenido que contenerse por Mildred, ya que el señor y la señora Ledbetter esperaban que su hija mirara con buenos ojos al joven Crimmer. Miró al extremo opuesto de la habitación, donde el joven, sonrojado y bastante cohibido, cortejaba a Mildred, quien no parecía nada impresionada. Según había llegado a creer, su tío y su tía podían albergar esperanzas en ese sentido, pero Mildred buscaba algo más en la vida que un emparejamiento que cimentara una alianza empresarial, ella buscaba el amor… y era lo suficientemente hermosa para aspirar a encontrarlo. Tenía un pelo dorado muy bonito, ojos verdes y grandes y una nariz pequeña y delicada que hacía que pareciera un gatito angelical.
Quizá por eso la hubieran aceptado tan fácilmente. Ella, con su figura desgarbada y su cara anodina, no era una amenaza para su prima lejana. Cuando las dos entraban en una habitación, todos los hombres se fijaban en Mildred, algo que a ella no le había importado lo más mínimo. No quería la atención de los hombres… o, al menos, solo había anhelado la atención de un hombre y hasta él estaba ya fuera de su alcance. Hacía tres noches, él acabó por obligarla a aceptar que había sido una necia al seguirlo a Londres y, en ese momento, ya no podía ni seguir fingiendo, para sí misma, que significaba algo para él. Tal y como la había tratado, nunca había podido significar nada para él.
Tomó una galleta del plato que había en la mesa entre la señora Crimmer y ella. Tenía que quedarse en la ciudad hasta finales de junio como mínimo porque no estaba dispuesta a volver a casa con el rabo entre las piernas, sobre todo, después de lo que él le dijo. La única vez que la visitó le dijo que su sitio estaba en el campo, no en un sitio tan animado y refinado como Londres, y que no le extrañaría que pronto estuviese deseando volver a Much Wakering. Le fastidiaba tener que reconocer que, en cierto sentido, tenía razón. Echaba de menos lo árboles, la tranquilidad y que todo el mundo se conociera. Sin embargo, eso no la convertía en una pueblerina. Había sido tremendo oír a Richard, su Richard, dirigirse a ella en ese tono condescendiente. Al fin y al cabo, solo llevaba una semana en la ciudad y seguía asombrada y apasionada por todo. Sin embargo, eso no significaba que nunca fuese a ser capaz de estar a la altura de la sofisticación de Londres. El propio Richard no consiguió su… lustre ciudadano hasta después de varios viajes.
Al principio, la diferencia se limitó al aspecto. Primero, se compró ropa en un sastre de Londres y luego, su corte de pelo mereció la admiración general. Domaron sus rizos rebeldes en un peinado que le quitó gran parte del aspecto aniñado de su pecoso rostro. Dejó de parecer el hijo simpático de un terrateniente y pasó a ser, como siempre se había imaginado a Paris, un hombre tan guapo que las diosas se lo disputaban. Sin embargo, poco a poco, también empezó a notar un cambio interior en él. Empezó a sentirse inquieta, como si él se alejara cada vez más de ella. Las últimas Navidades tenía un aire sofisticado que se manifestaba en un amaneramiento lánguido muy distinto al chico descarado y sincero que había corrido por su casa y que había conseguido que ella se sintiera ingenua y cohibida.
Partió la galleta con pesadumbre. Debería haberse dado cuenta de su alejamiento entonces y haberse ahorrado la humillación que tuvo que sufrir en el baile de la señorita Twining… o haber entendido su comentario sobre que volviera a Much Wakering como una insinuación de que no quería que estuviera en la ciudad. Sin embargo, se había convencido a sí misma de que lo había dicho porque estaba preocupado por cómo iba a sobrellevarlo ella. ¿Por qué era tan necia? Si hubiese estado preocupado, la habría acompañado a todas partes, la habría protegido de todos los elementos indeseables que, según él, merodeaban por la sociedad londinense.
Se metió la mitad de la galleta en la boca y se consoló pensando que, al menos, no había contado a nadie sus aspiraciones amorosas con Richard. Así, ella era la única que sabía lo necia y lamentable que había sido. Aunque, desgraciadamente, eso también le impedía volver a su casa. Si empezaba a decir que quería volver, todo el mundo querría saber por qué y no tenía ninguna excusa creíble. No podía ofender a su querida tía Ledbetter y que pensara que era responsable de que fuese desdichada. Además, nunca le contaría a nadie el ridículo que había hecho con Richard. Su corazón estaría maltrecho, pero su orgullo seguía intacto. Ese era el inconveniente. Si se empeñaba en volver al campo sin confesar la verdad, todos darían por supuesto que la vida de la ciudad era, efectivamente, excesiva para ella.
Si tenía que elegir entre parecer una boba que había seguido a Londres a un hombre que no la amaba o parecer una ñoña que no podía soportar el estar a más de ocho kilómetros de su parroquia o tener que hacer de tripas corazón y quedarse en la ciudad cuando la experiencia le había quitado todo su interés, había decidido hacer lo último. Se quedaría en la ciudad.
Además, todavía estaba más en deuda con su tía y su prima después de la bochornosa salida del baile de la señorita Twining. Ellas fueron muy comprensivas. La arroparon en el carruaje cuando vieron sus lágrimas y expresaron su comprensión cuando alegó un dolor de cabeza como nunca había tenido. Nunca se habría inventado un dolor de cabeza si hubiese sabido cuánto iban a preocuparse. Había dado por supuesto que le darían unas palmaditas en la mano y que la mandarían a la cama, como habrían hecho su padre y sus hermanos. Sin embargo, la acompañaron a su cuarto, le frotaron las sienes con agua de lavanda, se quedaron con ella hasta que se bebió una tisana y le contaron sus cambios de salud mensuales hasta que el remordimiento se adueñó de ella. Sobre todo, cuando las dos estaban muy emocionadas porque las había invitado una auténtica baronesa. La tía Ledbetter porque podría cotillear con su círculo de amigas sobre cómo es una casa así por dentro y Mildred porque esperaba captar el interés de algún hijo de la nobleza.
Ella las había privado de la mitad del placer solo porque no había podido dominar su rabia cuando vio que esa señorita Waverly intentaba atrapar a otro pobre incauto entre sus garras. Incluso cuando intentó disculparse, la reacción de ellas la avergonzó más todavía.
—No habríamos pasado ni esa hora en una compañía tan elevada si no te hubieses hecho amiga de la señorita Twining —la tranquilizó la tía Ledbetter—. En realidad, me pareció un detalle precioso por su parte que nos incluyera en tu invitación.
—Sí —replicó ella en voz baja—, la señorita Twining es una persona encantadora.
Eso había sido lo único sincero que pudo decir de todo el asunto. Apreciaba sinceramente a Julia porque no la había mirado por encima del hombro ni había hecho ningún comentario despectivo sobre su procedencia. Al contrario que otros…
—No puedo dejar de preguntarme por qué tu padre ha recurrido a estos familiares —dijo Richard mientras miraba de soslayo a su tía la única vez que fue a visitarla a esa misma sala—. Nunca había oído hablar de ellos hasta que se te metió en la cabeza que querías pasar la Temporada en Londres. Ahora que los he conocido, no me extraña. No es que tengan nada de malo, a su manera. Los comerciantes pueden ser muy respetables, pero no es el tipo de personas con el que me gusta mezclarme cuando estoy en la ciudad. Además, si tu padre levantase la vista de un libro alguna vez y supiera juzgar la situación, no te habría mandado con unas personas que no pueden presentarte a nadie relevante ni llevarte a los sitios donde se debe ver a una chica de tu categoría.
¿Había sido tan ridícula como para interpretar ese comentario como una muestra de preocupación por ella? No estaba mínimamente preocupado por ella. Solo le preocupaba que pudiera aparecer en algún sitio y lo abochornara con sus humildes familiares o su carácter rural delante de sus amigos de Londres. Se metió en la boca la otra mitad de la galleta y se consoló al acordarse de que, al menos, tuvo el temple de rebatir su manera despectiva de hablar de su padre.
—Mi padre no puede evitar desconocer la sociedad londinense —replicó ella con firmeza—. Sabes que ya viene muy poco a la ciudad y que cuando viene, es porque se ha enterado de que algún libro singular ha salido al mercado.
No podía negar que la acusación de Richard estaba justificada en parte. No llevaba ni una semana en la ciudad cuando se dio cuenta de que como la prima de su padre se había casado con un empresario, ella no había tenido acceso a ningún sitio medianamente refinado, como había comentado despectivamente Richard.
—Además —siguió ella dispuesta a no reconocer su desilusión—, si lo hubiese sabido, seguramente le habría parecido muy frívolo. Él nunca juzga a un hombre por su categoría social o su riqueza, como ya deberías saber. ¿Cuántas veces le has oído decir que el verdadero valor de un hombre reside en su carácter y su intelecto?
Tomó otra galleta y se sintió complacida de haber tomado esa actitud aunque todavía hubiese estado obnubilada por Richard. La verdad era que no toleraba que nadie, fuera quien fuese, criticara a su padre. Además, ya se sintió bastante mal cuando se dio cuenta de que había cumplido veintidós años sin que él hubiese hecho nada para buscarle un marido. Cuando ella, vacilantemente, le planteó por primera vez la posibilidad de pasar la Temporada en Londres, él puso un gesto de perplejidad, el mismo que ponía siempre que tenía que enfrentarse al lado prosaico de la vida.
—¿Estás segura de que eres suficientemente mayor para pensar en casarte? —le preguntó él quitándose las gafas y dejándolas en la mesa con aire decidido—. Aunque, naturalmente, si quieres conocer la Temporada, entonces, la conocerás. Déjalo en mis manos.
—¿No… no te olvidarás?
Habría sido muy típico de él y él también lo sabía porque, en vez de regañarla por su descaro, sonrió y le aseguró que no se olvidaría del algo tan importante como el futuro de su única hija.
Efectivamente, no se olvidó, aunque tampoco lo hizo muy bien. Sin embargo, como no tenía valor para desilusionarlo cuando esperaba que estuviese pasándolo maravillosamente, le mandaba cartas alegres y ambiguas.
La señora Crimmer seguía hablando sin parar, pero ella llevaba varios minutos sin oír una palabra. Había estado pensando en las musarañas y comiéndose todo el plato de galletas. Llevaba varios días en los que no podía dejar de darle vueltas al baile de la señorita Twining. Había sido muy doloroso porque había depositado muchas esperanzas en él… y en la propia señorita Twining. Había esperado que fuesen amigas. A ella parecía no haberle importado que estuviese viviendo con unos familiares poco refinados e, incluso, le dijo que podía llamarla Julia.
Suspiró y tomó la última galleta. Sin embargo, aquel incidente acabó con todas las posibilidades de que la amistad pudiera brotar entre ellas aunque tuviesen algo en común, cosa que no tuvieron tiempo de descubrir porque se marchó del baile antes que la señorita Waverly y, por lo tanto, todo el mundo conocería la versión de los hechos de la señorita Waverly. Sabía que una chica así no perdería esa ocasión para manchar la reputación de su enemiga. Tampoco era algo que le importara porque no pensaba volver a abandonar el círculo social de su tía. ¿Para qué?
—Qué carruaje tan maravilloso. Qué caballos… —comentó el señor Bentley desde la otra ventana.
El señor Bentley era un amigo del señor Crimmer hijo. Ella creía que su función era darle apoyo moral en el suplicio de intentar que Mildred le sonriera y luego, cuando hubiese pasado la media hora de rigor, acompañarlo a la posada más cercana para que el señor Crimmer recuperara el maltrecho ánimo.
—Ha parado aquí delante, como si viniera de visita. Está subiendo las escaleras…
La tía Ledbetter, para asombro de todos, se levantó de un salto y llegó a la ventana con dos zancadas.
—¡Dios mío! —exclamó después de haber apartado al señor Bentley—. Dijo que nos visitaría, pero nunca soñé ni por un instante que lo hubiese dicho de verdad. Aunque me pidió nuestra dirección…
Henrietta se quedó paralizada con la última galleta a medio camino de la boca. Ella, desde su privilegiado sitio, también había visto la elegante calesa que se paraba delante de la casa y ya había reconocido al cochero.
—Henrietta, querida, quizá debería habértelo dicho antes, pero… —la tía Ledbetter se calló cuando oyó que llamaban a la puerta—. Lord Deben dijo que quizá se pasara para ver cómo estabas después… —volvió a callarse como si acabara de caer en la cuenta de que la sala estaba llena de visitas—. Después de tu indisposición en el baile de la señorita Twining.
Las voces que llegaron del recibidor les indicaron que Lord Deben ya estaba en la casa. La tía Ledbetter volvió a sentarse precipitadamente en el sofá, se alisó la falda y adoptó una postura indiferente, como si todos los días recibiera a un conde en su casa. Las conversaciones cesaron y todo el mundo miró hacia la puerta.
—Lord Deben —anunció Warnes, el mayordomo.
Lord Deben entró en la habitación, se detuvo y miró alrededor con aire aristocrático. A Henrietta se le erizó el vello de los brazos. Él había entrado en la casa de la señorita Twining con la misma expresión, como si no acabara de creerse que estaba honrando al lugar con su presencia. Entonces, ella no sabía quién era, pero la impresión que causó en los demás, el hecho de que él lo supiera y su reacción arrogante hicieron que ese hombre le disgustara al instante.
Él miró alrededor como si diera la impresión de que no veía a nadie hasta que sus ojos la encontraron a ella.
—Señorita Gibson —dijo acercándose a donde estaba sentada ella—. Espero que hoy se encuentre mejor.
Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no preguntarle si no tenía modales o si esa tarde había decidido no sacarlos a relucir. ¿Qué clase de hombre pasaba por alto a su anfitriona y a todas las demás personas presentes en la habitación? Además, Richard se comportó exactamente igual cuando fue allí. También se consideró por encima de los presentes, no se dignó a hablar con ninguno de ellos y los llamó «un montón de tenderos». Aunque sí tuvo los modales suficientes como para inclinarse mecánicamente ante la tía Ledbetter antes de prestarle atención única y exclusivamente a ella. Por eso, no se sintió ni remotamente halagada por la inclinación de lord Deben sobre su mano. Cuando pareció que iba a besársela, ella se la llevó a la boca y, desafiantemente, se puso la última galleta entre los dientes. Oyó que Mildred dejaba escapar una exclamación de asombro. Lord Deben ni se inmutó.
—Veo que todavía está un poco demacrada —comentó él dándole la espalda a los demás invitados—. La llevaré a dar un paseo por el parque para que recupere el color.
—Me llevará a dar un paseo por el parque —repitió ella.
¡Menudo majadero! ¿Acaso creía que era tan estúpida que no se daba cuenta de que estaba humillando a su querida tía? Además, ella podía no querer salir. Estaba a punto de comunicarle que por nada del mundo pensaba salir de esa habitación en compañía de un hombre que, evidentemente, se creía muy por encima de todos los presentes, cuando el señor Bentley intervino.
—Caray, daría cualquier cosa por tener la oportunidad de manejar esos animales por el parque… o de sentarme a su lado, milord —el señor Bentley miró a Henrietta con envidia—. ¡Eres una muchacha muy afortunada!
Lord Deben entrecerró los ojos un instante y se dio la vuelta hacia el señor Bentley.
—No suelo invitar a jóvenes caballeros a que me acompañen por el parque durante la hora más concurrida —replicó en un tono que calló a su admirador y lo dejó rojo como un tomate.
Tampoco la había invitado a ella, más bien, se lo había ordenado.
—Y es muy generoso al invitar a Henrietta —dijo su tía dirigiéndole una mirada muy elocuente a su sobrina—. Es un honor muy inesperado. No tardará ni un minuto en ponerse el abrigo y el sombrero. ¿Verdad, querida?
Ni hablar. Además, sería mucho mejor para su tía que ella, Henrietta, lo llevara afuera para decirle lo que opinaba sobre sus modales que organizar una escena en su sala.
—Dese prisa —dijo él con brusquedad mientras conseguía agarrarla de la mano y levantarla—. No quiero que mis caballos se queden parados.
¡Sus caballos! ¡Tenía más en cuenta lo que pudiera pasarles a ellos que lo que pudiera pensar ella! ¿Quién se creía que era para entrar allí e insultar a todo el mundo de esa manera? Salió de la habitación con un arrebato de indignación que acabó de un plumazo con la abulia que se había adueñado de ella desde el baile de la señorita Twining y que había hecho que hasta andar la supusiera un esfuerzo enorme. ¡Claro que sus caballos no iban a quedarse parados! Subió las escaleras y abrió de golpe la puerta de su cuarto.
Además, había machacado al pobre señor Bentley solo porque había admirado con un entusiasmo algo infantil a sus caballos, como habría podido hacer cualquiera de sus hermanos. ¡Había despreciado a su tía y a todos los demás porque eran comerciantes! ¡Porque eran vulgares! Ella le enseñaría lo que era vulgaridad.
Abrió el armario y se puso el abrigo de color ciruela. Luego, fue hasta el cuarto de su tía y rebuscó entre sus pieles hasta que encontró el zorro. Se lo puso sobre los hombros y se miró al espejo para cerciorarse de que entonaba tan mal con el abrigo como esperaba. Para terminar, fue hasta el cuarto de Mildred y tomó el sombrero con dos plumas de avestruz muy rojas que había llegado la mañana anterior.
Cuando volvió a la sala, menos de cinco minutos después de haberla abandonado, Mildred se quedó boquiabierta y su tía dejó escapar un sonido de espanto sofocado. Lord Deben, quien estaba junto a la ventana al lado del señor Bentley, ladeó la cabeza y la miró con indolencia.
—Ya ha recuperado bastante el color ante la mera perspectiva de tomar el aire —dijo él lentamente y sin alterar el gesto.
—Sí —concedió ella con una sonrisa—. Estoy deseando que me vean pasear con usted por el parque a la hora más concurrida.
¡Así aprendería! Parecía el tipo de hombre que no soportaría que lo vieran de paseo con alguien innegablemente vulgar. Se habría rebajado al invitar a una chica que ni siquiera rozaba los círculos en los que él se movía, pero se había preocupado mucho por su propia vestimenta. Sabía lo suficiente de moda masculina como para poder adivinar que su ropa la había confeccionado alguno de los sastres más caros y exclusivos. Además, se había afeitado hacia muy poco tiempo. Sus mejillas tenía una suavidad que solo duraba una hora más o menos y, cuando se inclinó sobre su mano con la intención de besarla, ella pudo oler a aceite de bergamota.
—Cuando vine a la ciudad, no puede ni imaginarme que tendría el honor de ir de paseo con un hombre tan importante y en un carruaje tan maravilloso.
Para su inmenso placer, pudo comprobar que él estaba poniéndose cada vez más tenso.
—Señor Bentley, la próxima vez que nos visite, le contaré todo lo que hemos hecho.
Henrietta sonrió al joven que miraba alternativamente, y con algo muy parecido al espanto, al caballero inmaculadamente vestido y al sombrero con plumas de avestruz que ella había tomado prestado.
Lord Deben le hizo un gesto para que saliera por delante al recibidor y se marcharon con las plumas bamboleándose al ritmo de su paso marcial.