Cinco
TARDÓ dos semanas en volver a verlo. Llevaba unos veinte minutos en la casa de lord Danbury, a donde, sorprendentemente, la había invitado su hija, lady Susan Pettiffer. Su grupo había pasado casi todo el tiempo quitándose los abrigos, cambiándose los zapatos en la antesala de las mujeres, saludando a la anfitriona y recorriendo todas las habitaciones para que su tía pudiera ver cómo estaba decorada y amueblada la suntuosa casa del conde.
Acababan de sentarse en un sofá de una de las salas del piso superior cuando todo el ambiente cambió. Se pareció a lo que sentía algunas veces cuando salía por el campo y notaba que se acercaba una tormenta. Las mujeres empezaron a alisarse discretamente los vestidos, los hombres que estaban cerca del espejo que había encima de la chimenea comprobaron sus lazos y los demás empezaron a hablar en un tono más mesurado.
Lord Deben había entrado en la habitación. Su tía la agarró de la muñeca. Desde que la sacó de paseo, la tía Ledbetter había esperado que la visitara otra vez o, al menos, que le hubiese mandado un ramo de flores. Henrietta le había asegurado, en vano, que el interés por ella no había tenido nada de romántico. Su tía le había repetido una y otra vez que era el tipo de muchacha que gustaría a un hombre así, que la aristocracia pasaba mucho tiempo en el campo.
—Por favor, no saques conclusiones de que él haya venido esta noche —le pidió a su tía—. Lo más probable es que ya se haya olvidado de mí.
—Bobadas. Lo que pasa es que no te ha visto todavía.
—No agites la mano, no agites la mano —susurró Henrietta en tono tenso, cuando vio que eso era lo que su tía iba a hacer—. Si quiere fingir que no nos ha visto, será porque no quiere reconocernos esta noche —siguió ella en tono enojado porque era imposible que no las hubiese visto.
Su tía se quedó quieta inmediatamente. Una cosa era que alguien de la alta sociedad fuese a visitarla a su casa y otra muy distinta que el mismo aristócrata se dignara a reconocerla en público. Henrietta abrió el abanico y abanicó las acaloradas mejillas de su tía. La emoción por haber recibido una invitación para ir a una casa así eclipsaba la impresión de haber llevado a Mildred al baile de presentación en sociedad de la señorita Twining. Aunque, en cierto sentido, también se lo debía a Julia. Lady Susan y ella la habían visitado hacía un par de días para preguntarle si se había recuperado de lo que le pasó en el baile.
—Empezaba a temer que fuese algo verdaderamente grave porque no he vuelto a verte en ningún sitio —la había dicho Julia con una preocupación fingida.
Cuando ya iban a marcharse, lady Susan le preguntó si le gustaría asistir a una reunión muy informal. La tía Ledbetter estuvo a punto de desmayarse de la emoción.
—¿Te traigo una limonada, tía?
Había tanta gente importante dando vueltas por la casa que los lacayos con las bandejas las habían esquivado varias veces. Además, estaba deseando buscar un camarero que quisiera servirlas y salir de la habitación donde lord Deben reclamaba tanta atención.
—No, querida, necesito algo más fuerte —contestó su tía—, pero una limonada para Mildred.
Henrietta cerró con un chasquido el abanico y evitó mirar hacia donde estaba lord Deben. No le gustaba haber estado pensando en él durante las dos semanas anteriores y tampoco le gustaba que se hubiese sentido más animada cuando captó ciertos indicios de que él podía estar ayudándola disimuladamente a pesar de cómo se habían separado y aunque tuviese cosas mucho más importantes en las que pensar que en una señorita insoportable, pueblerina y mal vestida. Esa tenía que ser la impresión que tenía de ella…
Cuando se acordaba de las dos veces que habían estado juntos, se daba cuenta de que las dos veces había estado hecha un espantajo. La primera vez, tenía la cara manchada por las lágrimas. Además, cuando llegó a su casa y pudo verse en un espejo, se dio cuenta de que tenía un montón de hojas secas en el pelo. La segunda vez, quiso parecer lo más vulgar posible y, como seguía recuperándose de Richard, no fue nada amable. En realidad, estuvo insoportable. Además, cada vez que intentaba justificarse recordándose que él también le había dicho cosas desagradables, se daba cuenta de que, al menos, había intentado mantener la serenidad varias veces y que ella había hecho que la perdiera siempre. Él solo quiso darle las gracias de la única manera que sabía, ofreciéndole la posibilidad de compensarla, pero ella lo había rechazado y se lo había arrojado a la cara.
Sin embargo, lo que menos le gustaba era que había reaccionado exactamente igual que su tía cuando él entró en la habitación. La única diferencia había sido que su orgullo le había impedido demostrarlo y que no se arriesgaría, por nada del mundo, a que ese hombre las despreciara y las dejara en ridículo. Por el momento, ya era bastante que ni los camareros se dignaran a fijarse en ellas.
Si no hubiera rechazado la oferta que le hizo de convertirla en la sensación de la alta sociedad, si no hubiese sido tan desagradable y tan desagradecida, todo podría ser distinto. Estaba tan ensimismada riñéndose a sí misma que estuvo a punto de chocarse con el hombre que apareció en su camino.
—¡Lord Deben!
No podía entender que la hubiese interceptado. La última vez que lo miró de soslayo estaba en el extremo opuesto de la habitación.
—Señorita Gibson —la saludó él inclinando levísimamente la cabeza—. ¿Intenta eludirme por casualidad? —preguntó él casi sin mover los labios.
—No… no, en absoluto. Creía que estaba… —balbució ella sonrojándose.
Él entrecerró un poco los ojos y su sensual boca esbozó una fugaz sonrisa.
—Me he limitado a satisfacer sus deseos. Me dejó muy claro que no quería saber nada más de mí y no iba a contaminar la sala de su familia con mi presencia pecadora y tentadora…
Ella se sonrojó más todavía.
—Estaba enfadada y hablé precipitadamente. Fui descortés y… —levantó la barbilla y lo miró a los ojos—…y le pido que me disculpe.
Él siguió sonriendo, pero parecía una sonrisa forzada, casi como si ella lo hubiera decepcionado.
—Sin embargo, se vengó de mí, ¿verdad? —siguió ella en tono sombrío—. Supongo que ya estamos empatados.
—¿Cómo dice?
—No finja que no sabe lo que estoy queriendo decir.
Ella no soportaba cuando ponía ese gesto arrogante, como si se sintiera ofendido porque le hablaba así.
—Cuando dijo que tendría que apechugar sabía lo que pasaría después de que me llevara de paseo por el parque —siguió ella—. Desde aquella tarde, la sala de mi tía es un ir y venir de la gente más espantosa que quiere saber quién soy y qué parentesco tenemos.
Él volvió a sonreír con satisfacción.
—Estoy seguro de que les habrá puesto en su sitio inmediatamente. Solo lamento no haber estado allí para presenciar su perplejidad ante la maestría de sus comentarios cortantes.
—No he hecho comentarios cortantes a nadie. Ya le he dicho que estaban en la sala de mi tía. Me limité a explicar que tengo veintidós años.
Ella se lo explicó estimulada por la sonrisa de él, aunque fuese a costa de ella. Parecía un hombre completamente distinto cuando sonreía así, sinceramente divertido. Parecía más joven y muchísimo más… accesible.
—Lo cual dejaría zanjado el rumor de que es mi hija perdida, la que había concebido durante mi desenfrenada juventud.
Ella abrió los ojos como platos. No se había imaginado que él hablaría con tanta franqueza, aunque, para ser justa, ella había sido la primera en aludir a las vulgaridades que se decían de ella.
—¿También lo ha oído?
Él asintió lentamente con la cabeza.
—Yo, por mi parte, dije que, aunque agradecía el cumplido, ni un hombre con mi reputación podría haber empezado su carrera amatoria a los nueve años.
—Hablando de su reputación —replicó ella con seriedad—. Cuando acepté su invitación a pasear por el parque, no tenía ni idea de que no lo hubiese hecho nunca con una mujer que no fuese su amante.
Su sonrisa se esfumó por completo.
—¿Quién le ha dicho eso?
—¿Que solo sale acompañado por su amante?
Él asintió sombríamente con la cabeza.
—Creo que será mejor que no se lo diga —contestó ella temerosa de la venganza que podría caer sobre el joven cabeza de chorlito que se lo había contado—. Además, otro de los… caballeros presentes dijo que no había que creer algo así a no ser que usted hubiese perdido la vista de repente.
—¿Qué dijo?
—¿También ha perdido el oído? Quizá debería sentarse. A su edad hay que empezar a tener cuidado.
—¿A mi edad? Tengo treinta y muy pocos años. Es una impertinente…
La agarró del brazo, la sacó de la habitación y la llevó al bufé, servido por una serie de lacayos que la habían pasado por alto con un aplomo magistral. Él, con cuatro palabras tajantes, organizó que llevaran una bandeja con refrescos y comida a su tía y a su prima y la arrastró a un rincón junto al último aparador.
—Si no le importa, me dará el nombre del hombre que la insultó en la sala de su tía y…
—¿Por qué? —le interrumpió ella abriendo mucho los ojos con un asombro fingido—. Solo repitió lo que usted me dijo en el parque.
—Nada parecido. Yo enumeré sus mejores rasgos para intentar convencerla de que tiene tantas posibilidades de deslumbrar a un hombre como la señorita Waverly si se preocupa de…
—Da igual porque el señor Crimmer se ocupó de él.
—¿Quién es el señor Crimmer? —le preguntó él mirándola fijamente—. ¿Es el pretendiente por el que lloraba en casa de la señorita Twining?
—No, no es mi pretendiente en absoluto, pero cuando lord… quiero decir, cuando el hombre que dijo que usted debía de haber perdido vista añadió que habría entendido que Mildred hubiese estado a su lado porque es… creo que sus palabras exactas fueron «una pollita muy apetecible», el señor Crimmer, que está enamorado de mi prima Mildred, lo agarró de las solapas, lo levantó del asiento y lo tiró por los escalones de entrada a la casa.
Ella hizo una pausa y lo miró descaradamente por encima del abanico con un brillo burlón en los ojos. No estaba enojada por el incidente. Si acaso, él habría dicho que estaba muy divertida por los majaderos que habían invadido la casa de su tía. Se apoyó en la pared y se cruzó los brazos.
—Continúe, por favor —le pidió él—. Estoy deseando saber qué pasó después.
Era verdad. Estaba fingiendo aburrimiento, pero no se lo había pasado tan bien hablando con una mujer durante las dos semanas que la había eludido intencionadamente. Aunque la verdad era que tampoco había tenido una conversación propiamente dicha. Había intentado empezar varias con jóvenes de linaje intachable y hermosas figuras, pero ellas siempre se limitaban a repetir «sí, milord», «no, milord», «si usted lo dice, milord, entonces, estoy segura de que tiene razón». Había sido como estar a dieta de pan y leche. Encontrarse con Henrietta Gibson era como tener un tarro de mostaza en la mano que le ponía picante a los insulsos platos que había tenido que probar últimamente.
—Bueno, el hombre que llamó «pollita apetecible» a Mildred se sintió muy molesto porque un ciudadano de a pie lo había tratado de esa manera y se lo hizo saber al señor Crimmer con mucha contundencia. El señor Crimmer replicó que un caballero nunca habría tratado a una dama con tan poco respeto, a lo que él hombre contestó que Mildred no era una dama, que solo era la hija de un comerciante.
—¿Usted oyó todo eso?
—Claro. Había levantado la ventana y me había asomado porque los escalones estaba repletos de otros… caballeros que habían salido con el hombre que había llamado a Mildred lo que no debería haberle llamado. Tuve el placer de ver al señor Crimmer pegarle un gancho en la barbilla que mandó a supuesto caballero directamente a la calzada. Sin embargo, después todo se convirtió en una de esas trifulcas que organizan los niños de ocho años —añadió ella con cierta decepción.
Él arqueó una ceja. Nunca jamás había oído a una mujer de alta cuna usar términos de boxeo como si fuese algo natural.
—Bueno, ya sabe a lo que me refiero —siguió ella al interpretar mal su ceja arqueada—. Empujones, patadas y muchos brazos agitándose y que no hacen daño a nadie.
—Sin… destreza.
—Ni la más mínima —confirmó ella sacudiendo la cabeza con pesadumbre—. Aunque los demás espectadores parecían estar pasándoselo muy bien. Se hicieron muchas apuestas.
—¿Puedo preguntarle qué hacía su tía mientras había una… trifulca en la puerta de su casa y usted se asomaba por la ventana para animar a su… paladín?
—Yo no estaba animándolo —replicó ella como si se sintiera ofendida—. Además, no era mi paladín. En cuanto a mi tía —el brillo burlón volvió a sus ojos—, quiso pedir las sales, creo, pero se dio cuenta de que nadie estaba haciéndole caso. Pero también es una persona muy pragmática y una vez que se repuso de la impresión de tener la sala tomada por unos yahoos, ya sabe, esos personajes vulgares y maleducados de Los viajes de Gulliver, pidió al mayordomo que reuniera a algunos lacayos de las casa vecinas y los expulsó a todos.
Había leído a Jonathan Swift… No podía extrañarle con el padre que tenía. Además, su forma de dar por supuesto que él tenía conocimientos de literatura indicaba que estaba acostumbrada a mantener conversaciones con personas cultas. Había acertado al decirle que podría aprender a deslumbra a un hombre si le hacía un poco de caso. Esa noche estaba siendo muy cautivadora incluso sin que él le hubiese enseñado nada. Por ejemplo, su forma de sonreírle, como si quisiera que él también se divirtiera, era irresistible y él retaría a cualquier hombre a que no sonriera también. Juraría que ni siquiera era tan poco atractiva como él recordaba. Miró disimuladamente su vestimenta mientras ella hablaba. El vestido resaltaba su figura y el color del pelo y del cutis. Los accesorios no tenían nada de vulgares y nadie que no estuviera al tanto no podría imaginarse que esa Temporada estaba patrocinándosela un ciudadano de a pie. Sin embargo, lo que hacía que le pareciera tan distinta era el brillo de los ojos. En realidad, si aprendiera a contener el genio, se convertiría fácilmente en una sensación sin que él tuviera que hacer creer a nadie que ocultaba algo fascinante que solo él había descubierto.
—Entonces, ¿por qué no he oído hablar de ese disturbio? —preguntó él para participar en la conversación—. Si se convirtió en un altercado público en el que intervinieron sirvientes de varias casas y un grupo de… yahoos…
—Bueno, no llegó a tanto. Afortunadamente, el señor Crimmer se resbaló y cayó con su oponente encima de él. Se quedó aturdido unos minutos… o quizá se quedara sin respiración porque… bueno, digamos que su oponente no era un peso ligero —le explicó ella mirándolo con un brillo resplandeciente.
Él se rio con todas sus ganas al imaginarse la escena. Entonces, se dio cuenta de las pocas veces que se reía con ganas. Muy pocas personas tenían su sentido del humor o creían que él lo tuviera. La señorita Gibson había pasado por alto su impresión superficial, que era lo que la mayoría de las personas quería ver, y había ido directamente al hombre… no al hombre que era ni al que quería ser, sino al hombre que habría sido si todo hubiese sido distinto.
—En cualquier caso, antes de que el señor Crimmer pudiera recuperar el habla, el yahoo se declaró victorioso y se alejó con sus amigos.
—En resumen —intervino él mirándose los dedos con una inocencia fingida—, en vez de vengarme, le he proporcionado una fuente inagotable de diversión…
—Usted… Yo… —ella cerró la boca bruscamente—. Me niego rotundamente a que me incite a perder los nervios con usted otra vez. Usted, al menos, me avisó de lo que pasaría. Además, todo ha terminado bastante bien para Mildred y el señor Crimmer.
—Vaya —replicó él con fastidio—. ¿De verdad es una de esas personas que ve rayos de esperanza entre los nubarrones más negros? No solo ha dejado desfasados los conceptos de moralidad, sino que ahora parece que sufre un caso incurable de optimismo.
—Bueno —replicó ella con desenfado—, si no quiere oír cómo termina la historia, no le aburriré más.
Ella fue a alejarse.
—No… —él la agarró del brazo justo por encima del codo—. Sabe muy bien que quiero oír muchas más cosas. No sobre ese tal Crimmer ni sobre su prima Mildred. Es evidente que después de salir en su defensa, ella lo considera un héroe y las pretensiones de él llegarán a buen puerto. No, lo que me interesa saber es cómo ha conseguido convertir en una victoria social lo que habría podido ser, muy fácilmente, una derrota demoledora.
Ella fingió no entenderlo.
—Quiero saber —insistió él—, cómo consiguió una invitación a esta casa precisamente. Lord Danbury tiene fama de ser muy exclusivo. Que la vean aquí le dará un crédito inmenso.
—Bueno, todo surge de ese incidente. Mi tía se hizo mucho más exigente en lo relativo a las personas que aceptaba en su sala. Ya no acepta a alguien solo porque tenga un título. Una visita tiene que tener algún motivo válido, aparte de la mera curiosidad, para que Warnes le permita pasar del recibidor. Eso significa que quienes quieran satisfacer su curiosidad tendrán que mandar a sus hermanas, primas o tías para que sonsaquen toda la información que puedan.
—¿Aun así no me pidió ayuda? Dios mío, cuando esas cotillas claven sus garras en usted, puede ser mucho peor que lo que podría haber hecho cualquier lechuguino mamarracho.
—No me pareció que necesitase su ayuda. Creí que ya me la había mandado.
Lo miró pensativamente. No podía terminar de entender por qué había esperado que la visita de la madrina de él hubiera indicado que seguía vigilándola a distancia, a pesar de cómo se habían separado.
—Yo… Yo creí que quizá hubiese hablado con lady Dalrymple y que le había pedido que intercediera —le explicó ella.
—¿De verdad?
A ella se la cayó el alma a los pies ligeramente. Durante unos momentos, se había olvidado de la enorme distancia social que había entre ellos, pero él, con esas dos palabras y esa ceja arqueada, había vuelto a levantar las barreras.
—Sí… Lo siento, pero es que es su madrina y estaba en el baile de la señorita Twining…
—Y la corroe la curiosidad como a todos… o quizá más dada su relación conmigo.
—Bueno, fuera como fuese, hizo mucho bien porque declaró que había ido a acallar los rumores de que yo era una vulgar insignificancia y me incluyó donde no está mi sitio.
—Casi puedo oírla diciéndolo.
Henrietta se rio levemente.
—Tiene una voz imponente, ¿verdad? Nadie de los que estaban en la sala esa tarde pudo dejar de oír una sola palabra de la conversación que tuvo conmigo sobre mi abuela materna y sobre lo amigas que eran. Además, también dijo que estaba asombrada porque no me había visto en las reuniones a las que tendrían que haber invitado a la nieta de Lavinia.
Él sonrió con satisfacción. Su madrina era una de esas personas que conocía a todo el mundo y a los antepasados de todo el mundo desde hacía tres generaciones por lo menos. Además, le encantaba demostrar sus conocimientos.
—¿Se limitó a hablar de su familia materna?
—No. También sacó a relucir la relación de mi padre con el duque de Harrowgate. Tampoco se olvidó del linaje de mi tío Ledbetter y nos explicó con todo detalle la diferencia entre la clase media, que brota en cualquier parte como vulgares setas, y los hijos menores de buenas familias que se ven obligados a tener una profesión. Desde entonces, han empezado a abundar las invitaciones a… a festejos tan refinados como este.
Julia Twining volvió a visitarla después de la visita de lady Dalrymple y por eso se tomó sus declaraciones de amistad y su preocupación por su salud con cierto recelo.
—Lo que me extraña es que nadie haya divulgado el rumor de que usted yo estamos a punto de casarnos —comentó él—. La aparición de mi tía en la sala de su tía ha acabado de un plumazo con cualquier conjetura sobre un escándalo entre nosotros…
—¿De verdad? ¿La gente…?
Ella cerró el abanico y lo golpeó distraídamente contra la palma de la otra mano. El pobre lord Deben debía de estar lamentando más todavía su relación con ella. Lo que menos quería en el mundo era que relacionaran su nombre con una mujer inocente y casadera. Le espantaba tanto la idea del matrimonio que le había dicho que prefería pegarse un tiro en la pierna.
—No, no, estoy segura de que nadie sospecha nada así —dijo ella con el ceño fruncido por la preocupación—. Al… al menos… —ella miró alrededor—. Quizá no deberíamos estar en este rincón…
—¿Tanto le desagrada la idea?
La indignación se había adueñado de él. Había bastado que unos tipos hubiesen dejado caer algunas verdades innegables sobre él y que él hubiese reconocido que hasta su hermano había censurado en público su vida licenciosa para que esa pequeña puritana retrocediera ante la idea de ver su nombre unido al de él. ¿Cómo se atrevía? Cualquier mujer estaría emocionada, no parecería como si hubiese pisado algo desagradable.
Sin embargo, en vez de darse media vuelta y olvidarse de ella, lo único que deseaba ardientemente era obligarla a que se retractara.
—¿A mí…?
Parecía enfadado. Seguramente, estaba arrepintiéndose por haber hablado tan libremente con ella y por haber ido a ese rincón tan… íntimo. Sería mejor que aclarara las cosas de una vez por todas.
—¡No! Quiero decir, ni se me había pasado por la cabeza ni lo haría —añadió ella.
No podía creerse que las mujeres quisieran a atrapar a un hombre que prefería pegarse un tiro en la pierna antes que someterse a la fidelidad marital. ¿Estaban locas? Aunque, quizá, no supiesen tantas cosas de él como sabía ella.
—¿Por qué? ¿Porque me considera un libertino incorregible?
Lo era y ella ya lo sabía. Los tipos que fueron a casa de su tía fueron increíblemente indiscretos y dejaron caer toda una serie de cosas desagradables sobre él. Ella no pudo creerse lo soez que fue aquella conversación. No solo demostró su bajeza, sino que también fue una falta de consideración a la sensibilidad de ella. Pusieron tanto empeño en comentar las últimas… hazañas del diabólico lord Deben que le recordaron a una jauría que perseguía a una desdichada liebre.
Según ellos, hacía años que no tenía una amante en el sentido convencional, que no lo veían pasear con una por el parque. ¿Estaba cambiando de táctica otra vez? Después de cortar toda relación con la última advenediza, se dedicó metódicamente a las mujeres casadas de la alta sociedad. Cuando ya había conocido a las más hermosas, empezó con las viudas. ¿Había decidido perseguir a las muchachas solteras y de origen dudoso? Al fin y al cabo, todo el mundo sabía lo pronto que se aburría después de la conquista. Aun así, concluyeron ellos, para él sería mucho más apasionante intentar seducir a vírgenes respetables por diversión. Debía de estar buscando algún estímulo a su apetito saciado. Una virgen intentaría conservar la virtud todo el tiempo posible. Solo el lord joven y gordo protestó en voz alta, tan mala era la reputación de lord Deben. Además, solo lo hizo para decir que si eso era lo que estaba haciendo, habría empezado con una muchacha hermosa.
Se sonrojó. En parte por la humillación de que no la consideraran suficientemente hermosa para que la sedujeran y en parte por remordimiento, porque sabía demasiado del hombre que tenía al lado. No debería saber esas cosas de ese hombre ni de ningún otro.
—Le pido disculpas. Comentar su comportamiento no es asunto mío. Creo… creo que será mejor que vuelva con mi tía —dijo ella bajando la mirada.
—Sí, vuelva corriendo a la seguridad de una habitación llena de gente. No querrá que su reputación inmaculada se ensucie por estar demasiado tiempo conmigo.
Ella lo miró con perplejidad. Durante unos momentos, había tenido la sensación de que él comprendería cualquier cosa que le dijera. Hacía mucho tiempo que no había podido hablar con tanta libertad, desde que se marchó de Much Wakering, donde solo había hombres. Su tía y Mildred se preciaban tanto de hablar solo de asuntos aceptables que le había parecido maravilloso poder bajar la guardia y decir todo lo que se le había pasado por la cabeza. Sin embargo, él no era uno de sus hermanos ni un hombre que conocía de toda la vida. Era casi un desconocido.
—Tiene razón, naturalmente —ella solo sabía que era un libertino y un conde y que ella no era nadie—. La reputación de una mujer es algo muy frágil.
—Y usted cree que yo puedo destrozarla.
—¡No!
Sabía tres cosas de él. Lo que habían dicho aquellos tipos se alejaba tanto de la verdad que era cómico, él no tenía intención de seducirla y sus motivos para llevarla de paseo fueron completamente respetables. Bueno, se corrigió a sí misma, no podía decir que nada de lo que hiciera lord Deben fuese completamente respetable. La había tentado para que hiciese algo que le parecía muy poco respetable, pero no se lo había propuesto por diversión ni por arruinarle la vida. A su manera, le había tendido una mano amistosa.
—No intencionadamente, al menos —aclaró ella—. Estoy segura de que no tengo nada que temer de usted —él no perseguía a muchachas inocentes—. Sin embargo, no se olvide de que he sido víctima de habladurías muy desagradables solo porque usted me distinguió una vez con sus atenciones.
Ella volvió a mirarlo y lo que él captó en sus ojos fue como un impacto en el corazón. Había dicho «no intencionadamente» y lo había dicho sinceramente. Confiaba en él y si le parecía más prudente mantenerse alejada, lo hacía a disgusto. Podía verlo en sus ojos, que eran tan transparentes como el cielo en un día despejado.
—Yo podría acabar con todas esas habladurías desagradables si voy diciendo que tengo la intención de casarme con usted. Luego, si parezco pretenderla, todos se volverán locos por ser amigos suyos.
Mientras iba diciéndolo, se dio cuenta de que casarse con la señorita Gibson no sería lo peor que podría pasarle. Al menos, no lo aburriría, él no querría limitar su relación al dormitorio, sería una acompañante encantadora. La idea de casarse con ella era tan atractiva que cuando ella se rio, tuvo que hacer un esfuerzo para no amilanarse.
—Por favor… No pensará sinceramente que alguien iba a creerse que soy el tipo de muchacha que tentaría a un hombre de su… bueno… —ella se sonrojó al recordar algunos de los comentarios que aquellos hombres habían hecho de su vida amorosa—. Su… experiencia. Si decide casarse, esperaran que elija a alguien… excepcional. Como mínimo, será hermosa y, seguramente, también será adinerada y con mejores relaciones que las mías.
Él sintió algo maravilloso al comprobar que no tenía la necesidad de obligarla a retractarse. Estaba dudando de su capacidad de atracción, no de la idea de casarse con él. Si hubiese sido otra mujer, habría creído que estaba intentado que la halagara, pero la señorita Gibson era sincera, dolorosamente sincera algunas veces. Podía creerse exactamente lo que había dicho y era una experiencia desconocida. También podía creerse exactamente lo que dijo de que nunca se había planteado casarse con él. Sus ojos no lo miraron calculadoramente cuando la llevó de paseo, ni estaba coqueteando en ese momento. No, la señorita Gibson estaba tratándolo como si fuese su amigo.
—Vamos, por nuestra amistad, vamos a divertirnos un poco a costa de esos yahoos.
Él había empleado el mismo término que ella para convencerla. No estaba preparada para pensar en el matrimonio, pero podría hacer que cambiara de opinión si podía estar con ella cuando quisiera. Todavía no había habido ninguna mujer que no hubiera acabado comiendo de su mano.
—Ya le he dicho que puede casarse perfectamente y ahora que mi madrina ha desvelado sus orígenes, la gente estará dispuesta a creer en nuestro noviazgo —siguió él—. Aparte de los escándalos, es una de las cosas que a la gente le encanta creer que puede ver cómo evoluciona.
Ella negó con la cabeza.
—Ya le he dicho que no tengo ningún interés en participar en esos juegos. Aunque me halaga que crea que puedo aparentar que soy el tipo de mujer que podría encandilarlo.
—¿De verdad?
—Sí —reconoció ella con un rubor delicioso, un rubor que estropeó acto seguido—. Hasta una pueblerina ignorante como yo puede darse cuenta del… éxito social que sería recibir una oferta así de un hombre de su categoría y fortuna.
Éxito social. ¿Alguna vez habían puesto en su sitio tan claramente a un hombre? Él que creía que ella había empezado a apreciarlo… Su desilusión fue proporcional al bofetón que ella le había dado, sobre todo, porque ella no lo había hecho intencionadamente.
—Entonces, será mejor que vuelva con su tía, señorita Gibson —replicó él con frialdad.
La observó alejarse rápidamente, como un ratón aliviado por haber escapado de las garras del gato. Él fingió la misma indiferencia que habría mostrado el gato burlado por su presa. Sin embargo, su cabeza no paraba de dar vueltas. Tenía que haber alguna manera de convencerla sobre el asunto de casarse con él. Solo tenía que descubrir cuál. Tendría que observarla detenidamente, subrepticiamente si era necesario, hasta que, como un cazador que acecha a su presa, encontrara el momento adecuado para abalanzarse sobre ella.