Cuatro

—AQUELLA noche, usted se marchó directamente a casa —comentó él intentando que pareciera que solo tenía una curiosidad moderada—. Luego, no ha aparecido por ninguno de los actos de la alta sociedad, de la que ella se considera la reina. Por lo tanto, le hiciera lo que le hiciese, lo hizo antes de que usted acudiera en mi auxilio en la terraza.

¿Reina? Efectivamente, eso describía exactamente la actitud de la señorita Waverly. Solo la había visto aquella noche, pero, evidentemente, creía que los hombres debían rendirle pleitesía y, al parecer, había muchachos influenciables y nacidos en el campo, como Richard, que estaban dispuestos a rendírsela.

—¡Ajá! He dado en el clavo. No se moleste en negarlo. Esa noche salió a llorar en la terraza porque la señorita Waverly le había hecho algo.

Ella nunca había visto una sonrisa tan cínica como la que él esbozó.

—Entonces, cuando vio la ocasión de ponerle la zancadilla, la aprovechó —añadió él con un gesto de desprecio.

Ella estaba a punto de negarlo cuando se acordó de lo que había pensado antes sobre que no quería permitir que la señorita Waverly clavara sus garras en otro pobre incauto.

Se dejó caer contra el respaldo con el ceño fruncido. ¿Había abortado el intento de la señorita Waverly para comprometer a lord Deben por celos y rencor? Le aterraba pensar que podía actuar por motivos tan bajos. Atónita, intentó reproducir la escena con otra mujer que no fuese la señorita Waverly.

Era complicado ser objetiva porque aquella noche no había pensado, había reaccionado a los acontecimientos. Al reconocer a la señorita Waverly, se preguntó por qué no se había dado cuenta de que la música había cesado, ya que su presencia allí fuera significaba que había dejado de bailar con Richard. Entonces, miró con espanto hacia la puerta. Ya había sufrido por una noche y no podría soportar que Richard la siguiera a la terraza y ella tuviese que presenciar sus carantoñas. Cuando se dio cuenta de que nadie la había seguido, la mujerzuela sin escrúpulos ya se había acercado a lord Deben e intentaba que él le hiciera caso. Casi con el mismo éxito que ella había tenido con Richard. Él no mostraba ningún interés. En realidad, daba la sensación de que la insistencia de la señorita Waverly le parecía repelente. Sintió algo parecido a la felicidad cuando él le censuró su actitud.

Entonces, se abrió la puerta de par en par y apareció la madre de la señorita Waverly justo cuando esta acababa de arrojarse en brazos de lord Deben. Ella sintió una furia como la que pareció sentir lord Deben, reaccionó instintivamente y salió de su escondite con una indignación justiciera.

—Se equivoca.

Por un momento, había conseguido que dudara de sí misma, pero, después de examinar cuidadosamente sus motivos, había hecho un descubrimiento tranquilizador.

—Habría reaccionado igual si me hubiese topado con cualquier mujer que intentaba cazar un hombre de una forma tan rastrera —siguió ella en un tono acalorado—. ¡Fue deplorable!

Él la miró penetrantemente.

—Sin embargo, compruebo que no niega que estaba llorando por algo que le hizo ella.

Era muy fastidioso que él pudiera interpretarla tan bien y que la mirara como si fuese un libro abierto, y un libro bastante despreciable. Se puso muy recta en intentó mirarlo con un desprecio parecido.

—Lo sabía —siguió él con satisfacción—. ¿Qué le hizo? ¿Le robo el hombre del que creía que estaba enamorada?

Lord Deben era insufrible, odioso. Ella ya había sabido, por su sonrisa despectiva, que se burlaría de cualquiera que fuese tan necio de tener esos sentimientos.

—¿Que… que creía que estaba enamorada? —ella intentó reírse—. No sea ridículo.

La sonrisa que esbozó él fue claramente triunfal.

—Yo no soy el ridículo —él miró, divertido, sus oscilantes plumas de avestruz—. Aunque puede consolarse porque muchas chicas de su edad tienen la cabeza llena de un romanticismo absurdo —añadió él en tono condescendiente.

—Mi cabeza no está…

—Además —siguió él—, a los cinco segundos de conocer a la señorita Waverly supe que está acostumbrada a que los hombres caigan rendidos a sus pies.

Efectivamente, mientras ella tenía la cabeza llena de romanticismo absurdo y héroes griegos de la antigüedad, la hermosa señorita Waverly hacía estragos entre los hombres modernos y de carne y hueso. Apartó la mirada de los ojos marrones y burlones de lord Deben.

—Puede quedárselos todos —replicó ella con la voz temblorosa—. Si un hombre no puede ver más allá de una cara bonita, es un majadero. Un hombre que puede caer en sus garras, no es el hombre con el que me gustaría…bueno… casarme.

—No lo haga —replicó él con firmeza—. Un hombre que deja de quererla para caer tan fácilmente en las maquinaciones de alguien como ella, no es digno de usted.

Ella supuso que estaba intentando que se sintiera mejor, pero solo consiguió que recordara que nunca había estado segura de lo que sentía Richard por ella. Nunca le había dado ningún indicio de que ella le interesara, aparte de cómo hermana de su mejor amigo, hasta que la Navidad anterior la abrazó debajo de unas ramas de muérdago y la besó a conciencia. Todos sus sueños se dispararon por ese sorprendente beso. Hasta entonces, solo lo había considerado como el amigo increíblemente guapo de Hubert. Después… Se arrebujó entre las pieles con la remota esperanza de poder ocultarse de la penetrante mirada de lord Deben. Después, cuando él no siguió con lo que ella había considerado una declaración de intenciones, lo persiguió bochornosamente, eso fue lo que hizo.

Sin embargo, todo eso ya era parte del pasado. No iba a perder el tiempo con un hombre tan necio que no podía ver lo que tenía delante de sus narices. Podía hacer muchas cosas para pasarlo bien en Londres, había conferencias, exposiciones y todo tipo de personas interesantes con las que hablar. Personas con buenos cerebros que empleaban de forma práctica en el mundo del comercio, no en dilapidar frívolamente las fortunas que habían heredado. Sin embargo, no pudo contener un suspiro.

—Bueno, la señorita Waverly es increíblemente hermosa y solo tiene que sonreír para deslumbrar a un hombre.

A él no le gustaba verla tan repentinamente desalentada. No le parecía bien que se comparara desfavorablemente con una mujer como la señorita Waverly.

—A mí no me deslumbró —replicó él con firmeza—. No me impresionó lo más mínimo.

Era verdad, se dijo Henrietta con satisfacción. Él la había rechazado sin el más mínimo problema.

—Es más —siguió él animado por la reacción de ella—, diría que no es más deslumbrante que usted.

Ella había sufrido un revés para su confianza en sí misma y se merecía que se la levantara.

—¿Qué…?

Ella lo miró sin salir de su asombro y se encontró que él la miraba fijamente.

—No digo que sea una auténtica belleza, pero sí que es capaz de deslumbrar a un hombre si se lo propone.

—No soy una belleza…

Ella consiguió tomar aliento antes de que se le formara un nudo en la garganta y no pudiera seguir hablando.

—Solo tiene que compararse con la señorita Waverly para darse cuenta de que estoy diciendo la verdad. Sin embargo, como especialista en saber lo que hace que una mujer sea atractiva para un hombre, lo diré que tiene posibilidades.

—Supongo que quiere decir que no soy repulsiva.

—Ni mucho menos —él volvió a mirarla con cierta indolencia—. Tiene un cutis más que notable, unos ojos bonitos y expresivos y una dentadura blanca y recta. Como entendido en la belleza femenina, no puedo dejar de lamentar que su nariz no sea proporcionada al resto de sus facciones, pero no encuentro motivo para que, como usted ha dicho, no pueda deslumbrar a un hombre que no sea tan exigente.

—Usted… —ella apretó los puños para contener la rabia—. Usted es el hombre más desagradable que he conocido.

—No soy desagradable, soy sincero. Sin embargo, es muy típico de las mujeres agarrarse a lo único, de toda una serie de halagos, que puede considerar un insulto y sentirse ofendida.

—¡También es muy típico de un hombre decir un halago de tal forma que cualquier mujer con un mínimo de orgullo se tomaría como un insulto!

—Señorita Gibson, acabo de alabar su cutis, sus ojos y sus dientes y le he dicho que con una actitud adecuada podría deslumbrar a un hombre influenciable y usted se agarra al único defecto que no puede negar que tiene.

Estaba acercándose a la puerta de salida por segunda vez.

—Lléveme a casa. Le exijo que me lleve a casa ahora mismo y que no vuelva a visitarme jamás.

Lord Deben la miró con incredulidad. Las mujeres lo perseguían, lo adulaban, lo miraban soñadoramente en los salones de baile y le deslizaban notas para indicarle dónde podría encontrarlas si quería deleitarse con sus encantos. Incluso, se abalanzaban sobre él en una terraza para intentar obligarlo a que se casara con ellas. No decían que era desagradable ni le exigían que las llevara a casa. Naturalmente, pasó de largo la puerta y empezó la tercera vuelta.

—El paseo terminará cuando yo decida que termine —le comunicó él tajantemente—. Además, si quiero visitarla, ¿quién me lo impedirá? ¿Su tía? No lo hará.

Ella no podía creerse lo que estaba oyendo. Al principio del paseo le había dicho que no pensaba desperdiciar más tiempo del que fuese estrictamente necesario.

—Es abominable. No desea alargar el paseo más que yo. Tampoco me creo que quiera visitarme otra vez. Solo quiere demostrar quién manda. Es… es intimidante.

—Alguien intimidante, por definición, quiere oprimir a alguien más débil. Yo no la he oprimido. Es más, todo lo que he hecho ha sido por su bien y cuanto más tiempo paso con usted, más convencido estoy de que necesita a alguien que la vigile. No parece tener el más mínimo instinto de conservación. Dice todo lo que se le pasa por la cabeza sin pensar en las consecuencias y se mete en situaciones que no entiende con una ingenuidad asombrosa.

—Solo me ha visto actuar impulsivamente una vez y, créame, lamento haberme metido… —ella vaciló, pero levantó la barbilla y lo miró desafiantemente—. No, la verdad es que no lo lamento. No aprecio a la señorita Waverly y creo que nunca la apreciaré, pero no habría podido vivir con la conciencia tranquila si usted le hubiese arruinado la vida cuando había presenciado todo lo ocurrido y habría podido evitarlo si hubiese actuado.

—¿Qué…?

—Creo que me ha oído, pero se lo diré más claro. Reconozco que actué de una forma que a usted puede parecerle ingenua e irreflexiva, pero, al menos, lo que hice aquella noche fue para bien.

—Caray, parece una… una especie de puritana. Como si la hubiesen criado para que creyera en un anticuado código de comportamiento que desapareció con la restauración de la monarquía.

—Me criaron para que dijera la verdad y apreciara la rectitud y el sentido del honor —replicó ella—. Eso no tiene nada de raro.

Él se rio con pesadumbre.

—Solo demuestra lo ingenua que es y que necesita mucho que la protejan. He vivido mucho más que usted y me he movido en círculos mucho más amplios y hasta el momento no había conocido a nadie que pusiera esos principios por encima del interés propio. Si no fuese porque ha sacado a la luz lo que siente por la señorita Waverly y ha dicho que tiene garras, me lavaría las manos. Si hay algo que no soporto es la hipocresía santurrona.

—¡No soy ni hipócrita ni santurrona! Yo…

—Muy bien —la interrumpió él—. La absuelvo de ese pecado —él se rio con amargura—. ¿Quién soy yo para absolver de un pecado? Según alguien que se considera a sí mismo una autoridad en la materia, soy el pecador más putrefacto de esta generación.

—¿Lo es? —ella se sonrojó por haber tenido la temeridad de preguntárselo e intentó disimularlo—. Quiero decir… Me extraña que alguien se haya atrevido a decirlo.

—Un vicario suele creer que el púlpito le da cierta autoridad y como el vicario en cuestión además es mi hermano, no tuvo reparos en sermonearme en público para que cambiara.

¿Para que cambiara? Ella frunció el ceño.

—Si tiene la costumbre de… sermonearle, ¿por qué va a la iglesia donde predica?

—Por la absurda creencia de que mi presencia en su primera comparecencia en la parroquia podía cerrar la brecha que hay entre nosotros.

Sin embargo, solo comprobó que la semilla de odio que había plantado su padre durante su infancia había arraigado tan profundamente que ni el teórico cristianismo de su hermano podía hacer que olvidara y perdonara. El rostro de Will estaba desencajado mientras moralizaba sobre los pecados de la fornicación y el adulterio para rematar, con toda la maldad que pudo, diciendo que los mansos heredarían la tierra. Eso era posible, pero lo que Will nunca heredaría, aunque ya tuviera un hijo con su esposa, sería ni un centímetro de las posesiones de su padre.

Las posesiones de su padre… Él siempre había sabido que tendría que casarse y tener un heredero, pero la renuencia a terminar atado a una mujer como su madre, a tener una relación como la que habían tenido sus padres, había hecho que no tuviera prisa.

¡Aquella mujer! Habría podido tener verdaderos hermanos si ella hubiese tenido el más mínimo sentido de la rectitud. Si ella hubiese defendido a alguno de sus hijos de la maldad de su padre, ahora podrían tolerarse los unos a los otros. Sin embargo, la rama de olivo que le tendió a Will cuando fue a respaldarlo a su nueva parroquia se volvió contra él y sirvió para lo fustigara.

Si Will quería guerra, la tendría. En aquel momento decidió que tenía que dejar a un lado su aversión por las mujeres en general y por las esposas en concreto, que solo necesitaba un hijo varón legítimo y que fuese indiscutiblemente suyo.

Henrietta compadeció a lord Deben. Evidentemente, su hermano le había hecho daño al denunciarlo desde el púlpito, aunque él no lo reconocería nunca. Sin embargo, eso explicaba por qué había azuzado a los caballos y los llevaba a una velocidad endiablada. Se agarró con fuerza cuando metió el carruaje por un hueco tan pequeño que estuvo segura de que las ruedas se engancharían con las de alguno de los otros carruajes. Cuando pasó y volvió a azuzar a los caballos para que fuesen más deprisa, se mordió el labio inferior y quiso pedirle que tuviera cuidado. Sin embargo, ya la había acusado de varios defectos y no iba a darle la ocasión de que añadiera el de la cobardía femenina y así darle otro motivo para burlarse de ella.

Además, los hombres necesitaban alguna manera de dar rienda suelta a sus sentimientos ya que no iban a llorar a un sitio tranquilo y silencioso. Lo había visto muchas veces con sus hermanos. Salían a disparar o se peleaban o montaban a caballo a una velocidad de vértigo.

—Puede lavarse las manos y olvidarse de mí con total tranquilidad de conciencia —aseguró ella mientras se agarraba con más fuerza al asiento—. No me debe nada.

—Se equivoca, señorita Gibson le debo más de lo que puede imaginarse.

Su búsqueda de una esposa se habría frustrado si el escándalo de la señorita Waverly hubiese salido adelante. Bueno, estaba seguro de que habría otras mujeres dispuestas a pasar por alto lo que habrían considerado una falta de caballerosidad, pero su encuentro con la señorita Waverly le había enseñado que prefería pegarse un tiro en la pierna antes que acabar con una de ellas.

—Por eso he decidido ayudarla —añadió él con una sonrisa que le dio una aspecto despiadado.

—No sé si me gusta cómo suena eso —replicó ella estremeciéndose.

A juzgar por su expresión, la ayuda que estaba dispuesto a ofrecerle no parecía nada altruista. Ya le había dicho que no le importaba lo que los demás pensaran o dijeran de él. Por eso, si estaba pensando en algo, no era porque quisiera ayudarla de verdad, sino porque le beneficiaba de alguna manera.

—Vamos, no quiere arrebatarle su pretendiente a la señorita Waverly.

—No especialmente.

No pensaba decirle que, en realidad, Richard nunca había sido su pretendiente, pero ya no iba a seguir intentando que se fijara en ella. Solo había conseguido sentirse humillada.

—Aunque eso fuese verdad —comentó él en tono burlón y sin dejar de mirar a los caballos—, creo que le divertiría bajarle los humos a la señorita Waverly. A mí me encantaría. No soporto que la gente crea que puede manipularme.

¡Lo sabía! No tenía nada que ver con protegerla o ayudarla. Estaba intentando utilizarla para vengarse de la señorita Waverly.

—Yo tampoco.

No pensaba permitirle que la utilizara o que la mezclara en alguna de sus maniobras.

—Muy bien. Entonces, comentemos lo que hay que hacer.

—No lo entiende, yo…

—Para empezar —la interrumpió él—, no creo que sea algo tan desesperado como usted parece pensar.

Asombrosamente, su estado de ánimo sombrío parecía haberse disipado. Estaba sonriendo y los caballos trotaban tranquilamente, aunque la sonrisa era tan despiadada que ella sintió un escalofrío. ¿Cómo había llegado a creer la señorita Waverly que se saldría con la suya? Era aterradoramente peligroso.

—Evidentemente, la señorita Waverly no lo quiere para nada o no se habría fijado en mí. Es posible que se diese cuenta de que ni era tan rico ni estaba tan bien relacionado como ella había supuesto.

Henrietta no creía que hubiese sido algo tan calculado. Sencillamente, creía que la señorita Waverly quería conquistar a cualquier hombre guapo que se le cruzara en el camino y Richard era increíblemente guapo. Mucho más que lord Deben, quien tenía unas facciones que siempre estaban deformadas por una sonrisa despectiva o por algún demonio interior que hacía que corriera esos riesgos con su carruaje y la pasajera que llevaba dentro. Lo miró fugazmente y pensó que era una lástima, que si no pareciera tan enojado siempre, podría ser muy atractivo. Tenía unos labios carnosos y sensuales, unos ojos lánguidos y un cuerpo musculoso.

—Esa es la mitad de la batalla —ella pudo imaginárselo encabezando una carga de la caballería ligera—. La otra mitad es demostrar que es muy superior a la señorita Waverly en todos los sentidos, que es una mujer a la que merece la pena perseguirse.

Ella no pudo evitar el resoplar. Richard no la perseguiría jamás. Ella era quien lo había perseguido hasta el momento.

—Vamos, señorita Gibson —siguió él al oírla resoplar—, ¿acaso no tiene orgullo? ¿No le gustaría que él se diese cuenta de su error?

—Tengo mucho orgullo —el problema era que se lo habían vapuleado—. Precisamente por eso no haré nada para intentar que él cambie de opinión.

—Por lo menos, ya no niega que haya un admirador, que la señorita Waverly lo obnubiló y que usted se escondió detrás de los maceteros para llorar.

¡La había enredado! Había hablado de tal manera sobre cosas que ella quería mantener para sí misma que las había confirmado todas sin darse cuenta.

—¿Está satisfecho? Ya me ha sonsacado todos mis secretos.

—Todavía, no —contestó él sin inmutarse, como si no le impresionara la furia de ella—. Sin embargo, le prometo que los dos lo estaremos antes de que haya dado por terminado el asunto.

—Yo… Yo… —ella apretó los puños—. Yo no sé de qué está hablando.

—Es muy sencillo. Si parece que estoy fascinado, otros hombres querrán saber qué he visto en usted. Si aseguro que me parece un diamante de primera calidad, podrá elegir a quien quiera, si es que ya no quiere quedarse con lo que ha rechazado la señorita Waverly…

—¡Por el amor de Dios! Nunca había oído nada tan arrogante.

—No es arrogancia, es que conozco la naturaleza humana. La mayoría de las personas son como corderos que siguen al cabecilla del rebaño. Además, usted es de buena familia y tiene una posición desahogada. Cuando haya aclarado el malentendido sobre su relación con los Ledbetter, tendrá los pretendientes que quiera.

Ella detestaba reconocerlo, pero sabía perfectamente lo que quería decir. Había comprobado muchas veces que un hombre de convicciones firmes podía convencer a los demás para que lo siguieran. También había comprobado que si unos hombres decían que les gustaba algo, los demás decían lo mismo para que no los consideraran unos seres raros. Su estratagema podría dar resultado.

—La verdad es que… —empezó a decir ella sin convicción.

—Está tentada. ¿No le gustaría eclipsar a la señorita Waverly? —preguntó él en un tono seductor—. ¿No le gustaría ser la sensación de la alta sociedad? ¿No le gustaría tener la sala llena de pretendientes?

La sensación de la alta sociedad… Era muy tentador. Richard ya no le interesaba nada, pero le había dicho cosas muy hirientes y, aunque fuese innoble, le encantaría demostrarle que era algo más que una pueblerina, que Londres no era demasiado para ella sino que, al contrario, podía ser una de sus estrellas más refulgentes. ¡No podía imaginarse lo que sentiría con la sociedad de Londres a sus pies!

Lord Deben se movía en los círculos más selectos, no en los secundarios, donde Richard se había introducido con mucho esfuerzo. Era un conde y podía ir a donde quisiera, no era el hijo de un terrateniente que tenía que andar con pies de plomo para que no se rieran de su aspecto. Por un momento, se permitió soñar con que asistía a un festejo resplandeciente y bailaba con toda una serie de condes y marqueses. Además, Richard estaría rechinando los dientes en la puerta porque no le dejarían entrar para decirle cuánto lamentaba haber perdido la ocasión con ella. Tampoco habrían invitado a la señorita Waverly… o, no, mejor aún, sí estaría allí, pero sentada sin que nadie le hiciera caso, como le había pasado a ella una vez…

Era muy tentador. Sabía que lord Deben no lo hacía por ella, sino que lo hacía por sus propios deseos de venganza, pero si le seguía el juego… Entonces, súbitamente, se acordó de que su padre la había dicho que si algo le parecía tentador, no debía hacerlo. Se sintió como Eva alargando la mano para tomar la manzana de la serpiente.

—¡Usted es… es un demonio!

Él se rio.

—¿Porque la tiento para que se deje llevar por una parte de sí misma que no quiere reconocer que tiene?

Otra vez esa maldita palabra.

—Sí —susurró ella avergonzada de tener que reconocerlo.

—Pero lo hará.

La visión que le había presentado él se difuminó y tomó una forma distinta. Las caras de las personas eran arrogantes y despiadadas y ella, al darle la espalda a Richard o al vengarse de la señorita Waverly, se convertía en alguien tan despiadado como ellas. No quería convertirse en una persona así. Se puso muy recta y levantó la barbilla. No se convertiría en alguien así.

—No —replicó ella tajantemente—. No estaría bien.

—¿Está rechazando mi oferta?

—Puede estar seguro.

Era una desagradecida. Nunca se había esforzado tanto por nadie ni le había dedicado tanto tiempo. Era como Will otra vez. Rechazaba la mano que le había tendido y le escupía a la cara.

—Entonces, tendrá que apechugar —comentó él con el rostro inexpresivo.

—¿Qué quiere decir?

Ella lo miró con el ceño fruncido y las ridículas plumas oscilando por el viento. Ella, realmente, no lo sabía. Toda la sociedad estaría llamando a su puerta durante las próximas semanas lo quisiera o no. No podría hacer nada para evitarlo. Todo el mundo lo había visto dar tres vueltas al parque en animada conversación con una desconocida. Se había ocupado de no saludar a nadie y eso despertaría más todavía la curiosidad de la gente. ¿Por qué alguien famoso por deleitarse con la belleza femenina había dedicado tanta atención a una mujer tan anodina y con una vestimenta tan vulgar? Querrían saber quién era ella y de dónde había salido. No la dejarían en paz hasta que le hubieran sonsacado todos sus secretos. Pronto lamentaría haber rechazado su oferta de convertirla en una reina de la sociedad. Entonces, esa orgullosa puritana se arrastraría hasta él.

—Ya lo descubrirá y entonces no se olvide de que le ofrecí mi protección.

Cuando llegaron otra vez a la puerta de salida, él la cruzó y giró para entrar en la calle Oxford.

Ella podía darse cuenta de que lo había ofendido al rechazarlo, pero, después de haber estado dos veces con él, estaba segura de que lo mejor sería no volver a verse. Era demasiado déspota, demasiado inteligente y tentador, demasiado mundano, ¡Era demasiado!

Se olvidó del salón de baile lleno de nobles deseosos de bailar con ella. Volvía a casa con sus queridos tíos y con el señor y la señora Crimmer. Volvía al mundo de las parodias en el Covent Garden, de las cenas en casas de empresarios y de bailes donde podría bailar con los hijos de concejales y comerciantes.

Cuando volviera a Much Wakering, podría hacerlo con la conciencia tranquila.

 

 

 

Lord Deben permaneció en silencio y con expresión de disgusto durante todo el camino a Bloomsbury. Sin embargo, cuando se bajó al llegar a casa de su tía, él, ante su sorpresa, también se bajó de un salto y la alcanzó antes de que llegara al primer escalón.

—Señorita Gibson —la llamó él en tono cortante.

Ella dejó escapar un suspiro. ¿Qué querría?

—Es usted una necia —aseguró él mirando alrededor como si no quisiera estar allí—. No sabe lo que hace al rechazar mi oferta de ayudarla, pero, aunque me ha enojado mucho, no puedo dejar las cosas así entre nosotros.

No le importaría que pagara su falta de delicadeza dejándola a merced de los cotillas, pero tampoco quería destrozarla. Era muy ingenua e… inexperta al creer en la bondad y la rectitud, al decir la verdad y abochornar al demonio. Le tomó una mano y la miró a los ojos. Por primera vez, sus expresión no era ni burlona ni despectiva, sino seria.

—Acudió en mi ayuda aquella noche en la terraza de la señorita Twining aunque no la necesitaba. No puedo dar la espalda a un gesto tan irreflexivo y cortés —añadió él con perplejidad.

Durante el camino a Bloomsbury se había dado cuenta de que la mitad de su enojo se debía a que ella no captara que era muy excepcional que quisiera hacer un esfuerzo por alguien. En cuanto a la otra mitad…

—Creo que, en cierto sentido, nos parecemos mucho —siguió él—. Usted tiene mucho orgullo y por eso se escondió a llorar detrás de los maceteros en vez de ir corriendo con su tía. Por eso rechazó mi oferta de ayudarla en vez de reconocer que la necesita.

Ya estaba dando por supuesto otra vez que lo sabía todo de ella y lo más enojoso de todo era que se acercaba mucho a la verdad.

—No sea demasiado orgullosa y acuda a mí si alguna vez lo necesita —concluyó él con una sonrisa compasiva e irritante.

—Estoy segura de que no lo necesitaré.

—Si lo necesita, podrá contar conmigo. Recuérdelo.

—Entonces, gracias, milord —ella retiró la mano e inclinó la cabeza agitando las plumas de avestruz—. Buenos días.

Se dio la vuelta y subió los escalones de la puerta como si la persiguiera el mismísimo demonio. Él frunció el ceño. Efectivamente, eso era lo que pensaba ella. Quizá fuese preferible que se mantuvieran alejados. Procedían de mundos muy distintos. Si ella entraba en el de él, perdería su maravillosa inocencia, esa creencia algo infantil en el bien y el mal. Se montó en el carruaje y se puso en marcha.

Seguramente, la mejor manera de protegerla sería mantenerse alejado de ella. Pensándolo bien, quizá no debería haberla expuesto a las conjeturas de la gente. Sin embargo, ya estaba hecho y no podía hacer nada para contener a la jauría de sabuesos que la perseguiría por el placer de hacerlo. Había dicho que se mantendría alejado de ella y lo haría, pero eso no quería decir que no pudiera ejercer su influencia con discreción. Había muchas maneras de protegerla sin necesidad de que hubiera un contacto directo. Sonrió diabólicamente mientras empezaba a trazar sus planes. ¿Cuánto tardaría en darse cuenta de que era él quien manejaba los hilos entre bambalinas y en acudir a agradecérselo?

Se rio. Era muy poco probable que hiciera algo así. Conociéndola, lo más probable era que fuese con las plumas agitándose por la indignación y que le exigiera que la dejase en paz.

En cualquier caso, habría conseguido que la próxima vez fuese ella quien acudiera a él y, por algún motivo que no quiso analizar detenidamente, eso era lo que importaba.