Doce

HENRIETTA no fue al baile de máscaras de lady Carelyon. Lord Deben había desaparecido y ella no tuvo ningún motivo para ir.

Al principio, mucha gente dijo que seguramente se habría retirado a alguna de sus posesiones para lamerse las heridas en privado, aunque otros mantenían que eso era ridículo, que esa insignificancia huesuda no le importaría tanto, que lo más probable era que se hubiese ido a las carreras.

Cuando no volvió a la ciudad con los demás asistentes a las carreras, los rumores empezaron a ser más imaginativos. Quizá se hubiese fugado con la señora Yardley, una atractiva viuda que estaba pasando una situación apurada y que llevaba dos años rechazando contundentemente la protección de destacados miembros de la aristocracia. Ayudaba el hecho de que ella también hubiese desaparecido al mismo tiempo.

Henrietta se torturó durante tres días pensando que él estaría saciando sus deseos en algún nido de amor discreto con esa viuda elegante y hermosa, hasta que la señora Yardley apareció en el parque con su tía soltera, que era su dama de compañía. Según el hombre que las abordó, las dos se quedaron atónitas cuando se enteraron de que las habían dado por desaparecidas y de que se había sospechado de la señora Yardley. Las dos habían sufrido una pequeña indisposición y no habían salido de casa durante unos días. A juzgar por las narices rojas y los ojos brillantes, informó el hombre, habían tenido un resfriado de verano.

Henrietta se dio cuenta enseguida de que había sido increíblemente ingenua al pensar que lord Deben pagaría las consecuencias de su discusión en público. Como era el hombre, no tenía que explicar a nada. Podía pedir su carruaje y marcharse a una de sus posesiones o irse a las carreras o chasquear los dedos a alguna mujer experimentada y ávida que estaría encantada de satisfacer sus necesidades como ella no podía hacer. Una mujer que lo dejaría absolutamente libre cuando él hubiera acabado con ella. Si no era la señora Yardley, sería cualquier otra.

 

 

 

Cada vez le costaba más fingir que no le importaban los maliciosos comentarios que se susurraban allá adonde iba, aunque se susurraban en un tono lo suficientemente alto como para que pudiera oírlos con toda claridad. Hasta su tía concedió que no era necesario que aceptaran todas y cada una de las invitaciones que les llegaban de quienes Mildred había empezado a llamar «los fatuos y petulantes». Así, Henrietta empezó a alejarse discretamente del círculo en el que se movería lord Deben cuando volviera. Además, y entre otras cosas, no sabía cómo sobrellevaría verlo cuando sabía que había pasado todo ese tiempo con otra mujer, acariciándola como la había acariciado a ella, besándola, enloqueciéndola de deseo y, luego, complaciéndose plenamente en el cuerpo de ella. Si no, ¿qué iba a estar haciendo?

Se lo preguntaba todas las noches en la cama. Todas las noches, el peso de las mantas le recordaba el peso de él en el sofá y la piel le recordaba el camino que habían trazado sus manos. Se acaloraba, se inquietaba y no sabía qué hacer. Se destapaba, pero no servía de nada. Él la perseguía y solo podía culparse a sí misma. Le había advertido que si la besaba, no volvería a ser la misma, que la convertiría en una mujer que conocía su cuerpo. También le había dicho que miraría a los hombres y se preguntaría si sus labios podrían elevarla hasta donde él presumía que podía elevarla. No le consolaba saber que se había equivocado en eso, que solo desearía sus labios.

Algunas veces, cuando podía estar un momento sola, sacaba los tres pañuelos que nunca había sido capaz de devolverle, cerraba los ojos y se los llevaba a los labios, pero no era lo mismo. Eran fríos, sin vida, y después de unas semanas en el fondo del cajón de su ropa interior, ni siquiera conservaban el más mínimo vestigio de su olor viril y único.

Sin embargo, como no quería que nadie sospechara cuánto daño le había hecho lord Deben, cuidaba su aspecto más que nunca. Se ponía polvo de arroz en las ojeras, se ocupaba de que los vestidos le disimularan la pérdida de peso e, incluso, se daba un poco de pintalabios para que no se notara su palidez. Bastante tuvo cuando su tía la acusó de languidecer después del fracaso con Richard. Entonces, al menos, pudo creer que todo mejoraría si volvía a Much Wakering. En ese momento, sabía que sería inútil ir a cualquier sitio. Fuera a donde fuese, sería sin él y seguiría sintiéndose como si estuviera muriéndose lentamente. Además, le había arrebatado la ilusión de vivir en Much Wakering. Siempre se había considera indispensable para la felicidad de su familia. Había dado por supuesto que sus hermanos la amaban tanto como ella los amaba a ellos. Hasta que el escéptico lord Deben le hizo ver que todos habían considerado su presencia como algo natural sin más. No, si tenía que ser desdichada, prefería serlo en Londres, donde, al menos, podía distraerse en el teatro o en exposiciones de arte. Además, su tía y su tío estaban organizando una boda por todo lo alto para Mildred y el señor Crimmer. No quería estropearles su felicidad restregándoles su desdicha por la cara.

 

 

 

Entonces, un día, como una semana después de que la señora Yardley acallara los rumores de que era la última amante de lord Deben, Julia Twining y lady Susan Pettiffer fueron a visitarla. Las recibió con alegría porque habían sido las únicas personas que siempre la habían tratado igual, estuviera relacionada con lord Deben o no.

—He venido para hablarte de mi velada literaria —le comentó Julia después de que hubieran tomado una taza de té y de que lady Susan le hubiese dado un ligero codazo en las costillas—. Tienes que comprar una entrada como aportación para la casa de acogida.

—Lo que quiere decir Julia —intervino lady Susan frunciendo fugazmente el ceño como reproche— es que esperamos fervientemente que asista. Nos hemos dado cuenta de que ya no sale tanto como antes y, en cierto sentido, puedo comprender el motivo. Sin embargo, esto es importante —añadió inclinándose hacia delante.

—Creo que esa noche vamos a cenar con algunos conocidos de trabajo de mi tío.

—No hay ningún motivo para que tenga que ir, ¿no? —preguntó lady Susan con cierto fastidio—. ¿No cree que podría excusarse? Además, podría llegar a tiempo a casa de Julia si le mando un carruaje para que la recoja.

—No creo que mi asistencia vaya a cambiar nada y…

—Claro que sí —le interrumpió lady Susan—. Le necesitamos por Cynthia Lutterworth. Cynthia piensa leernos algunos de sus poemas. Se acuerda de Cynthia, ¿verdad?

Ella añadió la palabra «poetisa» al nombre de Lutterworth y se acordó de una mujer con el pelo alborotado.

—Además, usted, que ha sido víctima de habladurías maliciosas, sabrá lo despiadada e injusta que puede ser la gente —siguió lady Susan—. Algunas personas disfrutarán burlándose de ella solo porque es mujer y sus padres han ganado dinero con el comercio.

—No es justo —insistió Julia—. Ella también está colaborando en obras de beneficencia.

—Pero si su poesía es buena, la gente no podrá burlarse…

Henrietta se calló cuando vio que sus dos amigas se intercambian una mirada demasiado elocuente.

—Bueno, sus versos no son espantosos —comentó Julia.

—No son peores que muchos otros —matizó lady Susan—. Además, si fuese guapa o tuviese un título, la aplaudirían a rabiar —añadió con una sonrisa de desprecio.

Henrietta cambió de opinión sobre lady Susan. Si bien no había sido capaz de tomarle cariño, parecía que lady Susan, una vez que había entablado amistad, era fiel, y eso era muy digno de elogio si se tenía en cuenta los círculos en los que se movía. Podría haberse dejado llevar por la opinión dominante y burlarse también de alguien que no podía defenderse. Sin embargo, había decidido que apreciaba a Cynthia, o a sus poesías, y no temía decirlo.

Además, ¿acaso lady Carelyon no había predicho que necesitaría amigas cundo lord Deben y ella hubiesen terminado? Tener amigas le ayudaría. No soñaba con sincerarse con ellas, pero, al menos, sería un consuelo saber que había algunas personas que querían estar con ella solo porque parecía que la apreciaban.

—Muy bien. Iré y aplaudiré con mucho entusiasmo independientemente de lo espantosos que me parezcan sus versos.

Julia le sonrió con alegría.

—Gracias, será una gran ayuda —dijo lady Susan—. Ya he convencido a lady Twining para que el señor Wythenshawe vaya delante.

Henrietta se preguntó por qué lady Twining había consentido que lady Susan interviniera en el orden de la velada que iba a celebrar en su casa. Sin embargo, también decidió que no había muchas personas capaces de pararle los pies a lady Susan cuando algo se le metía entre ceja y ceja.

—Su poesía es tan atroz que la de Cynthia será un alivio para los asistentes —le explicó lady Susan—. Desgraciadamente, no podemos hacer nada con lord Smedly-Fotherington. Es noble, tiene el pelo largo y rizado y últimamente se viste como un príncipe turco.

—Pero, ¿su poesía es buena?

—¿Qué importa? —preguntó lady Susan con una sonrisa—. Es más Byron que lord Byron.

—Tiene mucho talento —intervino Julia.

—Y es muy vanidoso.

—Prometo que no me dejaré impresionar lo más mínimo —aseguró Henrietta.

Era la primera vez desde hacía bastantes días en la que no se sentía sin valor alguno y sin amigas.

—No le has visto apartarse los rizos de la frente con sus dedos largos y blancos —le avisó Julia.

—No me inmutaré.

—No —corroboró lady Susan con satisfacción—. Si ha conseguido mantenerse firme ante un hombre tan impresionantemente viril como lord Deben, un joven dandi como Smedly-Fotherington no le impresionará lo más mínimo. Te lo dije, Julia, la señorita Gibson tiene personalidad.

 

 

 

Henrietta no había caído en la cuenta, hasta que dos noches más tarde ya estaba entrando por la puerta, de que la lista de invitados sería muy parecida a la del baile de Julia Twining. En realidad, no cayó en la cuenta hasta que vio a Richard con la señorita Waverly del brazo y sonriéndole coquetamente. Se quedó casi paralizada y con una punzada de algo parecido al fastidio por tener que verlos. En lo que a ella se refería, le parecía muy bien que la señorita Waverly estuviera con Richard, pero, desgraciadamente, los buenos modales le impedían no hacerles caso. Richard era de su mismo pueblo y era amigo de su hermano independientemente de lo que le hubiese hecho a ella, aunque no supiese que se lo había hecho. Por eso, cuando pasó a su lado, se detuvo y le hizo una mínima reverencia.

—¿Estás aquí, Hen? Me alegro de verte —la saludó Richard—. Aunque, la verdad, me parece que estás cansada. Londres es un poco excesivo para ti, ¿no? Ya te lo avisé, ¿verdad?

—¿Conoces a la señorita Gibson? —le preguntó la señorita Waverly arqueando una ceja.

—¡Claro! —contestó Richard—. Puede decirse que nos criamos juntos, casi como hermanos.

Henrietta lo miró fijamente. Los hermanos no se besaban debajo del muérdago con tanto entusiasmo, ni despertaban la esperanza de que tuvieran unos sentimientos que no eran nada fraternales.

—¡Por fin la encuentro! —lady Susan se acercó al trío con una expresión muy decidida—. Señorita Gibson, estoy reservándole un asiento al lado del mío, en primera fila. Cuando la señorita Lutterworth se haya subido a la tarima y se haya puesto las gafas para leer, supongo que no podrá vernos, pero al menos podrá intuir algunas caras amigas entre el público. Si nos disculpan… —se despidió con desdén de la señorita Waverly y de Richard.

—Naturalmente, lady Susan —dijo la señorita Waverly.

—No sabía que fueses amiga de lady Susan —dijo Richard casi al mismo tiempo y sin disimular su desconcierto.

Lady Susan les sonrió con una sonrisa que ella ya reconocía como el preludio de una de sus ácidas réplicas.

—Aprecio tanto a la señorita Gibson que le he enviado uno de mis carruajes para cerciorarme de que vendría esta noche. Es muy insólito encontrar a alguien que no disfruta con las maledicencias ni apuñalando por la espalda a sus conocidos —le explicó a Richard mientras miraba elocuentemente a la señorita Waverly.

Henrietta se sintió un poco abrumada por la vehemente defensa de lady Susan.

—No sabía que supiera que la señorita Waverly me detesta tanto —le dijo mientras se alejaban de la pareja.

—No lo disimula. No sé qué ha hecho para sacar de sus casillas a ese ser tan vanidoso, pero me atrevo a pensar que, sea lo que sea, se lo merece.

Eran las dos únicas personas que se dirigían a algún sitio concreto. Las demás iban de un lado a otro saludando a conocidos, tomando las bebidas que pasaban los camareros o, en el caso de los hombres, acercándose a la puerta que comunicaba con la sala de juegos. Sin embargo, también se fijó en que había un grupo de personas que rodeaba a un joven bastante guapo, con rizos sedosos y ropajes de seda.

—Los admiradores de Smedly-Fotherington —murmuró lady Susan al darse cuenta de la dirección de su mirada—. Seguramente, serán quienes más se rían de Cynthia cuando suba a la tarima.

Al fondo de la habitación, hacia donde ellas se dirigían, había cuatro filas de sillas en semicírculo que rodeaban una pequeña plataforma con un atril. Henrietta se sentó en la primera fila y miró por encima del hombro. Estaba segura de que Richard estaría deseando acompañar a los hombres que se escabullían por la puerta. La poesía no le interesaba lo más mínimo y, según lo que le habían comentado, estaba a punto de tener que soportar varias muestras de la peor. Sin embargo, parecía que la señorita Waverly no estaba dispuesta a soltarlo. Abrió el abanico y se lo acercó a la cara para ocultar la sonrisa. Richard estaba a punto de recibir el castigo que se merecía. Seguramente él se había ofrecido para acompañarla a cualquier sitio, pero ella podía haber elegido algún sitio donde también él se lo pasara bien. La señorita Waverly era demasiado egoísta como para importarle si le gustaba la poesía o no. Él solo tenía que representar el papel de admirador entregado, un papel que representaba a la perfección, se dijo a sí misma con sarcasmo.

—¿Está ocupada esta silla?

Dio un respingo y vio a lord Deben delante de ella, que señalaba la silla vacía que tenía a la derecha.

—No —contestó sonrojándose.

Habían pasado casi tres semanas desde la última vez que estuvieron juntos y sin embargo, como había revivido tantas veces aquel encuentro, le parecía como si hubiese sido el día anterior. Le resultaba imposible mirarlo a la cara al recordar lo indecentemente que se había portado. Aun así, quería mirarlo. Estaba tan sedienta de su compañía que quería bebérselo. Sin embargo, como estaban en un sitio público, solo se atrevió a dar pequeños sorbos, a dirigirle algunas miradas mientras se sentaba. Una vez sentado, tenía su muslo tan cerca del de ella que podía sentir su calor. Por un segundo, increíblemente vívido, revivió las sensaciones que tuvo cuando esa misma pierna la sujetaba mientras le desabrochaba el corpiño. Esperó que nadie se diese cuenta de que se le había acelerado el corazón. ¿Tendría las mejillas tan congestionadas como le parecía a ella? Se abanicó con la vana esperanza de aliviar algo el calor que le abrasaba la cara.

—Mi presencia la inquieta —comentó él.

—Si tenemos en cuenta que casi todas las sillas están desocupadas, todo el mundo se preguntará por qué ha elegido esa para sentarse.

—Evidentemente —él pasó un brazo por el respaldo de su silla y se inclinó hacia ella para susurrarle al oído—, no puedo soportar estar lejos de usted ni un minuto más. Aunque he recompuesto mi corazón roto en privado, no puedo dejar de verla. Tengo que volver junto a usted aunque me haya dado una patada.

—Basta —siseó ella.

Su voz se le había filtrado por toda la espina dorsal y le costaba mucho no arquear el cuello para que se lo recorriese con los labios.

—Ya no puedo seguir jugando a eso —siguió ella casi sin aliento—. Le dije…

—No me dijo que no pudiese sentarme a su lado. Si me anima de esa manera, nunca se librará de mí.

—Como si hubiese servido de algo que le hubiese dicho que no quería que se sentara a mi lado. Usted no me habría hecho caso.

—Es verdad, pero usted habría podido levantarse y marcharse sin disimular su indignación por mi atrevimiento. En cambio, me dirige miradas ávidas de reojo.

Se había olvidado de lo bien que la interpretaba sin que dijera ni una palabra. ¿Podía adivinar que estaba teniendo que hacer acopio de toda su concentración para dominar el cuerpo y que quería sentarse en sus rodillas para comérselo a besos mientras también lo abofeteaba por tener esa expresión burlona y gritaba para que dejara de atormentarla?

—Tengo motivos sobrados para estar exactamente donde estoy —replicó ella—, y no tienen nada que ver con usted.

—Se ha empolvado la cara para intentar darse ese color natural que tanto admiro y que parece haber perdido. ¿Significa eso que ha pasado algunas noches en vela desde la última vez que nos vimos? ¿Puedo atreverme a esperar que ha sido porque me ha echado de menos?

—Creo que se atrevería a cualquier cosa.

—Yo sí la he echado de menos. Llegué ayer a la ciudad y me he pasado todo el día indagando dónde podría encontrarla esta noche.

—¿De verdad…? —le preguntó ella mientras el corazón le daba un vuelco.

Ya lo había hecho antes, ya la había buscado cuando creía que no volvería a verlo. Sin embargo, no se atrevía a suponer que lo había hecho porque significara algo para él. Tenía que descubrir por qué quería hablar con ella esa noche antes de que dijera algo estúpido y delator.

Sabía el atractivo que tenía para los hombres y lo más probable era que él quisiera cerciorarse de que ella había renunciado a cualquier pretensión sobre él. Esa idea era tan deprimente que sofocó casi todas las reacciones físicas que se habían adueñado de ella. Sin embargo, era lo más probable. Estuvo tan ansioso para que se marchara de aquel despacho que no le dijo cómo esperaba que sobrellevara los encuentros futuros, si había alguno. Además, estaba tan acostumbrado a que le persiguieran las mujeres que querría cerciorarse de que ella no iba a sacar partido de la intimidad del último encuentro al… al… La verdad era que no sabía cómo podría sacar partido salvo contándole a alguien que se había visto con él en privado y le había dejado… Las reacciones físicas volvieron a adueñarse de ella, todas y cada una. Se abanicó con una mano temblorosa.

—Reconozca que también me ha echado de menos y pregúnteme dónde he estado y qué he hecho. Sintió un nudo en las entrañas. Anhelaba saber dónde había estado cada segundo de los últimos dieciocho días y se había atormentado durante todas la noches imaginándose qué estaría haciendo y con quién.

—Lo que haya hecho no es de mi incumbencia, milord —replicó ella en un tono remilgado.

—Ya —él volvió a dejarse caer contra el respaldo y miró el programa con el ceño fruncido—. Entiendo.

Él retiró el brazo del respaldo de ella, hizo una bola con la hoja impresa y se quedó mirando hacia delante con la mandíbula muy apretada. Fueron unos minutos de un silencio tan tenso que no supo qué hacer, pero tampoco se atrevía a romperlo con alguna frase insustancial, cuando él tenía una expresión tan diabólica. Lo miró por el rabillo del ojo mientras se abanicaba y él alisaba el programa sobre una rodilla para luego empezar a rasgarlo en trozos diminutos.

Después de lo que le pareció una eternidad, aunque no habrían sido más de un par de minutos, lady Twining subió al estrado y dio unas palmadas para intentar llamar la atención de todo el mundo.

—¡Estimados invitados! —todo el mundo se calló—. Estimados invitados y amigos, ¿os importaría ocupar vuestros asientos?

Quienes iban a leer se acercaron inmediatamente y sus admiradores se sentaron en la primera fila o en los extremos de los pasillos que había entre las sillas. Los demás fueron acercándose más despacio. Excepto una persona que se plantó delante de Henrietta.

—Levántate, Hen, y acompáñame —le ordenó Richard—. Voy a llevarte a casa en este instante.

—¿Qué…? ¿Por qué?

—Porque la señorita Waverly acaba de contarme que estás haciendo el ridículo por toda la ciudad con ese canalla —contestó él mirando a lord Deben con el ceño fruncido—. Le prometí a Hubert que te vigilaría. Creía que esas personas con las que estás viviendo lo habrían hecho, pero es evidente que se han deslumbrado por su título o que no conocen su reputación. Sin embargo, yo sí la conozco, Hen, y no voy a tolerarlo.

La mayoría de los invitados ya se habían sentado. Lady Twining miraba con el ceño fruncido la nuca de Richard, aunque a él, como no podía verla, no le afectaba lo más mínimo.

—¿No vas a tolerarlo? —le preguntó ella cerrando al abanico de golpe.

—Efectivamente —contestó Richard agarrándola de la muñeca y levantándola—. Nos marchamos ahora mismo.

—Señor Wythenshawe, ¿le importaría subir al estrado? —le pidió lady Twining en voz muy alta.

Un joven bastante grueso se acercó al atril entre unos leves aplausos.

—Supongo que eso lo decidirá la señorita Gibson —le dijo lord Deben a Richard en ese tono indolente tan típico de él.

—Exactamente —añadió Henrietta.

—El señor Wythenshawe empezará la velada con la lectura de su última obra, Sylvia a la luz de la luna —anunció lady Twining mirando con el ceño fruncido a Henrietta también.

Henrietta, entre unos corteses aplausos, intentó soltarse de Richard, pero no pudo.

—Suéltame, Richard, estás haciéndome daño.

—Eso es algo que yo no puedo tolerar —intervino lord Deben levantándose lentamente.

El poeta grueso puso una hoja de papel en el atril y se aclaró la garganta sonoramente.

Richard soltó a Henrietta, pero para enfrentarse a lord Deben.

—¿Qué es lo que no puede tolerar? No tiene ninguna autoridad sobre mí, milord.

—Tengo el derecho a intervenir que tiene cualquier caballero cuando ve que están maltratando a una mujer.

—¡Escucha! —exclamó el poeta mirándolos con rabia.

—¿Maltratándola? Qué tontería replicó Richard—. Estoy haciendo todo lo contrario. Estoy rescatándola, como haría cualquiera de sus hermanos si supiera la compañía que tiene. Nos conocemos desde hace tanto tiempo que una pequeña disputa como esa no quiere decir nada.

Lord Deben arqueó una ceja con desdén.

—Es posible que la conozca desde que nació, pero eso no significa que pueda tomarse ninguna libertad con ella.

—Usted sabe muy bien lo que es tomarse libertades, ¿verdad?

—Richard, baja la voz. Todo el mundo está mirándonos —le pidió Henrietta en un susurro.

Nadie estaba prestando la más mínima atención al poeta. Les interesaba mucho más el drama que estaba representándose en la primera fila.

—Además, no deberías hacer caso de las habladurías.

—Sobre todo, si proceden de la arpía enredadora que ha estado vertiendo su veneno en sus oídos —añadió lord Deben.

Richard abrió y cerró la boca varias veces mientras intentaba decidir si seguía con la discusión de antes o pasaba a defender a la señorita Waverly. El señor Wythenshawe, animado por el fugaz cese de las hostilidades, empezó otra vez.

—¡Escucha! El lamento de…

Sin embargo, Richard decidió cuál era su prioridad.

—Naturalmente no me creo nada de ti, Hen. Sé que no te rebajarías a perseguir a un hombre.

Ella se sonrojó porque era exactamente lo que había hecho con él.

—Lo que sí creo… —siguió Richard mirando a lord Deben—…lo que sí creo es que él ha podido llenarte la cabeza de halagos falsos. Lo típico de un libertino. No debería decir algo así, pero… no estás a la altura. No es tu culpa, has estado mucho tiempo recluida.

Henrietta se sintió ofendida porque diera por supuesto que los halagos de lord Deben eran falsos, pero le molestaba más todavía que le hablara como si tuviese cinco años y necesitara una niñera.

—Entonces, ¿crees que estás obligado a rescatarme de él?

—Evidentemente, sí.

Ella vio por el rabillo del ojo que lord Deben sonreía y le fastidió que eso le pareciera divertido. Estaba claro que su misión en la vida era divertirle. Entrecerró los ojos con rabia y descargó toda su impotencia sobre Richard.

—Entonces, ¿dónde has estado desde que llegué si crees que soy tan tonta que no sé defenderme de todos los libertinos y canallas que merodean por los salones de baile de Londres?

—Un hombre tiene… un hombre… —Richard miró con remordimiento hacia la señorita Waverly—. Eso no es de tu incumbencia. Lo que importa es que resulta que sé que es muy peligroso que un hombre como este coquetee contigo. Puedo entender que te haya engatusado, pero no puede seguir haciéndolo ni un minuto más.

Ella levantó la barbilla y vio que lord Deben sonreía con satisfacción. A pesar de que nunca había estado tan cerca de odiar a alguien, no dejó de mirar a Richard.

—Coquetearé con quien quiera —replicó ella mientras lord Deben esbozaba una sonrisa triunfal—, como haces tú.

Richard parpadeó y se quedó con la boca abierta. Momento que aprovechó Wythenshawe.

—Que retumba sobre la hierba a la luz de la luna…

Entonces, Richard también entrecerró los ojos y la miró fijamente.

—Has intentado ponerme celoso y no me había enterado hasta esta noche… —Richard se rio.

El comentario borró la sonrisa de lord Deben. Fue como si se hubiese dado cuenta de que era el hombre por el que había estado llorando la noche que se conocieron y en ese momento, por la arrogante suposición de Richard, creyera que había estado utilizándolo. No le extrañó su gesto de furia.

—No he intentado ponerte celoso —replicó ella airadamente, tanto por lord Deben como para bajarle los humos a Richard—. No he pensado ni un segundo en ti desde hace semanas.

¿Cómo iba a pensar en él si estaba obsesionada con lord Deben?

—Naturalmente… —Richard sonrió—. También te habrás divertido mucho mientras intentabas ponerme celoso. No hablaremos más del asunto si ahora te vienes conmigo. Solo estaba con la señorita Waverly porque era lo había que hacer. En cuanto a lo demás… No estoy enfadado contigo. Puedo imaginarme cómo te ha engañado. Al fin y al cabo, una chica como tú no está acostumbrada a las atenciones de los hombres.

—¿Una chica como yo? ¿Puede saberse qué quieres decir con eso, Richard? —preguntó Henrietta en un tono peligrosamente cortés.

—Tú… Bueno, tú… —Richard balbució antes de callarse.

Wythenshawe lo aprovechó para gritar los siguientes versos.

—Yaciendo en vela Pensando en la incomparable Sylvia…

—No eres una chica voluble. Eso quería decir —siguió Richard—. Además, tus hermanos se ocuparon de que no te trataras con los hombres equivocados, los hombres como él —añadió mirando a lord Deben con el ceño fruncido—. Los hombres que roban el corazón de una chica por diversión y luego lo dejan tirado cuando están seguros de su conquista.

Richard la miró a los ojos con la preocupación que ella soñó ver hacía unas semanas. Sin embargo, enseguida la sacó de su error.

—Entiéndelo, Hen. No puede llegar a ninguna parte. Los hombres como él no se casan con chicas de campo que… seamos sinceros, que tienen una cara tan normal y corriente.

Eso no era ninguna novedad para ella. Siempre había sabido que lord Deben no se casaría con ella. Sin embargo, que alguien se lo dijera en una habitación llena de gente para que todo el mundo pudiera oírlo era lo más desagradable que le habían hecho en toda su vida. Oyó la risa disimulada de alguien y supuso que era de la señorita Waverly. Se quedó tan machacada que, por un momento, no supo qué hacer. ¿Qué hacía una chica cuando acababan de humillarla en público? ¿Se marchaba con la cabeza muy alta o se desmayaba? Sin embargo, lord Deben le ahorró que tuviera que hacer una de las dos cosas. Sacó otro pañuelo de la levita, lo extendió en el suelo, se arrodilló encima, con una rodilla, y se llevó una mano al corazón.

—Señorita Gibson, si pudiera robarle el corazón, me consideraría el hombre más afortunado de Londres porque el mío solo late por usted.

Todo el público contuvo el aliento y se quedó boquiabierto. Wythenshawe agarró las hojas con un grito sofocado y se bajó apresuradamente del estrado. Henrietta quiso llorar. ¿Lord Deben estaba burlándose de ella? Nunca se había imaginado que pudiese ser tan inhumano. Sin embargo, cuando lo miró a la cara no vio el más mínimo rastro de burla. Nunca lo había visto tan serio. Sintió un nudo en la garganta. Eso debía de ser lo que él entendía por acudir en su rescate. Había visto que Richard la había humillado en público y estaba intentando mitigar el daño al negar que no le pareciera atractiva. Era muy amable, pero ¿de qué podía servir?

—Es el colmo —intervino Richard—. No le hagas caso, Hen, no lo dice de verdad. Estoy seguro de que es una apuesta.

—¿Cómo puedes decir eso? ¿Por qué no iba a querer casarse conmigo?

—Bueno, Hen, no tienes nada de malo, pero…

—Como verme de rodillas diciéndole que mi corazón le pertenece no es lo suficientemente claro —le interrumpió lord Deben—, permítame que aclare cualquier duda y se lo diré con unas palabras que este… paleto pueda entender. Señorita Gibson, ¿me haría el inmenso honor de casarse conmigo?

Por un instante, todo le pareció irreal. Sin embargo, se dio cuenta de que todos los hombres estaban volviendo de la sala de juegos y oyó a Richard como si hablara desde muy lejos.

—No puede casarse con usted porque va a casarse conmigo.

Esa afirmación la asombró tanto que recuperó el habla.

—¿Cómo te atreves a decir esa mentira, Richard? ¡No estamos prometidos!

—Como si lo estuviéramos. Todo el mundo sabe que vas a casarte conmigo.

—Todo el mundo menos yo. No recuerdo que te hayas arrodillado para decirme que serías el hombre más feliz de Londres si te diera mi corazón.

—Bueno, eso es porque no soy un mamarracho como él. Además, ¿por qué iba a hacerlo? Siempre he sabido que lo que más ambicionabas en el mundo era casarte conmigo. Mira… tengo que reconocer que todavía no estoy… preparado para sentar la cabeza…

—Todavía… Preparado…

No era un consuelo oír que pensaría en casarse con ella cuando estuviese preparado. Había estado tan seguro de ella que se había introducido en el círculo de la señorita Waverly delante de sus narices y dejándoselo muy claro. Gracias a Dios, se había dado cuenta de cómo era. Si se hubiese casado con él, la habría tratado con la misma consideración que a un mueble.

—Sin embargo, sé que cuando esté preparado, no encontraré a nadie mejor que tú —añadió él precipitadamente y sonrojándose—. Vamos… Siempre se ha dado por sobreentendido. Mi padre… Tus hermanos… Además, cuando nos besamos, pensé…

Entonces, aquel beso fue un experimento para comprobar si podía digerir la idea de casarse para complacer a su padre.

—Te marchaste a Londres creyendo que tu futuro estaba asegurado, creyendo que me habías conquistado con ese beso insignificante. Efectivamente, tienes razón al decir que no encontrarás a nadie mejor que yo para casarte, pero yo no puedo decir lo mismo de ti. Lord Deben…

Ella se dio la vuelta, pero Richard la agarró de los hombros y la zarandeó un poco.

—Hen, no hagas nada por resquemor. Reconozco que no te he hecho tanto caso como te habría gustado, pero creía que teníamos toda la vida por delante.

—Ni siquiera tuviste la cortesía mínima de visitarme como un amigo de la familia, por no decir nada del respeto que se merece la mujer con la que pensabas pasar el resto de tu vida.

—Al menos, tampoco fui motivo de habladurías por mi comportamiento, como tú. ¿Qué crees que pensará tu padre cuando vuelvas a casa y compruebe que has estado haciendo el ridículo?

—Si hay alguien que ha hecho el ridículo durante esta Temporada, no he sido yo. Verte corretear detrás de la señorita Waverly como un perrito faldero ha tenido que ser la mayor exhibición de majadería de tu vida. Eso incluye cuando enganchaste aquellas pobres vacas a la calesa de tu padre, que la destrozaron en medio de la calle principal y te tiraron en medio de una boñiga.

—Fue por una apuesta —replicó él—. Y no metas a la señorita Waverly, ella…

—Ella, ¿qué? Vale doce veces más que yo. ¿Era eso lo que ibas a decir?

—No, pero quizá sea verdad. Lord Deben se lo tendría merecido si lo aceptas.

—¿Se… lo tendría… merecido…?

Lord Deben había estado muy callado mientras ellos dos discutían. En realidad, todo el mundo se había quedado muy callado, como si no quisieran que ellos dos se acordaran de que estaban allí. En un momento dado, lady Twining subió a la tarima, abrió y cerró la boca, alargó una mano suplicante y luego se la llevó al pecho. En vez de decir algo, se quedó retorciéndose las manos. Los manuales de etiqueta no decían cómo interrumpir la discusión de dos enamorados que había derivado en que un conde le pidiera matrimonio a la joven, y todo ello en medio de lo que debería ser una lectura de poesía.

Henrietta se zafó de Richard y se volvió hacia lord Deben para comprobar su reacción. ¿Parecía un hombre en el patíbulo? ¿Parecía como si temiera lo que iba a decir ella? No, parecía completamente tranquilo. Hasta que sonrió. Hasta que esbozó una sonrisa indolente como si la retara a que hiciera lo peor.