Tres

¿POR fin había tenido algo parecido a los buenos modales y le había abierto la puerta? No significaba nada salvo, quizá, que estuviese deseando escapar de la presencia de personas que consideraba inferiores. ¿Era un buen conductor? Que pudiese manejarse entre el abundante trasiego de carruajes con una facilidad que parecía no costarle nada, cuando ella sabía que exigía mucha destreza, no hacía que le pareciese mejor.

Casi se alegró cuando él, una vez dentro del parque, fingió una y otra vez no reconocer a las personas que intentaban atraer su atención. Eso le permitió aferrarse al mal humor, que casi se había esfumado por el emocionante y veloz recorrido por las abarrotadas calles.

—No es fácil encontrarla —dijo él cuando ella ya empezaba a preguntarse si iban a estar todo el rato en silencio—. La busqué en casa de los Cardington y de los Lensborough el martes y en la de los Swaffham, Pendleborugh y Bonham anoche. Lamento tener que decirle que hoy no puedo dedicarle mucho tiempo, pero me parece que tenemos que hablar en privado sobre lo que pasó en el baile de esa debutante, de cuyo nombre no puedo acordarme ahora mismo.

Él la miró y le dedicó una sonrisa casi indolente. Ella sintió un cosquilleo en las entrañas. Había algo en su mirada que casi la obligaba a sonreírle también. Algo absurdo porque estaba furiosa con él. Se recordó que no podía acordarse del nombre de la chica de la que ella esperaba ser amiga y que eso era lo que necesitaba para reavivar su rencor.

—El martes por la noche estuve en un baile que celebraban los Mountjoy —le explicó ella—. Son comerciantes de vinos y supongo que no los conocerá. Anoche fui al teatro con casi todas las personas que hoy estaban sentadas en la sala.

—Mountjoy… —dijo él pensativamente—. Creo que los conozco. Me parece que aprovisionan la bodega de mi casa.

—No me extrañaría. Presumen de ser los proveedores de algunos de los más renombrados integrantes de la alta sociedad, aunque no los invitan a sus casas.

—Ah…

—Además, antes de que me pregunte cómo es posible que acudiera a un acontecimiento tan rutilante como el baile de presentación en sociedad de la señorita Twining, todo se debió a la mediación de mi hermano Hubert, quien sirve en el mismo regimiento que Charlie, el hermano de ella. Charlie le escribió pidiéndole que, si no le importaba, me invitara porque, probablemente, todavía no conocería a nadie.

A él no le había parecido un acontecimiento rutilante. A juzgar por su expresión, le pareció que era una obligación fastidiosa que seguramente cumplía por algún compromiso con la mujer mayor que acompañaba. Aunque para ella había sido una noche que debería haber estado llena de placer. Sin embargo, ninguno de los dos consiguió lo que esperaba.

Cuando él entró, con aire escéptico y aburrido, ella todavía esperaba encontrarse con Richard allí. La señorita Twining debería haberle mandado una invitación porque él también era amigo de su hermano Charlie y ella estaba segura de que iría al menos media hora, para hacer acto de presencia, aunque no se quedase al baile. Había esperado que, al verla elegantemente vestida y peinada, el mejor amigo de su hermano Hubert se hubiese dado cuenta por fin de que había crecido, que la hubiese considerado una mujer, que la hubiese tomado en serio y no como a una de sus compañeras de juego de la infancia a la que podía pasar por alto.

—Si hubiese sabido su situación, la habría visitado antes —comentó él sacándola de su ensimismamiento.

—Sin embargo, ya sabía mi situación. Lady Chigwell se ocupó de informarle de que me consideraba una arribista.

—Di por supuesto que lo decía por rencor. Sobre todo, cuando me informé sobre usted y supe que su origen en mucho más impresionante que el de lady Chigwell. Al fin y al cabo, el título de su marido solo tiene dos generaciones.

—¿Se informó sobre mí…?

—Naturalmente. No quería ir indagando por ahí para que la gente se preguntara por qué quería saber algo de usted. Descubrí que es la señorita Gibson, de la mansión Shoebury, en Much Wakering, y que su padre es sir Henry Gibson, científico, estudioso y miembro de la Royal Society. Naturalmente, di por supuesto que asistiría a los acontecimientos a los que suelen asistir casi todas las debutantes de su edad cuando vienen a la ciudad a la Temporada —él hizo una mueca de fastidio—. Si hubiese sabido que no iba a asistir, yo tampoco habría asistido a ninguno por nada del mundo.

¿Había pasado dos noches yendo a sitios a los que no quería ir solo porque creía que podría encontrársela? Además, ¿estaba obligándolo a pasearse por el parque a la hora más concurrida y con ella vestida de esa forma tan increíblemente vulgar? Por primera vez en varios días, se sentía casi feliz.

—Ha perdido mucho tiempo por mi culpa… —comentó ella con un brillo de satisfacción en los ojos.

—Bueno, no es que haya tenido un flechazo —replicó él en tono cortante—. No vaya a creerse que me interesa por algún motivo… sentimental —añadió él con media sonrisa y mirándola de reojo.

—¡Ni se me ocurriría!

¡Era un mamarracho! ¿Realmente se creía que todas las mujeres de Londres suspiraban por él solo porque la señorita Waverly se le había abalanzado?

—Permítame que le diga que no quiero atraer ese tipo de atención de un hombre tan desagradable y mal educado como usted —siguió ella acaloradamente—. En realidad, no quería salir de paseo con usted en absoluto y no lo habría hecho si no hubiese abochornado a mi tía.

Él apretó los labios carnosos. Nadie, absolutamente nadie, le hablaba así.

—Entonces, tuvo suerte de que no le dejara otra alternativa, ¿no?

—No me lo parece. No veo ningún motivo para que me buscara, investigara mis orígenes y me sacara de mi casa…

—Cuando, evidentemente, estaba disfrutando tanto de la compañía —terminó él con una sonrisa arrogante.

—No tiene nada que ver con la compañía. Ellos son personas encantadoras que, muy amablemente, me han abierto las puertas de sus casas.

Él frunció el ceño. Había descartado la posibilidad de que le hubiese tomado manía en aquella maldita terraza. Había dado por supuesto que estaba furiosa con el mundo porque habían cometido alguna injusticia con ella. Sin embargo, ya no podía atenerse a esa suposición. Según lo que había investigado sobre sus orígenes, los de su padre y los de las personas con las que estaba viviendo, no había ningún motivo para que nadie intentara obligarla a casarse. Todavía no conseguía entender por qué vivía en Bloomsbury con unos comerciantes cuando tenía familiares que podrían haberla introducido en la corte, pero, evidentemente, no sentía animadversión hacia ellos porque no podían presentarla en sociedad. Había dicho que ellos eran unas personas encantadoras y había resaltado tanto el pronombre que él había captado perfectamente que lo excluía de la gente que le gustaba.

En resumen, su primera impresión fue la acertada. No lo apreciaba. Frunció el ceño y, casualmente, miró al cochero de una calesa muy llamativa que se acercaba en dirección contraria. El joven se quedó tan asustado que casi se salió del camino.

—Entonces, solo puedo deducir que sea cual sea el motivo para que todavía parezca al borde del derrumbamiento, está en el baile de la señorita Twining.

Él frunció más el ceño. Estaba acostumbrado a soportar esa animosidad de sus hermanos, pero nunca había alargado una relación con una persona que no lo apreciaba ni era de su familia. Era un embrollo. No iba a olvidarse de su decisión de protegerla contra cualquier maldad de la señorita Waverly, pero había dado por sentado que ella habría recibido su oferta con agradecimiento. Al fin y al cabo, estaba a punto de brindarle un honor muy especial. Nunca en su vida se había tomado tantas molestias por otra persona. La gente solía buscarle a él y si no le aburrían mortalmente, permitía que entraran moderadamente en su círculo mientras descubría los verdaderos motivos para que se hubieran acercado a él.

La miró de soslayo y sin dejar de fruncir el ceño. Seguía con la nariz levantada y marginándolo completamente. Tuvo que contener una ristra de improperios. ¿Podía saberse qué le importaba? No quería que ella lo abrumara con halagos, despreciaba a los aduladores. Quizá fuese que no estaba acostumbrado a tener que esforzarse para que la gente lo apreciara. No sabía cómo hacerlo… Un momento, ¿apreciarlo? ¿Por qué iba a preocuparle que esa mocosa desesperante lo apreciara o no? Nunca le había importado un rábano la opinión de los demás y, desde luego, no iba a importarle la de ella. Una decisión que duró justo hasta que ella lo miró con gesto angustiado y le habló con la voz temblorosa.

—No es verdad, ¿verdad? Por favor, dígame que no parece que estoy al borde del derrumbamiento.

—Bueno, señorita Gibson…

—No voy a derrumbarme —ella se puso muy recta como si hiciera acopio de toda su fuerza de voluntad—. Ni hablar. Solo una necia pusilánime…

Ella se calló bruscamente, como si le pareciera que había hablado demasiado. Él se quedó con las ganas de poder detener el carruaje para abrazarla… para consolarla. Luchaba con tanto coraje para ocultar algún tipo de desengaño amoroso, que sus propias preocupaciones habían dejado de importarle. Aunque, naturalmente, no haría algo así. Entre otras cosas, porque era el menos indicado para consolar a una mujer desengañada. Normalmente, lo acusaban a él de provocar ese desengaño. Además, el único consuelo que había dado a una mujer era del tipo abrasador y sudoroso. Con su reputación, y según lo que sabía de ella, si intentaba rodear con sus brazos a la señorita Gibson, ella interpretaría mal sus intenciones y le daría una bofetada.

—Esto empieza a ser agotador. Me gustaría que dejara de fingir que no sabe por qué la he buscado.

—No tengo ni idea de por qué lo ha hecho. Nunca esperé volver a verlo después de marcharme de aquel espantoso baile. Y menos cuando me enteré de que es conde.

—Dos veces conde si contamos el título irlandés. Muy poca gente lo es…

—Me da igual cuántas veces es conde y de qué países. ¡Solo me gustaría que me hubiese dejado en paz!

—Señorita Gibson… ¿De verdad cree que no iba a aprovechar la primera ocasión que tuviera para agradecerle que saliera tan decididamente en mi auxilio?

—¿Agradecerme…?

¿Se había tomado tantas molestias para darle las gracias? Él observó que se hundía en el asiento y que toda la furia se le disipaba.

—Ah, bueno… —balbució ella.

—Señorita Gibson, se lo agradezco desde el fondo de lo que se supone que es mi corazón. No sería una exageración decir que me salvó de un destino peor que la muerte.

—¿Se refiere a casarse?

—No, jamás. Si usted no hubiese intervenido, me habría limitado a deshacerme de la señorita Waverly y a observar cómo se suicidaba socialmente al intentar manipularme. Nada en el mundo me habría obligado a ceder a sus maquinaciones. Habría preferido pegarme un tiro en la pierna.

—Ah…

Decir que se quedó asombrada sería decir muy poco. Se había criado creyendo que los caballeros seguían ciertos principios. Sin embargo, acababa de reconocer que habría permitido que la señorita Waverly hubiese arruinado su vida sin levantar un dedo para evitarlo.

—¿Ah…? ¿No tiene nada más que decir?

Por algún motivo, acababa de confesarle algo que no le diría a nadie ni en sueños y ella solo decía «ah»…

—No. Yo… creo que ahora entiendo por qué quería hablar conmigo en privado. Ese… tipo de cosas no se… no son las cosas que uno puede decir en una sala llena de gente.

—Efectivamente. Por eso me la llevé de allí tan implacablemente.

Sin embargo, no iba a reconocerle que, en gran medida, la alejó de su familia porque seguía sospechando que podía haber algún motivo perverso para que la hubieran mandado con ellos. Habría parecido que leía novelas góticas en las que unos padrastros despiadados recluían y maltrataban a muchachas indefensas, quienes necesitaban que un hombre osado y heroico, normalmente un noble, descubriera toda la conspiración y las rescatara.

—Había esperado encontrarla en algún acto donde hubiese podido hablar discretamente con usted para agradecérselo.

—Ah…

A ella le encantaría que se le ocurriera algo más inteligente que decir, pero ¿qué podía decir? Nunca había conocido a nadie tan implacable y egoísta. Excepto, quizá, la propia señorita Waverly.

—Siento haber sido tan breve con su respetable familiar y sus invitados, pero esta tarde debería estar preparando un discurso.

—¿Un discurso?

—Sí, para la Cámara de los Lores. En estos momentos hay un debate muy importante y tengo unas opiniones muy firmes. Mi secretario las conoce, naturalmente, pero si le permito una vez que hable por mí, podría llegar a creer que también quiero que influya en mis opiniones. Algo que no haré.

Él frunció el ceño. ¿Por qué estaba justificándose? Nunca se había justificado con nadie. ¿Por qué empezaba en ese momento solo porque ella lo miraba con los ojos entrecerrados?

Henrietta, al ver su ceño fruncido, se sintió avergonzada. Su tía había hablado efusivamente de lo importante que era lord Deben y de lo pasmada que había quedado la gente por lo considerado que fue con ellas cuando tuvieron que llevársela «enferma», pero cuanto más hablaba, más lo detestaba ella. Había pensado que solo era altivo, que los miraba por encima del hombro por su fortuna y su título. Sin embargo, en ese momento se daba cuenta de que realmente era un hombre importante y, seguramente, muy influyente. Además, estaba contándole que se tomaba sus responsabilidades muy en serio. No podía extrañarle que estuviera un poco molesto por tener que estar paseando por el parque a una mujer tan vulgar cuando debería estar concentrado en asuntos de Estado. Además, debería estarle agradecida por su forma de llevar el deseo de darle las gracias. Tampoco quería que nadie oyera nada relacionado con lo que pasó en la terraza… ni con lo que hizo que se marchara de allí.

—Le pido disculpas si he interpretado mal su… comportamiento, pero no debería darle más vueltas. Además, sigo sin entender por qué…

—Si pudiera mantener la boca cerrada durante cinco segundos, quizá pudiera explicárselo.

La firmeza de sus labios indicaba que estaba haciendo un esfuerzo por no perder la paciencia. Hacía unos minutos, ella habría estado encantada de comprobar que estaba desquiciándolo, pero en ese momento, no, porque empezaba a sospechar que lo había juzgado mal y que le había atribuido una serie de defectos que, si era sincera consigo misma, le correspondían a Richard.

Empezó cuando salió a la terraza en el momento en el que ella necesitaba estar sola, se lanzó detrás de los maceteros, se dio un golpe en la rodilla y lo maldijo. Luego, recordó su expresión cuando entró en el baile y decidió que era exactamente igual que Richard. A partir de ese momento, la animadversión hacia él fue aumentando sin pausa, aunque, la verdad, no sabía nada de su forma de ser.

Había llegado el momento de darle la oportunidad de que se explicara. Cerró la boca con todas sus fuerzas y lo miró con los ojos muy abiertos. Los labios de él se relajaron un poco y ella comprendió que había captado su intención de obedecerlo al pie de la letra.

—Esa noche, usted se ganó la enemistad de la señorita Waverly y como había acudido en mi defensa, me sentí obligado a advertírselo. Si ella puede encontrar la manera de hacerle daño, puede estar segura de que lo hará.

—Ah… ¿Eso es todo?

Henrietta, relajada, se dejó caer contra el respaldo de asiento.

—No se tome mi advertencia a la ligera, señorita Gibson. La señorita Waverly es una joven muy atrevida. Ya lo vio con sus propios ojos…

Unos ojos que, ilógicamente, tenían un tono azul brillante. Desde aquella noche, se la había imaginado del color del otoño por su pelo despeinado por el viento y porque su arrebato de genio había limpiado el ambiente en un abrir y cerrar de ojos. Por lo tanto, sus ojos deberían haber sido marrones. Marrones como las castañas. Era típico de ella no coincidir con lo que había dado por supuesto. Cuando pensaba que ya la había encasillado en algo, hacía o decía algo que le obligaba a replanteárselo otra vez. Sin embargo, la señorita Waverly no era así. Las señoritas Waverlys de este mundo eran completamente predecibles.

—Llegará hasta donde haga falta para conseguir lo que se ha propuesto y no me gustaría ver que va contra usted.

—No puede hacerme nada más —replicó ella con pesadumbre.

La señorita Waverly ya le había hecho todo el daño que podía hacerle, aunque no lo supiera.

Henrietta no había estado en el salón de baile diez minutos antes de que viera a Richard. A pesar de que le había advertido que no pensaba acompañarla a ningún baile durante su estancia en Londres, allí estaba maravillosamente vestido. La levita le encajaba a la perfección en los anchos hombros y los pantalones hasta las rodillas y las medias de seda se le ceñían a los muslos y las pantorrillas. Se dio la vuelta, le sonrió y se dirigió hacia ella. El corazón se le desbocó. ¿Había llegado el momento? ¿Le diría que nunca la había visto tan guapa y que por qué había pensado alguna vez que bailar era una pérdida de tiempo y energía, que estaba deseando tomarla entre los brazos y…? Sin embargo, le dijo cuánto le sorprendía verla allí.

—Los Twining están un poco por encima de la posición de tu tía, ¿no? No te desilusiones si nadie te saca a bailar. Aquí, la gente se deja llevar más por las apariencias que en el campo.

—Pero tú sí bailarás conmigo, ¿verdad?

—¿Yo? ¡No sé cómo se te ha ocurrido eso! Es una pérdida de tiempo espantosa.

—Sí, pero le dijiste e Hubert que te ocuparías de mí mientras estuviese en la ciudad.

Él frunció el ceño y se rascó la barbilla.

—Sí, le di mi palabra. Haremos una cosa, te acompañaré durante la cena, pero ahora no puedo quedarme charlando porque unos amigos me esperan en la sala de juego. Te veré luego, en la cena, te lo prometo.

Dicho lo cual, retrocedió tan precipitadamente que se chocó con la señorita Waverly, quien pasaba por allí en ese momento.

—¡Lo siento muchísimo!

Richard dio un salto hacia delante y pisó a Henrietta. Ella no gritó porque le espantaba quejarse y se había llevado muchos golpes de sus hermanos y de los amigos de estos cuando eran pequeños. Más tarde, se arrepintió de no haber organizado más jaleo.

—Espero no haberla asustado, señorita…

La señorita Waverly lo miró de arriba abajo con frialdad.

—Qué torpeza… —siguió él antes de inclinar la cabeza—. Permítame subsanarla y conseguirle una bebida.

No le había ofrecido ninguna bebida a ella. Tenía cosas más importantes que hacer que bailar con ella. Sin embargo, cuando la señorita Waverly le sonrió, él se sonrojó. Cuando ella le tendió una mano, le dijo que claro que lo perdonaba y que le encantaría beber una limonada porque hacía calor, que bailar le daba mucha sed. Él salió corriendo para complacerla. Además, como si eso no hubiese sido suficiente, veinte minutos más tarde, cuando ella estaba sentada con las demás chicas a las que no sacaban a bailar, vio que él acompañaba a la señorita Waverly a la pista de baile con una expresión de admiración embobada. Entonces, se dio cuenta del ridículo que había hecho. Había seguido a Richard a Londres creyendo que se fijaría en ella, había ido a la casa de unas personas desconocidas para ella, se había gastado una pequeña fortuna en modistas, había soportado todo tipo de suplicios en nombre de la belleza femenina… y todo había sido una pérdida de tiempo y dinero. Él, sencillamente, no la veía como una mujer. Sin embargo, le había bastado con mirar a la señorita Waverly para caer rendido a sus pies.

Cuando los vio moverse por la pista, notó que se le rompía el corazón. Al menos, sintió dolor, un dolor verdadero, en la zona donde sabía que latía ese órgano. Los ojos empezaron a escocerle y una dama nunca lloraría en la pista de baile. Sin embargo, no sabía si podría contener las lágrimas si se quedaba mirando a Richard bailar con otra mujer, cuando no se había dignado ni a acompañarla a ningún lado ni a hablar con ella porque tenía que ir a la sala de juego con sus amigos. Aunque, en ese momento, estaba plenamente concentrado en la señorita Waverly.

Rápidamente, antes de que nadie pudiera darse cuenta de su estado, salió del salón de baile aunque no sabía a dónde. Abrió puertas y las cerró con un portazo para intentar sofocar el sonido de la orquesta, cuya melodiosa cadencia parecía burlarse de ella.

Sin saber cómo, acabó en la terraza, aunque todavía podía oír la música que estaban bailando ellos. Se acercó a los ventanales aunque sabía que si miraba adentro, los vería juntos, indiferentes a que ella estuviese allí, mojándose y con frío, con un cristal que separaba el sitio donde quería estar y el verdadero sitio que ocupaba en la vida.

Entonces, cuando se cercioró de que nadie podía verla, dejó que las lágrimas brotaran libremente. Cuando hubiese llorado y se hubiese recompuesto, volvería y actuaría como si no hubiese pasado nada. No quería, por nada del mundo, que nadie supiera que estaba sufriendo por un amor no correspondido. Eso era penoso. Si se hubiese encontrado con una chica llorando porque el hombre de sus sueños estaba bailando con otra chica más guapa, no la habría compadecido, le habría aconsejado que tuviera un poco de orgullo, un poco de entereza, que se secara los ojos y que volviera con la cabeza muy alta para bailar toda la noche como si no hubiese nada que le afectara.

La idea de que estaba traicionando todos sus principios por Richard hizo que llorara más todavía. ¿Cómo podía permitir que él le afectara tanto? Se despreciaba por haber salido corriendo detrás de un hombre, pero, sobre todo, se despreciaba por haber fracasado lamentablemente en ser femenina. No bastaba con ponerse un vestido caro y que le hicieran un peinado. Ella no tenía nada parecido al… hechizo de Mildred o la señorita Twining, por no decir nada de la señorita Waverly.

Entonces, cuando había tocado fondo, él, lord Deben, apareció en la terraza. Comprendió que si había algo peor que ponerse a llorar en el salón de baile, era que un hombre como él la sorprendiera llorando y sola. Antes se había sentido intimidada por su forma de mirar a todo el mundo casi sin disimular su desprecio y no estaba dispuesta a darle un motivo para que la despreciara personalmente cuando menos capaz era de soportarlo.

Aun así, hubo un momento, cuando él levantó la cara para que le cayera la lluvia como si quisiera borrar algo, en el que se preguntó si no estaría sufriendo tanto como ella. Sin embargo, sacó el reloj y se dio la vuelta para que la escasa luz lo iluminara. Eso bastó para que sus implacables rasgos se relajaran. Nunca había visto a un hombre tan hastiado, tan falto de entusiasmo y tan duro. La ligera punzada de compasión que hizo que se preguntara qué pena lo habría llevado allí fuera mientras llovía, se esfumó al instante. Se alegró de que no la hubiera visto. Un hombre así nunca comprendería que hubiera salido a llorar porque tenía el corazón roto. Al contrario, lo más probable era que se hubiese reído.

—Señorita Gibson —dijo él con firmeza en ese momento—. ¿Sería tan amable de prestarme atención?

—Perdóneme —se disculpó ella—. Estaba a miles de kilómetros de distancia.

—Ya me he dado cuenta —gruñó él.

No solo se había dado cuenta, sino que su distracción lo había molestado. Estaba acostumbrado a que todo el mundo atendiera a todas sus palabras, sobre todo, las mujeres.

—Solo puedo suponer que estaba reviviendo lo que le haya hecho la señorita Waverly para que piense que no puede hacerle nada más, pero le aseguro que se equivoca.

—Yo me equivoco y usted, no. Eso es lo que quiere decir, ¿verdad? Además, no dé por supuesto que sabe lo que estaba pensando.

—No era muy difícil. Tiene un rostro muy expresivo. Vi todos los sentimientos reflejados en él. Anhelo, desesperanza, rabia y, entonces, levantó la barbilla con firmeza, lo que me indicó que no va a permitir que ella salga ganando.

—No… no fue eso… —balbució ella.

—Entonces, ¿no le han partido el corazón? ¿No ha decidido que solo una necia pusilánime se derrumbaría?

Ella hizo una mueca de dolor cuando él le devolvió sus propias palabras.

—Es posible que haya hablado demasiado sobre asuntos personales e íntimos, pero eso no le da derecho a burlarse de mí.

—¿Burlarme de usted? —preguntó él mirándola con los ojos entrecerrados.

Parecía molesta e inmediatamente se le pasó el enojo porque no le había prestado atención y estaba pensando en otras cosas.

—En absoluto —siguió él—. Admiró su espíritu de lucha. Si alguien intenta derribarla, usted pelea, ¿verdad? Como cuando salió de detrás de los maceteros y salió en mi defensa porque creyó que tenía las de perder.

Algo que nadie había hecho antes. Aunque ella estaba encogiéndose de hombros como si no hubiese tenido importancia, tampoco había negado que había sentido cierta… solidaridad con él y había querido ayudarlo. Eso hizo que sintiera algo muy raro. En realidad, debería sentirse ofendido porque ella había dado por supuesto que necesitaba la ayuda de alguien, pero no se sentía nada ofendido. Cuando la miraba, y ella no estaba incordiándolo, claro, no podía evitar una sensación de cariño hacia la única persona que había intentado defenderlo desinteresadamente.

—Ahora, cuando me parece que usted tiene las de perder injustamente, pagaré mi deuda, señorita Gibson, y seré su aliado.

Ella parpadeó por el asombro.

—La señorita Waverly intentará hacerle daño si puede —siguió él—. Es de esas personas que no tendrá reparos en emplear sus ventajas sociales para que usted no consiga lo que esperaba conseguir cuando vino a la Temporada de Londres.

Ella dejó escapar una risotada amarga. Él volvió a mirarla con los ojos entrecerrados.

—Usted comentó que ella ya no podía hacerle nada más. ¿Ya se ha vengado de alguna manera? ¡Vaya! Nunca pensé que fuese a actuar tan deprisa.

—No. Usted no lo entiende…

Además, un hombre como él no lo entendería aunque se lo explicara. Habría dicho que iba a ser su aliado, pero también acababa de decirle que se quedaría observando a una mujer cometer un «suicidio social» en vez de ser caballeroso.

—Por favor, acepte que la señorita Waverly no puede hacer nada que no haya hecho ya. Le agradezco su preocupación, pero le aseguro que no hay ningún motivo para que alarguemos esta… excursión.

Estaban acercándose al recodo que había antes de la salida. Antes de empezar el paseo, él había decidido que le concedería al tiempo que tardara en darle las gracias, en avisarla del peligro y en ofrecerle su ayuda. Había calculado que bastaría con dar una vuelta al recorrido. Sin embargo, en vez de dirigir el carruaje hacia la salida, empezó a dar otra vuelta. Sería él quien decidiera cuándo había terminado la excursión, no la insolente, desagradecida e… inescrutable señorita Gibson.