Capítulo 11

Junio, dos años después.

Robin se había quedado dormida. El teléfono la despertó poco después de las diez. Era Don, su compañero de trabajo.

—¿Qué pasa contigo? ¿No íbamos a jugar al tenis esta mañana?

—¡Oh, no! —se sentó en la cama—. No me funcionó el despertador. Oh, Don, lo siento tanto. .

—Vamos a perder la pista —gruñó, disgustado.

Tenía razón en su enfado. Trabajaban juntos y habían descubierto que les encantaba jugar al tenis. Robin nunca antes se había perdido su habitual partido de los sábados. Hasta aquella mañana.

—Lo lamento de verdad, Don. No sé lo que me ha pasado. Supongo que tendremos que olvidarnos del tenis hasta la semana que viene.

—O quizá me busque otra pareja.

—Buena idea. Te veré el lunes.

Robin colgó el teléfono, sintiéndose culpable. Detestaba esa sensación. Durante el último par de años había acumulado suficiente culpa y necesidad de expiación como para alcanzar un permanente estado de gracia.

Casi había destrozado su relación con Cindi. Siempre que veía a sus hermanos se mostraban distantes con ella. La trataban con tanto cuidado y miramiento que solía acabar llorando de frustración. De vez en cuando se daba cuenta de que su madre la miraba con una expresión extraña, como si, de alguna forma, se sintiera decepcionada. Pero nada de aquello podía compararse con la brecha que se había abierto en su relación con su padre. Varias veces había intentado explicarle que simplemente se había sentido disgustada, dolida y furiosa cuando acusó en general a todo el género masculino en su presencia: que no había tenido nada personal contra él. En aquella ocasión su padre le había contestado que la comprendía, que quería que fuera feliz y que no había sido consciente de cómo su propia actitud, y la de sus hermanos, había podido hacerla tan desgraciada.

Pero desde aquel día fue como si una pared se hubiera levantado entre ella y toda la gente a la que amaba. Todo el mundo se había retirado, apartado, permitiéndole respetuosamente que siguiera adelante con su vida. Con su solitaria vida. Por supuesto que había hecho amistades en el trabajo. Durante los últimos años había salido varias veces con compañeros suyos. De hecho, ahora Robin tenía la vida con la que había soñado durante su adolescencia. Era libre. Era independiente. Pero estaba sola. Esa no era en absoluto la despreocupada existencia que había esperado. Y solo ella tenía la culpa.

Cindi y ella habían llegado a una tregua no muy cómoda, principalmente porque Cindi no era una persona rencorosa. Robin se había trasladado a otro apartamento después de su graduación, y Cindi casi de inmediato había encontrado a otra compañera de piso. Una vez conseguida la licenciatura había aceptado un empleo en Chicago, y rara vez pisaba Texas. Cuando lo hacía, las dos salían a comer juntas, pero ya no era lo mismo. Tres semanas atrás Cindi la había llamado para decirle que había aceptado casarse con Roger. Planeaban tener un largo período de compromiso, pero quería que Robin la ayudara a planificar su boda tan pronto como concertaran una cita.

Si no se hubiera comportado como una completa estúpida dos años atrás, en aquel momento estaría casada con Steve Antonelli. En vez de eso había antepuesto su orgullo por encima de todo, expulsándolo para siempre de su vida. Y no podía culparlo por no haber hecho un nuevo intento con ella. Se preguntó si se habría casado. A pesar de lo que le había dicho acerca de la incompatibilidad de su profesión con el matrimonio, había estado muy deseoso de arriesgarse con Robin. Sin duda, a esas alturas ya habría conocido a alguna mujer dispuesta a aceptar su ofrecimiento.

Después de tomar una ducha, fue a la cocina a prepararse un café. Mientras esperaba a que se hiciera, abrió el periódico. En la tercera página de la sección de noticias, leyó un titular que le heló la sangre en las venas. En un tiroteo en Los Angeles habían resultado heridos varios policías.

No se mencionaba ningún nombre. Con tantos agentes de policía trabajando en la ciudad, la posibilidad de que Steve hubiera sido uno de ellos era mínima. Prácticamente remota.

Pero el corazón seguía latiéndole acelerado. La vida era algo tan frágil. Con cuánta rapidez se podía perder a un ser querido.

Ya era hora de que hablara con cada uno de los miembros de su familia para disculparse por su comportamiento. Necesitaba decirles lo mucho que echaba dé menos la cercanía que antaño habían disfrutado, y las ganas que tenía de recuperarla. Quizá admitiendo lo equivocada que había estado podría, de alguna manera, convencerlos de que quería construir una nueva y más sólida relación. Se le llenaban los ojos de lágrimas de solo pensar en todo lo que necesitaba decirles. .

Entonces pensó en Steve. Siempre se lo imaginaba en la isla, en pantalones cortos. . o desnudo del todo. En una ocasión la había llamado cobarde, y ahora podía comprender que había estado en lo cierto. Ella se había quejado de su vida y de sus hermanos como si fuera una chiquilla, cuando él arriesgaba permanentemente su vida prestando un servicio a la ciudad donde vivía. Con la perspectiva que le daba el tiempo transcurrido desde entonces, en ese momento sabía con absoluta certeza que si él no hubiera querido ir voluntariamente a verla a Austin, habría sido completamente imposible que sus hermanos lo hubieran obligado a hacerlo. Nadie le estaba apuntando con una pistola en la cabeza cuando le pidió que se casara con él aquella noche, en la habitación de su hotel.

Qué inconsciente había sido. Fue en aquel preciso instante cuando Robin concibió la idea de marcharse a Los Ángeles de vacaciones. Disponía de la última quincena del mes libre. Todavía no había hecho ningún plan formal. En un principio había pensado en pasar varios días en casa, y quizá bajar luego a la costa.

Nunca había estado en California. ¿Qué tenía de malo tomar la decisión de ir a Los Ángeles?

No lo hacía por Steve, por supuesto. Tal vez ya se había mudado de ciudad, o se habría casado, tendría hijos. . No, iría solamente a ver la ciudad. Y si una vez allí decidía llamarle por teléfono. .

¿a quién podría hacer daño con eso? Antes de que tuviera tiempo para pensárselo más, llamó a su agencia de viajes y reservó el billete de avión. Lo siguiente que hizo fue llamar a sus padres y avisarlos de que tenía intención de ir a verlos.

Tres semanas después.

Robin caminaba por el paseo marítimo de Santa Monica. El tiempo era magnífico, casi de ensueño; soplaba una ligera brisa, pero hacía un sol radiante. Su agencia de viajes le había recomendado un hotel muy bueno, y con un coche alquilado había tenido ya la oportunidad de explorar la cuenca y el valle de la zona. También había visitado los estudios de la Universal y recorrido las calles de Hollywood, pero siempre se había sentido agradecida de volver a Santa Monica todas las tardes, para disfrutar de la vista del mar desde la ventana de su habitación.

Todavía no se había acostumbrado a la cantidad de flores que había por todas partes. Aquella era una fantástica época del año. No le extrañaba que tanta gente hiciera turismo en el Sur de California y se enamorara del clima. Ya llevaba una semana allí. Se había comprado un mapa de la ciudad y en ese momento estaba buscando la dirección que Steve le había dado en su tarjeta.

Aunque. . ¿qué podría decirle después de todo ese tiempo? No necesitaba oírla admitir que se había comportado como una estúpida con él. Y, además, solo habían estado una semana juntos.

Probablemente ni siquiera se acordaría de ella. .

Atravesó el ancho bulevar del paseo marítimo y se internó por una de las calles principales, pasando por delante de tiendas y restaurantes, hasta llegar a un parque con varias canchas de tenis. Pensó que era un estupendo lugar para practicar su deporte preferido. Por supuesto no había traído una raqueta consigo, pero sería divertido observar durante un rato a los que estaban jugando antes de volver al hotel.

Encontró un banco vacío y se sentó. No le preocupaba haber cedido el impulso de viajar a California. Porque era el mismo impulso que la había empujado a visitar a sus padres una semana después de que reservara el billete de avión. Como era habitual, habían organizado una fiesta para celebrarlo, y todos sus hermanos habían acudido. Fue después de la fiesta, cuando ya estaban recogiéndolo todo, cuando Robin les confesó el verdadero motivo de su visita. Y para cuando hubo terminado de decírselo, no había uno solo que no estuviera llorando. En aquel instante, mientras disfrutaba de la caricia del sol de California, Robin sonrió al evocar el enorme alborozo que había seguido a aquella confesión. Como si, verdaderamente y después de dos largos años, hubiera por fin regresado a su hogar.

—Hey, para un poco, ¿quieres? —protestó Ray, al otro lado de la red—. Me estás matando con esos saques.

—¿No eras tú quien se quejaba de que no era un buen contrincante para ti? —sonrió Steve.

—Bueno, ya, pero eso fue antes de que te apuntaras a más clases de tenis. Me has hecho correr como nunca. No sé si mi corazón podrá soportarlo.

—¿Quieres rendirte?

—Jamás —respondió Ray, riendo—. ¡Vamos, sigue!

Estuvieron jugando fuerte durante unos minutos más hasta acabar el set. Steve se encontraba en forma. Durante el último par de años, había mejorado mucho su juego. También había empezado a jugar al golf, que le servía para relajarse si no se lo tomaba demasiado en serio.

Muchos cambios se habían producido durante esos dos últimos años. Aquellas vacaciones en la isla habían servido para despertarlo, para hacer que tomara conciencia. Y había cumplido la promesa que se había hecho a sí mismo de guardar un equilibrio en su vida.

—¿La has visto? —le preguntó Ray cuando se reunió con él junto a la red.

—¿A quién? —inquirió a su vez mientras guardaba su raqueta en la bolsa.

—A la pelirroja que está sentada en ese banco.

—No me interesan las pelirrojas.

—Maldita sea, se va. Vaya, ojalá me hubiera fijado en ella antes.

Steve miró a la mujer, que en aquel instante estaba ya saliendo de la zona de las pistas. Había algo en ella que le resultaba familiar: su manera de andar, la melena que caía sobre sus hombros.

¿Podría ser? No, claro que no. Debía de tratarse de la costumbre que tenía de fijarse especialmente en cada alta y joven pelirroja que veía. .

Alguien gritó, y la mujer se volvió, de manera que quedó frente a Ray y a Steve. Llevaba gafas de sol, pero de inmediato Steve se quedó helado. No podía haber dos mujeres iguales en el mundo.

—Que me aspen. . —murmuró, con las manos en las caderas.

—¿Qué te había dicho? Es espectacular, ¿no te parece?

—Espérame. Ahora vuelvo.

Robin había seguido su camino, pero Steve no tuvo problemas en alcanzarla.

—¿Robin?

Vio que giraba sobre sus talones, mirando a su alrededor, y se acordó de cuando la había visto en el campus de la Universidad de Texas. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? Por un lado tenía la sensación de que apenas había pasado una semana; por otro, toda una vida. Robin se alzó sus gafas de sol y lo miró.

—¿Steve? —pronunció, incrédula.

—Sí, soy yo. Al principio no te reconocí. Eres la última persona a la que esperaba ver en Santa Monica.

Ray se acercó a ellos, corriendo.

—¡No me digas que la conoces! —exclamó, disgustado—. ¡No puedo creer que tengas tanta suerte!

—Ray, te presento a Robin McAlister —se volvió hacia ella—. Ray Cassidy es un gran amigo mío. Solemos jugar al tenis un par de veces por semana, cuando nuestras ocupaciones nos lo permiten —miró a su alrededor—. ¿Has venido sola?

—Sí, yo. . —se ruborizó—, estoy de vacaciones. Hoy es la primera vez que me he decidido a bajar del coche y a recorrer la zona a pie.

Steve intentó no mirarla con tanta fijeza, pero no podía evitarlo. No había cambiado mucho desde la última vez que la vio. Casi se había olvidado de lo hermosa que era.

—¿Cuánto tiempo llevas en California?

—Oh, cerca de una semana. Todavía dispongo de otra antes de regresar a casa.

—¿De dónde eres? —le preguntó Ray—. ¿Necesitas un guía? Yo estaría encantado de enseñarte un montón de locales nocturnos que seguramente no conozcas, si es que estás sola. .

—Soy de Texas —respondió, sonriendo.

—¿Quieres que te lleve de vuelta al hotel? —le propuso Ray, solícito—. Tengo allí el coche y me encantaría. .

—No, gracias —negó con la cabeza, sin dejar de sonreír—. Quiero volver andando para hacer un poco de ejercicio —miró a Steve—. Qué alegría verte de nuevo. ¿Cómo te ha ido durante estos años?

¿Que cómo le había ido? Buena pregunta. «Aparte de que me rompieras el corazón y destrozaras mi orgullo, bien, gracias», respondió para sus adentros.

—No puedo quejarme. Así que estás de vacaciones. ¿Ya no volviste a hacer cruceros, verdad?

Robin se echó a reír, y Steve maldijo en silencio. Detestaba el efecto que aquella mujer ejercía sobre él..

—Creo que con un solo crucero ya me bastó.

—¿Fue así como os conocisteis? —preguntó Ray—. ¿En un crucero? —miró a Steve—. No me dijiste nada.

—Yo no estaba en el crucero —explicó, encogiéndose de hombros—. De eso hace ya mucho tiempo —la miró—. ¿Qué tal están tus hermanos?

—Bastante bien, gracias.

—¿Estás contenta con tu vida? ¿Con tu trabajo?

—Sí.

—Me alegro de oírlo —miró su reloj—. Bueno, me ha encantado volver a verte. Que disfrutes de tu estancia en la soleada California.

—Hey —exclamó de nuevo Ray—, si no tienes ningún plan para esta tarde, quizá podamos salir a cenar por ahí. . —y lanzó una mirada suplicante a su amigo.

«No. No quiero salir a cenar con ella. No quiero pasar más tiempo con esta mujer. Me gusta mi vida tal como está, gracias», se dijo Steve.

—¿Los tres, quieres decir? —inquirió ella, sin poder disimular su confusión.

—Bueno —sonrió Ray—, si Steve tiene otros planes, me encantaría llevarte yo. Los amigos de Steve son los míos. .

A Steve no le importaba que Ray la sacara a cenar. No le importaba nada en absoluto.

—Bueno, lo cierto es que sí tengo otros planes —empezó a decir. Observó la expresión de Ray, pero no pudo adivinar lo que estaba pensando. ¿Cómo había podido olvidarse de lo verdes que eran sus ojos? ¿O de la tersura de su cabello o de su piel? ¿O de. .?—, pero tal vez pueda cambiarlos —

se volvió hacia su amigo—. Llámame después para decirme cómo habéis quedado. Quizá pueda quedar con vosotros en algún restaurante.

Después de despedirse, se marchó. El corazón le latía a tanta velocidad que temió sufrir un ataque cardíaco antes de llegar al coche. ¿Cómo podía estar sucediendo aquello? ¿Qué clase de coincidencia podía haberla atraído hacia la misma pista de tenis donde estaba jugando él? Toda su relación había sido un conglomerado de ridículas circunstancias. Esperaría a tener noticias de Ray. No quería verlos juntos. Un horrible pensamiento lo asaltó: ¿y si Ray sentía por ella algo. .

especial? ¿Y si acababan yéndose juntos? Su mejor amigo podría acabar casado con la mujer con la que. . la mujer con la que. .

Decidió no terminar aquella frase mental. No quería pensar sobre ello.

La única mujer con la que había querido casarse; la única mujer que había querido que fuera la madre de sus hijos; la única mujer que había amado. «Ya está. ¿Satisfecho? Pero no pienso hacer nada al respecto. Ya estoy escarmentado. Prefiero no enamorarme. Es mucho más cómodo», se dijo. «Y más aburrido», añadió una voz interior que procuró ignorar.

El amigo de Steve parecía muy simpático. La hacía reír. Y había insistido en llevarla hasta el hotel para saber dónde tendría que recogerla más tarde.

Para cuando llegaron al hotel, Robin tenía la sensación de que conocía a Ray de toda la vida.

—De acuerdo —le dijo él mientras la ayudaba a salir del coche—. Te veré esta tarde a eso de las siete y media. No puedo creer en la suerte que he tenido de conocerte. Espero que aceptes mis servicios como guía durante el resto de tu estancia.

—Hasta luego, Ray. También yo me alegro de haberte conocido —se volvió y entró en el hotel.

Consiguió llegar a la habitación antes de que le flaquearan las rodillas. ¿Cómo podía ser?, se preguntó, dejándose caer en la cama. ¿Cómo podía haberse encontrado precisamente con Steve Antonelli? ¿Acaso le había mencionado él, cuando estuvieron en la isla, que solía jugar al tenis en Santa Monica? No podía recordarlo. Le había dicho que no vivía lejos de la costa y que tenía intención de pasar más tiempo allí una vez que regresara a casa. Su apartamento estaba localizado en el oeste de Los Angeles, así que no era muy descabellado pensar que Steve pudiera visitar aquella zona. Era posible que, de alguna forma, lo hubiera sabido y hubiera obrado en consecuencia, pero inconscientemente.

En cualquier caso, ahora había quedado a cenar con su amigo Ray. Le gustaba Ray, pero temía que esperara establecer con ella una relación demasiado profunda. Lo último que necesitaba en aquel momento era salir con un amigo de Steve, como una alocada adolescente que, no pudiendo acercarse a su verdadero amor, pretendiera frecuentar su ambiente, la gente que lo rodeaba. .

No le servía de nada recordarse que había habido un tiempo en que bien pudo haber formado parte de su vida. Pero en aquel entonces había estado demasiado obsesionada en su lucha contra sus hermanos para apreciar lo que en realidad significaba Steve para ella.

Se preguntó si debía decirle lo que sentía.

¿Cambiaría eso algo? Incluso aunque los sentimientos de Steve hubieran cambiado. . ¿acaso no quería que él supiera hasta qué punto se arrepentía de su propio comportamiento, de la forma en que había rematado su relación? Dejaría obrar al destino. Tal vez no lo viera aquella noche.

Realmente, Steve no había hecho esfuerzo alguno por averiguar dónde se alojaba, dejándole claro que no tenía demasiado interés en volverla a ver.

La conversación que había mantenido con su familia había tenido éxito. Quizá si hablaba con Steve, si le explicaba todo aquello con lo que había tenido que enfrentarse hacía dos años, quizá. .

No quería pensar en su respuesta, pero el simple hecho de desahogarse podría aliviarla tanto como su reencuentro con su familia. ¿Y no sería ese un maravilloso final para su visita a California?

Robin se mostró cortésmente impresionada cuando entró en el lujoso restaurante, guiada por Ray. Lo oyó decirle al dueño que tenía una mesa reservada para cuatro, lo cual la sorprendió. Si Steve pensaba reunirse con ellos, evidentemente no pensaba hacerlo solo. Una vez que estuvieron sentados y pidieron sus bebidas, le preguntó:

—Antes me olvidé de preguntárselo, pero. . ¿está casado Steve?

—No —Ray se echó a reír—. No tiene ninguna intención de casarse. Ya lo está con su trabajo.

—Sí, cuando nos conocimos ya me comentó sus preocupaciones al respecto. Lo que pasa es que como antes dijiste que seríamos cuatro para cenar. .

—Bueno, cuando esta tarde hablé con él, me dijo que se reuniría con nosotros y que se presentaría con una acompañante. No sé quién será, pero si conoces un poco a Steve, sabrás que las mujeres suelen disputarse sus favores. .

El camarero volvió con sus bebidas, así que Robin se ahorró tener que responder a ese comentario. Afortunadamente. Steve con una cita: el pensamiento la golpeó como si hubiera recibido un puñetazo en el plexo solar, quitándole el aliento. Bueno, tenía curiosidad por saber cómo le había ido, ¿no? Ahora tendría la oportunidad de verlo en su elemento. Quizá después de aquello sería capaz de desterrarlo de su recuerdo. .

—Ah, aquí vienen —dijo Ray, inclinándose para hablarle al oído—. Como es usual en él, en compañía de una joven muy atractiva.

Desde luego que lo era. Tenía una figura pequeña pero exuberante, resaltada por su corto vestido negro de pronunciado escote. Su piel blanca contrastaba con sus ojos oscuros y con su larga melena negra, rizada. Al mirar a Ray, advirtió que la lengua le llegaba hasta el suelo. No podía culparlo. Aquella mujer era impresionante: no había otra palabra que pudiera describirla.

Una vez que llegaron ante su mesa, Steve deslizó con naturalidad un brazo por los hombros de su compañera.

—Tricia, te presento a mi amigo Ray y a Robin, que ha venido de Texas para pasar unos días de vacaciones en California.

—Hola —sonrió Tricia, tomando asiento en la silla que acababa de retirarle Steve.

Robin tenía la sensación de estar viviendo una pesadilla, de la que esperaba despertarse pronto. Intentó participar normalmente en la conversación, pero le resultaba difícil. Lo único que podía hacer era ver cómo Steve trataba a Tricia: de la misma forma en que una vez se había comportado con ella. . Ray, por su parte, también parecía encandilado por sus encantos, lo cual no era de extrañar. Aquella mujer tenía una voz ronca y seductora que atraía a los hombres como un imán. Y lo que era aún peor; aparte de su atractivo exterior, Tricia verdaderamente parecía una buena persona. No se daba aires, sino que parecía absolutamente inconsciente del efecto que suscitaba sobre sus compañeros de mesa.

—Tengo una idea —dijo Ray cuando ya estaban en los postres—. Vamos a un sitio a bailar los cuatro. ¿Qué dices, Steve?

Steve miró a Tricia como pidiéndole en silencio su opinión. La joven esbozó una maliciosa sonrisa y le acarició un hombro.

—A mí me encantaría.

—¿Estás segura? —preguntó, dudoso.

—Completamente —aseveró, riendo—. Me lo estoy pasando maravillosamente bien.

Robin forzó una sonrisa.

—También a mí me gusta la idea —mintió.

No pudo culpar a nadie más que a ella misma de las siguientes infernales horas que pasó viendo bailar a Steve con Tricia. Nunca le había dicho que le gustaba bailar, ni tampoco que poseía un sentido del ritmo y una fluida gracia que le recordó dolorosamente los momentos que habían pasado haciendo el amor. .

Ray tampoco se quedaba atrás. Robin se había mostrado un tanto tímida a la hora de ensayar algunos de los bailes latinos, pero él la había guiado con habilidad, así que no tardó en sentirse muy cómoda. Por muy horrible que fuera aquella pesadilla, llegaría a su fin en algún momento. No tardarían en marcharse. Ray la acompañaría a su hotel, y Steve llevaría a Tricia a su casa. .

—Creo que voy a visitar el tocador antes de marcharme —dijo Tricia cuando volvieron a la mesa después de que la orquesta hiciera un descanso. Miró a Robin—. ¿Me acompañas?

—Sí, claro —respondió Robin, recogiendo su bolso. Siguió a la joven a una elegante sala de espejos y se sentó a su lado. Sacó un cepillo para retocarse el pelo.

—Me he divertido mucho —comentó Tricia después de pintarse los labios—. Me alegro de que hayas podido venir.

—A mí me ha encantado conocerte —repuso Robin, decidida a mostrarse cortés aunque muriese en el intento—. Steve y tú formáis una magnífica pareja en la pista de baile. Estoy impresionada.

—Oh —rió Tricia—, a veces le gusta lucirse, presumir un poco, pero a mí me gusta de todas formas. .

«¿Y quién podría culparte por ello?», le preguntó en silencio Robin.

—Debería sentirme culpable por haber dejado esta noche a Danny con Paul —continuó—, pero cuando Steve me llamó, Paul insistió en que me merecía salir unas horas y divertirme un poco. Se ofreció a quedarse en casa con Danny, diciéndome que no me preocupara por nada. Ese es el problema cuando tienes un niño de dos años y te quedas todo el santo día en casa: que te olvidas de que, fuera de eso, hay otra vida. .

—Perdona —Robin parpadeó sorprendida—, me temo que no comprendo. ¿Tienes un hijo de dos años?

—Sí —asintió Tricia, con los ojos brillantes.

—¿Tuyo y de Steve? —se las arregló para pronunciar, incapaz de evitar el temblor de su voz.

Tricia la miró, evidentemente atónita ante su pregunta. Frunciendo levemente el ceño, inquirió:

—¿Estás de broma? ¿No te dijo Steve quién era yo?

—Bueno, no. Ray solo me dijo que Steve iba a presentarse esta noche con una acompañante. .

—¡Una acompañante! —Tricia soltó una carcajada—. ¡Oh, espera a que se lo cuente a Paul! Se va a morir de risa. Esto es increíble. Yo estoy casada con Paul Anderson, y Steve. . Steve es mi hermano.