Capítulo 4

Steve se detuvo en el pasillo frente a una de las puertas, la abrió y se hizo a un lado.

—Creo que aquí encontrarás todo lo que necesitas —señaló con la cabeza sus pies, magullados por las rocas—. Veo que tienes un profundo arañazo. Voy a buscarte un antiséptico.

—Oh, con todo lo que ha pasado, me había olvidado de mi pie —Robin miró a su alrededor—.

¿Estás seguro de que debo ocupar esta habitación? Parece el dormitorio principal, ¿no?

—No, es una de las habitaciones de invitados. Le diré a Carmela que te consiga algo de ropa.

Steve cerró la puerta y se marchó, conteniendo el deseo de salir corriendo de allí.

Ciertamente no lo molestaba tener compañía durante varios días, pero el último tipo de visitante que necesitaba era una joven estudiante con un rostro y un cuerpo de película y la mirada de una inocente cervatilla. . Si Ray se enteraba de aquello, se moriría de risa. . Encontró a Carmela en la cocina, preparando la cena.

—Qué bien que ya no tenga que pasar tanto tiempo solo —le comentó la mujer, riendo—. Es una chica muy bonita.

—Bueno, ya, eso sí que lo he notado —repuso, y ambos se echaron a reír—. Quería preguntarle si sabe usted si en la casa hay ropa de mujer. Lo único que tiene es lo que lleva en su bolsa, que no es mucho.

—Creo que podré conseguirle algo. Es más alta que la mujer de Ed, pero las dos son igual de delgadas. A ver que encuentro por ahí.

—Gracias.

Después Steve fue al cuarto de baño contiguo a su habitación a buscar el antiséptico. Fingió no advertir que el corazón no le había dejado de latir aceleradamente desde la primera vez que vio a aquella chica. Era tremendamente atractiva. Sus ojos eran lo que más le había impresionado de ella: grandes, de color verde esmeralda, bordeados por largas y negras pestañas, levemente rasgados, con un brillo de inocencia verdaderamente conmovedor. Cuando sonreía, se le formaban hoyuelos en las mejillas. Hasta ese momento no había sonreído mucho, pero Steve comprendía que su situación habría conseguido preocupar hasta al viajero más avezado. Encontraba interesante que no quisiera ponerse en contacto con su familia. Se preguntó por qué. De hecho, había muchas cosas que le intrigaban de ella. E iba a disfrutar con el proceso de conocerla mejor. .

Después de que se hubo marchado Steve, Robin miró a su alrededor y contempló el dormitorio en el que iba a pasar los siguientes días. Una pared tenía ventanales que iban desde el suelo al techo, decorados con plantas tropicales que añadían color y belleza a la habitación. Todavía con la bolsa colgada del hombro, abrió una de las puertas y descubrió un enorme vestidor: desgraciadamente dentro no había más que perchas vacías. Cerró la puerta y abrió la siguiente, que daba a un lujoso cuarto de baño, con una ducha acristalada y una gran bañera con jacuzzi.

Rápidamente sacó su ropa de la bolsa, lamentando la poca que tenía y el mal estado en que se encontraba. Después de quitarse la camiseta, los pantalones cortos y el traje de baño que llevaba debajo, abrió el grifo de la ducha. Descubrió aliviada que en los armarios había frascos de champú y suavizante para el pelo, así como varios tipos de jabón de baño. Provista con tales artículos, se lavó bien el cabello antes de enjabonarse el cuerpo. Para cuando salió de la ducha, envuelta en una enorme toalla, se sentía mucho mejor. Encontró un secador en un estante debajo del lavabo. Esa fue una de las pocas ocasiones en que se alegró de tener el cabello rizado natural. Para cuando terminó de secársela, su melena caía en ondas en torno a su rostro, larga hasta los hombros.

Abrió la puerta y volvió al dormitorio. Carmela debió de haber entrado mientras ella estaba en la ducha, porque había una pila de ropa ordenada sobre la cama, así como un frasco de antiséptico.

Todavía envuelta en la toalla, se sentó para examinarse el tobillo herido: el arañazo ya no sangraba, pero estaba rojo e inflamado. Se aplicó con cuidado el antiséptico, y después se concentró en la ropa. Un caftán le llamó la atención, y se lo puso. Era de tonos dorados y anaranjados, y combinaba muy bien con el color de su pelo. El escote era bajo y la prenda en general le quedaba algo corta para su estatura, pero serviría por el momento. También había algunas camisetas sin mangas y pantalones cortos que supuso le quedarían bien. E incluso un camisón de algodón. Por último se tumbó en la cama, decidida a seguir el consejo de Steve y descansar un poco. En tan solo unos minutos se quedó dormida.

Steve llamó a la puerta poco después. En más de dos horas no había escuchado ningún ruido procedente de aquella habitación. Como no respondía, abrió sigilosamente la puerta y la descubrió dormida en la cama. Parecía una princesa durmiente con aquel vestido tan vaporoso y la hermosa melena derramada sobre la almohada. Su piel parecía tersa como la seda, levemente bronceada por el sol. El hecho de verla así le hizo tomar conciencia de la precaria situación en que se encontraban. Ningún hombre de carne y hueso podría ignorar a una belleza semejante, pero con todo y eso lo que más le atraía de ella era su frescura e inocencia.

—¿Robin?

—¿Mmmm?

—La cena está lista. Pensé que a estas horas ya tendrías hambre.

La joven abrió los ojos y por un instante se lo quedó mirando sorprendida antes de sentarse en la cama.

—¡Oh! Lo siento. Me he quedado dormida.

—No te preocupes. Te veré en el comedor dentro de unos minutos —y salió de la habitación antes de ceder al fuerte impulso de besar a aquella belleza hasta que terminara derritiéndose en sus brazos.

Robin se desperezó, bostezando; si por ella hubiera sido, habría pasado durmiendo el resto de la tarde y noche. Se levantó de la cama, tomó una camisa y un pantalón corto y se metió al cuarto de baño. Buscó en su bolsa y sacó su traje de baño de repuesto, un sencillo bikini: tendría que servirle de ropa interior. Se lo había comprado por impulso, pero luego no se había atrevido a ponérselo en el barco. Después de vestirse, se cepilló el pelo, se pintó los labios y salió del dormitorio.

Vio a Steve en el comedor, encendiendo un par de velas amarillas sobre una mesa pequeña, a tono con los colores dorados de la decoración. Se detuvo en seco, algo asustada por la perspectiva de disfrutar de una cena íntima con un hombre tan atractivo. Llevaba una camiseta blanca sin mangas que acentuaba aún más su tez bronceada, y unos pantalones cortos color caqui que le llegaban hasta medio muslo, revelando sus musculosas piernas.

—Esto parece tan encantador que la verdad es que no sé si aún estoy soñando. . —comentó ella.

Steve alzó la mirada al oír su voz, antes de soplar la cerilla.

—Si esa ropa es prestada, te queda estupendamente.

—Claro que es prestada —respondió, ruborizada—. La que traía yo no está en muy buenas condiciones.

—Si se la das a Carmela, ella te la lavará.

—No quiero molestarla.

—Seguro que ella no opina lo mismo. Vamos —la invitó, sacándole una silla—, siéntate.

Las ventanas del comedor, aireado por un gran ventilador que colgaba del techo, daban a un hermoso patio. Robin miró la mesa, una botella de vino descansaba en un cubo con hielo, con un rico surtido de frutas tropicales artísticamente colocado en una fuente. En el centro, un gran plato de pescado a la parrilla con arroz.

—Vaya —exclamó—. ¿Comes así todos los días?

—La verdad es que sí —sonrió—. Carmela es una maravilla, el secreto mejor guardado de los propietarios de esta casa. Podría ganar una fortuna trabajando de cocinera en los Estados Unidos

—se sentó ante ella y sirvió las copas.

Comieron en silencio durante un rato. Robin no había sido consciente del hambre que tenía hasta que tomó el primer bocado. De vez en cuando lanzaba rápidas miradas a su compañero, admirando su atractivo y tomando notas mentales para el futuro, cuando todo aquello le pareciera algún tipo de fantasía que se hubiera inventado. En cierto momento Steve le comentó:

—Ya que vamos a tener que convivir durante los próximos días, tal vez podríamos empezar a saber algunas cosas el uno del otro, ¿no te parece?

—De acuerdo —sonrió Robin.

—¿Por qué no empiezas tú primero? —rió él, al ver que no añadía nada más—. ¿Qué planes tienes para cuando termines en la universidad?

—Durante los dos últimos veranos he estado trabajando para una empresa de relaciones públicas de Austin, y me han ofrecido un empleo allí. También estoy pensando en solicitar un trabajo similar para una de las cadenas hoteleras nacionales: organizando conferencias, ese tipo de cosas. . —tomó un sorbo de vino—. ¿Y tú? ¿Cuál es tu especialidad en el trabajo?

—Me dedico a homicidios.

—¿De verdad? Supongo que será bastante duro.

—Puede llegar a serlo —asintió—. Te puedes quemar muy rápido. No me había dado cuenta de lo cerca que estaba de ello hasta que llegué aquí. Y ahora me he acostumbrado tanto a esta vida que lo que me resulta difícil es pensar en la que llevaba en California.

—¿Tienes familia? —le preguntó, advirtiendo que no llevaba alianza de matrimonio.

—Mis padres viven en Santa Barbara. Durante mucho tiempo fui hijo único. Mi hermana Tricia nació cuando yo tenía once, y a ella le siguió Scott, un par de años después. Los gemelos, Todd y Greg, nacieron tres años más tarde.

—¡Así que tienes tres hermanos! —exclamó Robin, riendo—. Bueno, al menos tenemos eso en común. Yo siempre quise tener una hermanita, pero mi madre decía que debía conformarme con Cindi, que era lo más parecido a una hermana que tenía.

—Yo ya estaba en el instituto para cuando los gemelos empezaron el colegio, así que me resulta difícil considerarlos como hermanos. ¿Qué me dices de tu familia? —le preguntó él.

—Mi padre posee un rancho, como creo que ya te he dicho. Tengo dos hermanos mayores y otro más pequeño. Me llevo muy bien con mi madre; a menudo la gente nos toma por hermanas. Era una modelo altamente cotizada en Nueva York antes de que decidiera fundar una familia.

—Debo admitir que, la primera vez que te vi en la playa, me pregunté si serías una modelo.

—¡Oh! —exclamó sonriendo, con los ojos brillantes—. ¡Bueno, gracias! Definitivamente tengo que tomarme eso como un cumplido.

Steve alzó su copa a modo de brindis y explicó:

—Con esa intención te lo dije —tomó un sorbo—. ¿Te llevas bien con tus hermanos?

—No demasiado. Tengo una familia encantadora, pero el problema es que a veces se «excede»

con su cariño hacia mí. Mis hermanos parecen pensar que no puedo arreglármelas sin que alguien me vigile de cerca. Puedo imaginarme lo que dirían ahora mismo si se enteraran de que me he quedado abandonada en una isla.

—Ah, por eso no quieres llamar a casa pidiendo ayuda. . —comentó Steve, recostándose en su silla con una sonrisa.

—Exactamente. La verdad es que me habría dado tiempo a regresar a la lancha si no me hubiera caído. Y tengo que considerarme afortunada de que no me haya torcido el tobillo. . o algo peor —cuando volvió a mirarlo, la inquietó el brillo que vio en sus ojos. Había algo en aquella expresión que la hacía estremecerse por dentro, así que dijo lo primero que se le pasó por la cabeza—: ¿Cuánto tiempo llevas trabajando de policía?

—Me gradué en la academia hace ocho años. Llevo tres trabajando como detective en homicidios.

—¿Tu padre también era policía?

—No. Hace años jugaba al béisbol para el equipo de Atlanta. Se retiró cuando yo tenía quince.

—Me temo que no sé gran cosa de deportes, sobre todo de béisbol. Mis hermanos son todos unos apasionados del fútbol, así que escuchándolos llegué a aprender algo, no mucho, sobre ese deporte.

—Yo tenía intención de dedicarme profesionalmente al béisbol hasta mi último año en el instituto, cuando una lesión de tobillo acabó con mi esperanza de participar en las grandes ligas —

antes de que ella pudiera decir nada, Steve continuó—: El dueño de esta isla, Ed Kowolski, jugaba en el mismo equipo que mi padre. Eran muy amigos. Ed siempre fue para mí como un tío, más que un amigo de la familia —miró su vaso vacío—. ¿Más vino?

—Oh, no, gracias. No suelo beber mucho —desvió la mirada hacia la ventana—. Mira, el sol está empezando a ponerse. Con esas nubes en el horizonte, la puesta de sol va a ser espectacular.

—Sé de un lugar estupendo para contemplarla —se levantó—. ¿Vamos?

—Claro —respondió ella.

Steve le tendió la mano. Era un gesto tan natural que Robin no le dio ninguna importancia, hasta que sintió la presión de su cálida palma contra la suya. Experimentó una especie de descarga eléctrica que sacudió todo su cuerpo, como si la hubiera atravesado un rayo. Dio un respingo, pero él no pareció notarlo.

Salieron de la casa y continuaron por un sendero que terminaba en un banco de madera, de cara al oeste. El sol se estaba hundiendo con rapidez en el mar, tiñendo el agua de un tono rojo sangre, mientras el cielo se convertía en una colorida acuarela. Jamás se cansaba Steve de contemplar aquel espectáculo. Cuando estaba en Los Ángeles, rara vez miraba el sol. De hecho, al estar en el turno de tarde, apenas pensaba en otra cosa que no fuera su trabajo a aquella hora del día.

O a cualquier otra. Y sin embargo allí estaba, disfrutando de aquella maravilla de luz y de color en compañía de una joven extremadamente atractiva. Si Ray pudiera verlo en aquel instante, definitivamente concluiría que las vacaciones de Steve estaban superando cualquier expectativa que hubiera tenido al respecto. Advirtió que Robin parecía tan impresionada como él por el espectáculo. Continuaron sentados en silencio hasta que empezó a caer la noche.

—No me extraña que te guste tanto este lugar —comentó al fin ella.

—Sí. Es una experiencia muy relajante.

—Te agradezco tu hospitalidad —pronunció, levantándose del banco—, pero no quiero quitarte más tiempo. Me voy a acostar.

—No puedes estar hablando en serio. Todavía es demasiado pronto, sobre todo después de la siesta que te has echado antes de cenar. ¿Qué te parece si jugamos al billar? O quizá a las cartas. ¿Te gustan las cartas?

Apenas podía distinguir su rostro entre las sombras. Robin permanecía de pie frente a él, con las manos entrelazadas a la espalda.

—¿Estás seguro? —le preguntó—. Has sido más que generoso con el tiempo que me has dedicado. No quiero convertirme en una molestia.

Steve se dio cuenta de que estaba disfrutando verdaderamente de su compañía. Las horas habían volado desde que la encontró. Ahora que ella estaba allí, ya no deseaba pasar más tiempo solo. Quería enseñarle la isla, llevarla a explorar las partes que todavía le quedaban a él por ver.

Pero ya tendría tiempo para ello.

—No eres ninguna molestia, te lo aseguro. Lamento haberme mostrado un poco gruñón antes.

Volvamos a la casa. Te enseñaré la sala de juegos —rió—. De hecho, ahora que estás aquí, al fin podré jugar y competir con alguien. Para la mayoría de los juegos se necesitan al menos dos personas.

Volvieron a la mansión. Steve la tomó del brazo para guiarla por el sendero. Le gustaba tocarla. Deslizó suavemente el pulgar a lo largo de su piel, disfrutando de su finísima textura.

Advirtió que se estremecía.

—He debido darte una chaqueta —le dijo, pasándole un brazo por los hombros y acercándola hacia sí.

—No me había dado cuenta de que tenías una mesa de billar. . —comentó Robin, aparentemente algo nerviosa. Él también lo estaba.

—¿Te gusta jugar? —inquirió, esperando que no pudiera escuchar el acelerado latido de su corazón.

—Claro que sí.

Entraron en la terraza, y él le abrió la puerta corredera para que pasara primero. Carmela había dejado encendida una de las lámparas y se había ido a su casa, con Romano. Estaban solos en la mansión. En cualquier caso, pensó Steve, Robin nada tenía que temer de aquella situación: a su lado estaba perfectamente a salvo. Si se lo repetía lo suficiente, estaba seguro de que terminaría por convencerse a sí mismo. .

—¿Has jugado mucho al billar? —le preguntó mientras la llevaba hasta la sala de juegos.

—Sí. Siempre que mis hermanos me han dejado —respondió, riendo—. Me encanta.

Steve asintió, pensando que esa noche el billar sería sobre todo una forma de distracción, un medio de socialización. Nada que ver con la forma en que a él le gustaba jugar: rápido, para ganar cuanto antes a su oponente.

—Adelante —al llegar al umbral, se hizo a un lado para dejarla pasar. La gran sala contaba con una gran mesa de billar, otra de ping pong y otra más, de forma hexagonal, para juegos de cartas

—. Abre tú —señaló la mesa de billar, cuyas bolas ya estaban colocadas.

—¿Pero no deberíamos echar antes a suertes quién. .?

—Es igual. Tú primero.

—Bueno, vale —se encogió de hombros—, pero no me parece muy justo.

«Encantadora actitud», pensó Steve. Al parecer, no quería aprovecharse de él.. Si supiera que en el instituto había pasado más tiempo jugando al billar que estudiando. . Pero no le dejaría saber lo bien que podía llegar a jugar. No quería intimidarla.

Así que se dedicó a observarla mientras jugaba. Con el tiro de apertura consiguió meter dos bolas, una lisa y otra rayada.

—Voy a lisas —declaró Robin. Steve asintió con la cabeza, pensando que al menos estaba al tanto de las reglas del juego. Su salida había sido buena: lo suficientemente afortunada como para meter dos bolas.

Pero minutos más tarde, después de meter todas las bolas lisas seguidas y de colar la negra en el último agujero, Robin se volvió hacia él con una expresión de disculpa.

—Perdona. No te he dejado la oportunidad de tirar ni una sola vez.

—No te disculpes —rió Steve—. Lo has hecho fantásticamente bien. Vamos a jugar otra partida. Vuelves a salir tú, ya que has ganado.

—Bueno, ya sé que eso es lo que dictan las reglas, pero. . ¿no quieres empezar tú?

—No te preocupes. Ya me tocará.

Para cuando Steve tuvo oportunidad de tirar, Robin había ganado dos partidas más y solo le quedaban dos bolas sobre la mesa en el cuarto juego. De acuerdo, reconoció para sí: era más que buena. Era excelente. Tenía el pulso firme, buena puntería y un gran estilo, y si hubiera podido leerle el pensamiento y descubrir la actitud condescendiente que había tenido hacia ella. . a esas alturas se habría sentido tremendamente humillado. Pero en lugar de eso, estaba teniendo bastantes problemas para concentrarse en el juego.

Robin parecía totalmente inconsciente de la pose tan atractiva que tenía mientras jugaba, estirada a lo largo de la mesa y. .

—¿Cómo aprendiste a jugar? —le preguntó al fin, curioso.

—Mi padre me enseñó.

—Ah.

Steve tomó nota mental de no retar nunca al billar al padre de Robin, si algún día llegaba a conocerlo. Nunca había visto a una mujer jugar tan bien y concentrarse tanto en el juego. Solo al cabo de un rato se dio cuenta de que habían hablado muy poco durante toda la velada. En cierto momento fue a la cocina y volvió con una cerveza para él y un refresco de fruta para ella. Cuando finalmente Robin le confesó que tenía sueño y quería acostarse, Steve descubrió asombrado que era más de la una de la madrugada.

—Me has ganado por tres partidas —comentó—. Eres una gran jugadora.

—Gracias. Tuve que aprender a serlo para mantenerme al nivel de mis hermanos.

—Y quizás también eres un poquito competitiva. . —añadió con una sonrisa.

—Ya —rió—. Me han acusado de serlo en más de una ocasión.

—Apuesto a que sí.

Cuando volvieron al salón, Robin pronunció, algo azorada:

—Bueno, entonces hasta mañana.

—¿Te apetecería que nos encontráramos al amanecer en la playa, para darnos un baño a primera hora? Es una manera estupenda de empezar el día.

—No sé si estaré despierta para entonces. .

—Oh. Entonces te veré cuando te levantes. No hay prisa, por supuesto. En esta isla no se funciona con horarios rígidos. . —muy a su pesar, Steve era consciente de lo forzado de su tono ligero. Era como si a cada momento se sintiera más tenso e irritable. . ¿Podía realmente haberle molestado que ella lo hubiera afectado e impresionado tanto? Seguramente no. Únicamente podía haberle molestado tanto una sola cosa: el hecho de que había pasado toda la velada en un estado de semiexcitación. Se alegraba de que, al contrario, Robin no fuera tan agudamente consciente de su presencia. .

Aunque tal vez allí estuviera la raíz del problema. No estaba acostumbrado a que lo ignoraran.

¿Acaso no percibía ella la tensión del ambiente cada vez que estaban juntos? Durante toda la velada no había sido capaz de dejar de mirarla.

—Hasta mañana —se despidió Robin, sonriendo levemente.

—Hasta mañana —Steve se dijo que ella no era la única que necesitaba acostarse. Pero en lugar de ello, se fue a la cocina a buscar otra cerveza. ¿Qué le estaba pasando? Estaba comportándose como si lo hubieran rechazado porque ella no había querido quedarse más tiempo con él.

Su problema consistía en que la mayor parte de las mujeres que había frecuentado se habían mostrado más que dispuestas a prolongar las veladas. . y a pasar las noches enteras en su compañía. Pero aquella situación era distinta. Robin no era una cita. No había escogido pasar su tiempo con él. Era su anfitrión, y como tal tenía que recordarse que Robin no había elegido quedarse allí, en aquella isla. .

Se fue a la cama, todavía intentando averiguar lo que le estaba sucediendo. Hasta ese instante había disfrutado plenamente de su soledad, pero ahora ni siquiera le apetecía levantarse al amanecer siguiendo su tradicional rito solitario de admirar la salida del sol. Finalmente se dejó caer en la cama, suspirando. Se sentiría mucho mejor después de una buena noche de sueño.

Robin se despertó sobresaltada y se dio cuenta de que había estado soñando: una pesadilla en la que intentaba alcanzar un tren en marcha para acabar perdiéndolo. Rodó a un lado, poco deseosa de seguir durmiendo si iba a tener otro sueño semejante. Se preguntó qué hora sería.

Evidentemente el propietario de aquella casa había preferido que los relojes no abundaran, porque no había ninguno en la habitación. Se levantó de la cama para ir al cuarto de baño. Pensó en vestirse y en ir a buscar un refresco a la cocina. Seguramente Carmela tendría un reloj allí.

Después de ponerse la misma ropa que había llevado la tarde anterior, abrió sigilosamente la puerta de la habitación y aguzó el oído, pero no escuchó nada. Ignoraba dónde dormía Steve. El pasillo estaba a oscuras. Solo cuando llegó al salón se dio cuenta de que hasta ese instante había estado conteniendo el aliento, y se disgustó consigo misma por ello. No tenía nada que temer.

Aquello no era una película de terror en la que cualquier malvado fuera a salir de una esquina y a saltar sobre ella. .

Una vez en el salón no tuvo problema alguno para encontrar el camino hasta la cocina. Encendió la luz, parpadeando repetidas veces hasta que se le acostumbraron los ojos. Ah. Había un reloj encima del horno. Eran casi las seis de la mañana. Se sirvió un zumo de la nevera y se acercó a la ventana: con las primeras luces del alba podía distinguir el mar bañando la cosa, dejando un rastro de espuma en la arena.

Después de terminarse el zumo y de comerse una pieza de mango, abrió las puertas correderas y salió al exterior. Las estrellas todavía se veían con nitidez, pero hacia el este se destacaba una creciente claridad. Empezó a pasear por la playa, abismada en sus reflexiones.

Deseó que Cindi pudiera estar allí, con ella. La situación no habría sido la que era si su amiga hubiera estado a su lado, haciendo bromas. A esa hora de la mañana, las vistas eran verdaderamente grandiosas. Se detuvo y miró hacia el este. El cielo se estaba tiñendo rápidamente de todo tipo de colores, desde el azul marino de la noche hasta los más suaves tonos pastel. Después de refrescarse un poco la cara y las manos en el agua, se sentó en la arena dispuesta a admirar el espectáculo. Y perdió la noción del tiempo cuando el sol apareció en el horizonte convertido en un brillante globo anaranjado, allá donde se unía el mar con el cielo.

Suspiró. Sus pequeñas preocupaciones parecían desaparecer con la leve brisa que había empezado a levantarse. Al fin se levantó para volver por donde había venido. Cuando llegó cerca del sendero que llevaba a la casa, descubrió una toalla y unas zapatillas en la arena. Alzó una mano para protegerse los ojos del resplandor del sol y miró hacia el mar; fue entonces cuando descubrió a Steve nadando enérgicamente, en paralelo a la costa. Estaba tan lejos que lo único que acertaba a distinguir era su oscura cabeza y el chapoteo de sus brazos.

En un impulso, se despojó de la camisa y de los pantalones cortos. Llevaba su traje de baño debajo, el que estaba usando a modo de ropa interior. Le encantó la sensación de sumergirse en el agua, tan increíblemente cálida a aquella hora de la mañana. No hizo intento alguno de internarse tanto como Steve, sino que se contentó con nadar cerca de la playa. Sonriendo, tuvo que reconocer que aquella era una manera estupenda de empezar el día, como él le había dicho.

Cuando Steve la vio, tuvo que asegurarse de qué no estaba ante una sirena surgida del océano.

Así que después de todo Robin había decidido despertarse lo suficientemente temprano como para disfrutar de un baño matutino. . Nadó hacia la playa. Recogió su toalla y se secó la cara y la cabeza. Luego se tumbó a esperar a su invitada. Mientras la contemplaba, sintió una punzada de excitación. Suponía que no debía de tener mucha experiencia sexual, porque no parecía nada consciente de su propia sensualidad, de su propio atractivo, de su mortal efecto sobre los hombres.

Cansada, Robin dejó de nadar y permaneció de pie, contemplando el mar, con el agua hasta la cintura. Se había recogido el pelo en una trenza, que colgaba húmeda todo a lo largo de su espalda. Steve se la quedó mirando asombrado, preguntándose si llevaría algo encima. . Entonces vislumbró la fina línea del tirante del bikini. Vaya. Por un momento había llegado a pensar que había decidido bañarse desnuda. Pero luego, cuando se volvió hacia él y empezó a caminar hacia la costa, Steve casi perdió el aliento al ver lo poco que cubría su desnudez aquel traje de baño.

Apenas un triángulo de tela ocultaba su sexo, y otros dos sus senos perfectos.

Se movía con gracia inconsciente, balanceando suavemente las caderas en un ondulante ritmo que aceleró el corazón de Steve. Sus largas piernas no parecían terminar nunca. . Tuvo que recordarse las numerosas razones por las que no era una buena idea contemplar a su invitada con tanta avidez. .

—¡Hola! —lo saludó—. Me he olvidado de traer una toalla. ¿Puedo usar la tuya?

Steve asintió, esperando que pensara que era por el sol por lo que estaba entornando los ojos hasta casi cerrarlos.

—Gracias.

Al cabo de unos minutos oyó un rumor de ropa y abrió un ojo. Robin se estaba poniendo sus pantalones cortos y su camisa.

—Muy refrescante, ¿verdad? —pronunció con voz estrangulada, levantándose.

—Oh, sí. Hacía años que no disfrutaba tanto de una playa. Hay algo mágico en este lugar.

—Sí —afirmó Steve—, yo he llegado a pensar lo mismo. Desde que vine aquí, todas las mañanas me levanto temprano para contemplar el amanecer y empiezo el día con un baño.

—Eres muy afortunado de haber podido venir a un lugar como este.

—Sí, es verdad. Creo que el ejercicio me ha abierto el apetito.

—A mí también.

—Tengo algunas sugerencias acerca de cómo podemos pasar el día —le comentó Steve mientras regresaban a la casa.

—Por favor, no te sientas en la obligación de hacerme compañía. He visto que los propietarios tienen algunas novelas en la biblioteca que no he tenido la oportunidad de leer.

—Puedes leerlas cuando quieras, pero. . ¿cuántas oportunidades tendrás de explorar tu propia isla particular? —le preguntó al tiempo que empujaba la puerta y la hacía entrar.

Robin se volvió hacia él, riendo.

—Bueno, cuando me lo dices de esa forma, ¿cómo podría negarme? Haremos lo que quieras.

Steve pensó que parecía insoportablemente joven y hermosa a la luz de aquel amanecer, sin un solo rastro de maquillaje que estropeara su belleza natural. Tuvo el súbito presentimiento de que podría llegar a perder la cabeza por ella con mucha facilidad. Estaba reaccionando ante Robin como nunca antes había reaccionado ante ninguna mujer. Eso lo asustaba, pero se negaba a dar marcha atrás. En todo caso, nada de lo que empezaran allí podría llegar nunca a ninguna parte.

Vivían separados por miles de kilómetros, sin nada en común que compartir. Entonces, ¿por qué no explorar la mutua atracción que parecían sentir? Quizá podían pasar unos maravillosos días juntos. . y disfrutar incluso de una aventura que recordarían para siempre.