Capítulo 2
Los Angeles, California. Diciembre del año anterior.
Steve entró en su apartamento, desconectó el sistema de alarma y pasó luego a la cocina, agotado. No podía recordar la última vez que había comido. Abrió la nevera y sacó una botella de cerveza, su remedio favorito para conciliar el sueño cuando tenía el estómago vacío. La luz parpadeante del contestador telefónico registraba tres llamadas y pulsó el botón de lectura.
—Hola, Steve —pronunció una voz femenina, muy sexy. Steve la reconoció en seguida: era la de Alicia—. Hace semanas que no sé nada de ti, cariño. Soy consciente de lo muy ocupado que has estado, pero te echo de menos. Llámame, ¿vale? Cuando quieras. A cualquier hora del día o de la noche —terminó con una risita maliciosa.
—Hey, Steve, amigo, llámame, ¿de acuerdo? —fue el mensaje de la siguiente llamada. Era Ray.
Steve había tenido que cancelar sus dos últimas reuniones programadas.
El tercer mensaje lo inquietó. Era su padre:
—Steve, llámame cuando llegues esta noche. ¿Lo harás, por favor?
Miró su reloj. Eran más de las once. Pero su padre nunca se acostaba temprano. Levantó el auricular y marcó su número. Respondió a la primera llamada.
—¿Qué es lo que pasa? —se apresuró a preguntarle Steve.
—Eso es lo que me gustaría a mi saber —replicó Tony Antonelli.
—No sé de qué estás hablando, papá. Tu llamada parecía urgente.
—Y lo era. Estoy preocupado por ti, Steve. Has cancelado las dos últimas cenas familiares que tu madre había planeado. La de hoy era muy importante para ella. Necesito saber qué diablos te está pasando.
—Son solo cuestiones de trabajo, papá.
—Estás dejando que eso te afecte demasiado, hijo —le comentó su padre con tono suave.
—Solo tenía cinco años —se pasó una mano por la frente—. Cinco. La niña estaba jugando en su jardín cuando fue víctima de un tiroteo entre bandas. Voy a cazarlos, papá. No importa el tiempo que tarde.
—Lo comprendo, de verdad que sí. Y admiro tu dedicación, pero, hijo, tienes que tomarte algún respiro si no quieres acabar mal.. Sé que no estás comiendo ni durmiendo bien. Tienes que hacer algo para escapar de esta dinámica en la que has caído últimamente.
—Ya lo sé.
—Se suponía que hoy era tu día libre, ¿no?
—Sí.
—¿Y cuándo fue la última vez que disfrutaste de un día libre?
—No puedo recordarlo.
—Ajá. ¿Y si te tomas alguno por Navidad? Solo faltan dos semanas. ¿Podemos contar con que vendrás a vernos?
—Estaré allí —sonrió Steve—. Te lo prometo.
—Bien. Te quiero, hijo.
—Yo también, papá —repuso antes de colgar.
Subió las escaleras dejando un rastro de ropa a su paso hasta llegar al cuarto de baño del dormitorio. Permaneció durante un buen rato bajo el chorro de agua caliente de la ducha, se secó y se fue a la cama. Su último pensamiento fue que realmente necesitaba volver a llevar una vida normal.
Austin, Texas.
—Solo piensa en ello, Robin, diez días para olvidarte de todo —le dijo Cindi Brenham con un suspiro de anhelo—. Diez días enteros de crucero por el Caribe sin nada que hacer excepto disfrutar de una comida deliciosa y flirtear con hombres estupendos. Romperemos sus corazones, tomaremos el sol y luego volveremos aquí para terminar con el último semestre antes de la graduación. Enfrentémoslo: nos debemos una pequeña diversión durante nuestro descanso.
Cindi se hallaba sentada frente a Robin McAlister en la terraza de una pequeña cafetería cercana al campus de la Universidad de Texas. A pesar de que estaban a mediados de diciembre, hacía una mañana cálida y soleada. Robin observó detenidamente a su amiga y compañera de apartamento. A veces se preguntaba cómo era posible que dos personas de aspecto y carácter tan distintos como ellas fueran tan buenas amigas. Porque lo eran ya desde su primer día de colegio en Cielo, una pequeña ciudad al Oeste de Texas. Desde entonces siempre habían conservado su relación, a través del instituto, y nadie se había sorprendido de que hubieran escogido matricularse en la misma universidad.
Cindi pretendía licenciarse en Informática, mientras que Robin había puesto sus objetivos en Relaciones Públicas. Ya habían pasado los últimos dos veranos haciendo prácticas en esos dos campos y estaba previsto que abandonaran el campus en pocos meses. Mientras tanto, estaban impacientes por romper la rutina de las clases para empezar algo completamente distinto.
—Es demasiado bueno para que sea cierto, Cindi —suspiró Robin—. ¿Estás segura de que entendiste correctamente lo que te dijo tu madre?
Cindi asintió con la cabeza, sacudiendo su rizada melena morena.
—La tía Nell compró dos billetes para un crucero que zarpará el cinco de enero para volver el quince, pero el tío Frank se encuentra en el hospital recuperándose de un ataque cardíaco. Ellos no pueden ir, y ya es demasiado tarde para recuperar el dinero. Es una perfecta oportunidad para nosotras.
Aquello le pareció maravilloso a Robin. Una ocasión perfecta para evadirse por un tiempo. . La idea de escapar de sus tres hermanos, siempre tan excesivamente protectores con ella, le resultaba cada vez más seductora. Amaba a su familia, por supuesto. Sus padres eran extremadamente cariñosos y generosos. Robin se sentía agradecida de haber heredado la alta estatura de su madre, su esbelta figura, su cabello rojo y sus ojos verdes. De soltera su madre había sido una famosa modelo, y la propia Robin había recibido numerosas ofertas para dedicarse a esa profesión desde que salió del colegio. Por supuesto, para entonces ya había sido lo suficientemente prudente como para no mencionarle esas ofertas a su familia, sobre todo a su padre.
Robin no había podido imaginar, al llegar a la adolescencia, que su cariñoso y bondadoso papá se convertiría de repente en un ceñudo y posesivo cancerbero. Y lo que era peor: conforme ella siguió creciendo y madurando, entrenó a sus hermanos para que la vigilaran como tres feroces ángeles guardianes. Jason, con veintiocho años, era el mayor, y se llamaba igual que su padre. Jim contaba veinticinco y Robin casi veintidós. Josh, con diecinueve, era el benjamín. Robin había esperado que sus hermanos relajaran su vigilancia una vez que entrara en la facultad, pero no había sido así. En aquel entonces Jim todavía seguía en la Universidad de Texas. Para cuando se graduó, Josh ya había asumido el papel de macho protector en la vida de su hermana. Lo suficiente como para que Robin decidiera escapar de aquel acoso y cometer locuras de vez en cuando. Como la de irse de crucero por el Caribe en pleno invierno.
—Entonces, ¿qué me dices? —le preguntó Cindi, impaciente—. ¿No crees que sería un descanso perfecto después de tantos meses de estudio?
—No solo eso —asintió Robin—, sino que no habría forma humana de que alguno de mis hermanos consiguiera un billete a estas alturas. Así tendría la oportunidad de hacer algo sola, sin que nadie me vigilara o ahuyentara a cualquier candidato a salir conmigo, que es lo que han venido haciendo durante los últimos años.
—¿Entonces irás? —inquirió Cindi—. Le dije a mamá que la llamaría esta noche para darle una respuesta.
—¿Pero qué le diré a mi familia? A mi padre no le gustará nada la idea —pronunció Robin, reflexionando en voz alta.
—Pues entonces espera a decírselo hasta justo antes de la partida. Y aunque sea tarde, sabrá exactamente a dónde vas y con quién. Además, ¿qué podría ser más seguro que un crucero? En todo caso, ya eres una mujer adulta. Tendrá que darte el certificado de libertad en algún momento.
—Oh, oh —exclamó Robin escéptica—. Por lo que a mi padre respecta, sigo siendo el bebé que cargaba en brazos o que montaba con él en su caballo. Es sorprendente que mis hermanos no me odiaran por la cantidad de mimos que recibía.
—Ese es un detalle muy dulce. . —sonrió Cindi—. Detrás de ese exterior huraño, tu padre es un pedazo de pan. Nunca fue capaz de negarte algo durante mucho tiempo. Se rinde al primer brillo de lágrimas que detecta.
—¿Piensas entonces que es mejor que espere a decírselo hasta justo antes de que nos marchemos?
—En efecto. Así no tendrás que aguantarlo demasiado. Para cuando vuelvas, ya se habrá calmado totalmente. Quizá.
—Ya —rió Robin—. Así es mi padre.
—Así también dispondremos de tiempo para comprarnos ropa adecuada. ¡Oh, Robin! ¡Nos lo vamos a pasar de maravilla! ¡Visitar las islas del Caribe!
—Ojalá no nos mareemos. .
Cindi se levantó y le dejó a la camarera una propina encima de la mesa.
—Bueno, estamos a punto de averiguarlo, ¿no?
Santa Monica, California. 28 de diciembre.
—Reconócelo, Steve —le dijo Ray cuando salían de la pista después de haber jugado su último partido de tenis—. Trabajas demasiado y no estás en buena forma física. No puedo creer que hayas perdido este último juego —le dio unas palmaditas en la espalda—. Nunca creí que llegaría el día en que pudiera ganarte de una forma tan aplastante. Amigo, ya no eres el que eras. .
—Para ya, Cassidy. Simplemente he tenido un mal día. Ya verás la próxima ocasión. Entonces te recordaré quién soy.
—Quizá, pero si quieres un consejo, lo que ahora necesitas es tomarte unos días libres. . unas vacaciones.
Steve se enjugó el sudor del rostro con la toalla, antes de agarrar la botella de agua y beberse la mitad sin respirar. Luego miró a su alrededor, aliviado, admirando la forma en que las altas palmeras se recortaban contra el intenso azul del cielo.
—Me estás ignorando —le reprochó Ray al cabo de unos minutos.
—Qué va. De hecho, estoy pensando en lo que acabas de decirme. Y da la casualidad de que estoy de acuerdo contigo.
—¿A qué parte te refieres? ¿A lo de que estás bajo de forma o a lo de que necesitas unas vacaciones?
—A las dos cosas. Resulta que un viejo amigo de mi padre fue a visitarlo con su familia a Santa Barbara cuando yo estuve allí la semana pasada. Precisamente me aconsejó que me tomara unos días libres para visitar su isla en las Islas Vírgenes. .
—¿«Su» isla? ¿Estás hablando en serio? ¿Posee una isla entera?
—Solía jugar al béisbol con papá, y decidió invertir el dinero ganado y retirarse a un lugar exótico y tranquilo. Me comentó que su mujer y él duraron allí cerca de nueve meses hasta que se dieron cuenta de que no estaban hechos para vivir en un edén semejante, sin comodidades, ni comunicaciones, ni supermercados. . —comentó, irónico—. Ahora solo utilizan la casa para pasar allí algún fin de semana, pero la mayor parte del tiempo solo vive en ella una familia nativa que se la cuida. Me dijo que la casa estaba esperándome, pidiendo a gritos que la dieran algún uso.
—¿Cómo es que mi familia no conoce a nadie que posea alguna isla? —exclamó Ray con una sonrisa—. ¿Piensas aceptar la oferta?
—Sí. Es más, ayer hablé con el capitán para pedirle algunos días. Después de las vacaciones volveremos a ocuparnos del caso.
—Ojalá pudiera acompañarte. . pero hasta mayo no tengo vacaciones.
—La verdad es que pretendía irme solo —le confesó Steve, recogiendo su bolsa—. Cuanto más pienso en ello, más me atrae la idea de pasar una temporada en absoluta soledad. No tener que hablar con nadie, levantarme a la hora que quiera, disfrutar de la lectura, tomar el sol..
—Haciendo ese papel de Robinsón Crusoe. . ¿no echarás de menos algo de compañía femenina?
Steve se echó a reír, sacudiendo la cabeza.
—Eso es lo último que me apetece. Creo que finalmente pude convencer anoche a Patricia de que nuestra relación no tenía ningún futuro, a pesar de sus esfuerzos por persuadirme de lo contrario. La soledad me parece de lo más atrayente después de mi experiencia con ella durante los últimos meses.
—Es una pena que no puedas complementar tu buena apariencia con mi personalidad vital y chispeante —comentó Ray—. Reconócelo, amigo. No aprovechas debidamente tus encantos.
Steve miró el rostro salpicado de pecas y el pelo rojo de su amigo, sonriendo. Ray era un imán para las chicas, y lo sabía.
—Dame un respiro. No puedo competir contigo.
—Tal vez —admitió Ray, encogiéndose de hombros—. Pero a tu favor tienes ese aspecto de italiano, y ese aire distante, para no hablar de esos hoyuelos en las mejillas y de ese pelo rizado.
Con todo eso logras atraerlas sin que te des cuenta. Como ahora —añadió, pesaroso.
—¿De qué estás hablando? —le preguntó Steve, frunciendo el ceño.
—De esas dos que nos están mirando ahora mismo —respondió su amigo, señalando con la cabeza a las dos jóvenes que estaban abandonando la pista detrás de ellos—. No te han quitado el ojo de encima durante el último set.
—Muy gracioso.
—¿Sabes, Steve? Uno de estos días vas a perder ese corazón tuyo tan acorazado que tienes, y cuando te pase, descubrirás lo que sentimos el resto de los mortales —sonrió—. Espero estar cerca para verlo cuando suceda.
—Ya te lo he dicho, Ray. Ser poli no te permite conservar relaciones sentimentales. Cada tipo casado con quien trabajo o está punto de divorciarse o tiene broncas constantemente en casa debido a los turnos o el peligro de la profesión, para no hablar del mezquino sueldo.
—Pues cambia de empleo.
—Me gusta lo que hago. La mayor parte del tiempo. Pero desde Navidad he estado pensando seriamente en tomarme un descanso. ¿Qué es lo que tiene el verano para que se produzcan tantos delitos? Creo que nunca me acostumbraré a la inhumanidad del ser humano para con su prójimo.
—Yo espero que no, desde luego. De otra manera dejarías de ser el gran policía que eres.
—Eso díselo a mi jefe —cuando llegaron a sus coches, Steve se volvió hacia su amigo antes de subir al suyo—. Ya te avisaré si por fin me voy de viaje. Y cuando vuelva, recuerda que me debes la revancha.
—Prométeme que no te llevarás una raqueta al viaje.
—¿Y con quién podría jugar al tenis en una isla desierta? —rió Steve—. Estaré tan aislado que ni siquiera podré enviarte una postal.
—¿Sabes? Es la primera vez que te oigo reír en mucho tiempo —le confesó Ray, poniéndose repentinamente serio—. Me encantará ver que recuperas tu sentido del humor.
Miami, Florida. 5 de enero.
—Oh, Robin, esto es horrible —susurró Cindi con gesto dramático, acodadas las dos en la barandilla del barco y viendo cómo los otros pasajeros del crucero subían a bordo.
—Bueno, no es exactamente lo que esperábamos, ¿verdad? —repuso Robin, compungida.
—Yo todavía no he visto a nadie que baje de los sesenta años, ¿y tú?
—Supongo que tus tíos pertenecerían a algún club de la tercera edad o algo así. .
—Nunca se me ocurrió esa posibilidad —respondió Cindi—. ¿Qué vamos a hacer?
—Disfrutar de nuestra mutua compañía —rió Robin—. Eso es lo que vamos a hacer. Vamos a ponernos toda nuestra ropa nueva, la más sexy, a comer hasta que no podamos más y a entretenernos soñando con los hombres más guapos del mundo.
Cindi echó un vistazo sobre su hombro:
—Bueno, lo cierto es que he visto a algunos miembros de la tripulación que no están muy mal.
¿Quién sabe? Quizá se apiaden de nosotras. ¿Has notado que no hay ninguna mujer sola? Todas vienen acompañadas de hombres.
—Quizá entonces sabían algo que nosotras ignorábamos. Tal vez consiguieron un folleto especial que les advirtió de que se presentaran con su propio acompañante masculino.
—Como una de esas fiestas a las que te llevas la bebida de casa, ¿no?
—Algo parecido.
Se miraron la una a la otra y se echaron a reír. Todavía estaban riendo cuando un miembro de la tripulación se detuvo a su lado y se dirigió a ellas:
—Me alegro de ver que ya están empezando a divertirse. Si desean tomar algún refresco, les indicaré el camino a la cafetería y al comedor.
Robin lanzó a su amiga una rápida mirada antes de comentar:
—Eso suena estupendo.
Mientras seguían al asistente, Robin no pudo menos de reírse de la ironía de su situación. Ni su padre ni sus hermanos podían tener motivo alguno para temer por ella en aquel viaje.
San Saba Island.
Steve admiraba desde la playa las primeras luces del alba, sintiendo cómo su cuerpo se iba liberando de la tensión acumulada. Llevaba allí solo tres días, y la isla estaba empezando a obrar aquel milagro. El único sonido era el relajante murmullo de las olas acariciando la costa. Una gaviota llamaba de vez en cuando a su pareja. Y otra vez el silencio.
El silencio había sido la principal diferencia a la que había tenido que adaptarse. No había ruido alguno de tráfico. Y no podía recordar ni una sola ocasión de su pasado reciente en la que ese ruido no hubiera jugado un papel en su vida. Se volvió y alzó la mirada hacia la colina que se levantaba detrás, donde la casa se encontraba encaramada con espléndidas vistas del mar y del cielo. Ningún gasto había sido escatimado a la hora de convertir la casa en un paraíso tropical.
El primer día que llegó, después de volar toda una noche de Los Ángeles a Miami, viajar luego a St. Thomas y luego tomar una lancha a la isla de San Saba, Steve no hizo otra cosa que dormir para recuperar el sueño atrasado. Nada más levantarse se dedicó a recorrer la casa, revisando cada habitación y admirando la sensación de serenidad y placidez que imperaba en ella, como si se hallara situada fuera del tiempo. Encontró un buen surtido de comestibles en la nevera, con verduras y fruta fresca. Fue Carmela quien le preparó la comida; Romano, su marido, se había encargado de ir a recogerlo en lancha a St. Thomas para llevarlo a la isla. Formaban una feliz pareja, satisfecha con su vida, y se mostraron encantados de acoger a Steve.
De camino a San Saba, Romano le había explicado brevemente la historia de la isla. Le había relatado que, incluso desde su punto más alto, no podía verse ninguna de las otras tres con las que formaba cadena, la sarta de joyas verdes sobre terciopelo azul que Steve había admirado desde el avión. Estaría solo, por vez primera en su vida, para hacer lo que se le antojara, o para no hacer nada, si así lo prefería.
Desde que llegó a la isla había visto muy poco a sus cuidadores, aunque siempre tenía la comida esperándole y la ropa limpia y planchada en el armario de su dormitorio, cada día sin falta. En esas condiciones, cualquier persona se acostumbraría con placer a una existencia semejante.
En aquel instante su estómago gruñó y Steve rió entre dientes. Carmela era una fantástica cocinera, y su cuerpo se había acostumbrado rápidamente a las apetitosas comidas que regularmente le preparaba. Romano le había explicado que solía viajar periódicamente a St.
Thomas en busca de provisiones. A ese ritmo, Steve no se sorprendería si engordaba por lo menos cinco kilos para cuando regresara a Los Ángeles.
Una vez que el sol asomó por el horizonte, reflejándose sobre el mar, Steve se dispuso a volver a la mansión. Después de desayunar tenía intención de explorar un poco la isla y dormir una buena siesta.
Robin y Cindi iban ya por el tercer día de su crucero de diez cuando el director de actividades anunció que todos los pasajeros estaban invitados a abordar las lanchas para visitar una isla cercana, que era bien conocida por sus pozas marinas naturales y por su rica y variada flora.
Cindi no estaba muy interesada en la flora marina, pero Robin pensó en el último momento que sería interesante integrarse en el pequeño grupo de voluntarios. Guardó en su pequeña bolsa de playa otro traje de baño, además del que llevaba puesto debajo de su camisa y sus pantalones cortos, una toalla grande y un poco de ropa por si acaso refrescaba para cuando volvieran al barco, y corrió a incorporarse al grupo de excursión. Aunque no se había apuntado, y por tanto no figuraba en la lista de visitantes de la isla, estaba segura de que eso no importaría.
De camino a la isla, un oficial le explicó que pertenecía a un americano, que había permitido el libre acceso al crucero siempre y cuando se limitara a su costa norte. La residencia privada se encontraba en el otro extremo de la isla, en una zona prohibida a las visitas. A Robin no le importó. Le apetecía dejar el barco por algunas horas. No podía dejar de experimentar una cierta sensación de encierro a bordo, a pesar de que el lujoso trasatlántico era enorme. Una vez en tierra, Robin siguió a los demás mientras el oficial les explicaba las curiosidades de la flora y fauna marinas.
Cuando terminó, el grupo se dispersó para explorar la zona.
Robin perdió el sentido del tiempo abismada en la contemplación de las preciosas pozas. Escaló por las rocas y recorrió los márgenes donde la arena y el mar se encontraban, admirando la actividad de las diminutas especies animales. Cuando oyó la campana del barco avisando el regreso, descubrió sobrecogida que se había alejado mucho más que los demás. Agarró su bolsa y echó a correr, trepando por los resaltes rocosos que se interponían entre ella y la playa donde presuntamente estaban volviendo a embarcar sus compañeros. Tuvo la mala suerte de resbalar y tropezar, lastimándose en el pie y el tobillo, lo cual retrasó aún más su carrera.
Cuando finalmente llegó a la playa, se quedó aterrada al ver que la lancha ya había zarpado y estaba desapareciendo rápidamente en el horizonte.
—¡Nooooo! —gritó—. ¡Vuelvan! ¡Ayuda! —corrió algunos metros por la playa, agitando los brazos, pero nadie la vio.
Ya había sido advertida, por supuesto. El barco seguía un programa muy rígido. A los pasajeros se les recordaba repetidas veces que no esperarían a ninguno en caso de retraso. Además, como Robin no figuraba en la lista, no se habían quedado a esperarla ni siquiera unos minutos. ¿Qué podía hacer? Miró a su alrededor, contemplando la idílica belleza de aquel paisaje. Por desgracia, en la tesitura en que se encontraba no podía apreciarla.
Se sentó en la arena y estalló en sollozos de frustración y rabia consigo misma. ¿Cómo podía haber sido tan distraída? Había sido una completa estúpida, y ahora tenía que pagar las consecuencias. Al menos sabía que alguien poseía una casa en la isla, si acaso podía encontrar la fuerza y el coraje necesarios para buscarlo. No se encontraba en una isla completamente desierta en la que tuviera que sobrevivir a partir de la nada. Incluso si los pasajeros del crucero tenían prohibido molestar al propietario, estaba segura de que el hombre comprendería su situación y la ayudaría de algún modo. Empezó a caminar mientras se hacía esas reflexiones. No había razón para dejarse llevar por el pánico, después de todo. Podría salir con bien de aquel brete. A pesar de todo, se sentía agradecida de que ninguno de sus hermanos supiera lo que le había sucedido. Si llegaban a averiguarlo, y ella pensaba hacer todo lo posible para impedírselo, se aprovecharían de aquella experiencia para echarle el sermón de siempre: que no podían dejarla sola sin que se metiera en problemas.