¿Cómo se llama?

—Steve Antonelli.

—Antonelli. . ¿por qué me suena tanto ese nombre? Quizá sea un modelo, o una estrella de cine. . ¿te dijo lo que hacía? ¿De dónde es?

—Es de Los Angeles. Trabaja de policía.

—¿Un poli? —repitió Cindi—. ¿De verdad? —alzó los ojos al cielo y de repente chasqueó los dedos—. ¡Ya lo sé! Había un Tony Antonelli que jugaba al béisbol hace años. Mi padre siempre decía que era el mejor jugador desde Di Maggio.

—Es el padre de Steve. Me avergüenza reconocer que no sabía quién era su padre. .

—Bueno, a ti nunca te interesaron los deportes. Además, hace bastante tiempo de eso. Dime,

¿cómo es? ¿Qué es lo que hicisteis?

—Supongo que lo que tú esperarías que hiciéramos —Robin se encogió de hombros—. Nadamos en el mar. . ¡oh, Cindi, deberías haber visto la playa! Recorríamos la isla, admirábamos los atardeceres, ya sabes, esas cosas. .

—¡No te detengas! —se quejó su amiga, irritada—. ¿Qué hacíais para entreteneros?

—La casa parecía un club privado. Tenía mesa de billar, de ping pong y todo tipo de juegos.

—¿Se sorprendió de lo bien que juegas al billar, o decidiste dejarlo ganar?

—Ni hablar. Lo dejé en cueros.

—¿Literalmente?

—No. No literalmente —esbozó una mueca—. Se comportó como un perfecto caballero durante todo el tiempo que estuve allí.

Cindi le tomó una mano y se la acarició con una mezcla de simpatía y fraternal conmiseración.

—Oh, Robin, cariño. Siento tanto oír eso. ¿Crees que es gay?

—Por supuesto que no es gay. Quiero decir que. . me demostró algún interés. Me besó algunas veces. . me dio su tarjeta y me aseguró que quería mantener el contacto conmigo.

—Hmmm —Cindi se levantó de la litera—. Cinco días con un hermoso semental italiano y lo único que me puedes decir de él es que es generoso y que se comportó como un caballero. A mí no me parece una situación nada divertida. Bueno, ¿y qué se suponía que estabas haciendo hace un rato? ¿Quedarte dormida? Ya casi es la hora de cenar.

Robin se desperezó, levantándose también de la cama.

—Solo estaba descansando. Por cierto, ¡tú tienes que contarme todo lo que me he perdido durante estos cinco últimos días!

—No sé por donde empezar —repuso Cindi—. Vistámonos y vayamos luego a cenar. Esta noche van a presentar un gran espectáculo. Tenemos que aprovechar todo lo posible lo que nos queda de crucero. Pasado mañana ya estaremos de vuelta en Miami.

Aquella noche fueron a una de las cafeterías de cubierta y se instalaron en cómodas tumbonas a saborear unos daiquiris. Soplaba una suave y refrescante brisa. Robin alzó la mirada a las estrellas y se preguntó por lo que estaría haciendo Steve en aquel preciso momento. ¿También estaría contemplando las estrellas? ¿Pensando en ella? ¿Echándola de menos?

Ella, desde luego, lo echaba de menos, pero también se daba cuenta de lo fácil que le había resultado reencontrarse con su vieja amiga y volver a sus hábitos de siempre. Era como si la isla se estuviera alejando cada vez más hasta convertirse en un lugar mágico de su pensamiento: el lugar donde había conocido y había hecho el amor con el hombre perfecto. Cualquier otra cosa que hubiera sucedido entre ellos no habría hecho más que estropear lo anterior. .

Pero entonces, ¿por qué lo echaba tanto de menos? Necesitaba desahogarse con alguien, pero a pesar de la solicitud de Cindi, y de su curiosidad por saber exactamente lo que había sucedido, no podía contarle nada. No podía expresar con palabras todas las emociones que había experimentado. De hecho, no existían palabras para describir lo que había significado para ella estar con Steve.

—¿Te has quedado dormida? —le preguntó al fin Cindi, y Robin se dio cuenta de que durante todo ese tiempo había permanecido en silencio.

—No, claro que no. Me has contado todo lo que hiciste, los lugares que has visitado, pero ha tenido que haber. . —se interrumpió para dar un efecto dramático a su pausa—.. «un hombre».

Tuviste que conocer alguno durante estos días de viaje, ¿no?

—Bueno, la verdad es que sí —rió Cindi.

—¡Vaya! Y no me lo habías dicho, después de todo lo que insististe en que yo te hablara del mío. .

—Bueno, no quería que pensaras que, una vez que te perdí de vista, me había dedicado a soltarme el pelo y a . .

—Jamás habría pensado eso. Vamos, cuéntame.

—Se llama Roger, y estudia Derecho en Yale. Congeniamos muy bien desde el primer momento.

Su compañero de camarote y él habían planeado pasar una semana en St. Croix, pero su amigo se borró a última hora y él decidió ir solo. Yo le expliqué lo que te había sucedido, y no pudimos menos que reírnos de la manera en que nos había unido el destino. . pasamos la mayor parte del día juntos —se interrumpió por un instante—. Me gusta mucho, Robin. Y creo que yo también le gusto bastante a él. Resulta difícil de explicar, pero lo cierto es que puedes estar con alguien muy poco tiempo y tener la impresión de que lo conoces de toda la vida.

—Lo sé.

—Intercambiamos las direcciones y los números de teléfono, pero no pienso contener el aliento hasta que sepa algo de él. Nos divertimos mucho, pero no quiero ponerme a fantasear sobre lo que pasará de ahora en adelante.

—Yo tampoco.

A la mañana siguiente Robin se despertó temprano, resentida de unos dolores en el estómago y el vientre que, con toda seguridad, no atribuyó a la posibilidad de que estuviera embarazada.

Evidentemente, se sintió aliviada por ello. Lo último que necesitaba en aquellas circunstancias era un inesperado embarazo. Recordó lo que le había dicho Steve acerca de tener hijos con ella.

Necesitaba llamarlo para asegurarle de que no habría repercusiones de su estancia en la isla. . Al menos que fueran visibles.

Se sentía tan distinta de la Robin que apenas la semana anterior había bajado del crucero para visitar las pozas de la isla, cuando la mayor de sus preocupaciones en aquel entonces había sido el comportamiento hiperprotector de sus hermanos. . Ahora estaba pensando seriamente en relacionarse con un hombre que tenía una profesión peligrosa, que vivía a miles de kilómetros de Texas y que la hacía temblar con solo tocarla. Tenía miedo de sus propios sentimientos. Miedo de perder su propia identidad antes de tener tiempo de encontrarla.

Después de tomar una medicina para los dolores, Robin volvió a su litera. Cuando se despertó Cindi, le dijo cómo se encontraba y que pensaba quedarse en la cama durante todo el día. Al día siguiente regresarían a Miami, donde tomarían un avión para Texas.

Una vez que estuviera en casa, ya decidiría sobre lo que necesitaba hacer.

Robin ya llevaba tres días en su apartamento de la universidad. Era la primera tarde que Cindi había salido, así que estaba sola. Sacó de su bolso la tarjeta de Steve y la examinó con atención.

Luego la dejó sobre la mesa, tomó el teléfono y marcó su número. En seguida saltó el contestador automático, con la voz de Steve:

—Por favor, deje su mensaje.

—Hola, Steve —pronunció, tragando saliva—, soy Robin. Solo llamaba para decir que todo me ha ido bien. No tengo ningún efecto. . duradero de mi estancia en la isla. Mi vida ha vuelto a la normalidad. El nuevo semestre empezó ayer. La verdad es que esta primavera voy a estar muy ocupada. Quiero darte una vez más las gracias por tu hospitalidad. Me ha encantado conocerte.

Gracias por haberme regalado unas vacaciones tan memorables.

Ya estaba. Esperaba que no le hubiera salido un tono demasiado solemne, demasiado emocionado. No quería parecer como si estuviera sentada al lado del teléfono esperando a que él llamara. .

Transcurrió una semana. Luego otra. Y otra más.

Ya no volvió a saber de él. Conforme iba pasando el tiempo, empezó a resultar obvio que todo lo que le había dicho Steve Antonelli no había sido más que una mentira.

Otra noche se había quedado en casa con la excusa de que necesitaba estudiar, cuando de pronto tomó conciencia de lo estúpida que había sido al creer que realmente Steve tenía intención de conservar el contacto con ella. Y «él» la había acusado a «ella» de querer solamente una aventura de vacaciones. Qué ironía.

No se sorprendía de que se hubiera apresurado a hacerle esa acusación, porque era eso lo que él había tenido en mente durante todo el tiempo. ¡Y pensar que se había tomado en serio incluso su alusión al tema del matrimonio! La había convencido completamente de su sinceridad. ¡Qué ingenua había sido! Ahora mismo, con sus amigos de Los Ángeles, todavía debía estar riéndose de ella.

Recogió la tarjeta que él le había dado, que había insistido en darle, y sacudió la cabeza con un gesto de disgusto. Decidió no deprimirse. Lanzó la tarjeta al cesto de los papeles y salió del apartamento. Iría a ver una película, a buscar a unas amigas, a jugar un poco al billar. Haría cualquier cosa excepto quedarse en casa esperando a que sonara el teléfono.

Por lo que a ella se refería, Steve Antonelli ya era historia.