Capítulo 3

Steve ya llevaba siete días enteros en la isla y tenía que admitir que no estaba muy seguro de que alguna vez quisiera volver a la civilización. No había tomado conciencia de lo mucho que se había obsesionado con su trabajo hasta que se adaptó a su nuevo programa de ocio. Se levantaba al amanecer, pasaba el día fuera nadando, leyendo o sesteando, y se acostaba no mucho después de la caída del sol. Se decía que eso era lo que todo ser humano debía hacer: vivir de acorde con los ritmos de la naturaleza. Comía cuando tenía hambre, dormía cuando estaba cansado y no había mirado un reloj desde que llegó a la isla.

Por primera vez desde hacía mucho tiempo, se despertaba cada mañana con ganas de empezar un nuevo día. En aquel instante, cuando estaba coronando uno de los lugares más altos de la cara norte de la isla, Steve comprendió que debería estarle, eternamente agradecido a Ed por haberle ofrecido la posibilidad de vivir allí. De repente se detuvo, creyendo haber visto algo en el horizonte. Lo enfocó con sus binoculares y sonrió. Su primer signo de existencia de civilización desde que llegó: un crucero de lujo apareció ante sus ojos, perdiéndose en la distancia.

Steve recordó que Ed le había mencionado un acuerdo al que había llegado con una de las líneas de cruceros de la región, por el cual sus pasajeros podían visitar la isla durante unas pocas horas cada dos semanas. Ed le había asegurado que no lo molestarían. En aquel momento sintió curiosidad por saber si habría tenido alguna visita recientemente o si tendría que esperar alguna durante las siguientes horas. Oteó la playa, pero a primera vista no vio a nadie. Durante unos minutos se dedicó a contemplar el mar con sus prismáticos intentando descubrir algún delfín. Le fascinaba el mar.

Poco después detectó por el rabillo del ojo un movimiento en la playa. Miró nuevamente con los binoculares. Allí, frente al océano podía ver a una esbelta joven vestida con camiseta y pantalones cortos, tocada con una ancha pamela. Una bolsa colgaba de su hombro. Parecía la viva imagen del desánimo y del abatimiento. Volvió a enfocar el crucero y descubrió una pequeña lancha a punto de abordarlo. La situación parecía obvia. Por alguna razón aquella mujer había perdido la lancha y se había visto imposibilitada de regresar al crucero. La habían dejado abandonada en la isla.

Se sorprendió al descubrir que no estaba tan irritado como habría imaginado en un principio al haber visto turbadas sus solitarias vacaciones por aquella intrusión. Como Adán en el jardín del Edén se había resentido de su soledad, un hecho que no se había manifestado hasta que vio a aquella mujer abandonada en la playa. Mientras se hacía esas reflexiones, descubrió que el crucero se alejaba hasta perderse en el horizonte. Efectivamente: aquella mujer se había quedado abandonada a su suerte en la isla, al menos por el momento. De pronto la joven se volvió lentamente y examinó la isla, alzando la cabeza de manera que Steve puso ver su rostro, hermoso y de rasgos finos.

El corazón empezó a latirle aceleradamente. No era una buena señal. Era extraño, porque nunca antes había experimentado una reacción tan inmediata e intensa ante la simple vista de una mujer, por muy atractiva que fuera. Después de todo, ¡no llevaba tanto tiempo en la isla!

Sabía que sonaba demasiado cursi afirmar que parecía un ángel, pero ese fue el primer pensamiento que se le pasó por la cabeza. Tenía el cabello de un color rojo fuego y los ojos claros, brillantes por las lágrimas. Indudablemente, se trataba de una damisela en apuros. «Bueno, Steve, aquí tienes una oportunidad de jugar el papel de héroe», pensó. Ahora que había podido observarla mejor, no estaba muy seguro de querer renunciar a la plácida existencia que había disfrutado hasta ese momento. Había estado viviendo una vida demasiado cómoda, afeitándose cuando le apetecía, vestido durante todo el día solo con un bañador, como para empezar a tener que tomar en cuenta los caprichos de otra persona. Y, según su experiencia, cuanto más atractiva era una mujer, más fácilmente esperaba que sus caprichos fueran satisfechos, toda vez que su belleza la dotaba de una especial consideración. Esa actitud siempre lo había irritado y esperaba fervientemente que aquella joven no fuera una prima donna que fuera a desahogar su irritación en él porque había perdido su barco. .

Suspiró. En todo caso, no podía dejarla abandonada en la playa, así que lo mejor que podía hacer era bajar y darse a conocer. Dado que no había ningún sendero que bajara desde aquella colina, tendría que retroceder y seguir por la línea de playa hasta donde ella se encontraba. De todas formas aquella joven no iba a ir a ninguna parte, eso era seguro.

Robin se sentía como una estúpida. ¿Cómo podía haberse alejado tanto de los demás sin darse cuenta? ¿Cómo podía haberse despistado tanto de la hora que era? Buscó cobijo a la sombra de los árboles y se sentó. Necesitaba pensar muy bien lo que iba a hacer. Después de quitarse la pamela, se enjugó el sudor de la frente y las lágrimas que le corrían por la cara. Carecía de sentido culpar a nadie que no fuera ella misma: tenía que dejar de autocompadecerse y pensar en una forma de acceder al propietario de la isla y pedirle ayuda.

Se dedicó a mirar lo que llevaba en su bolsa, por si había algo que pudiera ayudarla en aquella apurada situación. Crema de protección solar. Dado que nunca iba a ninguna parte sin su crema, se alegraba de haberla traído consigo. De su madre había heredado una piel muy fina que necesitaba del protector contra el sol más eficaz que había en el mercado. A pesar de ello, durante los últimos días se había bronceado más que nunca, un atractivo que hubiera podido servirle en la escala de algún puerto, donde quizá habría conocido a algún joven alto y moreno que. .

Pero no. El único problema era que en el escenario en el que actualmente se encontraba, era muy improbable que pudiera conocer a alguien. Si recordaba correctamente el itinerario del crucero, el barco no volvería a pasar por la misma ruta hasta después de una semana, ya de regreso. ¿Y si no se detenía a hacer una nueva visita a la isla durante el camino de vuelta? ¿Y si se quedaba atrapada allí para siempre? De acuerdo, tuvo que reconocer que lo de «para siempre» era un poco exagerado. Tuvo que recordarse que tenía que haber una casa en alguna parte de la isla.

Una casa habitada por gente a la que pedir ayuda.

Siguió rebuscando en su bolsa. La camisa que había traído estaba doblada dentro, junto con unos pantalones, un impermeable y otro traje de baño. Oh, estupendo. Nada de ropa interior. Un peine, algunos cosméticos, su pequeño cepillo de dientes y pasta dental. En el fondo encontró corrida; una manzana, una pera, dos naranjas, dos carras de chocolate y una botella de agua. Eso debería servir para mantenerla alimentada por lo menos durante. . unas tres o cuatro horas. ¿A quién quería engañar? Estaría atrapada en la isla durante un número indeterminado de días. Y

ciertamente no disponía de provisiones para sobrevivir —in conseguir antes ayuda. Se levantó con un suspiro resignado, colgándose la bolsa del hombro. Podía superar esa situación. Era fuerte.

Confiaba en sí misma. Después de aquella pequeña sesión de autoconvencimiento, empezó a caminar hacia el sur.

De repente detectó un movimiento a lo lejos. Un hombre caminaba rápidamente hacia ella por la playa, muy cerca del agua. Por un segundo Robin sintió el abrumador impulso de esconderse entre la maleza de la costa, antes de que se impusiera su sentido común. El gesto decidido de aquel hombre indicaba que ya la había visto y que se dirigía a su encuentro. Se puso sus gafas de sol: de ese modo se sentiría más segura cuando tuviera que hablar con él. Su madre siempre le había dicho que sus ojos traicionaban continuamente sus pensamientos. Y no tenía intención de dejar que aquel desconocido adivinara lo que pensaba. Especialmente lo que pensaba sobre él.

Conforme el hombre se iba acercando, el pulso de Robin se aceleró. Si se trataba de un buen representante de los nativos de aquella isla. . tenía que reconocer que estaba verdaderamente impresionada. Por única vestimenta llevaba unos pantalones cortos muy ceñidos a los muslos, que destacaban cada músculo. Estaba muy bronceado por el sol. Sus anchos hombros contrastaban con su estrecha cintura y. .

Allí estaba ella, con la mirada fija en su única prenda de ropa. Robin se apresuró a bajar la vista a sus musculosas piernas, y advirtió que llevaba zapatillas de marinero.

—Parece que se ha perdido —fueron sus primeras palabras cuando se detuvo frente a ella.

Robin continuaba mirándolo. No podía evitarlo; no había dejado de hacerlo desde la primera vez que lo vio. No era el primer hombre atractivo que veía, entonces. . ¿qué le estaba sucediendo?

Debía de tener unos treinta y pocos años. La experiencia le había dejado unas finas arrugas en torno a sus ojos y boca. Tenía los ojos oscuros. El cabello negro y rizado daba un aire juvenil a un rostro demasiado serio, aparentemente poco habituado a sonreír.

Robin, por su parte, sonrió, esperando relajar la tensión que habían originado su frío comentario.

—«Perdida» no es la palabra exacta. «Abandonada» sería más preciso.

—¿Viajaba usted en el crucero? —señaló con la cabeza hacia el mar.

—Sí.

—Y perdió la lancha.

—En efecto.

Robin dejó de sonreír al ver que él no añadía nada. Seguía muy quieto, con las manos apoyadas en las caderas y las piernas separadas, mirándola como si fuera una especie animal no identificada que acabara de descubrir en la playa.

—Yo. . esto. . supongo que usted será el propietario de la isla —comentó al fin.

—No —contestó con tono risueño—. Solo estoy de visita.

—Oh. Bueno. ¿Por casualidad no tendría algún teléfono que pudiera utilizar?

El hombre sonrió, y Robin se disgustó consigo misma por encontrarlo tan atractivo. Tenía una sonrisa mortal, aún más potente porque era la primera vez que la usaba con ella.

—¿A quién quiere llamar? —le preguntó con genuina curiosidad.

Era una buena pregunta.

—Bueno, quizá podría ponerme en contacto con el barco. Al menos necesito decirle a mi compañera de viaje que no me he ahogado. Luego quizá pueda pensar en el siguiente paso.

—Claro. Vamos —se volvió y empezó a andar—. La llevaré a la casa. Está en el otro extremo de la isla. Espero que le guste caminar.

No se molestó en asegurarse de si lo seguía o no, un gesto que Robin juzgó bastante grosero.

No era, sin embargo, la ocasión más adecuada para darle una lección de buenos modales. Tuvo que correr para alcanzarlo.

—¿Lleva mucho tiempo allí? —le preguntó. Robin esperó, pero él no añadió nada más. Caminaron durante un rato en silencio hasta que se atrevió a comentarle:

—No es usted un gran conversador, ¿eh? Sin aminorar el paso o volverse para mirarla, explicó:

—He venido aquí para escapar de la gente.

—Oh. Entonces siento molestarlo tanto.

—No lo está haciendo.

Quizá no, pensó ella, pero le estaba dejando muy claro que su presencia en la isla no era algo que le encantara precisamente. Al menos tenían eso en común. El desconocido siguió caminando con rapidez. Para cuando llegaron al sendero que ascendía hasta la casa Robin ya estaba sin aliento, pero aun así se negaba a pedirle que redujera el paso.

Al terminar de subir, se detuvo y contempló admirada la casa. Era de un solo piso, pero con varios niveles que se adaptaban a la ladera del acantilado. Imaginaba que la vista desde aquellos ventanales debía de ser espectacular. Quienquiera que hubiese construido aquella mansión, no le había faltado el dinero. Una vez en el patio, con sus cómodas tumbonas y mesas de jardín, estuvo a punto de dejarse caer en alguna de las sillas, agotada. Pero en lugar de ello lo miró, esperando su siguiente movimiento, que no tardó en llegar.

—¿Conoce el número telefónico del barco?

Robin se preguntó por qué aquel hombre siempre la hacía sentirse como si fuera una completa estúpida.

—Bueno, yo. . La verdad es que no.

Frunciendo el ceño, se le acercó y la miró detenidamente.

—Será mejor que tome asiento antes de que se caiga. Está usted roja y acalorada.

A Robin se le ocurrieron varias respuestas a su comentario, pero prefirió sentarse en silencio mientras él desaparecía en el interior de la casa. Cerró los ojos. Si alguien le hubiera dicho, cuando empezó aquel crucero con Cindi, que terminaría abandonada en una isla con un hombre de expresión severa y una sonrisa que quitaba el aliento. . jamás le habría creído. ¿Acaso no habían fantaseado las dos con todos los hombres atractivos que habrían debido encontrar en el crucero?

Habían intercambiado sus expectativas al respecto, con la esperanza de vivir alguna breve aventura, nada serio ni permanente. . Bueno, pues allí había un hombre que podía haber salido de cualquiera de esas febriles fantasías, y Robin no sabía ni qué decir ni cómo comportarse, como si fuera una tímida e inexperta colegiala. .

Aquello era tan violento y embarazoso. . Había terminado estropeándole las tranquilas vacaciones a aquel tipo. Debía volver lo antes posible al barco.

Tenía que haber una manera. . Ese hombre debía de contar con algún medio de transporte. . si acaso se lo ofrecía. Oyó el sonido de una puerta corredera al abrirse y alzó la mirada. Su salvador se dirigía hacia ella, seguido de una mujer que sostenía una bandeja con unos refrescos.

—Aquí tiene, señorita —le dijo la mujer, dejando la bandeja sobre una mesa cercana y ofreciéndole un vaso alto de un líquido rosado con hielo.

Robin tomó un sorbo y suspiró satisfecha. Aquel refresco de frutas era justamente lo que necesitaba.

—Muchas gracias —pronunció agradecida. Sonriendo, la mujer se marchó.

—Creo que al menos deberíamos presentarnos —dijo el hombre, sentándose cerca de ella—, dado que parece que vamos a tener que convivir durante unos días.

Fue una desgraciada casualidad que Robin estuviera bebiendo precisamente en ese momento, ya que al oír aquello se le derramó parte de la bebida en la camiseta y empezó a toser. El hombre se levantó de inmediato y empezó a darle golpecitos en la espalda.

—Por favor, ya estoy bien —mintió. Cuando se sentó y la miró de nuevo, sacó una servilleta de papel de una caja y se la tendió. Robin consiguió dejar el vaso sobre la mesa cercana sin derramarlo y aceptó la servilleta, enjugándose las lágrimas de los ojos y secándose la mancha.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó minutos después, observándola detenidamente.

—¿Qué quería decir con eso de que vamos a tener que convivir?

El desconocido sonrió de nuevo, lo cual no le pareció para nada justo. Verdaderamente tenía una sonrisa mortal que encontraba absolutamente turbadora.

—¡Oh! ¿Es eso lo que le ha sorprendido? No era mi intención decir nada que la molestara. Dado que esta es la única casa de la isla, no creo que tenga mucha elección. Pero no se preocupe, hay por lo menos media docena de habitaciones, y tendremos a Carmela y a Romano para evitar que nos quedemos solos, si le preocupa que podamos vernos envueltos en una situación comprometida.

Robin se esforzó por conservar una actitud digna, algo que resultaba algo difícil teniendo en cuenta las circunstancias.

—No estaba preocupada. Supongo que contaba con poder salir de la isla sin pasar siquiera una sola noche aquí.

—Eso no es posible. Romano tal vez podría llevarla a St. Thomas por la mañana, pero creo que eso no la ayudaría en nada a localizar su barco. ¿Era esa alguna de sus escalas?

—Me temo que sí, pero en el viaje de regreso —explicó, abatida.

En ese instante él le tendió la mano, presentándose:

—Soy Steve Antonelli, de Los Angeles.

—Robin MacAlister, de Texas —se la estrechó tras una leve vacilación.

—Ya sabía yo que eras de Texas —comentó, tuteándola.

—¿Por qué? —arqueó las cejas.

—Por tu manera de hablar. Tengo una vecina que es de allí. Tú hablas igual que ella —al momento cambió de tema—. Recuerdo que comentaste que querías contactar con tu compañera de viaje. Me sorprende que no te acompañara en la visita a la isla.

—La verdad es que no le interesaban las pozas marinas —explicó Robin, retorciéndose las manos y bajando la mirada—. Ojalá yo tampoco hubiera estado interesada en ellas.

—Entremos en la casa, a ver si podemos localizar por teléfono a alguien del barco. ¿Te parece bien? —cuando ella asintió, la guió a un espacioso comedor con ventanales altos hasta el techo en todas las paredes. La vista era espectacular, casi como si estuvieran al aire libre.

—Tienes una casa fantástica —comentó. Podía distinguir un comedor tras una puerta en forma de arco, y un pasillo enfrente, que parecía llevar a la otra ala del edificio.

—Pertenece a un amigo. Soy muy afortunado de poder estar aquí.

—Desde luego.

—Si me disculpas, voy a buscar mi móvil. Por favor, siéntate —la invitó, y abandonó la habitación.

Robin se quitó la pamela y la dejó sobre una mesa cercana. Cuando se miró en el espejo al otro lado de la mesa, esbozó una mueca. Tenía la nariz colorada, la trenza casi deshecha y la ropa húmeda y arrugada. No le extrañaba que aquel hombre no se hubiera sentido nada atraído por ella. . ¡Cindi se habría muerto de la risa de haber estado presente durante su encuentro! Y Robin habría dado cualquier cosa con tal de que Cindi hubiera estado allí con ella. Ella habría sabido qué decir y cómo comportarse con Steve Antonelli, de Los Angeles, California. El carácter vivaz de su amiga hechizaba a todos cuantos la conocían. Y desconocía lo que era la timidez, algo que Robin a menudo le había envidiado.

Dio la espalda al espejo: no necesitaba que la recordara el aspecto que ofrecía en aquellos momentos. Concentrada en el paisaje que se extendía ante sus ojos, no oyó a Steve entrar en la habitación.

—Ya está. Tengo a un oficial del barco al teléfono.

Robin tomó agradecida el aparato que le tendía, como si estuviera aferrándose a una tabla salvavidas en el mar de incertidumbre y azoro en el que se estaba ahogando. Le explicó al oficial quién era y lo que le había sucedido, antes de preguntarle cómo podía hacer para volver a abordar el barco. Se le encogió el corazón al escuchar su respuesta. Después de enviarle un mensaje a Cindi, le dio las gracias y colgó. Steve había ido a la cocina mientras ella hacía la llamada, así que dejó el móvil sobre una mesa, luchando por contener las lágrimas. Por supuesto que no había podido sorprenderla que el barco no hubiera podido volver para recogerla: evidentemente tenía un programa que cumplir.

Pero hasta que no hubo hablado directamente con su responsable, no había querido enfrentarse al hecho de que estaba atrapada allí, y en compañía de un extranjero para el cual no era más que una inoportuna molestia.

—¿Todo bien? —le preguntó Steve cuando volvió al salón.

—Bueno, la verdad es que no —respondió con un nudo en la garganta.

—¿No pueden recogerte? —inquirió con un matiz de simpatía en la voz que casi le hizo perder el escaso control que le quedaba.

—No. Siguen un programa muy estricto. Me sugirieron que me dirigiera a su encuentro en St.

Thomas, cuando regresaran con rumbo norte —tomó conciencia de lo que acababa de decir—.

Todavía faltan cinco días para entonces —bajó la mirada a su bolsa. Cinco días. ¿Cómo iba a poder pasar cinco días allí con solo lo que llevaba en aquella bolsa? Se mordió el labio inferior—. ¿No dijiste antes que alguien podría llevarme a St. Thomas?

—Sí. Romano podrá llevarte cuando lo necesites —se interrumpió, como buscando las palabras más adecuadas—. No quiero pecar de indiscreto, pero. . ¿llevas algo de dinero encima?

«¡Oh, no!», exclamó Robin para sus adentros. Había estado tan preocupada por la ropa que ni siquiera había pensado en su necesidad de dinero. Sacudió la cabeza, entristecida.

—Me temo que no. Me dejé mi bolso con todo lo necesario en el barco. Pero supongo que podría enviarle dinero a ese hombre, por el viaje, cuando llegara a casa y. .

Steve se aclaró la garganta, frunciendo los labios para disimular una sonrisa.

—No estaba pensando en Romano. Él no te cobrará el viaje. Más bien me refería a tu estancia en St. Thomas hasta que regrese el barco. O incluso en la posibilidad de que compres un billete de avión a casa, en vez de esperar. Mucho me temo que si no puedes conseguir que te envíen algún dinero desde casa, vas a verte forzada a quedarte aquí hasta que puedas volver en el barco.

Robin se dijo que aquel hombre tenía razón. Sin dinero se veía seriamente limitada. Sabía que siempre podía llamar a sus padres y que ellos le enviarían dinero y un billete de avión. Pero eso significaría que tendría que confesarles lo que le había pasado, y por nada del mundo no quería hacer eso. Si algún día descubrían que se había quedado abandonada en una isla del Caribe por puro despiste, su familia entera le diría que sus propios actos le habían confirmado que era incapaz de cuidar de sí misma. No. Haría cualquier cosa con tal de no decírselo a sus padres, incluso quedarse allí durante los días siguientes.

—Yo, eh. . realmente preferiría no contarles nada a mis padres. Se preocuparían mucho y. .

bueno, si no te importa que me quede aquí, pues. .

—¿Sigues viviendo en casa de tus padres?

—Bueno, este es mi último año de estudios en la Universidad de Texas, en Austin. Mis padres poseen un rancho a unas pocas horas de allí, al oeste.

—Ah, una estudiante universitaria. ¿Es tu primer crucero?

—Sí, y el último también. Nunca imaginé que podría ser una experiencia tan claustrofóbica —

suspiró—. Aparte de eso, lamento de verdad todos los problemas que te estoy causando. .

—No me estás causando ningún problema.

—No te molestaré en nada, te lo prometo. Ni siquiera te darás cuenta de que estoy aquí.

—Robin —rió Steve—, es imposible que no me dé cuenta de que estás aquí. En primer lugar, no hay motivo alguno para que tengas que evitarme. Te lo garantizo, estarás perfectamente a salvo conmigo.

—¿En qué trabajas? —le preguntó Robin, dejándose llevar por la curiosidad.

—Soy policía.

—¿De verdad? —abrió mucho los ojos—. Qué interesante. Creo que eres el primer policía que conozco.

—Te prometo que no te aburriré con historias y batallitas. De hecho, precisamente he venido aquí para olvidarme de todo eso.

—Entiendo. ¿Llevas mucho tiempo trabajando de policía?

—El suficiente —respondió, lacónico.

Evidentemente aquel era un tema del que no deseaba hablar, pensó Robin. Se preguntó la edad que tendría: probablemente unos treinta y pocos años, unos diez mayor que ella. Por supuesto, eso no tenía nada de malo. Su padre era diez años mayor que su madre y su relación siempre había sido excelente. «¡Oh, Dios mío. ¿En qué estoy pensando?», exclamó para sí. No tenía ningún motivo para suponer que aquel hombre pudiera estar interesado en ella. La actitud que le había demostrado había sido similar a la forma en que solía tratarla su hermano Jason: una divertida tolerancia que la hacía desear haberlo conocido en otras circunstancias. Lo encontraba muy atractivo y esperaba, dado que iba a quedarse allí durante los próximos días, que él también se sintiera atraído por ella.

¡Podía imaginarse la reacción de su familia si la estuviera viendo en aquellos momentos! Ese pensamiento bastó para alegrarla.

—¿Qué te parece si te enseño tu habitación? —le propuso Steve, y Robin se dio cuenta de que llevaba varios segundos ensimismada en sus pensamientos—. Seguro que querrás ducharte y refrescarte un poco —miró su bolsa—. ¿No has traído nada más contigo?

—No. Solo pensaba pasar unas pocas horas en la isla. .

—Veré qué es lo que puede conseguirte Carmela. Tal vez la esposa del propietario haya dejado aquí alguna ropa que te siente bien.

—Te lo agradezco muchísimo.

Steve se volvió, sonriendo. Mientras Robin lo seguía pasillo abajo, él le preguntó:

—¿Por qué no descansas un rato? Si te quedas dormida, te despertaré a la hora de la cena. Ya verás, Carmela es una magnífica cocinera. Espero que te sientas como en tu casa mientras estés aquí.

Robin no pudo sentirse más aliviada. Realmente aquel hombre estaba siendo muy amable con ella. Quizá todo le saliera bien, después de todo. .