Capítulo veintitrés

 

 

No estoy sola, y no solo porque Julio esté a mi lado.

La realidad de mi vida me atropella al día siguiente del desastre, y me doy cuenta, sin anestesia ni nada, que realmente no estoy sola, sino que tengo a un montón de gente que se preocupa por mí de verdad.

Las primeras en llegar a Cosas necesarias son Daniela y Susana. Las he tenido que llamar para contarles lo sucedido, y media hora más tarde, aquí están, ofreciéndome consuelo y cuatro manos para ayudarme.

Empezamos barriendo, porque el suelo está intransitable.

—Las cosas estas metálicas que han pintarrajeado te las limpio yo en un santiamén —me dice Daniela, sosteniendo en su mano una campana tibetana que era dorada en origen, y que ahora es roja como una amapola—. Aunque esto podrías venderlo como algo exótico. —La hace sonar mientras se ríe—. La campana infernal muajajajajajajajaja.

Pone caras raras que se supone que son diabólicas mientras camina como un orangután.

—Deja de hacer el mono —la riñe Susana entre risas sin dejar de barrer, y yo no puedo evitar unirme a ellas—. Por tu culpa me romperé una uña y entonces sí que será un drama.

—Déjate de gilipolleces, pija —la rebate Daniela—. Esas uñas son más falsas que el relleno de tu sujetador. Si se te rompe una, te la cambias y punto.

—¿Queeeeé? ¡Yo no uso relleno! ¡Mis tetas son auténticas!

—Sí, sí, claaaro, auténticas de silicona, ¿no?

A Daniela le encanta picarnos. Es una de esas cosas que la hacen tan especial. A veces la mataríamos, pero también nos hace reír, así que acabamos perdonándola. Y bien sabe Dios que ahora mismo necesito mucho reírme.

A media mañana, llegan Paula y Luke. Este último ha arrastrado a unos cuántos de sus amigos heavys, que vienen dispuestos a cargar lo que sea en sus anchas espaldas.

—Preciosa, ven aquí —me dice Luke en cuanto entra como un torbellino, abriendo los brazos. Me refugio en ellos y veo que Julio arruga el entrecejo y sus ojos refulgen con algo parecido a los celos ante el abrazo de oso de mi amigo.

—Ven, quiero presentarte a alguien —le digo a Luke, y lo arrastro hacia Julio—. Este es Julio, mi novio.

—Vaya, felicidades, tío —le dice, ofreciéndole la mano. Julio se la estrecha y aprieta fuerte—. Te llevas una auténtica joya. Nuria es una mujer excepcional.

—Lo sé, —admite él. Me pasa un brazo por los hombros y me estrecha contra su cuerpo sin soltarle la mano a Luke. Está claro que está marcando territorio ante otro macho que puede ser un posible competidor. Me parece súper adorable.

—Más te vale cuidarla bien.

—Eso tengo intención de hacer, sin que nadie me advierta sobre ello.

Ambos sonríen, pero es ese tipo de sonrisa que esconde una amenaza implícita en ella. Solo hace falta que le salgan rayos de los ojos y se fulminen.

—¿Qué es lo que tenemos que hacer? —interrumpe uno de los amigos de Luke, y le doy las gracias con toda mi alma porque me temía que iba a tener que despegarles las manos, que todavía se están apretando, en una absurda demostración de fuerza bruta.

—Hay que apartar esas estanterías para poder rascar las paredes.

Julio parece relajarse y suelta la mano a Luke, que cierra el puño varias veces. En sus ojos brilla una chispa de diversión. Me mira con socarronería y me guiña un ojo.

—Te has agenciado un buen espécimen —me susurra para que Julio no lo oiga.

—Sí, ¿verdad?

—¿Eres feliz? Bah, por qué pregunto eso. Se nota en tus ojos. Nunca habían brillado tanto. Pero si te hace daño, no dudes en decírmelo para que pueda romperle las piernas.

—Pero qué bruto eres…

—A muerte, cariño, ya lo sabes.

A la hora de comer, Julio pide un montón de pizzas y todos nos sentamos en en suelo, ya limpio y recogido, para comer.

—¿No hay ninguna con curry? —pregunta Daniela como quién no quiere la cosa, y Julio la fulmina con la mirada, lo que hace que ella se eche a reír.

—He destruido todas las existencias de curry de Esquelles, por si acaso te daba algún repío —contesta, sacándole la lengua como un niño.

Excepto nosotras, nadie de los presentes sabe a qué viene aquello y nos miran como si estuviésemos locas cuando nos echamos a reír. Pobrecito Julio, que tuvo que sufrir la cruel venganza en forma de curry, algo que él odia a muerte, que Daniela le puso en tooodas las comidas, por hacerme enfadar cuando estaba malito.

Aquí estábamos, sentados en el suelo y comiendo, cuando llega Alonso con dos amigos, compañeros suyos. También vienen a ayudar.

—Estos son Juanjo y Luis —los presenta—. Unos manitas de la madera. Verán si las estanterías y el mostrador se pueden recuperar. Me ha costado toda la mañana dar con ellos.

Me levanto para saludarlos, pero antes le doy un abrazo a Alonso. Así que esa era la razón de que no hubiera venido antes.

—Gracias —musito.

—Lo que sea por mi hermanita.

Adoro cuando me llama así. Al principio pensaba que solo era una manera de hablar, pero poco a poco me estoy dando cuenta que no es eso. Supongo que, de alguna manera, excepto Daniela, las demás nos hemos ido convirtiendo en hermanas postizas, porque el cariño que siente por nosotras es el mismo.

Tanto tiempo pensando que estaba sola y ahora, de repente, me doy cuenta de que no es así.

Por la noche, al volver a casa, Cosas necesarias empieza a tener cara otra vez. Las paredes están raspadas y ha desaparecido cualquier indicio de las pintadas. Las cosas rotas han ido al contenedor. Daniela se ha hecho cargo de los objetos metálicos y ha estado limpiándolos con decapante; no podré venderlos al mismo precio que tenían, pero por lo menos recuperaré el dinero que me gasté en ellos. Juanjo y Luis han estado trabajando en el mostrador, y aunque de momento parece que haya atravesado un campo de minas, dicen que cuando acaben con él, quedará como nuevo. Las estanterías están todas de pie, y guardadas en la trastienda, esperando para ser también reparadas y vueltas a poner en su sitio cuando hayamos pintado. Y la persiana está reparada y añadidos dos cerrojos más de seguridad, por lo que puedo cerrar e irme tranquilamente a casa.

Por suerte, la trastienda quedó intacta. Audrey jr. está allí, y me hubiera dolido mucho que le hubiese pasado algo a esta planta. Supongo que al vándalo no le dio tiempo de ocuparse de ella, algo por lo que doy gracias.

—Estoy molida.

Los demás se han ido al McDonalds a cenar, pero yo prefiero irme a casa. Necesito una ducha y meterme en la cama. Ni siquiera tengo ganas de cenar.

—Es lógico, brujilla. Ha sido un día agotador.

Vamos en el Ibiza de Julio. Yo me acurruco todo lo que el cinturón de seguridad me permite, que es poco, jolines. Me gustaría poder estar pegada a su costado para sentir el calor de su cuerpo. Eso me relajaría un montón.

—Pero la mayor parte del trabajo duro físico lo habéis hecho vosotros. No debería estar tan cansada.

—Eso no tiene nada que ver. Las emociones también agotan las energías, y tú has tenido demasiadas durante el día de hoy. De buenas, y de malas.

—Supongo que tienes razón —admito.

Ha sido como estar en un puñetera montaña rusa emocional, y creo que he vivido todo el abanico que el corazón puede ofrecer, desde la rabia más absoluta y el desamparo más descorazonador, hasta la enorme alegría y la gratitud al ver que tanta gente se preocupa por mí.

—En cuanto lleguemos a mi casa, tú te duchas y yo hago algo de cenar.

—¿A tu casa?

—Sí. En la tuya no van a dejarte en paz, y ahora lo que necesitas es dormir toda la noche de un tirón, y no que los gemidos Alonso y los gritos de Daniela nos despierten.

—Son unos escandalosos —me río.

—Mucho.

—¿Yo grito tanto? —tengo curiosidad por saberlo, y la verdad es que cuando hago el amor con Julio, en lo que menos pienso es en pararme a prestar atención a los ruidos que hago.

—Tú no gritas; ronroneas como una gatita.

—¿En serio?

—Sí, y es un sonido que me encanta y me pone mucho. Igual que cuando me clavas las uñas en la espalda, o me muerdes.

—¡Yo no hago eso! —protesto, sorprendida. No soy una persona que tenga la necesidad de expresar su agresividad, de ninguna manera.

—Oh, sí, lo haces. ¿Quieres ver las marcas? —se ríe—. Porque después te las enseñaré gustoso.

—¿Y eso te gusta?

—Me pone a mil.

—¡Oh!

Vaya, no sabía que podía ser tan efusiva en la cama. Jamás me habían acusado de serlo. ¿Arañar y morder? Madre mía. No sé si sentirme avergonzada, pero por la mirada de soslayo que Julio me dirige, deduzco que a él no solo no le importa, sino que se siente terriblemente orgulloso de provocarme este comportamiento.

Llegamos a su casa y subimos. Vive en un tercero, en un piso de escasos cincuenta metros cuadrados, de «concepto abierto». O lo que viene a ser lo mismo en la práctica, «no me queda sitio ni para poner paredes».

—¿Cómo es que vives en un piso tan pequeño? —le pregunto. Hace días que me ronda por la cabeza, pero nunca se la he hecho.

—Porque no necesito más, el alquiler es bajo, y puedo ahorrar.

Un hombre ahorrador. Julio siempre acaba sorprendiéndome al descubrir cosas nuevas de él.

—Me gustan los hombres ahorradores, pero no los tacaños.

—No soy tacaño —protesta con el ceño fruncido.

—Ya lo sé. Un hombre tacaño no me habría llevado al Plaza.

—Exactamente. Te habría llevado a un McDonalds. O, ni eso. Va, date una ducha mientras cocino algo para cenar. ¿Te apetece un poco de pasta?

—Me parece estupendo.

Le doy un beso rápido en los labios y me meto en el baño. Dejo que el agua caliente caiga sobre mi cuerpo, relajándome y limpiándome toda la mugre emocional que he acumulado durante este día tan nefasto. El agua no solo limpia el cuerpo, sino también el aura.

Estoy debajo del chorro de agua caliente cuando oigo abrir la puerta del baño.

—Cojo tu ropa sucia para ponerla a lavar —lo oigo decir. ¡Qué mono! ¡Y qué apañado es!

—¿Estará seca para mañana? —pregunto—. No tengo nada más aquí.

—Tengo secadora, mujer de poca fe. Te dejo un albornoz colgado detrás de la puerta para que te lo pongas.

—Vale. Gracias, bombón.

Se echa a reír y sale del baño. Por un momento he pensado que iba a meterse conmigo dentro, y no le hubiera dicho que no, pero estoy descubriendo a un Julio muy atento y considerado con mis necesidades.

Al principio de conocerle, llegué a pensar que era el típico egoísta que solo se preocupa de sí mismo, incluso en la cama. Pero no es así, en absoluto.

Cuando salgo está terminando de echar la salsa boloñesa por encima de los macarrones. Se ha quitado la ropa y solo lleva puestos unos bóxer oscuro. Me derrito y se me hace la boca agua, y no precisamente por la comida.

Es tan guapo, y tan atractivo, con ese cuerpo que parece esculpido en mármol por las manos de un genio como Miguel Ángel. Aunque es de agradecer que su parte íntima masculina no sea como en las estatuas del susodicho, sino totalmente proporcional al resto de su cuerpo. Me lo imagino con la minúscula pilila del David, y me da un algo.

No puedo evitar reírme mientras él trae los dos platos de macarrones hasta la mesa, y me dirige una mirada interrogante.

—Me gustaría conocer el chiste.

—Oh, no es nada. —Me ruborizo como una colegiala—. Cosas mías.

—Sabes que me gusta saber tus «cosas mías».

Se sienta a mi lado y me acaricia el mentón.

—Es que es un poco vergonzoso —me quejo.

—Entonces, todavía me interesa más —me susurra al oído.

—Te estaba comparando con una estatua de Miguel Ángel —susurro—, y agradecía que tu… tus… tus «cositas» no fueran cositas como las del David.

—Te refieres a mi enorme y maravillosamente bien dotado miembro viril, también denominada «polla».

—¡No seas grosero! —lo riño—. No me gustan ese tipo de palabras.

—Eres una mojigata verbal —musita besando mi cuello—. Oyéndote ahora, nadie diría que en la cama eres una diosa del sexo.

—Se van a enfriar los macarrones —me quejo, pero mis palabras suenan huecas—, y tienes que ducharte. Apestas a tigre.

—Grrrrrr —ruge en mi oído y yo estallo en carcajadas—. Eres una mala mujer, pero tienes razón. Come mientras me paso un agua.

Se aparta de mi de improviso para meterse en el baño, y me deja sola con la libido por las nubes, el plato de macarrones ante mí, y los ojos parpadeando de sorpresa.

Mal hombre.