Capítulo catorce

 

 

 

Daniela me llamó para decirme que Julio había vuelto a su casa y que yo podía regresar sin tener miedo a encontrármelo. Pero Alana tiene este fin de semana libre, así que decidí quedarme y pasarlo con ella.

Vine a Montsec buscando paz y tranquilidad para poder pensar, y he acabado encontrando una amiga. Ya le he dicho que, cuando tenga vacaciones, si quiere venir a mi casa a pasar unos días, puede hacerlo con total tranquilidad. Mi cama es grande, cabemos las dos perfectamente.

Cuando le dije eso, alzó una ceja y se echó a reír.

—Mejor duermo en el sofá.

—¿Por qué?

—Porque me pones y no podré pegar ojo en toda la noche.

Me echo a reír porque sé que está bromeando. No en lo referente a que se siente atraída por mí, que sé que es verdad porque me lo ha confesado; sino en que no podrá pegar ojo en toda la noche. Conmigo se siente a gusto, y tiene una extraña fascinación morbosa por bromear con todas aquellas cosas que la gente inculta y analfaburra dice de los gays.

—Ya. Yo tampoco podría dormir. Seguro que te echas encima de mí y me violas con mi propio consolador. Todo el mundo sabe que los gays sois unos viciosos.

—Ah, es nuestra cruz —dice de forma exageradamente dramática.

Me siento muy bien con ella. Más ligera. Libre. Como si al contarle todas esas cosas que pesan tanto en mi pasado, hubiesen desaparecido. No hay oscuros secretos entre nosotras, y eso hace que por primera vez en mi vida, pueda ser realmente yo misma, en toda mi inmensidad.

—¿Cuándo te diste cuenta que eras lesbiana?

Vamos en coche hasta Sort para cenar allí, y después nos tomaremos algo en el pub.

—Siempre supe que me gustaban las mujeres, aunque al principio no era consciente de que eso no era «normal». Cuando jugaba con las Barbies, nunca se iban con Ken; siempre lo dejaban plantado y se iban ellas dos de juerga, juntas, y acababan besándose. Era un juego totalmente inocente, con siete años ya me dirás, pero yo veía normal que se fueran juntas sin el pomposo de Ken.

—Nunca tuve una Barbie —confieso.

—¿En serio? —Me mira con los ojos muy abiertos.

—¡Mira la carretera, jolines! —exclamo, porque ella es la que está conduciendo mi pobre cochecito.

—No me creo que no tuvieras una Barbie por lo menos.

—Pues no. Son muñecas del demonio, según mi madre. Las horas libres las pasábamos leyendo la Biblia.

—¡Joder! Qué familia más casposa tienes.

—Lo único bueno que puedo decir de ellos, es que no me obligaron a ponerme un cinturón de castidad cuando me bajó la regla por primera vez. Bueno, y que no me obligaron a llevar cilicio.

—Comprendo que te largaras de allí en cuanto pudiste.

—Sí, bueno… Tuve ayuda.

Sí, la ayuda de Carlos. Sin él no hubiese logrado escapar de aquel infierno. Sin dinero, y sin saber nada de la vida, ¿a dónde podría ir? El me proporcionó un lugar en el que vivir, y me ayudó a encontrar un trabajo con el que mantenerme. También fue mi amante, y mi mentor en el mundo espiritual. Durante un tiempo fue el hombre más importante de mi vida, hasta que me abandonó porque su mujer se enteró de mi existencia y le puso un ultimátum.

No lo culpé entonces por abandonarme. Sí, él se había «aprovechado» de mí, pero yo también de él. En mí encontró una compañera comprensiva, a su misma altura y con sus mismas inquietudes. Yo encontré un hombre fiable que me enseñó a caminar por el mundo. Y ambos encontramos placer y compañía el uno en el otro.

No hubo amor. Visto en perspectiva, eso está claro. Por eso yo no le monté un drama cuando me dijo que lo nuestro había terminado. Mirando hacia atrás, supongo que eso lo sorprendió, y que esperaba que yo me pusiera histérica. Pero no fue así. Quedamos como amigos y, cuando nos encontramos años después, pudimos retomar la amistad sin que el sexo formara parte de la ecuación.

—Te has perdido en las brumas de Mordor—me dice Alana.

—Un poco, sí. —«En mis recuerdos, que son peores», pienso.

***

El pub está bastante bien. Hemos cenado a gusto en el restaurante, y ahora nos estamos tomando una cerveza aquí. No hay demasiada variedad entre la concurrencia, aunque hay algunos extranjeros. Se nos acercan unos para intentar ligar, y Alana los espanta en un perfecto inglés.

En parte me recuerda a Daniela, con su desparpajo, su vocabulario, y su miedo a nada.

Cuando uno, medio borracho, insiste, yo cedo a la locura y la doy un morreo a Alana. El muy idiota, en lugar de huir espantado, aplaude y pregunta si podemos hacer un trío.

¡Hombres!

Al final, sus amigos, algo más sobrios y sensatos, se lo llevan y nos piden disculpas.

—¿Por qué has hecho eso? —me pregunta Alana.

—¿El qué? ¿Besarte?

—Sí.

—No lo sé. Ha sido un impulso.

—¿Es porque te quieres acostar conmigo y experimentar?

—No. Es porque el idiota me estaba cargando.

Alana sacude la cabeza, negando.

—No vuelvas a hacerlo. A los tíos les pone más.

—Ah. Vale. No lo sabía. —Estoy un rato en silencio, mirándola de reojo—. ¿Te ha molestado que lo hiciera? —pregunto al final.

—No. Pero me ha sorprendido. ¿Qué has sentido?

—Nada.

—Mierda.

Pero sí he sentido. He sentido que la única boca que quiero en la mía, es la de Julio. Que los ojos que quiero que me devoren, son los de Julio. Y que las manos que quiero que me acaricien hasta llevarme a la locura, son las de Julio.

Julio. Julio. Julio.

Maldito seas.

***

Es lunes por la mañana y llego a casa muerta de cansancio. Me he despedido de Noemí con la promesa de que el año que viene volveré, y de Alana, reiterando mi invitación para que venga a pasar unos días durante sus vacaciones.

La casa está vacía. Entro en mi cuarto arrastrando la maleta y la veo tal y como la dejé. La cama está hecha, y todo recogido y en su sitio.

Mentira.

Cuando me fui hace quince días, la habitación estaba ocupada por Julio y su olor todavía está en el aire.

Supongo que no han cambiado las sábanas. Cojo la almohada y todavía huele a él.

«Será mejor que las cambie o no podré descansar esta noche», me digo.

A la hora de comer, Paula y Daniela me reciben entre abrazos y chillidos histéricos, como si yo fuese una especie de super star del pop.

—Te hemos echado de menooooos —exagera Daniela.

—¿Te lo has pasado bien?

—¡No has subido ni una puta foto a Instagram!

—¡Ni has llamado por teléfono para decirnos cómo te iba!

—¡Nos has tenido preocupadas!

—¡Ya podrías haber avisado que volvías hoy, y habría preparado algo especial para comer!

—En lugar de eso, tenemos pollo a l'ast.

—Lo mismo que comimos el día que tú llegaste aquí por primera vez, ¿te acuerdas?

—¡Y también lo traerá Alonso!

Las dejo hablando y me voy a poner la lavadora. Las sábanas también huelen a Julio, pero no a sudor o fiebre, sino a su aroma específico, almizclado y seductor. Tiene unas feromonas muy potentes, no es extraño que todas las mujeres nos volvamos tarumbas por él.

Sonrío sin darme cuenta. ¡Qué ridícula soy! Me río de mí misma, aquí en el lavadero aspirando el olor de Julio como si fuese una yonqui metiéndome una raya de coca…

Tengo que hablar con él, y no puedo posponerlo más.

—Me voy a echar un rato —les digo a las chicas—, mientras llega el pollo.

—¡Eh! ¡No llames «pollo» a mi novio! —me grita Daniela, partiéndose de risa.

—No me refería a Alonso —intento explicar, desconcertada.

—Qué ya lo sé, boba. —Se ríe de nuevo y me abraza—. Anda, acuéstate un rato que estás más atontá de lo normal.

—Qué graciosa eres —le contesto, simulando amargura.

Las dejo atrás y me meto en mi dormitorio. Cojo el teléfono móvil y me lo quedo mirando un buen rato. ¿Lo llamo? ¿Le envío un mensaje? ¿Cómo lo hago? Tengo ganas de oír su voz, pero no me atrevo a hablar con él, todavía no.

Mejor le envío un whatsapp.

«Hola. ¿Cómo estás?»

Sí, soy de las que pone hasta los acentos cuando me mensajeo.

Me siento en la cama sin dejar de mirar la pantalla del teléfono. Ha recibido el mensaje pero tarda unos minutos a abrirlo y leerlo. Por mi cabeza pasan mil cosas mientras se decide a leerlo o no. ¿Estará enfadado conmigo porque me fui? ¿Por haberlo dejado después de prometerle que cuidaría de él?

«Hola, Nuria. Yo estoy bien. ¿Y tú? Tenemos que hablar. Te he echado de menos».

La última frase me hincha el corazón. Me ha echado de menos. Pero no debo hacerme ilusiones, ¿no?

«Yo también a ti. ¿Quedamos esta tarde?»

No quiero parecer ansiosa, pero quiero aclarar las cosas con él de una vez. Ya es hora de que lo haga.

«Paso por tu casa a las seis».

¿Por mi casa? Mejor no. No sé si podremos estar solos y hablar con tranquilidad, o si estarán todos pendientes de nosotros. Aunque podría echarlos. Sí, mejor aquí que en casa de Julio, donde estaría en territorio comanche.

«Ok. Te espero».

Le envío muchos emojis del besito sin darme cuenta. Siempre lo hago cuando me despido de alguien por whatsapp y ha sido un gesto mecánico, pero no me arrepiento. Sea lo que sea lo que salga de esta conversación que mantendremos por la tarde, el resultado me dará algo que hace tiempo he perdido: paz.

Oigo llegar a Alonso, y el aroma inconfundible del pollo a l'ast inunda la casa. Las tripas me suenan, y voy corriendo al comedor. Tengo mucha hambre.

—¡Ey, cariño! —me saluda con una sonrisa, dejando las bolsas sobre la mesa de la cocina. Después viene hacia mí y me envuelve en un abrazo de oso, cálido y afectuoso—. ¿Cómo estás?

—Bien.

—¿En serio? —Me mira con sus ojos verde esmeralda, intentando taladrarme para ver si le he dicho la verdad.

—En serio. De verdad —lo tranquilizo.

—Bien. Porque si he de romperle las piernas a Julio, lo hago y punto. Sin problemas.

Suelto una carcajada porque lo ha dicho muy serio. Es encantador lo protector que Alonso puede llegar a ser con las personas que quiere, como un hermano mayor.

—Ni se te ocurra.

Le doy una palmada en el pecho y me aparto de él.

—Vale, como quieras, pero si cambias de opinión, dímelo.

—¡No seas bruto! —lo riño, pero me ha calentado el corazón.

—Anda, siéntate a la mesa que voy con el pollo en un momento.

Las chicas ya han puesto la mesa y me siento con ellas. Daniela tiene sus cubiertos cogidos en un puño, y aporrea con ellos la mesa.

—¡Tengo hambreeeeee! —grita, haciendo el tonto—. ¡Quiero comeeeeeer!

Paula y yo nos echamos a reír. Alonso aparece por la puerta de la cocina con un delantal de volantes puesto, llevando la bandeja con el pollo cortado a trozos en una mano, y las patatas fritas en la otra.

—¡Qué guapaaaaa! —grita Daniela, riéndose a carcajadas por sus pintas.

—Ya lo sé, querida —contesta él con voz de falsete, haciendo movimientos muy femeninos. Cuando pasa al lado de ella, esta le da una palmada en el trasero—. ¡Eh! ¡Esas manos quietas!

Todas nos reímos. Alonso es muy payaso cuando quiere.

Empezamos a comer y yo pregunto por Susana, que no está presente.

—Le ha salido un papelito en un corto. Estará fuera un par de días.

Me alegro mucho por ella. Susana es la más joven de nosotras, pero a veces, mirando en la profundidad de sus ojos, tengo la impresión que es mucho más vieja. Su profesión de modelo es muy dura, y debe haber visto mucha porquería.

—Sería estupendo que triunfara, ¿no creéis? Tendríamos a una amiga famosa.

—Sí, y nos tendrá a su lado para darle una buena colleja cada vez que se le suba el pavo —dice Daniela.

—Y… ¿tenéis planes para esta tarde? —pregunto. Quiero decirles que me dejen la casa libre, pero no sé cómo hacerlo sin que sus imaginaciones desbordadas empiecen a volar.

—Pues la verdad es que no —dice Paula—. ¿Por?

—Es que… —Respiro hondo—. He quedado con Julio aquí, para hablar.

Me miran con seriedad, sin decir nada. Hasta los cubiertos han dejado de hacer ruido. Si hubiera alguna mosca revoloteando, su zumbido sería atronador.

—¿Estás segura de que es lo que quieres hacer? —me pregunta Daniela, que está sentada a mi lado, cogiéndome la mano.

—Sí. Es hora de que aclaremos qué queremos. Yo no puedo seguir así, y supongo que él tampoco. Voy a poner todas las cartas sobre la mesa y que sea lo que Dios quiera.

—¿A qué hora viene?

—A las seis.

—Bien. —Asiente con la cabeza—. Nos iremos en cuanto llegue.

—¿Qué? ¡No! —exclamo—. Os iréis antes. No quiero que me lo pongáis nervioso, que os conozco.

—¿Y por qué? —pregunta Daniela realmente asombrada—. Si le damos unas cuantas «advertencias» estará más receptivo, ¿no crees?

—Conozco vuestras «advertencias» —gimo—. No quiero que interfiráis. Esto es algo que tenemos que arreglar entre él y yo, ¿entendido? Os vais a mantener al margen, y como me la liéis parda, os vais a ver en la calle. Lo digo en serio.

—No me apetece nada dormir entre cartones —dice Paula con la boca llena de pollo.

—Como te haga llorar, lo castro —gruñe Daniela.

—Y yo te ayudo —añade Alonso.