Capítulo once

 

 

Hay cosas que son mucho más fáciles de decir que de hacer. Pepe tendrá sus razones para decirme lo que me ha dicho, pero a veces, los hermanos de luz tienen un poco distorsionado el sentido de la realidad, o de la fortaleza humana. En este caso, de mi fortaleza.

Porque vencer el miedo que tengo a que Julio me haga daño es casi un imposible, sobre todo porque ahora mismo no tengo fuerzas para arriesgarme.

Soy una débil y una cobarde, ¿crees que no lo sé? Y probablemente, tú que estás leyendo esto, pienses que soy una estúpida, que Julio vale la pena el riesgo, y que seguro que todo saldrá bien.

Ojalá yo pudiera tener la misma fe, pero no es así.

No es que crea que no soy lo bastante buena para él, ni que piense que él no es capaz de cambiar y dejar de ser un mujeriego. Creo que lo que me da miedo en realidad, es que Julio intente cortarme las alas. Él es un descreído, y yo soy todo lo contrario. Toda mi vida gira alrededor de mis creencias, sobre ellas he construido mi presente y estoy construyendo mi futuro, y necesito a mi lado alguien que las respete. ¡Eso, por lo menos! No espero que Julio las comparta, nunca intentaría imponerme en algo así, pero que por lo menos tenga la madurez suficiente como para aceptarlas. Si no respeta aquellas cosas en las que yo creo, ¿cómo me puede respetar a mí como mujer? ¿O como su compañera?

Últimamente se ha moderado en sus burlas, pero no me fío. ¿Qué ocurrirá cuando se entere que soy médium? Seguro que piensa que estoy loca, que tengo algún trastorno mental, y no quiero enfrentarme a eso de nuevo. Sería todavía más duro que perderlo por culpa de otra mujer.

Vuelvo a casa con la cabeza más confusa que cuando me fui. No le veo solución a mi problema. Bueno, sí, hay uno, y es desenamorarme rápidamente; pero eso no depende de mí, y sí de un montón de circunstancias, como por ejemplo, no volverlo a ver.

Algo imposible teniendo en cuenta que ahora lo tengo metido en casa porque fui tan estúpida como para actuar en un arrebato de celos y llevarlo allí sin considerar nada más.

Entro en casa y me voy directa hacia el salón. Ni siquiera puedo refugiarme en mi dormitorio porque allí está él, pienso, pero no es así. Está tirado en el sofá, viendo la televisión.

Solo lleva puesto el pantalón corto de un pijama que le he visto usar a Alonso más de una vez, y no puedo evitar babear ante la magnífica vista que me ofrece, con el torso desnudo tan musculoso, con un ligero vello salpicándole el pecho.

—Hola —me dice en un susurro. Parece triste, quizá molesto consigo mismo por sus palabras.

—Hola, ¿cómo estás?

—Mejor. He dormido un rato. ¿Dónde estabas?

—He ido a poner un cartel en la tienda, avisando de mis vacaciones.

—No sé cómo agradecerte todo lo que estás haciendo por mí.

—No es necesario.

—Nuria, siento mucho haberte molestado con mis palabras.

—No importa.

—Sí importa, porque no era mi intención. Es solo que no comprendo cómo alguien como tú puede creer en esas supercherías.

—Lo estás haciendo otra vez, Julio —le digo, envarada y a la defensiva—. No es tu intención ofenderme, pero lo haces, y mucho. ¿Supercherías? ¿En serio?

—Bueno, quizá no he escogido la palabra adecuada, pero no puedes negarme que todas esas cosas son más propias de alguien con una mente más…

—Es algo propio de cazurros, ¿no? De incultos. De gente con poca inteligencia, que necesita aferrarse a una mentira para dar sentido a su vida.

—Yo no he dicho eso.

—¡No hace falta! He oído esas mismas palabras muchas veces, en boca de gente que dice quererme mucho. «No entiendo como alguien tan inteligente como tú, puede creer en esas bobadas». Esa es la base de tu discurso, ¿no?

—¡Yo no he dicho eso, joder!

—Pero lo piensas. ¡No te atrevas a negarlo! Me juzgas en base a lo que TÚ crees, porque claro, el pensamiento racional es el único válido en este mundo regido por la tecnología y la ciencia, y todo lo demás no tiene cabida. Si no puedes medirlo, analizarlo, pesarlo y diseccionarlo, no existe. Pues muy bien, quédate con tu pensamiento racional que yo me quedo con mi filosofía espiritual, y ¡déjame en paz! No voy a volver a acostarme contigo, así que deja de besarme, de perseguirme, y de provocarme.

—Nuria, brujilla, no te pongas así, por favor —me suplica al verme tan enfadada, pero yo estoy más allá de cualquier razonamiento. Estoy cansada, enfadada conmigo misma, con él, con todo el mundo. Siento que lo que más temía está ocurriendo en aquel preciso momento, porque oigo el ruido que hace mi corazón al romperse en mil pedazos, como el de un cristal que estalla porque alguien le ha lanzado una piedra.

—¡Y no vuelvas a llamarme brujilla, porras! Y esta noche, ¡duermes en el sofá!

Me giro para irme y me doy de bruces contra Daniela, que ha entrado sin que la oyera. Le lanza una mirada de odio a Julio y viene detrás de mí. Entra en mi habitación antes que pueda cerrar la puerta.

—Déjame sola, Daniela —le digo susurrando, al borde de las lágrimas; pero no me hace caso y me abraza con fuerza. Me aferro a su camiseta con ambas manos y estallo en sollozos incontrolables.

—Lo siento mucho, cariño —me dice acariciándome el pelo, y yo no digo nada.

Dicen que no es bueno tomar decisiones cuando estamos poseídos por un fuerte sentimiento como la ira, o la tristeza, o la rabia, o la euforia. Que hay que esperar a calmarse y pensar las cosas racionalmente; pero no puedo.

Siento que tengo que irme de allí. Lo necesito. No puedo pasar ni un día más bajo el mismo techo que Julio.

Cuando por fin puedo controlar mis sollozos, me aparto de Daniela y me limpio las lágrimas.

—Lo siento —le digo—, te he mojado toda la camiseta.

—No importa. Las lágrimas no manchan. Yo… no sé qué decirte.

—No hace falta que digas nada. Estoy enamorada de un tío que tiene una roca por corazón, y la sensibilidad de una zapatilla de esparto.

—¿Y qué vas a hacer?

—Irme unos días —le digo bajando la maleta de encima del armario—. ¿Podréis ocuparos vosotras de él? Sé que os he metido en un embrollo al traerlo aquí y marcharme ahora, pero… no puedo quedarme y verlo cada día. No puedo.

—No te preocupes. Le cuidaremos entre todas estos días, hasta que le quiten las vendas de las manos; aunque no te prometo que no intente matarlo unas cuantas veces. ¿A dónde irás?

—No lo sé —le digo, abatida. Empiezo a sacar ropa del armario y meterla en la maleta—. Ya lo decidiré de camino. Cogeré el coche y… a donde me lleve.

Daniela asiente y me ayuda con la ropa, doblándola con cuidado. Permanecemos en silencio hasta que cierro la maleta.

—Llámame cuando se vaya.

—Y tú llama cada día para que sepamos que estás bien, ¿vale? No quiero morirme de preocupación. Ni tener que aguantar a Alonso, que ya sabes cómo se pone cuando se preocupa —añade haciendo una mueca, y yo acabo riéndome a pesar de no tener ganas.

—Te tendré al tanto de mis aventuras, tranquila.

—Y lígate algún buenorro, echa un buen polvo, y sácate del sistema a este gilipollas que no te merece.

—Eso intentaré.

Salgo cargando la maleta y en el pasillo, antes de llegar a la puerta de la calle, Julio está esperándome.

—¿A dónde crees que vas? —me pregunta, enfadado.

—A dónde no te importa.

—Nuria, no seas una cría. ¿Te enfurruñas y te largas? Eso no es propio de ti.

—Como si tú tuvieras alguna idea de lo que es propio de mí —refunfuño, empujándolo con el hombro para poder pasar, pero no se mueve. Es como una roca sólida plantada allí en medio.

—Huyes como una cobarde.

—Apártate de mi camino —le digo.

—No.

—Julio —interviene Daniela—. O te apartas, o te pateo los huevos.

—Tú no te metas.

—¡Esto es demasiado! —exclamo, exasperada.

—No pongas a Alonso en la mala tesitura de tener que elegir —dice Daniela, extrañamente calmada pero fulminándolo con la mirada—, entre tú y yo.

—¿Serías capaz?

—¿De decirle que eres un capullo integral, un gilipollas como la copa de un pino, un imbécil arrogante y estúpido, que está decidido a hacerle la vida imposible a Nuria? Pues sí, soy capaz.

Daniela usa su sonrisa malévola, esa que le curva los labios en una mueca que da miedo. Julio me mira a mí y lo intenta de nuevo.

—No te vayas, por favor. Quédate y hablemos.

—No hay nada de qué hablar —le contesto, ya impaciente por marcharme—. No soy nada para ti, y tú no eres nada para mí, excepto un molesto grano en el culo. Ahora, apártate, por favor.

—Pero tú me quieres —dice con una mezcla de gruñido y lamento—. Lo sé.

—¿Y? ¿Acaso eso importa, en el caso que fuese cierto? —Lo miro, desafiante—. ¿De veras crees que el amor es suficiente? Pues permítame que te diga algo: no, no es suficiente. Sobre todo cuando no hay nada más. Ni siquiera respeto por tu parte.

Hay tanta furia en mis palabras, que consigo que de varios pasos atrás, como si lo hubiera golpeado físicamente. Aprovecho su desconcierto para pasar por su lado sin que intente detenerme. Mira a Daniela, confuso, y vuelve a mirarme a mí.

—Nuria…

No sé qué va a decirme, porque abro la puerta y la cierro de golpe detrás de mí.

No voy a llorar otra vez. Me niego rotundamente. Sorbo las lágrimas que pugnan por salir y me muerdo los labios para no gritar de rabia y frustración. ¿Confianza? Pepe, no tienes ni puñetera idea.

Abro la puerta del coche y meto la maleta sobre el asiento de atrás. Me siento delante del volante y lo pongo en marcha. No sé a dónde voy a ir, solo sé que quiero coger carretera y manta, alejarme de aquí todo lo que pueda y más.

Quizá vaya hacia el norte, a los Pirineos. Pasar unos días perdida en las montañas me hará bien.