Capítulo uno

 

No entiendo por qué tienen que pasarme a mí estas cosas. De verdad que no lo sé. Mi amiga Eugenia siempre me dice que tenemos que echarle la culpa al karma y después seguir con nuestras vidas tan ricamente, porque si intentamos analizar con profundidad los motivos por los que nos pasan ciertas cosas, acabaríamos pegándonos un tiro.

Y tiene razón.

Por eso he convertido la frase «échale la culpa al karma» en mi mantra personal, y voy murmurándola como una loca, al ritmo de Michael Jackson, mientras quito el polvo de las estanterías de mi tienda, Cosas necesarias, nombre que le puse en honor a Stephen King.

Claro que yo no soy como el señor Gaunt, ni voy provocando el caos allí por donde paso.

Mi tienda no es muy grande, pero me encanta. Tiene un aire de viejo muy retro, con las paredes pintadas de color blanco sucio, molduras en el techo, estantes de madera de color oscuro, y una lámpara de araña, de hierro negro, de esas que imitan las que antiguamente se usaban con velas en lugar de bombillas. La puerta de entrada y el pequeño escaparate es del mismo estilo, y todo es original, de cuando se inauguró la tienda en los años cuarenta; excepto el letrero que hay encima de la puerta, que tuve que encargar e insistí en que fuera parecido al que había originalmente, y que podía verse claramente en una foto de la época que encontré en el archivo municipal.

Está situada en el centro de Esquelles, en una zona peatonal que ha acabado convirtiéndose también en zona comercial, y me va bastante bien. Vendo cosas relacionadas con la magia, ritos, rituales, cultos, alquimia, religiones exóticas y paganas, creencias empíricas, y asuntos fantasmales, espirituales y espiritistas, y trato continuamente con magos, brujas, videntes, médiums y adivinos. La mayoría de ellos vienen a comprar, pero a algunos les alquilo la trastienda para que puedan recibir a sus clientes.

Por eso no entiendo cómo he podido enamorarme de un puñetero granuja y sinvergüenza más escéptico que una piedra, que no para de burlarse de mí, y que llama a mi tienda «La pequeña tienda de los horrores». Incluso tuvo el mal gusto de regalarme una planta carnívora por mi cumpleaños, a la que, por supuesto, llamé Audrey Jr.

—¿Ya le has dado su gotita de sangre? —me pregunta Daniela con socarronería.

Ni siquiera la he oído entrar, y eso que la campanilla que hay en la puerta de mi tienda es bastante escandalosa, así de perdida estaba en mis propios pensamientos.

—No, te estaba esperando a ti. La tuya le gusta más.

—Por supuesto —admite—. Es mucho más dulce.

Sonríe de oreja a oreja con la broma. Cada vez que Daniela viene a buscarme a la hora de cerrar, tenemos la misma conversación tonta, como si Audrey Jr. fuese como la de la película y, en lugar de conformarse con un poco de agua y alguna mosca de vez en cuando, necesitara de sangre humana para vivir.

—¿Dulce? Tú no tendrías nada dulce ni que te rebozaras en azúcar.

Daniela se ríe porque sabe que es verdad. Es la persona más borde que he conocido nunca. Tiene una lengua afilada que es capaz de rebanarte a trocitos minúsculos solo con sus palabras, aunque desde que se ha hecho novia formal de Alonso, parece que se ha tranquilizado un poco.

Será que la tiene demasiado ocupada dándole otros usos.

—Dame cinco minutos para guardar esto —sacudo el plumero con el que estaba quitando el polvo delante de sus narices, y la hago estornudar—, y para apagar las luces, y nos vamos.

—Quita eso, coño.

Sacude la mano como si espantara moscas y yo me meto en la trastienda sin dejar de reírme.

Daniela es maja en el fondo, y es una de mis compañeras de piso. Junto con Alonso, Paula y Susana, formamos un quiteto de amigos un tanto extraño y ecléctico. Vivimos juntos bajo el mismo techo, que no revueltos. Bueno, Daniela y Alonso sí viven revueltos, es lo que tiene estar enamorado y ser incapaz de quitar las manos de encima del otro. Os juro que a veces me dan envidia, y otras me dan arcadas de tan empalagosos que se ponen. Pero son buena gente, y llevamos una convivencia tranquila.

Siempre había pensado que compartir piso sería algo complicado. La convivencia no siempre es fácil, sobre todo cuando, como en nuestro caso, tenemos caracteres tan diferentes. Pero siempre he dicho que cuando quieres algo y pones de tu parte, lo consigues.

Y nosotras lo hemos conseguido.

¡Menos mal!

Cuando compré este piso, no pensé que me costaría tanto pagarlo. ¡Jesús! Entonces todavía no estábamos en crisis, y mi tienda me iba de maravilla. La gente tenía dinero y lo gastaba a espuertas en cualquier cosa. ¿Ahora? Ahora parecemos todos catalanes, devotos de la virgen del puño cerrado.

Ah, calla, que yo sí lo soy.

Pero claro, ¡si es que no hay dinero! ¿cómo vamos a gastarlo?

La cuestión es que, cuando la tienda empezó a bajar sus beneficios, me vi en la obligación de alquilar las habitaciones. Por suerte, el piso es enorme y pude arreglar las cuatro habitaciones que tenía llenas de tonterías para poder alquilarlas. No es legal, ya lo sé, pero oye, en estos tiempos que corren, cada uno se busca la vida como buenamente puede; y gracias a eso puedo pagar sin problemas la hipoteca y los gastos.

—¡Date prisa! —me grita Daniela, ya impaciente.

—¡Ya voy, ya voy! —le contesto mientras salgo casi tropezando con mis propios pies. Cierro la puerta con llave y bajo la persiana de golpe.

—Julio también vendrá, al final.

Daniela lo dice con mordacidad. Menos mal que está a mis espaldas, así no me ve cerrar los ojos y morderme el labio con saña para no soltar un improperio. ¿Por qué, Dios mío, por qué? En mala hora se me ocurrió enrollarme con él el pasado Carnaval.

Sí, Julio es el culpable de todos mis males. Es bombero, amigo y compañero de Alonso. En Carnaval nos enrollamos un poco y la cosa no llegó a más ese día porque a Daniela la raptó y casi mató un enfermo mental llamado Nil (una historia de novela, en serio). Pero cometí el error de salir con él días después, y entonces sí que acabamos en la cama. Es encantador y muy guapo, pero también una veleta inconstante con un enorme miedo al compromiso que me trae por la calle de la amargura, porque yo, que parece que tengo complejo de mártir, me he enamorado de él como una idiota.

—Pues creo que me voy a casa.

—¡No seas tonta! —exclama Daniela, medio enfadada—. Vale que es un gilipollas que se ha portado contigo como el culo, y no creas que no se la tengo guardada, pero no has de dejar que te impida hacer lo que te dé la puta gana.

Daniela no cambiará nunca, lo sé, y aunque casi (casi) me he acostumbrado a su manera de hablar, intercalando todo tipo de palabrotas malsonantes, hay momentos en que me dan ganas de lavarle la boca con lejía.

Pero no ahora mismo, porque tiene toda la razón.

—Lo sé, pero no tengo ganas de verle la cara.

—Lo que no tienes ganas es de que vuelva a intentar arrimar cebolleta contigo —dice riéndose a carcajadas—, porque mira que el tío no se da por vencido.

—Parece no comprender que NO es NO.

Empiezo a caminar mientras intento decidir si me vuelvo a casa o voy con ellos. El plan era ir a cenar y después al karaoke a echarnos unas risas, pero no me apetece mucho pasar varias horas al lado de Julio.

—El problema es que tu NO, es un NO con la boca chica, porque se ve a la legua que te mueres por sus huesitos.

Tiene razón. Otra vez. No puedo evitar mirarlo con cara de besugo mientras le digo que no quiero tener nada que ver con él. Pero es que una cosa es lo que el corazón siente, y otra muy distinta lo que me conviene. Y no me conviene liarme con él porque sé que saldré escaldada. Si no me hubiera enamorado de él como una tonta, no me importaría tenerlo como amigo con derecho a roce durante una temporadita, la justa, hasta que él se cansara de mí. O yo de él. Pero estoy enamorada, y tenerlo revoloteando a mi alrededor no es nada bueno para mi salud mental, sobre todo cuando le da por revolotear alrededor de cualquier otra chica hasta que consigue llevársela a la cama, delante de mis propias narices.

—Precisamente por eso prefiero evitarlo —admito sin pudor—. Porque sé que un día u otro acabará minando mis defensas.

—Pues lo tienes crudo.

Me abraza con fuerza, en mitad de la calle. La gente nos mira, pero nos da igual. Escondo mi rostro en la curva de su cuello y ahogo las ganas de llorar que de repente me han entrado. La aparto con brusquedad antes de perder la batalla.

—Déjate de monsergas. No pienso caer de nuevo en sus redes. Julio se puede ir a… a…

—A tomar por culo. A la mierda. A cascársela a un baño público. A follar con un mono.

—Qué fina eres, por Dios.

—Qué fina soy, hostia puta.

 

***

 

La tasca es un bar de pinchos retro cool paleto que está ubicado en el Paseo Marítimo de Esquelles, o por lo menos así es como lo llama Daniela. Se ha convertido en nuestro lugar favorito cuando salimos todos juntos porque se come bien y a buen precio, a pesar del lugar en el que está. Paula y Susana ya nos están esperando, y forman una pareja muy extraña.

Paula es heavy total, y desde que mandó a la porra su trabajo (estaba hasta el moño de su jefe), ya no abandona este look. Antes se vestía de «persona normal» por culpa del trabajo, y eso la hacía sentirse una traidora consigo misma. Viste unos pantalones pitillo negros, con unas botas de caña baja de motero (en pleno verano y con este calor, por Dios), y una camiseta negra con una enorme calavera en el pecho, con el cuello muy ancho como una barca, que deja un hombro al aire hasta casi el codo. Tiene el pelo oscuro y muy corto, y varios piercings en la cara.

Susana, en cambio, es una fashion victim. Es modelo fotográfica y de pasarela, aunque últimamente está intentando hacer sus pinitos en el cine. Viste un modelito más apto para una fiesta en Hollywood que para un bar de pinchos, tan corto que como se agache se le van a ver todas las interioridades y secretos. Es plateado y brilla como una bombilla led, y tiene un escote de esos que hace que a los hombres se les salten los ojos. También tiene el pelo corto, aunque con un corte mucho más femenino y largo que Paula, y su castaño claro está acentuado por unas cuantas mechas rubias.

Nos saludan con la mano cuando nos ven aparecer, y cuando llegamos a ellas todo son besos, risas y alboroto.

—¿Y Alonso? —pregunta Daniela—, ¿no ha llegado todavía?

—Yo pensaba que ibais a venir juntos —contesta Paula, chinchando un poco—. Como parecéis siameses…

—Siempre están pegaditos —se burla Susana.

—Necesitaba descansar de él y le he dado permiso para ir a tomarse algo con Julio antes de quedar con nosotras —contesta Daniela poniendo cara de suficiencia, como una reina hablando con sus súbditos—. He de darle un respiro de vez en cuando.

—Haces bien —añado yo—. El pobre se ha adelgazado unos cuantos kilos desde que estáis juntos.

—¡Eso es por el ejercicio que le obliga a hacer cada noche! —exclama Paula entre risas, haciendo un gesto obsceno con las manos imitando el acto de hacer el amor.

—¡Cuánta envidia suelta!

—¡Oh! ¡Sí! ¡Más fuerte, bomberito mío! ¡Ah! ¡Ah!

Todavía nos estamos riendo cuando llegan Alonso y Julio. El primero, antes de sentarse, le da a Daniela un beso en la boca de aquellos que quitan el sentido, y Julio obliga a Susana a moverse para poder meter una silla entre ella y yo, y sentarse a mi lado.

—Hola, brujilla —me dice con ese tono tan sensual que siempre utiliza con las chicas y que hace que nos derritamos—. ¿Cómo está Audrey Jr.?

—Deseando comerte —le suelto, desabrida, pensando en la afición carnívora de la planta original, pero me doy cuenta de lo mal que ha sonado en cuanto las palabras han salido de mi boca.

—No, cariño. La que está deseando comerme eres tú.