Capítulo doce

 

 

A las doce de la noche, llego a Montsec, un pequeño pueblecito perdido entre las montañas que mantiene toda la esencia de su antigüedad, con fachadas de piedra y calles estrechas asfaltadas con adoquines. Hay dos pequeños hoteles y un hostal que en invierno se llenan de gente porque están cerca de las pistas de esquí, pero en verano solo permanece abierto el hostal.

He venido otras veces por estas fechas, y el lugar es perfecto para meditar, rodeado de naturaleza y con un pequeño riachuelo que cruza el pueblo.

Estoy cansada y echo la cabeza hacia atrás para reposar unos segundos antes de salir del coche. Unos segundos después, me despierto sobresaltada porque alguien está aporreando la ventanilla del coche.

—¿Eh? ¿Qué? ¿Qué pasa?

Abro los ojos y parpadeo repetidamente. La escasa luz de la calle solo me permite ver una camiseta verde con un escudo en el lado izquierdo.

—Disculpe, señorita, pero parece que se ha quedado dormida.

Me froto los ojos y enfoco la mirada para ver, al otro lado del cristal, un hermoso rostro muy femenino.

—Oh, lo siento —digo, bajando la ventanilla del coche. El aire fresco del lugar me llena rápidamente los pulmones, y la camiseta de tirantes que llevo, no es suficiente—. Creo que… —Miro el reloj del coche y veo que ha pasado una hora. ¡Una hora!—. Madre mía, me he quedado frita —exclamo, jadeando—. Lo siento mucho, agente, yo…

—Tranquila, señorita. No ha hecho nada malo. Simplemente he querido asegurarme de que no estaba usted enferma.

Nuria sonrió. Seguramente, ese «enferma» era un eufemismo para «borracha».

—No, no estoy enferma, solo cansada. He… he tenido un día de perros.

—No quisiera ser mal educada, pero eso parece por su aspecto —bromea, y de repente empieza a caerme muy bien.

—Sí, estoy horrible, ¿verdad?

Ambas nos reímos.

—Me llamo Nuria.

—Yo soy Alana.

Nos damos la mano a través de la ventanilla, y me siento momentáneamente estúpida.

—¿Tienes habitación reservada en el hostal?

—Sí, sí —digo, mientras abro la puerta del coche. Alana se aparta para que pueda salir—. Llamé por teléfono a Noemí mientras venía, para asegurarme que tenía alguna libre.

—Conoces a Noemí.

—¡Oh, claro! No es la primera vez que vengo al pueblo por esta época, para pasar aquí unos días.

Saco la maleta del maletero, y cierro el coche con llave. El ¡clic, clic! del mando resuena por toda la calle desierta.

—¿Te importa si te acompaño hasta allí? —me pregunta Alana, y yo me encojo de hombros.

—Por supuesto que no.

El hostal no está lejos de donde dejo aparcado el coche. En realidad, en este pueblo nada queda lejos, excepto la civilización, pienso con ironía. Es como si hubiera cruzado el umbral de una puerta del Ministerio del Tiempo y hubiera ido a parar a la edad media. Si no fuese por el alumbrado público, claro; y por los coches aparcados, o por los cristales que hay en las ventanas.

—Muchas gracias por acompañarme —le digo cuando llegamos al hostal. La puerta está cerrada a estas horas, pero sé que Noemí me está esperando despierta a que llegue.

—De nada. Ha sido un placer. Espero que volvamos a vernos.

Alana se despide de mí saludándome militarmente, y se va.

Parece una buena tía, pero me ha dado una impresión un tanto extraña. Claro que también estoy cansada, tengo mucho sueño, y podría ser que simplemente estoy imaginándome cosas donde no las hay, pero por un segundo he tenido la impresión de que estaba coqueteando conmigo.

***

Noemí me está esperando y se me echa encima para abrazarme en cuanto cruzo la puerta.

Es una mujer excepcional, viuda desde los treinta años, que sacó adelante a sus tres hijos ella sola, sin ayuda de nadie, y haciéndose cargo al mismo tiempo del hostal. Ahora, con casi sesenta años, sigue al pie del cañón con una energía que más de una jovencita como yo quisiéramos para nosotras.

—¡Ayyy, niña! No sabes qué alegría me has dado cuando me has llamado. ¿Sabes que lo de las velas funcionó? Me quedé pasmada cuando mi Jorgito me llamó tres días después de terminar, y me dijo que había encontrado trabajo. ¡Ya me lo veía metido en casa a la sopa boba, otra vez!

Me río mientras le devuelvo el abrazo. Noemí es una madraza, aunque le gusta aparentar que es todo lo contrario.

—Venga, y tú bien feliz que estarías de tenerlo aquí una temporada.

—Sí, yo sí, la verdad. Pero él se pasaría el día enfurruñado. ¡Ya sabes cómo es! No le gusta nada vivir aquí.

Me acompaña a mi habitación mientras seguimos hablando de su hijo menor, Jorge, que está viviendo en Barcelona, y de sus otros hijos, Carmen, un alma libre que se fue a Nueva York a probar suerte, y Manolo, que estudió hostelería y está en un puesto de responsabilidad en un hotel en Sort.

—Es una pena que ninguno de ellos se haya quedado para ayudarte con el hostal —le digo, un poco apenada porque sé que los echa de menos.

—Pues yo no. ¿Qué futuro les espera en un pueblico como este? Todos tienen grandes sueños.

—Pues a mi me encantaría vivir en un sitio así —confieso. Y lo digo en serio. Se respira tanta paz, aquí, que es casi adictiva.

—Eso lo dices porque vienes unos días y te dedicas a relajarte y pasear. Pero si tuvieras que estar aquí todo el año —suelta una carcajada—, ¡en dos meses ya lo habrías visto todo y estarías aburridísima! Por Dios, si somos cuatro gatos en el pueblo, y la mayoría se la pasan bufando al resto todo el día.

—Pero cuando uno tiene problemas, todos corréis a ayudarlo —la rebato—. Eso no ocurre en la ciudad, Noemí.

—Eso es verdad —se ríe—. Bueno, cariño, te dejo que descanses. Ya sabes que el desayuno se sirve de siete a nueve de la mañana.

—Lo sé. Muchas gracias por esperarme despierta.

—Bah, no hay que darlas.

Vuelve a abrazarme y se va, dejándome sola. Le envío un whatsapp a Daniela, para que sepa que he llegado bien. Estoy muy cansada y necesito una ducha, pero el sueño puede más, así que me quito la ropa y me tiro sobre la cama. Hace fresquito y me arropo con la manta. Mañana ya me ocuparé de la maleta.

El cansancio hace maravillas, y duermo de un tirón toda la noche hasta que el sol de la mañana se cuela por la ventana y me despierta. Estoy llena de energía y me propongo no pensar en Julio ni una sola vez durante todos los días que esté aquí.

Bajo al comedor dispuesta a tener un día fantástico, y allí me encuentro con Alana, que me saluda con la mano, dirigiéndome una sonrisa.

«¿Qué hace aquí?» me pregunto.

—Ven, siéntate conmigo —me dice, y no puedo rechazar su invitación sin parecer una mal educada.

—¿Vienes a desayunar cada día?

—Vivo aquí —me explica—. En el cuartel hay demasiada testosterona suelta, y en el ministerio no creyeron conveniente que una mujer viviera allí sola entre tanto hombre.

—Discriminación machista positiva —rezongué.

—Sí. Tanto paternalismo llega a ser molesto. Verme obligada a vivir aparte hace que me sienta... desubicada y marginada.

—Seguro que ellos se sienten en la gloria —bromeo—. Tener a una mujer allí les cortaría las alas.

Ambas nos reímos.

—¿Pero qué crees tú que es un cuartel? ¿Un antro de perdición?

—¿Tanto hombre junto, sin una mujer que ponga un poco de sensatez en sus duras cabezotas? ¡Por supuesto que sí! Seguro que se pasan las horas muertas compitiendo para ver quién mea más lejos.

Nos partimos el pecho de risa ante la imagen que acude a nuestra cabeza.

—Oh, ganaría el teniente siempre, para algo han de servir los galones. Pero si repites lo que acabo de decir, lo negaré rotundamente.

—¡Mi boca está sellada!

Volvemos a reírnos con ganas. Noemí se acerca hasta nuestra mesa, trayéndome el desayuno.

—Veo que ya os conocéis —nos dice.

—Sí, anoche Alana fue tan amable de acompañarme hasta aquí —le explico.

—Es una chica estupenda, a pesar de ser guardia civil.

—Bueno, algún defecto debía tener —exclama ella, tomándose el comentario como lo que era, una broma—. ¡La perfección es aburrida!

Noemí se va riéndose, y nosotras nos miramos sonrientes.

—¿Tienes algún plan, esta mañana? Porque podríamos pasarla juntas —me pregunta, y me mira intensamente.

No lo tengo, pero lo que me apetece es hacer lo que he venido a hacer, y eso es estar sola, poner en orden mis sentimientos, meditar, perderme entre la naturaleza...

—Sí, lo siento.

—Bueno —Se encoge de hombros—. Otra vez será.

Se levanta y se despide, y yo me quedo sola ante mi vaso de leche y mis galletas.

***

Paso la mañana en el bosque, yo sola. Hay muchos senderos señalizados para que los pardillos como yo no nos perdamos. Me he equipado bien, con botas robustas para caminar por el campo, y una botella de agua helada en la mochila. No necesito nada más, tampoco pienso salirme del sendero señalizado para darles trabajo a los de rescate.

Llego hasta el mirador y me aíslo de otros visitantes, cerrándome en mí misma para que no me moleste su parloteo y los clic clic de las cámaras fotográficas. Comprendo que se sientan maravillados por esta vista. El valle se abre a nuestros pies, y una parte queda oculto por culpa de las nubes, o la niebla (no sé bien qué es), que queda por debajo de nosotros. Es un paisaje mágico, un lugar lleno de energía telúrica que recarga mis pilas.

Quizá mañana venga preparada para hacer unos ejercicios de yoga, pero hoy me conformo con sentarme al sol, con las piernas cruzadas, en la posición del loto. Me quito las botas y la mochila, y las dejo en el suelo, a mi lado. Dejo que el sol empape mi cuerpo. Respiro profundamente, en una suave cadencia tranquilizadora. Me concentro en el sonido de mi corazón, en el lento arrullar del viento entre las hojas de los árboles, en el canto de las aves, el vibrar de las alas de los insectos.

Hay tanta vida aquí, aunque no se vea.

Y también hay piedras que se me están clavando en el culo.

Me levanto y me froto el trasero. Los turistas se han marchado y no queda nadie más, pero no me hago ilusiones porque este lugar está siempre muy concurrido en verano. Vienen hasta aquí porque es un punto muy recomendado en los hoteles y hostales de alrededor, y en invierno es casi imposible llegar.

Son ya las once de la mañana, así que decido volver. Tengo un par de horas de camino, y pienso disfrutar de cada minuto empapándome de esta tranquilidad.

***

Después de comer noto que mis músculos están protestando por culpa de la caminata, así que decido pasar el resto del día paseando un poco por el pueblo, y después sentarme en la terracita que tiene el hostal para tomar algo y leer un rato. No hay nadie más allí, y pienso disfrutar de la soledad.

En mi Kindle hay de todo un poco, así que tardo unos minutos en decidir qué es lo que sigo leyendo. Tengo la mala costumbre de tener varios libros empezados; algunos son temáticos, sobre espiritismo y ciencias ocultas; otros, novelas. Pero esta vez no me apetece ponerme con algo serio, así que escojo entre las novelas que tengo empezadas y me meto de lleno en una historia de zombies. Sí, me gusta el género Z. ¿Os parece raro?

A media tarde, Noemí se sienta conmigo.

—Te veo cambiada de la última vez que viniste —me dice mirándome con fijeza.

—¿Cambiada? ¿Yo? —me sorprendo.

—Sí. Más seria. No, seria no. Triste. Sí. Tus ojos tienen un algo… no sé cómo explicarlo. ¿Qué te ocurre, niña?

—Pues…

Dudo entre contárselo o no. Noemí es una gran mujer, y nos une una buena amistad, pero es una de esas amistades que tienen límites precisamente porque no nos vemos muy seguido. También es una figura maternal, el símbolo del tipo de madre que me hubiese gustado tener en lugar de la que tengo…

Pensar en mis padres hace que se me pongan los pelos como escarpias. Procuro no recordarlos muy a menudo, porque eso me pone de muy mal humor y acabo cayendo en la auto compasión. Demasiado duros, demasiado rígidos, demasiado… católicos. Mi casa era como un convento deprimente en el que se seguían unas normas muy estrictas, y si te salías de ellas, o las rompías, el castigo era físico y contundente. Durante una época de mi vida, ni siquiera podía mirar un cinturón sin echarme a llorar.

Por eso nunca pienso en ellos. Por eso me fui sin mirar atrás. Por eso y por todo lo que me hicieron. Para ellos estoy muerta, es lo que me dijeron cuando les anuncié que me marchaba; así que para mí, ellos también.

Y nunca hablo ni pienso en ellos.

Pensar en mis padres hace que aprecie más la preocupación de Noemí, la única persona en el mundo que conoce mi historia con mis progenitores, así que me decido a contárselo. No pierdo nada haciéndolo, y puedo ganar algunos buenos consejos.

O no.

—Estoy enamorada. —Suspiro tan trágicamente que parece una burla. Noemí sonríe al ver mi intento de quitarle importancia al asunto.

—¿Y no te corresponde?

—¿La verdad? No lo sé. Ni creo que me importe, porque no es ese el problema.

—Entonces, ¿cuál es? ¿Es mala gente?

—¡No! —exclamo, ofendida porque piense eso de Julio—. No —añado con más tranquilidad—. No es mala gente, pero es un mujeriego. Aunque ese tampoco es el problema. Quiero decir, que si solo fuese eso lo que me preocupa, podría esforzarme por darle una oportunidad. Torres más altas han caído, ya me entiendes. Podría funcionar, o no, pero me arriesgaría. Él podría cambiar, si me quisiera lo bastante. Aunque tampoco sé si me quiere o solo está empeñado en meterse dentro de mis bragas otra vez. No lo sé.

—Así que ya ha habido tema entre los dos.

—¡Tema! —Me río—. Dios, sí, hubo tema, y de qué manera.

—Así que es bueno en la cama, ¿eh, pillina?

Me empuja con el hombro y yo me río, roja como la grana.

—Pues sí, la verdad es que es más que bueno. Nunca me habían hecho sentir… bueno, como si fuese el centro del Universo. El problema es que, fuera de la cama, no veo que haya posibilidad de ningún entendimiento entre nosotros. Se burla de mis creencias, Noemí —añado, dejando de sonreír.

La miro y me devuelve la mirada, instándome a continuar.

—Para él, todo en lo que yo creo, son supercherías propias de ignorantes. Se burla constantemente como si yo fuera estúpida.

—Y tú querrías que compartiera tus creencias.

—No. Me conformaría con que las respetara. Él no cree en nada, es ateo total, y ¡oye! a mí no me molesta. No le estoy repitiendo constantemente lo patético que me parece por tener una vida espiritual tan vacía.

—¿Y te parece patético?

—¡No! Por supuesto que no. Es bombero, ¿sabes? y se ha de tener un gran sentido del servicio al prójimo, y ser generoso para trabajar en algo así, arriesgando su vida para ayudar a los demás. No, no me parece patético, ni lo he mirado jamás con superioridad por eso. Quiero decir, que no me importa en lo que crea o deje de creer, mientras sea una buena persona, amable, cariñoso, tierno, generoso… Esas cosas que todas las mujeres buscamos en un hombre. Bien sabe Dios que creer en algo no es sinónimo de ser bueno —acabo murmurando, pensando en mis padres de nuevo.

»Yo lo respeto a él —prosigo—. Nunca he intentado convencerlo de que cambie, ni me he burlado de él. Pero él de mí, sí. Constantemente. Vine aquí huyendo precisamente de una discusión que tuvimos. ¡Es que ni siquiera hace el esfuerzo de respetarme! ¿Tanto le cuesta comprender que mis creencias son importantes para mí?

Noemí me coge la mano y me mira con intensidad. Se pasa la lengua por los labios, como si buscara la fuerza para decirme algo y no supiera cómo.

—Nuria, hace años que nos conocemos, ¿verdad?

—Sí.

Asiente con la cabeza y desvía la mirada.

—¿Has pensado que quizá, solo quizá, lo que realmente temes es que Julio se acabe convirtiendo en alguien como tu padre?