Capítulo seis

 

 

Don Eduardo se está recuperando bien, gracias a Dios. Le operaron la cadera al día siguiente, y tiene por delante unos cuantos días de hospital, y después, unos tres meses de ingreso en la planta de geriatría para hacer la rehabilitación. Los médicos son muy optimistas, y creen que no tendrá ningún problema en recuperar la movilidad. Eso será un verdadero alivio para él, porque si el pobre ha de depender de su hijo… se ve en una residencia para los restos.

Luke ha sido muy amable manteniéndome al día de las noticias, y ha contratado a Paula como camarera. ¡Yupi!

No sé por qué, pero creo que entre estos dos podría nacer una de esas chispitas que se convierten en fuego descontrolado. Esperemos que así sea, porque ambos se merecen ser felices.

Hoy es sábado otra vez, y hemos quedado todos para ir a tomar unas copas a su bar. Alonso, que se comporta con nosotras de una manera tan protectora y paternal que a veces da tirria, quiere ver el local y el tipo de gente que lo frecuenta. No lo ha dicho en voz alta, pero se entrevé en la tensión que le atenaza los hombros y que ni siquiera Daniela es capaz de aliviar.

No sé qué cree que podrá hacer al respecto si no le gusta. Como si Paula fuese a hacerle caso si a él se le mete entre ceja y ceja que deje ese trabajo. Ella parece feliz y contenta, pero ya sabéis cómo son los hombres.

Puede que se avecine una bronca de esas tan divertidas en las que Alonso saldrá perdiendo.

Me apetece mucho volver a salir con todos. Últimamente lo hacemos a menudo, desde que Daniela se unió a la banda. No sé por qué, antes manteníamos nuestras vidas un poco más separadas. Éramos más compañeras de piso que amigas, pero desde que ella llegó, eso ha cambiado. Supongo que todo por lo que tuvo que pasar nos unió de alguna manera, nos obligó a hacer piña con ella porque no tenía a nadie más aquí (tiene a toda su familia en Madrid).

Y eso ha resultado muy bueno.

No he sabido nada de Julio desde el lunes, y no puedo dejar de pensar en él. Si pudiera retroceder en el tiempo, no sé si cambiaría algo de lo que le dije. Hay momentos en que pienso que era necesario que escuchara lo que le dije, pero en otros creo que quizá me metí donde nadie me había invitado. Pero, en realidad, él sí lo hizo con su insistencia a intentar meterse en mis bragas de nuevo, ¿no?

Sea como sea, ya no hay marcha atrás, pero me tiene preocupada. Más de una vez he tenido el impulso de llamarlo para pedirle disculpas, pero una no debe pedir perdón por decir lo que piensa. ¿O sí?

—¿Sales ya del baño, o qué?

Daniela está aporreando la puerta mientras yo estoy embobada, sumida en mis pensamientos, mirándome al espejo sin verme. Estoy ya maquillada. No tardo mucho en hacerlo, ya que ni siquiera me pongo polvos. Un poco de sombra, delineador, y un poco de brillo en los labios; nada más.

—¡Ya voy!

Me paso el cepillo por el pelo con brío, y me lo trenzo, como siempre.

No me gusta mi pelo. Sí el color, de un rojo intenso, pero no que esté siempre encrespado. Por eso siempre lo llevo trenzado, porque como me lo deje suelto, parecería una loca acabada de escapar del manicomio.

—¡Me estoy meando, y en el otro baño está Susana!

Vale, si Susana está ahí metida, tardará unas dos horas en salir. Abro la puerta con la trenza a medio hacer y Daniela entra corriendo, bajándose los pantalones, mientras da saltitos.

—Ay, que me meo, que me meooooooo.

—Meona —la acuso, y me echo a reír al ver su rostro de felicidad cuando por fin se queda a gusto.

—Me cago en la puta, he estado a punto de hacerlo en un cubo en la cocina.

—Esa boca —la riño entre risas, y ella me enseña los dientes como un pekinés.

—Un día te daré una masterclass sobre decir tacos, palabras malas y otras obscenidades. Verás que hartera de reír.

Daniela nunca cambiará, afortunadamente.

—¿Sabes si va a venir Julio? —le pregunto intentando aparentar indiferencia. Daniela no sabe de mi conversación con él en la playa.

—Pues no lo sé. Alonso dice que estos últimos días ha estado muy raro.

—¿Raro? ¿En qué sentido?

—Pues no lo tengo muy claro. —Se levanta y se sube los pantalones, dando saltitos porque son tan estrechos que casi no le caben. Ha ganado algunos quilitos desde que está con Alonso. Supongo que la felicidad engorda—. Está muy callado y pensativo, y ha dejado de tontear con cualquier tía que se le ponga a tiro.

—¿En serio? —Eso sí me sorprende.

—Sí. Es como si alguien le hubiera leído la cartilla y lo hubiera hecho recapacitar. Toda una proeza, si quieres saber mi opinión. Tú no tendrás algo que ver, ¿no?

Me hago la inocente, pero se me da fatal, así que Daniela me mira con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido.

—Sí tienes que ver. ¿Qué pasó?

—Nada. Solo le dije lo que pensaba.

—Hay que joderse, con lo que me hubiera gustado estar delante para ver su cara —exclama soltando una carcajada—. Lo debiste poner fino filipino, porque chica, ha pegado un cambio como de la noche al día.

—Sí, bueno, ya veremos si le dura —contesto con un deje de amargura, intentando convencerme porque una linda y pequeña lucecita llamada esperanza, ha empezado a parpadear en mi interior. Y no quiero tener esperanza en que Julio cambie, y mucho menos en que pueda corresponder a mis sentimientos. Sería lo peor que yo podría hacer, si quiero evitar estrellarme como el vuelo 815 de Oceanic y acabar perdida en una isla llena de absurdos misterios. Y con un final igual de… confuso.

—Crucemos los dedos —me dice ella—, porque Julio no es un mal tío, en el fondo.

—No, supongo que no —suspiro.

***

El bar de Luke se llama El horror de Dunwitch, en clara referencia al relato de H.P. Lovecraft, y para alguien como yo, que adora la música new age y chill out, los colores pastel y los atrapa sueños, es un verdadero horror.

Es un local de estética heavy metal, y esa es la música que suena a destajo por los altavoces. Está llena de hombres y mujeres de pelo larguísimo, camisetas negras, pantalones vaqueros y muchos tatuajes; lo único que los diferencia para mí, son las barbas que lucen la mayoría de ellos, y los zapatos de tacón que llevan ellas.

Alonso mira a su alrededor con el ceño fruncido, evaluando el lugar, y Daniela no deja de tirarle de la mano para que deje de hacerlo.

—Estás haciendo el ridículo —le espeta casi gritando porque sino, sería imposible que la oyera.

—Eso es problema mío —le contesta sin mirarla.

Paula está al fondo y saluda levantando una mano. Nosotras contestamos y vamos hacia ella a la carrera, abriéndonos paso entre la multitud.

—Perdón. Lo siento. ¿Me dejas pasar? Graciaaas.

Está lleno de gente y, en contra de lo que cualquiera pudiera pensar por sus ropas amenazadoras, todo el mundo se muestra amable y comprensivo a pesar de nuestros empujones para poder llegar hasta Paula.

—¡Cómo mola este garito! —exclama Daniela, pero Susana arruga la boca como si se estuviera comiendo un limón. Creo que le gusta tan poco como a mí.

—¿Verdad que sí? Es una pasada currar aquí —dice nuestra amiga mientras llena una jarra de cerveza.

—¿No tienes problemas cuando te piden algo pijo y sofisticado? —pregunta Daniela, mirando a Susana, que siempre suele pedir un Cosmo, muy chic ella.

—¿Tú ves por aquí alguien pijo y sofisticado?

—Sí, ahora mismo, yo —contesta Susana—. Pero voy a tener que contentarme con cerveza, ¿verdad? —añade con un mohín.

Sastamente. Porque como me pidas un Cosmo, te lo encasqueto de gorro.

—Me encanta lo cariñosa que eres.

—Todo amor, ya sabes.

A veces podemos parecer unas perras con nosotras mismas. Creo que eso se nos ha pegado un poco de Daniela. O un mucho, probablemente. Pero si alguien de fuera intenta ponerse borde con una de nosotras… bueno, que Dios lo pille confesado, porque de perras nos transformamos en lobas y nuestros mordiscos duelen. Mucho.

Me entretengo oyéndolas tomarse el pelo unas a otras. Yo no tengo muchas ganas de hablar ni de bromear, ni siquiera cuando Luke aparece por allí para saludarnos y presentarse, y todas se quedan babeando con él, incluso Daniela, lo que hace que Alonso tenga uno de sus ataques de cuernos tan típicamente masculinos y la rodee con determinación con sus brazos, pegándola a él, marcando territorio.

No puedo dejar de pensar en Julio.

Tenía la esperanza de que apareciera por donde estábamos, como muchas otras veces desde que se empeñó en llevarme a su cama de nuevo; pero pasa la noche y él no aparece.

Tendré que resignarme, aunque me gustaría saber algo de él. Lo que fuese. Aunque volviese a comportarse como un idiota conmigo.

Ahora la idiota soy yo, porque he hecho todo lo posible para alejarlo de mí, y ahora que parece que lo he conseguido, le echo de menos.

«Resignación», me digo, dándole otro sorbo a mi cerveza.

Tienen intención de quedarse un par de horas en El horror de Dunwich, pero un buen rato antes yo ya me he cansado. No es mi tipo de música, aunque no tenga nada contra ella, y necesito que mis oídos y mi cabeza descansen un poco, así que salgo a la calle para que me dé el aire.

Por suerte, hoy visto pantalones de lino anchos y cómodos, con mis sandalias de tiras, y una camiseta blanca. Me siento en el bordillo de una entrada y aspiro profundamente. Hay paz y tranquilidad aquí fuera, a pesar del grupito que hay cerca de mí, fumando tabaco y otras hierbas, y hablando.

Apoyo la espalda en la puerta cerrada que tengo detrás y me relajo un poco.

—¿Te has dormido, brujilla?

Abro los ojos, sorprendida, y miro a Julio, que está ante mí, sonriendo seductor.

—Estaba descansando los ojos.

Mira hacia atrás, donde está la puerta del local, y lo señala con el pulgar.

—¿Cómo es que habéis venido a un antro como este?

—Paula ha empezado a trabajar aquí y hemos venido a darle ánimos.

—Supongo que los necesitará —bromea, metiéndose las manos en los bolsillos.

—¿Por qué dices eso? Es un buen trabajo —me mosqueo. Julio tiene muchos defectos, pero no pensé de él que fuera un snob.

—No lo dudo, pero la gente con la que tiene que mezclarse…

—Son buena gente. —Los defiendo a pesar de que no conozco a ninguno de ellos, pero sí conozco bien a Luke y sé que no permitiría que su local se llenara de gentuza.

Me levanto y lo miro, bastante molesta. De repente, ya no estoy a gusto aquí afuera, y me arrepiento de haber deseado que Julio apareciera por aquí.

—Eh, no te enfades conmigo, por favor. Solo estaba bromeando.

—Pues no tienes ningún derecho —le espeto con malos modos—. No formas parte de nuestro grupo.

Eso parece herirlo, porque da un paso atrás y tensa los hombros y los labios, y yo me arrepiento de lo que acabo de decir, pero no tengo ninguna intención de pedir disculpas.

Julio suspira, y deja caer los hombros, apartando la vista.

—Supongo que tienes razón —admite, al final—. Últimamente parece que disfrutas mucho diciéndome lo que piensas.

—Estás equivocado, no lo disfruto. En realidad, preferiría mil veces no tener que decirte nada.

—Entonces, ¿por qué lo haces?

Ahora es mi turno de suspirar y apartar los ojos. También me encojo de hombros, porque soy incapaz de confesar el verdadero motivo: que estoy enamorada de él, que intuyo que tras el disfraz de seductor cabrón hay mucho más, que soy incapaz de perder la esperanza de que un día me mire y se dé cuenta de que lo que siente por mí es mucho más que un calentón…

Pero no puedo decir nada, porque eso sería darle munición que podría llegar a usar contra mi determinación de mantenerlo bien lejos de mis bragas.

Como no contesto me mira con intensidad, y empieza a entrecerrar los ojos.

—Oye, no tendrá algo que ver con algunas de tus absurdas locuras, ¿no?

Para él, mis creencias son «absurdas locuras». Nunca he conocido a un hombre más escéptico que Julio. El día que se enteró de lo que vendía en mi tienda, tuvo un ataque de risa primero, y después me dijo: «No, ahora sin bromas y sin tomarme el pelo, ¿qué es lo que vendes?».

—Mis absurdas locuras no tienen nada que ver, don incrédulo.

Intento esquivarlo para volver dentro del local, pero me coge el brazo y tira de mí con suavidad. Me dejo, porque no quiero montar un espectáculo, y menos con el grupito que sigue fumando allí al lado, que nos mira atentamente.

—Oye, brujilla, no te enfades conmigo, por favor —me susurra—. Me tienes hecho un lío, ¿sabes? Porque no sé cómo quitarte de mi cabeza…

Su aroma, suave pero masculino, me inunda las fosas nasales. Aspiro con ganas, para llenarme con él. Me tiene abrazada contra su cuerpo y me deleito con sus duros músculos, el roce de sus manos en mi espalda, o el suave aliento que me roza el oído.

Es un momento casi perfecto, con él abrazándome y confesando que es incapaz de dejar de pensar en mí. Pero eso no es suficiente, y lo sé muy bien. Julio es un conquistador, un mujeriego, y es difícil que un hombre así cambie y se convierta en monógamo, ni siquiera por amor.

—Julio, por favor, suéltame —le pido, también susurrando, y me hace caso.

—Dime qué tengo que hacer para que me des una oportunidad.

—Gánate mi confianza. Es el único camino.

—¿Y cómo lo hago?

—Eso, tienes que descubrirlo tú solo.

El sonido de su teléfono interrumpe nuestra conversación y lo coge rápidamente. Sé que es del trabajo, porque lleva la misma música que lleva Alonso, y que debe de haber una emergencia gorda si los requieren estando fuera de servicio.

—Tengo que irme, —me dice—, pero esta conversación no ha terminado, brujilla.

—No hay más que hablar, Julio —le digo yo.

En aquel momento sale Alonso del local, y se sorprende al vernos allí, juntos y hablando.

—Ey, tío —saluda, acercándose—. ¿Tienes el coche cerca?

—Sí, aparcado ahí al lado.

—Estupendo, así me ahorro el tener que ir a buscar el mío.

—Volveremos a hablar —me dice Julio, a pesar de mi negativa, y me da un ligero beso en los labios que soy incapaz de rechazar—. Mañana.

Se marchan y yo decido volver dentro, pero no me quedo mucho más. Pocos minutos después, Daniela y yo estamos volviendo a casa. Susana ha decidido quedarse porque ha iniciado una conversación muy interesante con un melenudo lleno de tatuajes y barba.

—A Susana le gusta el riesgo —bromeo, porque Daniela está seria y parece preocupada. Ella se encoge de hombros y no contesta.

—No me gusta que Alonso sea bombero —confiesa con un hilo de voz.

—Pues si sigues con él, tendrás que acostumbrarte.

—Sí, supongo, porque es su vocación y no tengo ningún derecho a pedirle que lo deje.

Parecía que intentaba convencerse a sí misma.

—Exacto.

—Pero siempre que está trabajando, paso las horas muy preocupada.

—Todos los trabajos tienen un riesgo, Daniela.

—Sí, pero este tiene más.

—Daniela…

—La vida es una puta mierda —sentencia, y se mantiene en silencio el resto del camino hasta que llegamos a casa.